26 - Mi vida ante mí

Se trata de una cuestión de adaptación. ¿Cómo crea una mente espacio para algo tan inmenso como una visión clara de la muerte? No era un tema que me preocupara mientras yacía en la playa, volviendo a llenar de vida mis pulmones. Estaba demasiado agotado para pensar. Pero a medida que mi respiración se tranquilizaba y el mundo volvía a aclararse, mis pensamientos empezaron a dispersarse en dos direcciones distintas a la vez. Una parte examinaba el sentido de lo que acababa de pasarme y anhelaba saber cómo multiplicaba mi apego por la vida, y sobre todo mis sentimientos hacia mi padre y Natty, que se me habían aparecido tan vívidamente. Otra parte de mí quería concentrarse por entero en las cuestiones inmediatas, y, por el momento al menos, esa preocupación me pareció más oportuna. El capitán y yo teníamos trabajo que hacer, y la atención a los detalles era esencial.

Cuando hubimos desandado nuestros pasos de vuelta al Nightingale, lo primero que hizo el capitán fue guardar las cestas con su contenido en su camarote, en el mismo cofre en el que guardaba nuestras pistolas, que tenía una cerradura con llave. Luego me llamó, junto al contramaestre Kirkby y otros tripulantes, para hablar en la chupeta. La historia de mi reciente correría avivó un poco nuestros ánimos, pero en cuanto dejé de ser un pez y volví a ser hombre por tercera o cuarta vez, el milagro de mi rescate empezó a aburrir; la desdicha por haber perdido tanto nuestro tesoro como a Natty volvió a abrumarnos.

Nunca había visto a los hombres tan apáticos y tristes como en ese momento. El cocinero, el señor Allan, cuya cháchara solía burbujear como el agua de una olla hirviendo, permanecía junto a una ventana sin abrir la boca, mirando las nubes de lluvia que ahora recorrían la amplia desembocadura gris del río. El señor Tickle se olvidó incluso de encender su pipa, aunque se alisaba la barba de vez en cuando, como si el fuego se hubiera encendido en ella por combustión espontánea.

Para explicar por qué mis amigos parecían angustiados y frustrados debería decir que también les agobiaban los pensamientos sobre lo que les depararía el día siguiente, y cómo cumplirían con las tareas que les habían asignado. Aunque el capitán fue tajante al recordar a cada uno cuál era su deber, no podíamos predecir el resultado, ni resultaba fácil conciliar nuestro deseo de recuperar la plata con el de enmendar todos los crímenes que se habían cometido en la isla. A lo mejor nosotros mismos acabábamos convertidos en bárbaros al castigar la barbarie de los piratas. A lo mejor no éramos mejor que ellos porque, al fin y al cabo, sólo deseábamos satisfacer nuestro deseo de riquezas.

Esas cuestiones, no siempre explicitadas, se nos pasaban por la cabeza a medida que el día declinaba; el chaparrón vespertino arreció hasta convertirse en la habitual tormenta nocturna y se encendieron velas en la mesa de la chupeta que nos permitían mirarnos a los ojos los unos a los otros (o evitar las miradas si así lo preferíamos). Pero había varias cuestiones, en especial la forma en que se repartiría la plata en el caso de que la consiguiéramos, sobre las que costaba llegar a una conclusión firme, todas nuestras conversaciones acababan en «Ya veremos entonces», «Puede que no la encontremos» y «Dios dirá».

Al caer la noche y mientras seguía oyendo a mis compañeros, me di cuenta de que mis propias opiniones acerca de cómo acabaría nuestra aventura eran igual de vagas. Cuando miraba a la oscuridad me imaginaba caminando por los pinares hacia la empalizada, nos veía a todos aproximándonos a la estacada exterior, veía a Smirke abalanzándose sobre mí…, pero no veía nada más allá. No a los hombres que yacían muertos a mi alrededor, ni tampoco si yo estaba entre ellos. La pregunta de si seríamos los libertadores estaba más en manos de nuestros enemigos que en las nuestras. El futuro dependía de sus reacciones ante nosotros, no de las acciones que tomáramos nosotros contra ellos.

Era una verdad incómoda, que no pude evitar recordar cuando el viento se levantó por fin, la lluvia amainó y el capitán nos despidió diciendo que necesitábamos un sueño reparador porque nos levantaríamos dentro de sólo unas horas. Nos dijo que fuéramos directamente a nuestros camarotes, pero yo fingí no haberle entendido y me quedé sobre cubierta un rato. Supongo que nuestro centinela nocturno estaba en su lugar habitual sobre mi cabeza, mirando hacia la maleza brillante, pero, por lo que a mí respectaba, me encontraba a solas con mis dudas.

Unas horas antes había mirado a la Muerte a los ojos. Dentro de unas horas…, ¿quién sabía? Por segunda vez ese mismo día, mi mente parecía demasiado pequeña para los pensamientos que contenía, así que me di la vuelta para mirar al mundo: el río que vibraba a lo largo de nuestro casco, los pinos que se inclinaban para alejarse del viento y la luna que arremetía contra las nubes, que parecían de azafrán y ébano.

Todas esas cosas se cerraban sobre sí mismas, no tenían nada que decirme. Nada hasta que, sin previo aviso y ningún ruido, un pájaro enorme surgió entre la vegetación ante mí y pasó volando directamente sobre mi cabeza, bajando la cara (que parecía la de un gato) para mirarme antes de girar río abajo hacia mar abierto. Me dio la impresión de que era una clase de búho porque la forma del cuerpo y la cabeza se parecían a las de una lechuza común, como las que veía a menudo moviéndose fantasmagóricas sobre las marismas en casa. Pero ese pájaro era más grande y de un color plata brillante, y no parecía nada tímido. Es más, se volvió a mirarme antes de desaparecer, como una persona que mira por encima del hombro, y me dio la impresión de que esperaba que yo desplegara inmediatamente mis propias alas y le siguiera.