Me despertó la campana del capitán, que resonó dando las dos por todos los rincones del barco, y trepé a cubierta frotándome todavía los ojos. Lo mal que había dormido ya no importaba: estaba preparado. La lluvia había cesado, las nubes eran finas y la luna estaba en lo más alto, hacia el oeste: todo perfecto para nuestro plan.
—¿Listo, señor Jim? —Era el capitán, que no esperó a que le respondiera y me condujo a la chupeta, donde ya estaba reunido el resto de nuestro grupo: el contramaestre Kirkby, el señor Tickle, el señor Stevenson (que por el momento había cedido su cofa al señor Lawson) y otro marinero al que apenas conocía, un hombre pequeño, moreno y ágil como una anguila que atendía al nombre de señor Creed.
—Esto es para ustedes —dijo el capitán mientras daba a cada uno un sable que había sacado de su aparador; él se quedó una vieja pistola, propia de manos más temerarias, que se metió en el cinturón. Cuando llegó ante mí me entregó una daga, lo que me pareció un tanto ofensivo. Al ver mi decepción, me dio una palmada en el hombro y dijo—: Eso le hará el servicio, joven; será cuanto necesite. —Luego pasó el pulgar con expresión aprobatoria por el filo y me recomendó que le imitara.
Mientras lo hacía, aproveché para preguntar si también nos llevaríamos las «cestas» con nosotros, y le miré intencionadamente. Pareció sorprendido, como si hubiera cuestionado su juicio o no hubiera comprendido sus intenciones.
—Las dejaremos a bordo —me dijo en voz baja.
—Pero si…
Tenía la intención de decir que tal vez los piratas no fueran tan razonables como él, y que a lo mejor nos atacaban sin previo aviso. Pero no pude acabar la frase.
—Ya se lo he dicho —me interrumpió el capitán—. Son un último recurso, nada más. No pueden impedir un ataque, pero al menos son un arma, o algo parecido. Una última trinchera. —Eso bastó para que entendiera que ya no podía esperar de él la misma calidez paternal del día anterior; en ese momento yo era un soldado; tenía que obedecer las órdenes.
—Ahora, caballeros —prosiguió el capitán, dirigiéndose a todos con el mismo tono de mando que acababa de utilizar conmigo—. Recuerden lo que hemos decidido. Vamos a rescatar y a parlamentar, no a asesinar. Haremos que nuestro país se enorgullezca de nosotros.
Cuando el capitán acabó de hablar, se elevó un murmullo de aprobación entre todos los presentes. Aunque éramos muy pocos, el que tuviéramos un objetivo común y nos guiara un hombre honorable nos daba valor. Cuando su amplia cara nos miró uno por uno, sentí que la noche había dado paso al día. Para mí, mis compañeros eran hermanos. Y mientras descendían por el costado del Nightingale y se acomodaban en el chinchorro, supe que también se sentían como hermanos entre sí.
Nuestra primera tarea fue abrirnos paso a machetazos desde el valle. El capitán me pasó su morral (lleno de pólvora para su pistola) para así poder ir por delante con más comodidad, y entonces empezó a blandir su sable de lado a lado, mientras sus hombros subían y bajaban y el sombrero de tres picos se le calaba hasta las orejas. Los demás agradecimos el esfuerzo y le seguimos complacidos. Dos de los nuestros, uno de los cuales era el señor Stevenson, tenían experiencia en ese tipo de labores, dado que anteriormente su vida al servicio de la Armada de Su Majestad había incluido misiones en la costa, en la India y otros países. Pero los demás eran simples marineros. Si no hubiera sido por la remota posibilidad de dar con la plata, que proyectaba un brillo sobre todo, estoy seguro de que habrían preferido volver al Nightingale y cumplir con sus tareas en cubierta.
Aunque yo ya había recorrido esa parte de la isla y estaba empezando a familiarizarme con sus detalles y geografía, mi excursión en plena noche casi me convenció de que estaba hollando el lugar por primera vez. Las criaturas que antes me habían observado ahora dormían, y otras que no había visto se adelantaban para presentarse, entre ellas docenas de murciélagos que empezaron a lanzarse en picado alrededor de nuestras cabezas cuando llegamos a las lindes de los pinares. Le parecían repulsivos especialmente al señor Stevenson, quien agitaba su espada contra ellos de vez en cuando, sin llegar a rozar ni uno. A los demás nos irritaban más sus payasadas con el arma que las propias criaturas y nos sentimos aliviados cuando llegamos a la zona más elevada, donde los murciélagos no se mostraron tan interesados en seguirnos. Ahí, debo decirlo, encontré algo que me hizo mucha menos gracia que sus chillidos: el familiar sonido del oleaje rompiendo sobre las rocas más abajo. A medida que avanzábamos hacia el sudoeste, su fragor no aminoraba; un sonido trágico que nos recordaba que las olas estaban desmenuzando con paciencia la tierra para devolvernos al caos.
