28 - Dentro de la empalizada

Cuando el capitán Beamish me zarandeó por el hombro, permanecí inmóvil, mirando fijamente y sin parpadear para que creyera que ya estaba despierto.

—Bien hecho, buen chico —dijo, lo cual me permitió mirar alrededor sin perder la dignidad. Una luz confusa, de un color verde claro y púrpura, empapaba el cielo; tardaría aún unos minutos en volverse azul del todo.

»¿Está listo, chico? —añadió el capitán; me hablaba tan de cerca que sentía el calor de su aliento.

Asentí con entusiasmo para mostrar que el sueño no había apagado mi buen ánimo y me puse en pie. A decir verdad, mis pensamientos seguían en el mismo sitio que antes, centrados en Natty y Escocia, aunque mis ojos buscaron a mis amigos. El contramaestre Kirkby y el señor Tickle, el señor Stevenson y el señor Creed. Todos hombres resueltos, pero, con los sombreros encasquetados, los cuellos vueltos hacia arriba, la suciedad del bosque en sus caras y las ropas empapadas, ofrecían un aspecto tan andrajoso como la tripulación de piratas de abajo. Lo interpreté como una forma de darse valor si llegaba el momento de pelear.

El capitán volvió a tocarme el hombro y señaló pendiente abajo. Había bastante luz para ver la empalizada con claridad. Ninguno de los piratas había variado su costumbre de dormir hasta tarde; incluso Jinks, a quien antes había reprendido Smirke, había vuelto a desplomarse en su silla delante de la puerta de los prisioneros. Quise creer que eso era una buena señal, porque probablemente, si hubieran capturado a Natty, estaría más atento durante su guardia, ¿no?

El capitán nos miró a cada uno, con detenimiento, y luego emprendió camino colina abajo, esperando que le siguiéramos. Pronto llegamos a los arbustos desde los que habíamos hecho nuestro reconocimiento anterior. Entonces habíamos caminado erguidos, sabedores de que no podían vernos mientras nos mantuviéramos en silencio; ahora nos encorvábamos como si una bala estuviera a punto de pasar zumbando entre las hojas. Ninguno de nosotros se creyó lo que había contado Escocia sobre la escasez de las reservas de pólvora de los piratas, por más que la razón nos dijera que debía de ser cierto.

El capitán nos echó un segundo vistazo, fijándose en nuestros ojos como si una parte de su propio valor pudiera penetrar en nosotros de ese modo; entonces susurró:

—Vamos, muchachos —y reemprendió el camino. Procurando ser tan invisibles como fantasmas, bajamos a la carrera y al momento nos encontramos ante la empalizada. El capitán fue el primero en saltar al otro lado, como yo sabía que haría; aunque el esfuerzo de alzar su enorme cuerpo sobre el obstáculo y el juramento que se le escapó cuando el faldón de su gabán se enganchó en una de las maderas puntiagudas y se desgarró al caer al otro lado estropeó un tanto el efecto. A mí me costó menos saltar, como él mismo reconoció cuando caí de pie a su lado.

»Bien hecho, jovencito —susurró, y lanzó una triste mirada hacia la puerta de la pared meridional, que había preferido no usar.

Los otros llegaron con tal estrépito y alboroto que el ruido podría haber despertado a los muertos, además de a los borrachos. Sin embargo, sólo siguió silencio, un silencio de una densidad tan peculiar que parecía que habíamos ido a parar a un universo diferente, cuyos moradores no respiraban el mismo aire que nosotros. Esa sensación de pesadez se debía al olor dulzón que lo impregnaba todo, procedente de la destilería que los piratas habían levantado junto a su cabaña. Y también a la degradación que se veía por todas partes. La hierba, que aquí y allá había intentado brotar por el centro del recinto, se esparcía tan lacia y aplastada como un pelo sin lavar. Los alrededores de las cabañas estaban cubiertos de jarras sucias, harapos, utensilios rotos y trozos de cristal. La superficie del tribunal tenía un brillo repulsivo, fruto, en realidad, del rocío pero que parecía tan pegajoso como el sudor.

