30 - La batalla en la playa

Quería quedarme allí, sin moverme, y llorar. Quería arrastrarme bajo la tierra y cubrirme la cabeza con la capa de hierba, como si fuera una manta, para tumbarme sin que me vieran al lado del capitán. No estaba preparado para renunciar a su protección. Sin embargo, a mis instintos sólo les interesaba salvar la vida. Con abyecta energía me puse en pie, cogí la espada del capitán de su mano abierta, me di la vuelta y salí por piernas hacia la costa. Con el rabillo del ojo vi que el señor Stevenson y el señor Creed me imitaban; Stevenson se había quitado él sombrero de la cabeza para evitar que se le cayera con las prisas. La piel de su frente era muy pálida y contrastaba con su rostro curtido.

A cada paso que daba esperaba que una bala de mosquete o el filo de una espada se incrustaran entre mis hombros. Pero, fuera porque nos creyeran presas fáciles o porque se habían distraído con la aparición del Nightingale, Smirke y sus hombres no hicieron nada. Mientras seguía corriendo y mi mente se recomponía, les oí gritarse entre sí, diciéndose lo hermoso que parecía nuestro barco, y lo pronto que estarían de vuelta en casa. Cuando miré por encima del hombro, varios de ellos lo señalaban y se daban palmadas en la espalda; sólo Smirke y Stone no parecían tan emocionados: Smirke porque se regodeaba sobre el cadáver caído ante él, y Stone porque estaba concentrado en recargar su pistola.

El suelo por el que corría —o, mejor dicho, volaba— era la vieja marisma que Escocia y los demás prisioneros habían convertido en campos de arroz. Incluso corriendo, me di cuenta del esmero que habían puesto en su trabajo: la perfección de los surcos de plantas jóvenes y los muros bajos que formaban una terraza que descendía hasta la orilla donde la tierra fértil daba paso a la arena. Me obligué a levantar las rodillas como si saltara porque no quería destruir lo que habían creado con tal cuidado, aunque estuviera corriendo para salvar mi vida.

Cuando los tres llegamos a la orilla, el contramaestre Kirkby y el señor Tickle se adelantaron; éste llevaba todavía su pipa sin encender entre los dientes. Pese a que no era el capitán, me alivió sumamente ver su determinación, sobre todo porque los prisioneros —que se habían dispersado tras romper el apretado agrupamiento en la arena a sus espaldas— estaban muy confusos. Uno o dos se habían dejado caer y acercaban las caras a la arena, murmurando oraciones inaudibles para todos salvo para la Madre Tierra. Otros habían entrado con torpeza en el agua y permanecían en pie mientras las olas rompían contra sus rodillas, incapaces de decidir qué merecía más su atención: los piratas a sus espaldas o el Nightingale, que ahora se encontraba a unos centenares de metros de la orilla y estaba echando el ancla.

La angustia de nuestros amigos, combinada con su desnudez casi completa y sus temblores ofrecían un espectáculo muy triste. Sólo Escocia conservaba la compostura y se mantenía de pie al lado del contramaestre con sus brazos extendidos para que su mujer se refugiara tras él. Era una defensa valiente, pero también desesperada y penosa, porque no disponía de más armas que su propio coraje. O no las tenía hasta que le alcancé la espada del capitán, todavía caliente de mi mano, y saqué mi arma blanca más corta. Nuestras dos hojas chocaron con un ruido metálico que pareció sellar nuestra fraternidad.

—Gracias, señor Jim —dijo con una expresión sombría en la cara, y luego, con un matiz poético que nunca abandonaba del todo sus palabras, añadió—: Ahora todos somos el capitán.

—Por supuesto que lo somos —dije.

—Haremos que se enorgullezca de nosotros.

—Se enorgullecerá —repetí, aunque, cuando volví a mirar tierra adentro, no sentí tanta confianza. Smirke había acabado de regodearse con el cadáver del capitán y hacía salir lentamente a sus hombres de la empalizada; se habían desplegado formando una media luna para impedir que nadie huyera por los flancos. Ninguno de ellos hablaba, ni siquiera para maldecirnos, todos mantenían un silencio amenazador, haciendo oscilar sus espadas de lado a lado como si estuvieran segando césped.

Lo más espantoso de su forma de aproximarse, más terrible aún que la masacre que parecía anunciar, era el ansia de cometerla que traslucía. Cada silbido de acero dejaba claro lo mucho que disfrutarían los piratas acabando con nosotros y cómo consideraban esa diversión un simple preludio a otros placeres que les esperaban, a saber: abordar el Nightingale y escapar de la isla para vivir como quisieran.

