29 - La conversación en la puerta

Smirke fue el primero que salió de la cabaña, bostezando y frotándose la cabeza con la palma de la mano. Estuvo así unos segundos, creyéndose a solas, y luego de repente nos vio y empezó a agitar los brazos como loco, gritando a sus colegas que se despertaran. Cuando alzó los brazos, vi que llevaba una pistola metida en el cinturón, y el corazón empezó a latirme más deprisa.

—¡Jinks! —gritó al cuerpo que parecía dormir todavía donde lo habíamos dejado, y, cuando no se movió, lanzó un torrente de maldiciones que, me pareció, debían de haber empujado el alma de su colega en su descenso al infierno. Al ver lo que hacía, recordé que Escocia lo había descrito como un monstruo. Parecía desbordarse, incapaz de contenerse, y hacer que el aire que le circundaba se tornara sólido con su presencia.

El capitán no se sintió confundido en lo más mínimo por esa reacción y siguió dando órdenes con una voz clara y resuelta.

—Contramaestre Kirkby —dijo—. Ya no hace falta que vaya con cuidado. Diríjase a la playa con la máxima rapidez posible.

Era un consejo sensato, pero fue recibido con menos sensatez. La simple visión de Smirke había desatado el pánico entre los prisioneros, que inmediatamente empezaron a correr en total desorden hacia la salida meridional. Ese caos los convertía en presa fácil, aunque me di cuenta de que podrían mantener su pequeña ventaja si llegaban a salir por la puerta, dado que el capitán sería capaz de defenderla como un Horacio moderno.

Otros piratas se habían unido a Smirke en el porche mientras se ponían como podían las camisas, se abrochaban los cinturones, se calaban los sombreros y se gritaban unos a otros con rabia. Conté diez, que era la cifra que había mencionado Escocia de los supervivientes del Achilles. Uno, me fijé, tenía una espesa barba gris que le caía casi hasta la cintura. Otro llevaba un trinchador de barbacoa, que blandía hacia nosotros como si fuera un sable. Puede que su aspecto los convirtiera en una pandilla de villanos más bien cómica, pero sus amenazas eran bien reales. Aunque nada en comparación con Stone, que se acercó al hombro de Smirke como surgido de una pesadilla. Su larga cara se veía totalmente blanca, impávida, y la cicatriz del cuello parecía un pañuelo. Miró a Jinks, luego hacia nosotros y poco a poco fue enseñando los dientes. Aunque eso indicaba que quería machacarnos, por el momento no se movió, sus ojos de porcelana parpadeaban como movidos por una máquina.

Me sorprendió, sí, me sorprendió que los piratas no se lanzaran de inmediato contra nosotros. Pero al fijarme en Smirke contoneándose por el porche, dando largas zancadas que hacían que la pistola rozara contra la espada de su cinturón, empecé a comprender. Podría parecerle indignante que su colega hubiera muerto, pero no tenía razones para apresurarse; su actitud sólo revelaba la más absoluta confianza en que nos aplastaría en la pelea. Estábamos tan indefensos como pajarillas en una rama; nos retorcería el pescuezo en cuanto quisiera.

No importaba: nos apresuramos todo lo que pudimos y, tras seguir a los últimos lastimosos miembros de nuestro grupo al otro lado de la puerta, el capitán ordenó al señor Stevenson y al señor Creed que ocuparan su lugar a un lado mientras yo me agazapaba al otro. De ese modo quedábamos a cubierto tras las maderas de la empalizada. El capitán, por su parte, se había plantado con firmeza en la boca misma del peligro, con los pies separados como si estuviera en la cubierta del Nightingale en un mar agitado.

Me aproximé a él y me asomé al otro lado de la puerta. Smirke y los demás se acercaban ruidosa y pesadamente hasta que se detuvieron a una docena de metros. Todos ellos respiraban con dificultad, más por la excitación que por el esfuerzo, como sabuesos a punto de abalanzarse sobre su presa. Al hallarme tan cerca, pude ver que sus manos y sus rostros estaban cubiertos de llagas húmedas, y que tenían los labios ennegrecidos por las quemaduras del sol.