El capitán no prestó atención a nada de eso. Moviéndose con llamativa agilidad para ser un hombre tan corpulento, corrió hacia los alojamientos de los prisioneros. Yo iba justo detrás de él, y vi que se llevaba la mano derecha a un costado mientras avanzaba y sacaba su cuchillo de la vaina. En ese mismo instante, vislumbré el dibujo retorcido de una serpiente grabado a lo largo de la hoja, y entendí algo que no había sabido hasta entonces. El capitán parecía tan pacífico y sosegado que me sorprendió descubrir que tenía un cuchillo… decorado, como si se deleitara en secreto con la violencia que afirmaba deplorar.

Mientras pasábamos a toda prisa por delante del tribunal, el capitán pareció agrandarse, debía de ser un efecto óptico producido al separársele del cuerpo su abrigo largo. Fuera como fuese, perdí de vista a Jinks cuando nos acercábamos a él, pero, por la precipitación del capitán, supuse que el villano se había despertado, nos había visto y empezaba a levantarse. Lo único que sé con certeza es que el capitán se irguió del todo sin detenerse, alzó el brazo derecho como si fuera a hacer una declaración y luego lo abatió, con el cuchillo en la mano centelleando como un colmillo. Siguieron dos sonidos perfectamente distinguibles. Uno fue un gruñido del capitán mientras soltaba el golpe aprovechando el peso de su cuerpo. El otro fue una especie de silbido apagado en el momento en el que el aliento dejó el cuerpo de Jinks. Cuando llegué al porche, que fue casi al instante, el hombre seguía sentado en su silla, con el sombrero caído sobre los ojos y las piernas estiradas hacia delante. Nada parecía haber cambiado en él, salvo la flor roja que llevaba ahora sujeta al pecho.

El contramaestre Kirkby, el señor Tickle y los otros dos compañeros llegaron al porche y se situaron a ambos lados de la puerta de la cabaña. Como los tenía por pacíficos marineros, me sorprendió que ninguno de ellos creyera al muerto merecedor de una segunda mirada y que se mantuvieran concentrados en el recinto, sobre todo en la cabaña de los piratas. Era una cautela sensata, aunque todavía no había señales de alarma, sólo una desvaída columna de humo, que salía con dificultades de la chimenea y se arrastraba por el tejado. Durante un momento, pareció que todos conteníamos la respiración. Un cuervo se posó en el suelo y empezó a picotear la tierra con su grueso pico negro. El gallo joven se le acercó sigilosamente, alzó la cabeza con curiosidad y luego volvió con su nidada. No hubo ningún otro movimiento.

Más llamativo todavía era el silencio de nuestros amigos dentro de su cabaña; incluso cuando el capitán apartó la estaca que hacía las veces de cerradura y de llave de la puerta, no surgió ni un susurro de dentro. Y cuando se abrió la puerta, lo que provocó un chirrido que nos dejó petrificados en nuestras botas, un espectáculo asombroso se presentó a nuestros ojos. Amontonados y confusos vimos formas sombrías de brazos, pechos, piernas y cabezas, como un surtido de efigies rotas.

El capitán fue el primero que se movió, avanzó hacia el umbral de la cabaña, donde brazos y piernas se reconstruyeron y adoptaron formas humanas, y el propio Escocia emergió de la penumbra para coger a su libertador de la mano. Lo primero que pensé fue que si él estaba vivo, Natty debía de andar cerca. Pero mis esperanzas se vinieron abajo en cuanto vi la cara de Escocia. No había ni rastro de alegría en sus ojos. Durante un instante me convencí de que eso se debía a las palizas que a todas luces le habían propinado después de su captura: las laceraciones de su cuello y de sus hombros dolían sólo de verlas.

—El señor Nat —susurró con su acento ondulado.

—¿Sí? —dijo el capitán inclinándose hacia delante de modo que sus cabezas casi se tocaban.

—Lo apresaron conmigo. Y nos trajeron aquí…, nos encontró Stone.