Se dice que el tiempo transcurre de un modo distinto por la noche, a menudo más despacio que durante el día, y de repente mucho más deprisa. Y así ocurrió durante nuestro fatigoso trayecto hacia la colina del Catalejo. Durante un buen rato, el horizonte no lo formaban más que pinos y nubes bajas, luego, en un abrir y cerrar de ojos, nos encontramos en la zona despejada de pizarra, a las faldas de la montaña. La luz de la luna hacía que la colina pareciera un monstruoso túmulo de ceniza, y por tanto, parte de la desolación a la que íbamos a poner fin. Aquí y allá, franjas de bruma atravesaban sus grietas más altas, como jadeos que escaparan de un cuerpo. A veces las sombras transformaban una de sus fachadas en el perfil de un salvaje, o de un hombre oculto, o de un caballo desbocado. Otras veces simplemente resplandecía y oscurecía la noche que la rodeaba.
La siguiente etapa de nuestro viaje se nos hizo interminablemente larga. El poco peso que llevábamos (una espada, una botella de agua) se volvió insufrible. La piedra más pequeña se tornó en una trampa traicionera bajo mi zapato. Los arbustos espinosos me arañaban la ropa o me desgarraban las manos. Y poco a poco empezó a abrumarme el cansancio, hasta que me dolieron los huesos, el sudor me nubló los ojos y el retumbar de mi corazón contra las costillas me hizo pensar que sería un inútil en la batalla que estaba por venir. Cuando miré a mis amigos, intenté convencerme de que no veía la misma debilidad en ellos, más para darme ánimos que para hacerme una idea real de la situación.
Por fin el capitán, sin más aviso que el detalle de que durante los últimos minutos miraba con más atención su brújula, alzó la mano derecha: estábamos cerca de nuestro destino. Era la zona donde la roca negra daba paso a los rododendros, las azaleas y otros arbustos diseminados entre ellos. Sus flores, rojas, amarillas y púrpuras, eran muy abundantes y el aroma que despedían se cernió denso sobre nosotros.
Esas plantas crecían al principio distanciadas, pero al continuar colina abajo se adensaban y, a cada paso que dábamos, sus ramas nos rozaban o pinchaban, aunque no tanto para desviarnos de nuestra ruta. Además, el suelo era casi siempre firme y se abrían pequeños senderos que serpenteaban entre los arbustos, así que pudimos avanzar bastante, siempre atentos a no caer en una trampa. El capitán se cuidaba de evitar tal posibilidad porque había partido una oportuna rama, la había pelado y la utilizaba como si fuera una antena para explorar el suelo que se extendía por delante.
Cuando hubimos caminado unos minutos con esa cautela, respirando tan sigilosamente como era posible y agradeciendo al viento que agitara las hojas (y así ocultara el ruido que hacíamos), el capitán levantó la mano de nuevo. En el silencio que siguió, oí unos leves crujidos, que reconocí como el crepitar de llamas, y me fijé en el esporádico y chispeante destello y en las astillas que se alzaban veloces hacia el cielo. Eso nos hizo avanzar todavía con más cautela, nos pegamos al capitán y nos asomamos entre las hojas por un hueco que había abierto.
La empalizada estaba a sólo un centenar de metros más abajo, transmitiendo la misma caótica impresión de algarabía y amenaza que cuando la vimos por primera vez desde el Nightingale. En la zona de reunión del centro, una inmensa y agitada hoguera mandaba un continuo torrente de chispas a los cielos. Puntos mucho más pequeños de llamas de vela amarillas resplandecían a través de las ventanas de la cabaña de los piratas; la de los prisioneros, que carecía por completo de ventanas, era oscura como una piedra. Me imaginé a Escocia y a los demás tumbados dentro, silenciosos como fósiles.
A pesar de lo tarde que era, algunos piratas todavía deambulaban por el campamento; pero no estaba seguro de si se trataba de los abandonados de la Hispaniola o de los guardias que habían reclutado del Achilles. Era obvio que todavía estaban divirtiéndose. Había unos cuantos estirados en el porche fuera de su cabaña, los diminutos ojos rojos de las cazoletas de las pipas destellaban de vez en cuando en la oscuridad. Estaban visiblemente borrachos o aturdidos por cualquier otra razón.
