25 - Me rescatan

Tras comunicar que partiríamos y dejar al contramaestre Kirkby al mando del Nightingale, al capitán y a mí nos acercaron en barca a la costa y desaparecimos entre la vegetación. Durante un buen rato nos resultó imposible ver más allá de unos centímetros por delante de nuestras caras y hasta nos costaba evitar que se nos cayeran las cestas y las varas, pero mantuve mi sentido de la orientación. Nos dirigíamos hacia el noroeste, que era la ruta que el capitán había tomado el día anterior, hacia el supuesto emplazamiento de la plata.

No tardamos en llegar a una parte del mismo pinar que crecía por la zona central de la isla, aunque aquí los árboles eran más pequeños y en muchos casos se combaban en formas retorcidas a causa del viento. Eso habría conferido al bosque un aire desolado, si no fuera porque el follaje más disperso permitía que entrara más luz del sol, cosa que había dado lugar a una extraordinaria cantidad de flores. Algunas las reconocí; había grandes enredaderas, por ejemplo, y matas de madreselva y buganvillas. Pero muchas variedades me resultaban desconocidas.

De vez en cuando me detenía a recoger un espécimen, creyendo que el capitán me había dado la cesta con ese propósito. Cuando me dijo que no la llenara, me di cuenta de que estaba pensando en almacenar otra cosa, y me sorprendió que no me dijera el qué. Sorprendido, pero todavía tan absorto en el placer de descubrir nuevas especies, y tan ajeno a los peligros que me aguardaban, que no dije nada y proseguí con mi recolección de plantas. Me complació especialmente descubrir una nueva variedad de lirio (los lirios siempre habían sido de mis flores preferidas). Esa variedad era una flor delicada con la forma de la boca de un niño haciendo un mohín, pero sus pétalos tenían franjas de negro y amarillo tan regulares como las del cuerpo de una avispa. Dejándome llevar por mis fantasías, la bautice como «lirio de Hawkins».

Dado que no había un sendero despejado a través de aquel jardín, acabamos pisoteando belleza a cada paso. Era perturbador, pero el tormento no se prolongó mucho: la naturaleza nunca es tan descuidada con sus dádivas. Unos centenares de metros más adelante, la tierra volvía a ser casi un yermo, un espacio salpicado de rocas en las que el viento había tallado grandes agujeros. Ahí, sin embargo, había otras vistas que nos hicieron detenernos y maravillarnos. La más notable fue un ave gruesa del doble del tamaño del fulmar inglés, que había pensado que esos agujeros eran lugares muy apropiados para sus crías.

Los pájaros habían permanecido en silencio mientras no nos veían; en cuanto aparecimos empezaron a acusarnos de haber ido a matarlos. Varios se alzaron de sus rocas y nos atacaron con la osadía de soldados, andando torpemente sobre sus patas cortas (con pies verdes brillantes) y picándonos en las rodillas y las manos. Mientras nos afanábamos en defendernos me resultó imposible fijarme bien en su aspecto, sólo reparé en el color de sus pies y en que los adultos estaban cubiertos de plumas brillantes del color de un caparazón de tortuga, y tampoco se me ocurrió que esos pájaros eran una rareza entre los habitantes de la isla por su agresividad. En silencio, me dije que aunque su enfado resultaba desagradable, mostraba al menos que poseían facultades para la supervivencia más desarrolladas que sus criaturas vecinas, más confiadas.

A nuestra derecha, donde la colonia de aves continuaba por una pendiente que acababa en los acantilados septentrionales de la isla, vi varios pájaros que se acercaban tambaleándose al precipicio disponiéndose a volar desde allí. Me di cuenta de que ése era su método para alzar el vuelo y comprendí que no tardaríamos en vernos atacados desde el aire, además de por tierra. En cuanto se lo comenté al capitán nos retiramos rápidamente, cambiando el rumbo a sur-sudoeste y dejando así que las aves reanudaran su malhumorada existencia.