En ese momento, cuando la probabilidad de la catástrofe se me hizo evidente, descubrí que mi terror había desaparecido de golpe y que volvía a pensar con claridad. No se trataba de que me hubiera reconciliado con la muerte, sino de que había hallado el modo de mantener la dignidad: decidiendo acabar mi vida de una forma que me distinguiera de mis asesinos. Lucharía tal como era, lo mejor que pudiera. No me permitiría flaquear porque estuviera muy lejos de casa, ni porque había perdido a Natty y había visto morir al capitán. No permitiría que la Muerte creyera que se había salido con la suya porque yo había cometido errores en mi vida, sobre todo al robar el mapa y traicionar a mi padre. Pensaba que mis pecados serían perdonados. Aceptaba la segunda vida que se me había concedido cuando fui rescatado del mar.

No manifesté esos pensamientos con palabras, claro que no; fueron un arrebato de confianza, de posibilidad, que sólo más tarde sería capaz de expresar en sus justos términos. No puedo explicar de otro modo el cambio que experimenté en aquellos momentos en la playa. A mis espaldas oía los gritos del Nightingale cuando los hombres bajaron el chinchorro al agua y empezaron a remar hacia nosotros. Eso me tranquilizó. A mi alrededor tenía la belleza del mundo: la espuma blanca que soltaban las olas; el contorno de los árboles que se estremecían alrededor del pedestal de la colina del Catalejo; los destellos de los pájaros que revoloteaban entre los árboles del bosque. Eso reforzó mi resolución. Pero la inspiración principal provino de mí mismo. Me transformaría durante el tiempo que fuera necesario en un ángel guerrero.

El contramaestre Kirkby y los demás miembros de nuestra reducida tropa, que ahora incluía a Escocia, habían formado una línea a lo largo de la playa y los prisioneros deambulaban en las aguas superficiales por detrás. No estaban en condiciones de ayudarnos, y sin ellos no éramos más que un puñado, superados en número por los piratas que se nos echaban encima. Por tanto nos favorecía retrasar la lucha hasta que llegara el chinchorro…, algo que también sabían los piratas.

Recorrieron los últimos metros muy rápido, pisoteando con torpeza los arrozales y luego con más fuerza sobre la arena, que era más firme. El contramaestre estaba en el extremo más alejado de nuestra línea defensiva, y frente a él se situó Smirke. Al lado del contramaestre estaba el señor Tickle, mascando aún la boquilla de su pipa, frente a uno de los negreros, un hombre de aspecto repulsivo, con la mirada fija y un abrigo que parecía confeccionado con ramitas y retales. Escocia estaba en el medio, ante Stone, y aunque no era momento para reflexionar sobre la desigualdad del combate, me fijé con alivio en que Stone se había guardado la pistola y se preparaba para luchar a espada. El señor Stevenson estaba cerca del señor Creed, ambos delante de un caótico grupo de negreros que no acababan de decidir cuáles de ellos eran la vanguardia y cuáles no, de modo que blandían sus espadas en una ruidosa maraña. Mis adversarios eran dos personajes en los que apenas había reparado antes en el campamento, los dos también negreros del Achilles. Uno era un hombre de aspecto simiesco un poco encorvado, que empezó a cambiarse la espada de mano con destreza; el otro era más alto, un patán más viejo y pesado, que tenía la cara tan cubierta de llagas que casi le cerraban los ojos.

Primero cargué contra él, haciendo oídos sordos al estrépito de los golpes metálicos, los roces y las maldiciones que estalló alrededor. El que parecía un mono (y exactamente como habría hecho un simio) dio la impresión de que se posaba sobre el hombro de su colega, y no paraba de decirle: «Dale abajo, Turner, dale abajo. En los órganos vitales. Pínchale, pínchale». El viejo Turner no hizo caso a ninguno de sus consejos, se abalanzó atropelladamente hacia mí con la espada apuntando al cielo, planeando descargarla sobre mi cabeza y poner fin a todo. Si tropezó en la arena o si de hecho le esquivé es algo que no puedo asegurar. Lo que sé es que mientras su arma todavía estaba alzada en el aire, la mía se abrió camino hacia su vientre, donde penetró (porque yo era más bajo) en dirección ascendente por su caja torácica hasta que le alcanzó el corazón. La textura de su cuerpo era más grasosa que la de un cerdo y la gran cantidad de sangre que empezó a manar de él sí que se asemejó a la que produciría un puerco. Fluyó viscosa y muy caliente sobre mis manos hasta que saqué mi espada de un tirón, como si me hubiera escaldado.