De vez en cuando, el viento arrastraba hasta nosotros fragmentos de sus ásperas carcajadas o de los golpes de los cuerpos contra la madera; otras veces, y desde zonas de la empalizada donde las sombras eran demasiado espesas para que pudiéramos distinguir algo, nos llegaban voces que gritaban quejándose o doliéndose, y luego otras que las ahogaban. La idea de que una de esas víctimas fuera Natty resultaba demasiado horrible para digerirla. Yo tenía que creer que estaba viva y en otro sitio, lo necesitaba para hacer lo que se esperaba de mí.
—Pronto se dormirán —dijo el capitán en voz baja—. Los vigilaremos y seguiremos nuestro plan. —Aunque comprendía esa lógica, pregunté cuánto tiempo creía él que se alargaría nuestra espera. Levantó los dedos de una mano para mostrar que pensaba que faltaban dos horas para el alba, y luego me susurró que aprovechara ese rato para recuperar un poco del sueño que había perdido. Yo hubiera preferido hacer guardia, pero comprendí que se trataba de una orden y busqué un trecho de terreno donde tumbarme.
Mientras lo buscaba, eché un vistazo al mar y me di cuenta de que en lugar de descansar tendría que mantenerme alerta: un ejército entero de nubes ya había aparecido sobre el horizonte, acompañadas de un viento que agitaba el agua hasta volverla de color blanco cremoso. Los piratas también las habían visto a juzgar por cómo se apresuraron y se desvanecieron sus sombras por el recinto, dejando que la hoguera escupiera como un demonio al llegar la lluvia.
No nos quedó otra que improvisar y retirarnos a lo que creímos que era una distancia prudencial para cortar unas ramas de los arbustos de los alrededores y disponerlas luego a modo de tienda con una apertura mellada por delante. Eso nos sirvió de refugio a la vez que nos ofrecía una hermosa vista de la tormenta. El primer asalto de las nubes fue como un gambito de apertura en una campaña que se prolongó durante la siguiente media hora aproximadamente. Luego se desató una tormenta con una lluvia todavía más torrencial, los relámpagos centelleaban y los truenos nos estremecían, parecía que acababa de desatarse el segundo Gran Diluvio: hasta la ladera de la colina empezó a quejarse y gruñó intentando quitarse de encima o tragarse el gran peso del agua que caía sobre ella.
Cuando acabó el chaparrón, abrió fuego una tercera batería, y lanzó una descarga con el sonido de un viento descomunal que se abrió paso a través de las puertas del cielo para dejar que se cerraran de golpe tras de sí. Esa explosión sacudió las gotas de lluvia de las hojas de los robles que nos rodeaban y pareció secar instantáneamente sus copas. Sin embargo, el viento volvió a emerger del cielo y regresó a la tierra con rabia: algunos de los árboles que antes se habían inclinado como si hicieran una reverencia ahora se desmoronaron por completo, emitiendo lúgubres gemidos.
La naturaleza no podría soportar un ataque como ése por mucho tiempo, y cuando por fin se interrumpió, lo hizo tan de golpe que creí que una autoridad superior se había compadecido de nosotros y había intervenido. Las nubes se disiparon. El viento cambió, ya no procedía del este sino del sudeste y era tan suave como un corderito. Apareció la luna, que proyectó un leve resplandor que no habría parecido fuera de lugar en una noche estival inglesa. Eso me permitió ver que uno de los árboles arrancados de raíz había caído justo delante de nosotros y su ausencia nos daba ahora una visión clara de la empalizada.
El capitán también se fijó y desenroscó de inmediato el catalejo y se lo llevó al ojo, frunciendo el ceño concentrado. Tras satisfacer las dudas que tuviera, me pasó el instrumento y me señaló hacia donde debía mirar.
En cuanto enfoqué bien, se me escapó un grito entrecortado y esbocé una mueca, luego volví a enfocar. Estaba mirando directamente a Smirke, al que se le veía tan próximo que casi podría haber alargado la mano y tocado. El villano no parecía haberse percatado de la tormenta que a punto había estado de partir la isla por la mitad y estaba cruzando el porche de su cabaña con los andares jactanciosos de los patizambos. Le seguí a la zona de reuniones, donde se detuvo a acariciar la pared de su tribunal antes de acercarse a zancadas a la cabaña de los prisioneros. Ahí se paró ante una figura en la que yo no había reparado hasta ese momento, pero que enseguida reconocí como Jinks, que había cambiado sus funciones de fiscal por las de guardia y estaba repantigado en una silla con una jarra al lado. Cuando Smirke empezó a hablar, unas palabras, claro está, inaudibles para mí, Jinks se convulsionó y se irguió, como si le hubiera abroncado. Smirke le dio entonces la espalda y aporreó varias veces en la puerta de los prisioneros, sin más motivo, supuse, que asustar a los que estaban dentro y perturbar su sueño. El ruido de esos golpes me llegó lejano, pero aun así los sentí como puñetazos en mi corazón.