Al retirarnos volvimos a estar entre las flores, a través de las que proseguimos la marcha por segunda vez, ahora por una ruta más hacia el oeste que bordeaba las lindes del territorio de los pájaros, y así llegamos a una zona de la isla que el capitán ya había visto. Ahí el suelo era arenoso y tenía mezclado un fango amarillento; como estaban protegidos del viento marino, los pinos crecían rectos y alcanzaban una altura normal. Allí había estado escondida la plata.

—Aquí dejaron sólo una parte menor del tesoro —dijo el capitán cuando nos acercábamos—. Menos que en el otro lugar, en cualquier caso.

Le pregunté cómo lo sabía.

—¿No se lo contó su padre? —respondió y dejó la pregunta en el aire por un momento. Aunque hasta entonces no me había dicho más que unas pocas frases sobre mi padre, conocía muy bien mi ascendencia, y comprendía cómo me había hecho con el mapa. En este sentido, me había tratado con el mismo tacto que había mostrado con Natty durante todo el viaje, con la intención de evitarnos continuas comparaciones con nuestros progenitores. Oír que interrumpía repentinamente el silencio a ese respecto y se refería en voz alta a mi padre, me conmovió. No supe qué responder—. Cuando encontraron el otro tesoro… —prosiguió el capitán—. Es decir, cuando su padre encontró el otro tesoro, el que Ben Gunn había descubierto antes que nadie y trasladado a su cueva, también encontró algo del capitán Flint… —le flaqueó la voz, luego se apresuró—, sus instrucciones.

A esas alturas yo había recuperado la compostura.

—Mi padre me lo contó —dije—. Usted se refiere a la indicación de que había un muerto sobre el suelo señalando como una flecha.

—A eso me refiero, en efecto —dijo el capitán con una sonrisa—. El viejo Fint no dejó indicaciones similares cerca de la plata, lo que demuestra lo que pensaba de ella.

—O a lo mejor es que le concedía mucho valor.

—¿Qué quiere decir?

—Tal vez no quería dejar ninguna prueba visible de su existencia —dije—. Sólo sabremos el valor que tiene cuando la veamos con nuestros propios ojos.

El capitán me dio una palmada en la espalda.

—Tiene mucha razón —comentó animadamente. Luego se detuvo y una expresión maliciosa apareció en su rostro—. Por el momento —dijo—, quiero que piense en esto, sólo en esto: ¿qué tipo de agujero cree que habría que excavar en la tierra para enterrar toda esa plata?, ¿qué «capacidad» requeriría?

En un primer momento no entendí al capitán hasta que me aparté de él. Habíamos llegado a sotavento de la zona más alta de la ladera, donde el suelo amarillento estaba cubierto de un polvo negruzco, que más parecía ceniza que tierra. Ese polvo se había amontonado en un cráter ancho y superficial cruzado por una sucesión de charcos estancados, todos cubiertos por una capa de suciedad arcoíris; creí que era fruto de los minerales subterráneos. Los colores podrían haber alegrado el lugar, porque eran tan brillantes como las plumas de un pavo real, pero su efecto era justo el contrario. El centelleo era repulsivamente brillante, un equivalente enfermizo de la tierra pelada que lo rodeaba.

—Pise con cuidado —me advirtió el capitán aferrando con más fuerza su vara e hincándola en la tierra antes de dar el siguiente paso—; ya estamos cerca.

—¿Aquí? —pregunté vacilante.

—No exactamente aquí —dijo, muy atento—. Sígame y ya lo verá. Evitamos esta zona cuando vinimos antes, pero ahora debemos entrar. ¡Tenga cuidado!

Obedecí y fui pisando sobre las huellas del capitán cuando se introdujo en el cráter. Cada vez que mi pie tocaba la tierra levantaba una nube de polvo negro que me envolvía los zapatos y los tobillos, y se elevaba tan leve en el aire que ascendía hasta metérseme en la nariz. Me lloraban los ojos y empecé a respirar entrecortadamente para impedir que aquello me entrara en los pulmones.