Entonces el que parecía un mono dio un salto hacia delante, chillando y enseñando los dientes como si quisiera morderme y no pelear. Dimos varias vueltas el uno alrededor del otro, y en ese entreacto pude ver que Turner bajaba por fin su espada. No, como había pretendido, en un golpe letal, sino en un gesto inútil y flácida, que acabó en la arena mientras su cuerpo se desmoronaba encima del arma. Su cara se había quedado exangüe, salvo por el color de las llagas en las mejillas y la frente, que seguían siendo de un rojo brillante.

—¿Vas a matarme, novato? —cotorreó el mono—. Te has cargado al viejo Turner, ¿eh?, y has dejado una viuda en el mundo. Y huérfanos también, no me sorprendería, huérfanos en puertos de aquí y de allá, con bocas hambrientas.

Con mi nueva resolución, esas palabras no me impresionaron en absoluto. Tras seguirle en un círculo mal trazado varias veces, y haberle tomado la medida, le solté una estocada directa que pareció desconcertarle. Se le cayó la espada de la mano al parar mi golpe, y la punta de mi hoja entró en su garganta por el hueco debajo de la nuez.

—¡Ah! —exclamó, con la voz reflexiva de alguien que ha encontrado la respuesta a un misterio que hace mucho que le ha eludido. Fuera cual fuese su descubrimiento, no se lo contó a nadie. Porque en cuanto acabó el suspiro perdió la vida. Luego se derrumbó sobre la arena, donde su cabeza reposó apoyada en el muslo de su amigo Turner; allí quedaron tumbados como dos hombres durmiendo la siesta tras una comida: Turner, seboso y descomunal; el mono, todavía relativamente joven, pero muy calvo. Al mirarlos, esperaba que me recorriera por fin una sensación de piedad o de repulsión. Pero no sentí nada semejante. Una voz tranquila me habló dentro de mi cabeza y me dijo: «Has matado a un hombre. Has matado a dos hombres».

En otros momentos de mi vida, una frase así me habría parecido una monstruosidad. En el extraño estado en que me había sumido, no me la tomé más que como una constatación de los hechos; no me entretuve en reflexionar sobre lo que implicaba, sobre si aquello me situaba en un plano de la existencia que yo no había conocido hasta entonces. Mi única preocupación eran mis amigos, cuyos combates eran más igualados que los míos. Los más alejados, Smirke y el contramaestre Kirkby, estaban erguidos del todo, blandiendo sus sables con metódica ferocidad. (Smirke, me fijé, resoplaba con dificultad y sudaba a mares). El señor Tickle, el señor Stevenson y el señor Creed también mantenían sus posiciones: Stevenson, con la barbilla levantada y una expresión de desdén en el rostro, como si considerara todo ese lío de pelearse indigno de alguien como él; Creed, saltando con agilidad de un pie a otro. El señor Tickle se mantenía firme como un guardia real, blandiendo el sable y soltando estocadas al aire como si estuviera haciendo una exhibición de un sistema de señales, pero con espadas, no con banderines.

La batalla entre Stone y Escocia era más sutil. Escocia había pensado que su largo encierro le ponía en desventaja, lo cual era cierto, en términos de fuerza y resistencia. Se mantenía alejado de su enemigo, metido hasta los tobillos en el agua, y arremetía contra su rival de vez en cuando. Por las cicatrices de sus hombros y un tajo en carne viva todavía sobre su coronilla daba la impresión de que ya lo habían alcanzado varias veces. Pero en realidad se trataba de las heridas que había recibido en la empalizada, porque Stone también evitaba el cuerpo a cuerpo.

Esa vacilación parecía extraña hasta que reparé en que, con sus maniobras de cangrejo, Stone no estaba tan interesado en Escocia como en lo que éste tenía detrás. Era la mujer que había caminado a su lado cuando salieron de la cabaña. Su esposa.

Escribo estas palabras como si en medio de la batalla me hubiera dado tiempo de mirar y pensar con tranquilidad. No, no tuve tiempo de nada de eso, sólo hubo una breve pausa antes de que empezara a pelear de nuevo, pero aun así, me fijé en la mujer con especial claridad. Era casi tan alta como Escocia, y de su misma edad, con el pelo rizado y suelto, la piel tan negra como el ébano, y una forma de estar erguida que la convertía en una igual de Escocia. Todavía no había oído su voz, pero la rabia vacía que destilaban sus ojos hablaba por sí sola. Estaba claro que quería algo más que la muerte de Stone. quería verlo morir y que todas las huellas de su existencia desaparecieran de la faz de la tierra.

En el instante en que percibí la fuerza de su rabia —viéndola con el agua hasta las rodillas en el mar mientras la golpeaban las olas—, el espanto que me producía la empalizada y cuanto contenía alcanzó una nueva intensidad. Smirke era un desalmado, pero mi instinto me decía que fue Stone el instigador de las peores barbaridades. La frialdad de aquel hombre le daba una cualidad pétrea: la mirada de lagarto, la boca cortada, la palidez mortal de su rostro. Aunque dudaba que existiera alguna arma terrenal que pudiera acabar con él, pues ya había sobrevivido a un tajo en la garganta, me lancé hacia allí y me uní a Escocia, buscando asestar una estocada que hiciera justicia.