Esperaba que Smirke nos mirara con desprecio, suponiendo, claro, que no optara por arremeter directamente y rebanarnos los cuellos. Pero, aunque había un matiz de desdén en su mirada, ésta destilaba todavía mucha más curiosidad. Éramos el mayor grupo de desconocidos que había visto desde hacía mucho tiempo, y, si bien le repateaba nuestra existencia, no ocultaba la fascinación que le producíamos. Nuestros rostros, nuestras ropas, nuestro pelo: todo era una especie de maravilla para él.

Una maravilla momentánea, en cualquier caso, porque, en un abrir y cerrar de ojos, Smirke pareció haber saciado su sed de novedades y volvió a ser el de siempre. Se puso las manos en las caderas. Asintió con su gran cabeza desgreñada. Paseó su enorme lengua entre los tocones de sus dientes. Se permitió una carcajada. Si hubiera dispuesto de más municiones, no me cabe duda de que nos habría despachado allí mismo, en aquel instante.

—¿Cansados de andar escondidos? —habló Smirke por fin, con extravagante insolencia; su boca húmeda daba un brillo terrorífico a sus palabras. Las primeras que le escuchaba que no eran insultos de uno u otro tipo, pero, por la forma en que las pronunció, bien podían haber pasado por tales.

Ninguno de nosotros respondió, lo que me dio la oportunidad de mirarlo más de cerca. Bajo las arrugas de su gabán y alrededor de sus puños, la camisa se veía rígida por la mugre.

—¿Cansados de escabulliros sin dar la cara? —prosiguió Smirke, y luego de repente elevó la voz y gritó—: ¿Cansados de asesinar a hombres mientras duermen? —Las palabras pretendían hacerle parecer superior, e intensificó su efecto buscando a su alrededor otras víctimas, sobre todo en la playa, donde el contramaestre y el señor Tickle estaban reuniendo a los prisioneros en un pequeño y apretado grupo. Escocia estaba delante de ellos, con los brazos desnudos desplegados hacia atrás, como si su cuerpo fuera un escudo.

Le miré con admiración, pero también con un curioso distanciamiento. La mayor parte de mi atención se centraba ahora en el capitán, mientras le apremiaba en silencio a que preguntara por Natty y descubriera qué había sido de ella.

Pero el capitán seguía su propio rumbo.

—Nadie se ha estado escondiendo —dijo con una convincente apariencia de calma—. Sólo he estado observando. Observando cómo dirige su hacienda.

—¡Mi hacienda! —repitió Smirke como un eco—. Es mucho más que una hacienda, se lo aseguro. —Había dejado de interesarle la playa y se daba por satisfecho sabiendo que tenían prisioneros todavía al alcance. Se concentró de nuevo en el capitán, fijándose no sólo en su cara para adivinar sus pensamientos, sino también en sus botas, sus pantalones, su abrigo, incluso en el modo en que se había arreglado las patillas (que llevaba descuidadas pero le quedaban bien). Mientras le examinaba, la punta de la lengua, regordeta y roja, aparecía cada dos por tres entre sus labios quemados para aliviar su sequedad. Estaba sufriendo, me pareció, un segundo paroxismo de curiosidad: una parte de él quería matar al invasor; la otra anhelaba sentarse y oír noticias del ancho mundo.

El capitán captó su confusión tan bien como yo, y se dispuso a aprovecharla.

—Explíquese —le urgió con encomiable descaro. En ningún momento mencionó a Jinks, y tampoco Smirke pareció interesado en volver sobre el tema.

—Mi hacienda es un reino —replicó Smirke—. Y ahora que está aquí, usted es uno de sus ciudadanos. De mis súbditos.

—Yo no me someto a nadie más que a mí mismo y a Inglaterra —dijo el capitán con una voz tan impasible como el agua del lago de un molino—. Y por eso me considero un hombre libre. Lo bastante libre, al menos, para echar un vistazo a su reino.

Smirke pareció incomodado; no estaba acostumbrado a escuchar opiniones que cuestionasen las suyas. Aunque su instinto le impulsaba a aplastarlas de inmediato (como vi por el modo en que sus dedos se ceñían crispados alrededor de la empuñadura de su espada), se acordó de lo que era: un marinero normal y corriente, que sabía reconocer a sus superiores porque había servido bajo sus órdenes.

—¿Y cuál diría que es su veredicto, capitán, después de haber echado su vistazo?