Cuando el capitán se detuvo un poco más adelante y se agachó para dejar la cesta en el suelo a su lado, lo primero que pensé fue que habíamos llegado al escondite del tesoro. Luego, por la forma en que levantó la vara como una lanza y apuntó con la uve de la punta hacia el suelo vi que, fuera lo que fuese lo que pasaba, nada tenía que ver con la plata. Nos encontrábamos en el lugar donde Escocia nos había dicho que estaban las serpientes; una especie que había convertido esa desagradable ceniza en su único hogar en la isla, y que había matado a su amigo de un solo mordisco. El capitán pretendía atrapar una. Por eso habíamos traído las cestas. Íbamos a atrapar serpientes y llevárnoslas al Nightingale.

La idea, por así decirlo, serpenteó por mi cabeza de golpe y me dejó confuso e inquieto. Respiré hondo y tragué saliva; me acordé de las marismas de mi hogar, donde había gateado muchas veces para espiar a criaturas confiadas sin temer por mi vida. ¿Por qué no iba a ser tan intrépido ahora? La pregunta me tranquilizó tanto que fui capaz de mirar por encima del hombro del capitán y ver cómo hacía su trabajo.

La serpiente que tenía ante sí no medía ni medio metro de largo, era gris como el polvo que casi la envolvía, y el cuello le había quedado sujeto en la uve de la vara; el cuerpo esbelto se agitaba perversamente de un lado al otro y emitía un feroz siseo como el de un hervidor sobre un fogón. Moviéndose con suma cautela, el capitán se inclinó hacia delante y la agarró casi por detrás de la cabeza, utilizando el pulgar y el índice para levantarla en el aire, momento en el que el siseo se detuvo y la criatura colgó flácida como una cuerda, entonces la echó a su cesta y cerró rápidamente la tapa.

—¡Una! —me dijo, o más bien gritó. Su amplia cara brillaba por el sudor—. Ahora usted.

Si hubiera dispuesto de un minuto para pensar, le habría pedido que siguiera ejerciendo de maestro. Pero cuando abrí la boca para hablar, vi que una segunda y más pequeña serpiente se enroscaba a cierta distancia de mí; su brillante lengua le salía disparada entre los labios como si la visión de mis piernas le resultara deliciosa. Sin más demora, me abalancé sobre ella con la vara, lo que produjo otra explosión de polvo; al instante, descubrí que había atrapado la criatura como quería y pude levantarla como había hecho el capitán. Al tacto, su piel era fría, sin vida, como el sebo de una vela que se hubiera apagado hacía mucho.

Como habíamos atrapado esas dos primeras serpientes muy deprisa, el capitán y yo creímos que nuestra tarea era fácil y procedimos a capturar diez o doce más, que metimos en nuestras cestas, donde sus cuerpos se quedaron enroscados unos sobre otros, sin hacer ningún ruido.

—Nuestro seguro de vida —dijo el capitán cuando acabamos la tarea—, nuestras «armas», podría decirse. —Asentí para que viera que le entendía sin necesidad de más explicaciones. Usaríamos las serpientes como armas, dado que la potencia de fuego en el Nightingale era muy limitada; me complació pensar que los espíritus nativos de la isla se estaban volviendo contra los hombres que los habían profanado.

Nos pusimos en marcha de nuevo, hacia el noroeste, y al cabo de unos minutos nos encontramos sobre la pendiente de un pequeño risco despejado que parecía insignificante. Pero resultó que señalaba el inicio de una larga curva que corría hacia la costa noroccidental de la isla; el terreno ahí era tan exuberante como un parque inglés, sobre el que se diseminaban pinos y encinas. Dos pinos especialmente altos se alzaban delante de nosotros conformando un hito obvio, así que en ese sentido, al menos, no fue ninguna sorpresa que la tierra entre ambos hubiera sido excavada y estuviera esparcida alrededor.

—Aquí es donde descubrimos lo que habíamos perdido —dijo el capitán, con voz grave. Yo estaba resuelto a no decir nada sobre lo que mi padre pudiera haber hecho, porque me parecía un sacrilegio, así que no respondí al momento. No obstante, y utilizando el peculiar tipo de medida que había sugerido el capitán un poco antes, cuando había hablado de la «capacidad» de la tierra que habría que remover, calculé que el vacío ante mí debía de ser muy valioso. Puede que no fuera una cripta en la que cupiera una fortuna que alcanzara las setecientas mil libras, como la que mi padre y los demás se habían llevado de la isla. Pero sí una cantidad que rondaría la mitad, lo que habría sido una suma considerable para todos nosotros.