—¡Ah! —gruñó el capitán.

—Lo siento. Lo siento —respondió Escocia, sacudiendo la cabeza con tristeza.

—¿Qué es lo que siente?

—El no saberlo.

—¿Qué es lo que no sabe?, ¿qué quiere decir?

—No sé dónde está. No sé adónde se llevaron al señor Nat.

El capitán levantó la mano derecha, creo que con la intención de apoyarla en el hombro de Escocia para consolarle, pero la dejó caer porque estaba en carne viva.

—¿Vio algo? —le preguntó.

—Sólo cómo se lo llevaban. Se lo llevaron allá. —Escocia hizo un gesto hacia la cabaña de los piratas.

En ese momento ya no pude contenerme más.

—¿Quieres decir que lo llevaron dentro de la cabaña? —Al hablar, me maravillé de haber sido capaz de recordar que debía llamarla «lo» y no «la».

Escocia bajó la mirada al suelo.

—Lo siento, señor Jim —dijo en voz tan baja que tuve que estirar el cuello tanto como había hecho el capitán—. ¿Dentro de la cabaña? No lo vi. Yo vine para aquí; ellos fueron para allá. Es todo lo que sé.

El capitán nos interrumpió; por la triste expresión de su rostro supe que quería más información, pero teníamos que seguir adelante.

—Ahora no es el momento —dijo apesadumbrado—. Volveremos sobre esto más tarde; ya nos enteraremos de lo que sea menester.

Escocia asintió y yo hice otro tanto, sabedor de que no tenía opción, pero todas las angustias que me habían agobiado al cruzar la isla se desvanecieron de golpe. La tristeza pareció ocupar su lugar anegándolo todo. La tristeza y el miedo, pero también una renovada resolución. Sí, ya nos enteraríamos de lo que fuera menester cuando llegara el momento, como había dicho el capitán. La posibilidad de un final feliz parecía remota, pero todavía existía.

El capitán, evidentemente, pensaba lo mismo, y le explicó a Escocia que tenía que encabezar a los prisioneros por el recinto, acompañado del contramaestre Kirkby y el señor Tickle. Rodearían el Tribunal del Castillo de Proa, saldrían por la puerta meridional de la empalizada y se reunirían en la playa. El capitán les seguiría, con el apoyo del señor Stevenson, el señor Creed y yo mismo, por si los piratas se despertaban y oponían resistencia.

Escocia agarró el antebrazo del capitán; le sangraba la palma rosácea de la mano, y dejó una huella húmeda cuando tocó el tejido. Luego habló por encima del hombro, transmitiendo a los demás los detalles del plan mientras el capitán y yo nos apartábamos para formar una escolta mientras los prisioneros salían.

Escocia los encabezaba, caminando muy erguido, y lanzó una mirada inexpresiva a Jinks y otra de desafío al terreno despejado que tenía por delante. A su lado iba una mujer cuyo único atuendo era una lona harapienta, en la que había hecho un agujero para que pasara la cabeza, atada a la cintura con una cuerda. Aunque no habló ni miró a Escocia, supuse que era su esposa. Descalza y desaliñada, con costras por los brazos y piernas, miraba a su alrededor con dignidad, no con el orgullo o la arrogancia de la autoridad, sino con algo parecido a una esperanza razonable.

Tras ellos salieron sus compañeros. Primero los hombres, muchos con los brazos cruzados sobre el pecho dándose calor, aunque el sol ya había aclarado el horizonte y brillaba sobre la empalizada. Algunos llevaban fardos con todo lo que poseían. Otros se ayudaban de bastones o se apoyaban unos en otros agarrándose de los hombros. A muchos se les veían las huellas de las palizas: verdugones profundos en espaldas y frentes, y tobillos hinchados por las cuerdas que habían utilizado para atarlos. Apreté la mandíbula y me prometí que nunca lo olvidaría.