—No me hace falta darle muchas vueltas al veredicto —replicó el capitán—. Lo tengo muy claro. El veredicto es que usted es una vergüenza. Un ladrón, un traidor y un asesino. He decidido que vuelva con nosotros a Londres donde se le hará la justicia que merece. Usted y todos los demás… —En ese momento hizo un gesto con la mano para incluir a cuantos estaban al lado o detrás de Smirke.

Al recordar ahora esas palabras, que reproducen exactamente las que pronunció el capitán, me doy cuenta de que sonaron un tanto envaradas, como de maestrillo. Ésas eran las cualidades del capitán, la impresión que causaba. Pero se trataba también de una expresión de su honradez, no de un defecto, y en aquel momento no parecieron inapropiadas. Sonaron verdaderas, y aunque oírle explicitar con tal claridad cuál era nuestro objetivo aumentaba el peligro que corríamos, también fue un alivio. Habíamos marcado nuestro rumbo, y no nos quedaba otra que seguirlo.

A Smirke le dolió el comentario, que era lo que había buscado el capitán. Pero se mantuvo inmóvil, cosa que también se ajustaba a las intenciones de nuestro capitán. Cuanto más se alargara la confrontación, más tiempo le daría al Nightingale para acudir en nuestro rescate.

—Se ha olvidado de usted mismo, capitán —exclamó Smirke con labios temblorosos—; de su vida y de la de toda su tripulación…, todas me pertenecen. Si decido que vivan, vivirán. Si decido que mueran, morirán. He navegado los mares en mis buenos tiempos, y con los años he acabado conociendo la tierra. He visto de todo, cosas buenas y malas, mejores y peores, días de lluvia y días de sol, he visto cómo nos quedábamos sin provisiones y todo lo que se le ocurra. Y, se lo digo yo, nunca he visto que nada bueno saliera de la bondad. El que golpea primero es mi preferido; los muertos no muerden; ésa es mi religión, amén, que así sea. Los muertos no muerden.

Sus palabras podrían haberme aterrorizado, pero las pronunció con tal jactancia y tal hastío en los ojos que me impresionaron menos de lo que deberían. Sin embargo, mi estado de ánimo no tardó en resentirse, porque después de soltar a gritos sus amenazas, Smirke echó hacia atrás la cabeza y dejó escapar una carcajada. La risotada fue tan ruidosa que unos periquitos se asustaron en los árboles más próximos al recinto y salieron disparados como flechas verdes hacia el Fondeadero.

El rugido me pareció una demostración de locura absoluta y acabó tan bruscamente como había empezado. Smirke se concentró entonces en el capitán con más intensidad si cabe, y dijo con su voz horrible y empapada:

—Morirá, como murió ese mocoso que envió por delante, cobarde. Ese explorador o como le llame. Imagínese, se jugó la vida con el último aliento. Y, ya ve, todo para acabar hecho picadillo.

Se refería a Natty, y aunque sabía que mi reacción podía cuestionar la autoridad del capitán, no pude evitar lo que hice a continuación. Me levanté de mi puesto junto a la puerta de la empalizada y le grité a Smirke:

—¿Qué le ha hecho?

Tras la pregunta se produjo un momento de silencio, en el que el capitán se volvió a mirarme y al mismo tiempo sacó la pistola del cinturón. Es evidente que creía que mi pregunta descompensaría el equilibrio que había establecido y llevaría rápidamente a la violencia en un bando o el otro.

—¿Que qué he hecho? —respondió Smirke moviendo las caderas de forma pausada—. ¿Y a ti qué te importa lo que haga o deje de hacer, niñato?, ¿se te ha perdido algo precioso? —Aquella pregunta, así formulada, me hizo pensar que había descubierto el disfraz de Natty. Pero las palabras que dijo a continuación, de lo aterradoras que fueron, me convencieron de que no sabía lo que había dado a entender.

—Tu colega —dijo— no volverá a navegar contigo. Ahora él camina bajo tierra, a salvo de los peligros del mar y las tormentas.

Cuando Smirke dijo aquello, que me encogió el corazón con la misma fuerza que si me hubiera estrujado el pecho con la mano, los piratas se apiñaron a su alrededor, murmurando y moviéndose nerviosos. Eso parecía confirmar lo que había dicho, aunque su significado preciso se me escapaba todavía. Pensé lo peor, en cualquier caso, y habría empezado el duelo por mi amiga inmediatamente si todo lo demás me lo hubiera permitido. Pero cuando Smirke acabó de hablar y cruzó los brazos, lo cual hizo que pareciera regodearse en su propia maldad, su secuaz Stone por fin se adelantó. Stone transpiraba una indiferencia que dejaba bien claro que no le importaba nada ni nadie, lo que a la vez le convertía en alguien implacable en la búsqueda de sus propios objetivos. Había decidido que ya estaba harto de los métodos de Smirke y quería una vía más directa para poner fin a todo aquello.