Nos quedamos en silencio, con las cabezas agachadas por el peso del fracaso, pero, sospecho, también por el de la culpa, pues la sensación de frustración también había revelado en cada uno de nosotros la conciencia de nuestra propia avaricia. Sin embargo, al poco descubrí que me había concentrado en lo que no debía, y que me había distraído con una sucesión de irritantes clic-clics, que se repetían rápidamente, procedentes de uno de los dos pinos que crecían cerca. Reconocí los sonidos como los que emite una ardilla cuando defiende su territorio, y al levantar la mirada vi que había un par de ojos observándonos desde una gran bola confeccionada con ramitas y musgo. Supuse que debía de ser un nido, en el que debían de estar las crías que los padres protegían con tal ansiedad, razón por la cual habían alzado sus voces en dirección hacia donde nos encontrábamos, determinados a dejarnos bien claro que no éramos bienvenidos en esta parte de su parroquia.

Esa imagen bastó para que quisiéramos irnos. Otra razón fue un segundo ruido, mucho más débil, que nunca había oído hasta entonces, y que despertó mi curiosidad. Era una combinación de suspiros y silbidos, pero a veces se quebraba en una especie de ladrido. No como el de un perro, sino más prolongado, y más divertido que agraviado. Parecía proceder de la costa más abajo.

El capitán también lo oyó, arqueó una ceja e indicó que siguiéramos adelante y buscáramos el origen de esa extraña música. Parecía una decisión sencilla, pero supuso un cambio profundo en nuestro estado de ánimo. Es más, incluso diría que, aunque no podía olvidar mis temores por la suerte de Natty, los minutos que siguieron fueron los más dichosos que pasé en la isla. El viento me empujaba suavemente por la espalda y me impulsaba hacia delante. El sol era tibio, como el de un verano inglés. La pendiente cuesta abajo era cómoda. La charla…, no recuerdo de qué hablamos, sólo que el capitán y yo estábamos juntos y no dijimos nada que turbara nuestra exaltación.

Cuando nos acercamos a la orilla, los árboles desaparecieron y la pendiente se hizo más pronunciada, aunque en una sucesión de escalones naturales superficiales, que debía de haber tallado el viento al arrastrar la tierra de una capa de roca y depositarla en la contigua. Esa roca era de color negro puro, e inhóspita para todo, salvo para las plantas más diminutas, como las callejas marinas y las campanillas; éstas habían germinado en grietas y ahora colgaban estremeciéndose cuando el viento soplaba entre ellas.

En cuanto llegamos a los pies del acantilado reconocimos a nuestras sirenas. La playa era estrecha, formada por piedras arrastradas por la corriente y erosionadas por el mar hasta dejarlas casi redondas. Y recostada sobre esas piedras había una colonia de leones marinos. Algunos de ellos eran tan corpulentos como el propio capitán, con la piel arrugada, de color marrón oscuro alrededor de la cabeza, pero verdosa a medida que se alisaba a lo largo de su cuerpo. Los machos grandes tenían bigotes que les hacían parecer feroces, pero dio la impresión de que no les molestaba que nos acercáramos; las hembras y, sobre todo, sus crías mostraban unas expresiones de lo más fascinante, con la boca no paraban de dibujar una especie de sonrisas, y con los ojos, grandes y claros, me miraban a los míos con llamativa amabilidad.

Cuando digo que estaban recostadas, apenas hago justicia a la postura de esas criaturas, pues aunque se las veía un tanto forzadas por su falta de brazos y piernas para mantenerse erectas, todas parecían asombrosamente ágiles ayudándose de sus aletas, y se acercaron pesada y alegremente hacia nosotros.