Al hacerlo, vi que el chinchorro se había acercado a la orilla menos de lo que había esperado. A juzgar por la forma en que se esforzaban algunos de los remeros, mientras otros achicaban el agua que entraba por los costados, supuse que se habían topado con una corriente procedente de tierra, producida sin duda por las aguas del río que desembocaban en la bahía cerca del lugar al que se dirigían. Era obvio que tendríamos que mantener nuestras posiciones durante varios minutos más. O, por decirlo de otro modo: disponíamos de unos minutos para ganar la batalla nosotros solos.

No pudo ser. Aunque no pretendo regalarme los oídos diciendo que Stone quiso evitarme, al ver que me acercaba sí se apresuró a llevar a cabo lo que tenía pensado de antemano. En lugar de enzarzarse en un cuerpo a cuerpo con Escocia e intentar acabar conmigo, retrocedió del todo y trepó a la cima de una pequeña cresta arenosa que separaba los arrozales de la playa. Allí se detuvo, miró un momento hacia abajo, donde Escocia y yo estábamos el uno al lado del otro, y luego hacia el mar, donde los gritos de mis compañeros eran claramente audibles sobre las olas que salpicaban y rompían.

Tengo que reconocer mi culpa por no haber comprendido lo que Stone estaba pensando; no he dejado de criticarme por ello desde entonces. Si hubiera estado en plena posesión de todas mis facultades, habría arremetido contra él sin pensar en el peligro, y, lo creo de verdad, con la ayuda de Escocia, habríamos vencido al malvado. Pero lo que hice fue esperar como un tonto a que Stone bajara y cargara contra nosotros. Eso le dio la oportunidad que buscaba. Sin parpadear siquiera, clavó fríamente su espada en la arena (que penetró siseando, como si estuviera al rojo vivo), luego se metió la larga mano dentro del abrigo y sacó su pistola plateada, la misma que había utilizado para asesinar al capitán. La levantó con brazo firme, apuntó, pero no a mi corazón ni a Escocia sino más lejos, entre los dos, a la esposa de Escocia. Lo hizo simplemente por crueldad, porque sabía el dolor que causaría.

El sufrimiento de Escocia empezó cuando Stone apretó el gatillo; se dio cuenta de inmediato de lo que iba a pasar. Por eso, en lugar de encogerse o saltar a un lado, se dio la vuelta y descubrió lo que ya sabía: su esposa yacía boca arriba sobre las olas. Las olas la salpicaban por encima, balanceándola de forma rítmica, como si mandaran a un niño a dormir. Las espirales de su cabello se mecían perezosamente sobre su rostro. Su sangre también flotaba desde donde manaba en el centro de su pecho.

Atisbé esa imagen sólo un segundo antes de ver a Escocia correr hacia su mujer, arrodillarse, alzada erguida y empapada, y empezar a llamarla por su nombre. Fue un gemido terrible y ensordecedor; el sonido más triste que he oído jamás. Y ese sonido fue lo único que necesité para lanzarme con gran esfuerzo cuesta arriba, hacia Stone. Creí que estaría recargando su pistola, o al menos desenterrando la espada de la arena, para mandarme a la otra vida por un medio o por el otro. Pero lo cierto es que no parecía que yo le preocupara en lo más mínimo ni tampoco estaba alterado por lo que acababa de hacer. Miraba por encima de nuestras cabezas hacia el mar, aunque no al chinchorro ni tampoco al Nightingale, sino hacia el montículo desdibujado de la Peña Blanca, que se extendía a medio camino entre nuestra playa y la isla del Esqueleto.

Fue la única vez que vi cambiar su expresión: su máscara imperturbable se fundió como la cera y se arrugó en una mueca. La sangre le subió a las mejillas y a lo largo de la cicatriz que le rodeaba la garganta, que pareció una herida reciente.

—¡Smirke! —gritó con un susurro muy agudo—. ¡Smirke! ¡Smirke!

Sobre la arena, su capitán se separó del contramaestre Kirkby y miró hacia donde le señalaba su subordinado, y también cambió de color, como un camaleón.

—¡Señor Stone! —gritó con una voz vacilante—. ¡Conmigo! ¡Acompáñeme!

En cuanto dio la orden, los dos se alejaron a la carrera, desaparecieron por los arrozales y se perdieron entre la maleza que crecía a lo largo del río cuya corriente había retrasado a nuestros amigos.