Eso provocó que me agazapara de nuevo y me asomara como antes desde el otro lado de la puerta; me pareció que estaba viendo a un muerto que ya no podía sentir dolor, pero sí infligírselo a los demás.

El capitán seguía resuelto a prolongar el encuentro tanto como fuera posible.

—Se equivoca —dijo sin prestar atención a Stone, dirigiéndose sólo a Smirke—. Le he dado la oportunidad de admitir el mal que ha hecho aquí y de someterse a la justicia. Si no lo hace, no me queda más opción que apresarle, a usted y a sus colegas.

Eso provocó otra ruidosa carcajada.

—¿Habéis oído, chicos? —dijo Smirke cuando fue capaz de hablar de nuevo—. El capitán va a hacernos prisioneros a todos los marineros del castillo de proa. Podemos superar una tormenta, pero sólo servimos para el patíbulo. ¿Qué os parece, muchachos?

Como había esperado, el murmullo a sus espaldas se convirtió en aullidos y gritos. Yo sabía que él no podría contener a sus hombres mucho más, y por un instante me volví a mirar hacia atrás, esperando ver alguna señal de nuestro rescate. Fue una decepción. Los árboles a lo largo de la bahía se estremecían bajo la luz gris, como si sintieran el mismo miedo que nosotros. Y también el follaje de la Peña Blanca, que estaba a media milla, completamente rodeada de agua; su penacho de helechos temblaba con un vigor extraño, y, más allá, las olas se extendían vacías hasta el horizonte.

Cuando me volví de nuevo hacia delante, vi que nuestra larga demora había llegado a su fin. Smirke había perdido la paciencia con el capitán, con las críticas, con sus hombres que se removían pidiéndole acción…, y se estaba sacando la pistola del cinturón. Se trataba de un artilugio totalmente anticuado y engorroso, pero no me cupo duda de que cumpliría su función. Mientras echaba hacia atrás el percutor, cerró un ojo y miró con intensidad por encima del cañón; como casi todo lo que hacía, era un acto realizado con un aire insinuante y repulsivo.

Eso dio a nuestro capitán el margen necesario para alzar su propia arma, cosa que a Smirke no pareció importarle, si es que la vio; evidentemente pensaba que el capitán no tendría el valor de disparar primero y —dada la depravación en que había vivido— había acabado creyéndose inmortal. Cuando cargó, ambos hombres estaban en pie, apuntando sus armas al corazón del otro.

Me avergüenza reconocer que sólo ahora he comprendido del todo lo que estaba viendo. Siempre había sabido que nuestra aventura podría ser peligrosa. Había visto perder dos vidas en el mar. Había temido por Natty y esperaba llorarla muy pronto. Casi había perdido mi propia vida y hasta había contemplado las Postrimerías bíblicas. Pero nunca había imaginado que en mi existencia llegaría ese momento. Ni que el capitán correría un peligro mortal. El capitán, que nos había conducido a través de toda clase de dificultades, cuya amabilidad parecía capaz de contrarrestar todas las crueldades del mundo. Que se había cuidado de mí con tanta consideración como si hubiera sido mi propio padre.

Con esa idea —que había sido como un padre para mí— en la cabeza, me puse en pie de un salto otra vez, y se me escapó una única palabra: «¡o!», tan irreprimible como si fuera un niño. En cuanto la pronuncié vi que mi deseo de proteger al capitán le había puesto en realidad en más peligro, porque tuvo que empujarme hacia atrás, hasta el refugio de la empalizada, por mi propia seguridad. Y cuando se irguió a continuación y volvía a apuntar la pistola, Smirke tensó el dedo en el gatillo de su arma y disparó.