¿Era Natty uno de los que acababa de aterrorizar? Cuando me imaginé aquello, sólo me permití ver a Escocia. Estaba tumbado en el suelo de su cabaña, con los ojos abiertos de par en par, como si la oscuridad fuera a abrirse en cualquier momento y deslumbrarle con algún nuevo y atroz acto de violencia. Oí los tablones que crujían bajo su peso al moverse. Sentí la madera astillada raspándole los hombros. Percibí el calor como una tela sobre su cara. Todo eso imaginé, y también me avergoncé al darme cuenta de que había sentido celos cuando había pensado que podía estar con Natty.
Volví en mí a tiempo de ver a Smirke caminando sin prisa de vuelta a su propia cabaña y desapareciendo dentro, supuse que para dormir. En cualquier caso, un silencio aletargado se adueñó del campamento. Incluso los du-dás se habían callado y todos permanecían en el corral, entre los demás animales, dando la espalda a la brisa de manera que las plumas de sus colas se agitaban como abanicos rotos.
Cuando le devolví el catalejo al capitán no dijo nada, aunque esbozó una pequeña sonrisa. Fue un detalle amable, pero me hizo tanto bien como si me hubiera estrechado la mano, y me sentí mucho más animado. Cuando miré a los demás, supe que también sentían lo mismo, gracias al espíritu de fraternidad que había entre nosotros.
Aunque se acercaba el amanecer, el capitán volvió a ordenarnos que descansáramos, que durmiéramos si era posible. Por eso me eché al borde de nuestro refugio, cuyas hojas casi me tocaban la cara. Ahí me sumí en un extraño estado de duermevela en el que ni era del todo consciente ni inconsciente, sino una combinación de ambos. Y cuando por fin conseguí adormecerme un poco, tuve sueños en los que me perdía. En uno de ellos iba dando tumbos por un bosque de formas grotescas y ruidos inesperados, hasta que descubrí a Natty tumbada en un lecho de musgo, como una princesa de cuento. En otro, me encontré con un grupo de piratas sentados alrededor de una hoguera, mordiendo algo repugnante que humeaba. En un tercer sueño vi a mi padre en su cama en la Hispaniola, tal como le había visto la última noche en casa. Tenía la expresión de la muerte grabada en el rostro, y me conmocionó tanto que me desperté, y entonces reanudé el ciclo de vigilia y somnolencia.
Fue en esos momentos vertiginosos, en los que a veces estaba lúcido y a veces no, cuando me hice una idea más clara que nunca hasta entonces sobre lo que sería desvanecerse por completo de la tierra. A lo largo de toda mi infancia, sobre todo cuando me quedaba a mi aire en la marisma u otros lugares solitarios, me había familiarizado con los detalles de nuestra condición de mortales. En concreto, al estudiar las vidas de las criaturas que se cazaban unas a otras descubrí que siempre acababa pensando en mi madre, cuya propia vida, o, más bien, su final, era el fundamento de todo lo que yo conocía del mundo.
Desde que me había marchado de casa había visto el rostro de la Muerte y estudiado sus expresiones más de cerca: en la tragedia de Jordan Hands y de su víctima, el señor Sinker; en los actos de Smirke y sus hombres. Nada de eso me había hecho temer por mi propia vida, ni siquiera cuando me había bañado y el mar me había señalado el camino hacia el cielo. Tal vez el peligro que corría me había pillado demasiado desprevenido para hacerme una idea cabal del riesgo o quizás había esperado que un milagro me salvara, que es lo que ciertamente parecía haber sucedido. Que pudiera caer prisionero, lo temía. El dolor, lo temía. La cobardía…, sí, también la temía. Pero, por mi juventud y arrogancia, había pensado que era inmune a cualquier daño. En todas las escenas de desastres que imaginaba, yo siempre era el superviviente.
Pero en ese instante, mientras las gotas de lluvia se escurrían por dentro de mi ropa y el húmedo follaje me golpeaba la mejilla, mi confianza en mí mismo vaciló. Dado que era hijo de mi madre, también era hijo de Adán. Estaba destinado a morir, tal vez esa misma mañana, cuando Smirke me aplastara como a un mosquito. Nunca volvería a ver Inglaterra, ni a escuchar el río bajo mi ventana. Nunca me reuniría de nuevo con mi padre ni caminaría por las marismas bajo el ancho cielo. No volvería a ver a Natty ni descubriría qué había sido de ella.