La última sección de aquel éxodo era todavía más conmovedora. Estaba claro que los prisioneros se habían organizado dentro de su cabaña: los hombres dormían más cerca de la puerta, mientras que las mujeres quedaban apartadas, en la zona más oscura. Lo hacían para protegerlas, pero era obvio que la medida no había servido de nada. Aunque a esas alturas de mi vida yo no estaba muy familiarizado con la profundidad de la iniquidad en la que pueden hundirse los hombres cuando buscan placer, lo único que pude hacer fue no llorar por conmiseración hacia esas desdichadas cuando desfilaron ante mí en una fila escuálida y trémula.

Los cortes en las caras, las muñecas y los pies ensangrentados, los labios rotos, la desnudez casi completa…, dejaban patente crueldades que excedían cuanto Escocia nos había relatado. Las miradas de sus ojos las confirmaban. Cada una de esas mujeres miraba a un punto perdido en la lejanía, un punto que se movía con ellas y que parecía mantenerlas sumidas en un estado de trance. Sólo una de ellas mostraba una chispa de vida reconocible: una mujer que aferraba con una de sus manos un libro, cuya encuadernación estaba muy deteriorada y que supuse que era la Biblia. Cuando se detuvo al sol, me tocó con la mano libre la mejilla como si dudara de mi existencia.

—Soy Rebecca —dijo, y me sonrió. Sus dedos estaban fríos como la nieve.

Cuando acabó la procesión, el capitán se detuvo en el umbral, respiró hondo y desapareció en la oscuridad para comprobar que no había quedado nadie dentro. Aunque sabía que andaba de puntillas, oí el roce de sus botas y eso bastó para que imaginara lo que debía de estar viendo: imágenes que me quité de la cabeza en cuanto salió. Se pasó una mano por la cara como quien quiere arrancarse unas telarañas, luego cerró la puerta y dejó en su sitio la estaca que la cerraba.

Cuando acabó, la cabeza de la procesión había cruzado el recinto y casi había llegado ya a la puerta; el grupo entero, más de cincuenta personas, se extendía por todo el patio despejado. Una parte de mí esperaba que tanta gente diera impresión de fuerza y por tanto ayudara a nuestra fuga. Otra parte se desesperaba, porque todos estaban tan débiles como la hierba y por tanto sería tan fácil aplastarlos como la misma hierba.

Aquellos sentimientos contradictorios hicieron que me quedara inmóvil un instante, Miré a Jinks, en su silla, a unos pasos, y supe que no sentía nada por su muerte, salvo la curiosidad porque un hombre pudiera parecerse tanto a sí mismo y ya no serlo en absoluto. Un hilo de saliva le caía entre los labios quemados por el sol, pero ningún aliento los movía. Luego miré más allá del recinto, hacia el mar abierto.

Aunque el sol ya llevaba brillando un rato, las nubes habían convertido la imagen entera en un dibujo matizado de tonos grises: gris terroso dentro de la empalizada; gris saturado de ceniza en los restos de la hoguera; gris de las estacas; gris de los campos de arroz que descendían hacia el Fondeadero; árboles grises y rocas grises en la isla del Esqueleto. El único brillo era el de la Peña Blanca que emergía a unas docenas de metros de la costa, y el único verde fuerte, el de las matas de helechos que brotaban en su cima. Alrededor y más allá, las olas se sucedían con melancolía. Olas grises y vacías en las que no había rastro del Nightingale.

Nunca fui un niño suspicaz, ni creí en la magia que no tuviera una justificación en la naturaleza. Pero, a medida que se acababa esa escena y se iniciaba la siguiente, me pregunté si mi desdicha había provocado de algún modo todo lo que seguiría. Dicho en cristiano: el deseo de salir de la isla del tesoro se adueñó de mí con la ruidosa fuerza de una palmada o un grito. Algo palpable, en cualquier caso, visible para los demás. Porque cuando volví a mirar por el recinto, descubrí que los piratas se habían despertado por fin de su estupor y se estaban congregando en el porche delante de su cabaña. Y me sentí responsable de que nos descubrieran, aunque no fuera yo precisamente al que había que culpar.