Los dos hombres se encaraban a poco más de tres metros: el capitán estaba condenado. Ésa fue la conclusión a la que llegué al instante, y me inundó un torrente de sentimientos confusos: consternación, culpa, conmoción, pavor. Pero ese torbellino remitió de inmediato o, más bien, cambió de sentido. En lugar de producirse un estallido, la cámara de la pistola de Smirke, que había pasado demasiado tiempo preparada pero sin usar, había quedado inutilizada por la humedad o cualquier otro impedimento, soltó humo, chisporroteó… y nada más.

Esperaba que el capitán dijera algo, aunque sólo fuera para ganar tiempo. Pero él sabía que el tiempo de las palabras había pasado. Y en consecuencia, con un valor que me pareció excepcional, no se alteró por lo que había ocurrido y se limitó a seguir apuntando con su pistola. Smirke había perdido su energía y se desmoronaba flácida bajo su ropa como una gran marioneta. Por el contrario, el capitán pareció endurecerse y concentrarse, e incluso se inclinó un poco hacia delante para asegurarse de que la bala alcanzaba su blanco.

Disparó, siguió un sonido duro, como dos trozos pequeños de madera golpeados entre sí, y el eco rebotó desde los árboles de alrededor.

¿Cayó Smirke? ¿Salió su tripulación en su ayuda, saltaron hacia delante para abalanzarse sobre nosotros y liquidarnos? Todo eso imaginé, pero no vi nada. Porque casi en el mismo segundo en que Smirke se tambaleó hacia atrás se oyó otro sonido, en el que al principio no reparé. Fue un ruido metálico y seco, como los que se oyen en la fragua de un herrero. Miré rápidamente hacia Smirke, buscando alguna explicación. Aunque su cara estaba retorcida, como la de una gárgola, permanecía en pie. Su amplia boca se había abierto no para exhalar su último aliento sino para soltar otra de sus repugnantes carcajadas.

—¿Creía… —gritó mientras recuperaba el equilibrio y la alegría de su rostro se cuajaba en odio— creía que podría cargarse al viejo Smirke tan fácilmente, capitán? ¿Cree que me puede arrancar la corona de la cabeza y hacerse con el reino?, ¿o presentarse aquí con su grupo de idiotas y niños y llevarme por el mar a un lugar al que no tengo ningunas ganas de ir? —Hizo una pausa para recuperar el aliento, con la mirada amenazadora de un Goliat; el capitán, me conmocioné al verlo, ya no le devolvía la mirada sino que toqueteaba torpemente su pistola y luego el morral que le lancé para que pudiera recargar. Parecía una táctica muy burda, y sólo sirvió para desatar todavía más la rabia de Smirke.

—Maldito cobarde, capitán —rugió Smirke—, maldito idiota, maldito impostor, maldito engreído, pelmazo jactancioso… Le voy a partir el espinazo, le… —Estaba muy excitado, sus palabras se pisaban unas a otras, buscando espacio, y luego se marchitaban en sonidos que eran como jadeos o gruñidos hasta que cesaron por completo…, momento en el que empezó a agarrarse los botones de su gabán, donde la marca de la bala del capitán se veía claramente sobre su corazón.

Una extraña torpeza parecía dificultar sus movimientos, a no ser que se tratara del aletargamiento de mi propia mente, que era reacia a entender lo que estaba viendo. Smirke se levantó despacio la tela del gabán, que se empeñaba en vestir siempre (como signo de su autoridad, supongo) pese al calor creciente, y luego se apartó la camisa. Debajo llevaba una placa cuadrada de grueso metal marrón, colgada alrededor del cuello de un trozo de cuerda embreada; estaba cubierta de las marcas plateadas de martillazos, y me pareció que probablemente había sido el fondo de una vieja sartén, que habían cortado y retocado. Los restos de la bala del capitán estaban incrustados limpiamente en su superficie, y parecían tan arrugados e inofensivos como las pupas de una mariposa.

El capitán gruñó algo cuando lo vio, y sus hombros parecieron hundirse. En aquella pérdida de confianza hubo algo que me sorprendió más profundamente que todo lo que siguió, pero que también hizo que le quisiera todavía más. Lanzó su pistola al suelo, donde rebotó hacia mí sobre la hierba como si tuviera vida propia; la recogí y noté que la empuñadura estaba empapada de sudor. Mi intención, por supuesto, era recargarla yo mismo, pero el destino nos estaba dando la espalda. Me temblaban los dedos al empezar a rellenar la culata, y levanté la mirada para disculparme por mi retraso.