—Creo que no han visto nada que se nos parezca hasta ahora —dijo el capitán. Habló en voz baja porque no quería alarmarlas, pero estaba claro que tenía razón: no teníamos motivos para sentirnos en peligro, ni siquiera con los machos. Se fiaban de nosotros, y a veces hasta nos acariciaban con los hocicos cuando caminábamos entre ellos. Sentí que ése era uno de los momentos más privilegiados de mi vida, y quise agradecerle al Señor por habérmelo concedido. Sospechaba que al capitán eso le parecería excesivo, así que me limité a palmear sus lomos tersos y, alguna vez, sus cabezas, cosa que siempre provocaba una erupción de ladridos y graznidos entre las crías. Prefiero no pensar si les parecíamos muy delicados o muy ridículos.

El encuentro nos produjo una sensación de satisfacción tan intensa que recorrimos la playa arriba y abajo hasta que saludamos a todas las familias, y dejamos que todos los padres nos presentaran a sus hijos. Cuando acabamos nuestras labores diplomáticas, seguíamos sin ningunas ganas de volver pronto a nuestro propio mundo y a todos los problemas que eso implicaba. Sin que ninguno de los dos tuviera que explicarle al otro lo que estaba haciendo, nos sentamos en una roca con las cestas y las varas a nuestros pies, y contemplamos el mar. No había ninguna razón para hacerlo, aparte de mirar cómo las olas se deslizaban hasta la orilla, sentir que nuestras mentes se convertían en piedras tan lisas como las que teníamos alrededor y fijamos en que el sol prolongaba su calor más que el día anterior o en cómo pescaban las aves marinas, y en otras nimiedades de igual importancia.

Cuando hube perdido el tiempo de ese modo lo bastante para preguntarme si no me convertiría en una estatua por no moverme, le sugerí al capitán que podríamos darnos un baño y refrescarnos. Me miró de reojo. Cuando le pregunté por qué, me dijo (con un tono que me pareció sorprendentemente cohibido dadas nuestras respectivas posiciones en el mundo) que no era porque temiera que el agua ocultara algún peligro, sino porque no sabía nadar.

Le dije que era algo bastante común entre los marineros, cosa que no negó, aunque a ninguno de los dos nos apeteció mencionar la razón, ni recordar a Jordan Hands, y cómo había demostrado el adagio. Pero tras compartir esta incomodidad por un momento, y siguiendo a su lado en la contemplación silenciosa de las olas, acabé pidiéndole permiso para bañarme solo.

Sólo cuando hube caminado torpemente sobre las piedras y llegado al borde del agua reparé en que no había visto a ninguno de los leones marinos hacer lo que yo estaba a punto de hacer. Eso, me dije, se debía a que su jornada estaba dividida en actividades separadas, como haría una comunidad humana, y nuestra llegada había coincidido con su momento de descanso, no con los de juego o caza. Sin embargo, en cuanto me quité la camisa y entré renqueando en el agua, uno de los cachorros más corpulentos, casi de mi mismo tamaño, pensó que le invitaba a un juego que podíamos jugar juntos y se retorció sobre las rocas para unirse a mí.

Es un tópico decir que los animales que son torpes y pesados sobre la tierra son muy ágiles en su propio elemento, y así fue en el caso de mi compañero. Su cuerpo, que había sido pesado en reposo, hacía verdaderas acrobacias jugando; y su cerebro, que pudiera parecer indolente u ocioso, se tornó veloz. En comparación, mi propio cuerpo parecía sumamente torpe. En parte porque me arrastraba una fuerte resaca que se formaba donde las olas retrocedían a las profundidades tras romper en la playa.

Al minuto de entrar en el agua me había alejado al menos treinta metros de la orilla y no sabía si tendría las fuerzas necesarias para volver. El cambio fue así de brusco y chocante. Empecé a luchar sin más resultado que un montón de agua salada anegándome la nariz y el pánico encogiéndome el corazón. Durante un instante estuve convencido de que el precio que iba a pagar por mi vislumbre del paraíso sería no volver a ver nada de este mundo. Empecé a despedirme de mi padre y de Natty, y visité por última vez algunos de los lugares que había amado, como las marismas que se encuentran detrás de la Hispaniola, que se me aparecieron en vívidos atisbas, teñidas con su auténtica luz azulada.