No fue necesario. El capitán se había olvidado de la pistola y estaba desenvainando su espada. Una vez en su mano, hizo una floritura con la hoja ante la cara de nuestros enemigos, demostrando su valor, retándolos a que avanzaran. Pero su actuación no pareció demasiado convincente, motivada más por el pesar que por la rabia. Smirke, en cualquier caso, no se dejó impresionar. Dio un largo paso hacia delante, desenvainó su propia espada y se tocó la coraza con un dedo sucio, de manera que el metal emitió una campanada amortiguada. La ropa ya no parecía colgar de él sino que se ceñía y tensaba sobre sus brazos y piernas poderosos.

—¿Va a matarme con esa aguja, capitán? —dijo—. ¿Va a matarme con su alfiler, como asesinó a mi colega el señor Jinks, que Dios lo acoja en su seno? —Lanzó una mirada por encima del hombro, sólo con los ojos, sin volver apenas la cabeza—. He navegado muchos mares con mi amigo el señor Jinks. He compartido más soledad con él de la que quiero recordar. ¿Y usted le asesinó mientras dormía? Bien, le pregunto ahora: ¿es un acto digno de un caballero cristiano, señor capitán?, ¿es ése el ejemplo que quiere darles a sus jóvenes amigos y a sus compañeros de mesa? —Hizo una pausa para tragar saliva y sonreírme con malicia; luego prosiguió con lentitud intencionada—: Usted es un asesino como yo, capitán, así veo las cosas. ¿Qué nos diferencia? Nada. No hay ninguna diferencia entre nosotros. Salvo que yo me siento un poco más… —en ese momento se encogió de hombros y la coraza metálica subió sobre su pecho—, un poco más cómodo.

Smirke había bajado la espada y golpeaba de vez en cuando el suelo con la punta como si espantara caza. Y mientras se acercaba al capitán, sus hombres avanzaban tras él como si fueran su sombra; iban tan juntos que pensé que no se enfrentarían con nosotros a golpes sino que simplemente nos asfixiarían hasta la muerte.

Luego la imagen volvió a cambiar. Tanto si había sido su intención desde el principio como si lo hizo por capricho, Stone irrumpió entre todos y se situó delante. Smirke pareció un poco sorprendido, y dispuesto a desviar su atención del capitán para reafirmar su mando. Pero cuando miró a los ojos inexpresivos de Stone cambió de opinión, cerró la boca y asintió, antes de empezar a chuparse los dientes con un nauseabundo deleite.

Stone se apartó los largos mechones de pelo blanco de la cara, luego, con toda la intención, levantó el brazo derecho, lo mantuvo recto y, parecía, señalando hacia el mar. Pero no señalaba con un dedo sino con un arma. Una pequeña pistola de plata. Y no apuntaba hacia el océano sino a la frente del capitán. Stone no dijo palabra y no parpadeó ni una vez. Sus ojos, que miraban a su blanco mientras su dedo se tensaba, se entornaron un poco cuando resonó la explosión.

Como acababa de ver a Smirke sobreviviendo a una amenaza semejante, por un instante creí que aquí habría una gracia similar. Pero eso era imposible. En cuanto Stone disparó, el capitán cayó hacia atrás, recto como un árbol; cuando su cuerpo golpeó la tierra, propagó una onda de choque que me recorrió las manos y las rodillas donde yo permanecía arrodillado sobre la hierba. Su cara quedó a un metro de la mía, con su viejo sombrero de tres picos, verde por el moho en las costuras, caído un poco más allá. Le vi con más claridad de lo que le había visto en toda mi vida: las pecas por la nariz y las mejillas, las pestañas rubias que se oscurecían allá donde se encontraban con los párpados, las patillas plateadas a lo largo de la mandíbula. En el centro de su frente, que yo había admirado tantas veces por su honestidad, había un limpio orificio negro con un fleco de humo pegado al borde.

—Oh, señor —me oí decir con una voz que me costó reconocer como propia. Fue el primer sonido que quebró el silencio y se desplazó por el aire denso como una grieta a través del hielo, y de repente, para mi gran asombro, produjo un eco desde la costa a mis espaldas. No, no fue un eco. Fue un clamor de alegría, que no entendí hasta que me di la vuelta y vi el Nightingale, tan pulido y precioso como un barco en una botella, abriéndose paso entre las olas en la punta del cabo, navegando hacia el Fondeadero.