Supuse que era la prueba de que me estaba ahogando, algo que me confirmó lo que pude ver del capitán. A una borrosa distancia, que menguaba considerablemente su altura y tamaño, corría por la playa, agitando los brazos y chillando. Eso alarmó tanto a los leones marinos que empezaron un griterío ensordecedor, que yo sólo oía fragmentariamente cuando mi cabeza emergía por encima de las olas. Más tarde, el capitán me explicó que me estaba diciendo: «Déjese llevar por las corrientes, no se resista…», porque creía que las corrientes me arrastrarían alrededor de la punta septentrional de la isla, como le había pasado a mi padre en su corado, hasta un lugar desde el que podría volver nadando con facilidad a la playa. Pero en aquel momento, mi confusión y mi miedo eran tales que no pude seguir su sensato consejo, y continué utilizando todas mis fuerzas contra el mar, aunque sabía que no tardaría en arrastrarme hacia abajo.

A esas alturas me había olvidado por completo de la criatura que había saltado conmigo al agua. Pero cuando mi cuerpo empezó a rendirse y una bruma nublaba ya mi mente, su cabeza lustrosa pasó entre las olas a mi lado. A juzgar por la afabilidad de su expresión y los maullidos que emitía parecía creer que el juego al que estábamos jugando era muy divertido, pero a la vez lo bastante inquietante (dado el considerable chapoteo que yo producía) para convencerle de que se mantuviera a una distancia prudencial.

A medida que mis movimientos se ralentizaron, ese temor desapareció y empezó a nadar más cerca. Vi que sus pestañas estaban rociadas de gotas de agua y oí su aliento resoplando en su hocico mientras se le abrían y cerraban las alas de la nariz. Eso, no me cabía duda, sería lo último que vería en la tierra, aparte del agua azul oscura en la que me estaba hundiendo.

Pero cuando empecé mi descenso a las profundidades y perdí contacto con todo lo que quedaba a la luz, mi compañero no se dio por satisfecho simplemente con mirar y le dio por ponerse debajo de mí. En realidad, lo que hizo fue erguirse sobre su cola debajo del agua, y toda la envergadura de su cuerpo presionó contra el mío. Al tacto, su piel era resbaladiza, pero no tanto para que no pudiera agarrarla y aferrarme al animal. Comprendí que quería pasar a otra fase de nuestro juego, una que acababa de inventarse, y que implicaba que yo lo abrazara, cosa que hice. Entonces dio otro giro o tuvo un estertor, no sé, y se puso en horizontal, conmigo encima, mi cabeza sobre su lomo y mi cuerpo sobre el filo de su columna, mientras mis brazos rodeaban lo que, de haber sido un hombre, yo habría llamado pecho.

Durante el minuto que tardó en llevarme de vuelta a la orilla, yo estaba tan concentrado en expulsar el océano de mis pulmones y llenarlos de aire que apenas pude prestar atención al trayecto. Sin embargo, sí recuerdo que en la playa que nos aguardaba los otros cachorros gritaban ruidosamente, cosa que interpreté como que le estaban animando. Y, todavía con más claridad, recuerdo la sensación de estar presenciando un prodigio, que me recorrió en oleadas sucesivas, cada una de las cuales me transmitía una euforia peculiar.

He llamado «compañero» a mi salvador. Si lo hubiera sido en el sentido normal, se lo habría agradecido con toda mi alma y le habría prometido hacer otro tanto por él si se ofrecía la ocasión. Pero, dada la situación, era imposible. Cuando me había acercado a unos metros de tierra firme, desde donde podía llegar con facilidad a las piedras, se estremeció con fuerza otra vez y me dejó en las aguas superficiales, tras lo cual él regresó a las profundidades. No me miró de ninguna manera especial, más allá de la misma e inexpresiva afabilidad que había mostrado desde el primer momento; y luego, cuando se sumergió, ya sólo vi las olas vacías. El acto que para mí significaba la vida, para mi compañero no había significado nada, o nada que yo pudiera entender. Por eso no fue en su pecho, sino en el del capitán, en el que me refugié en cuanto pude, y en el que sollocé para expresar mi alivio y agradecimiento.