24 - El plan del capitán

Dejaré ahora a Natty en su nido y volveré a mi propia historia, que debe empezar con el relato de lo que hice durante su ausencia. Fue un momento amargo, agobiado por los temores sobre su seguridad, pero en el que no se me permitió apartarme del mundo y mortificarme en soledad. Por el contrario, me pasaron cosas que no pude evitar y que jamás olvidaré.

Los pájaros del estuario empezaron a graznar y cotorrear en cuanto apareció el sol. Pero, antes de asomarme por el lado de mi litera y ver la almohada lisa sobre la cama de abajo, supe que Natty no estaba allí. El silencio en el camarote era total. Lo primero que pensé fue que se habría quedado dormida en cubierta, adonde sabía que había ido con Escocia. Pero cuando me puse la camisa y trepé por la escalerilla, sólo encontré huellas en el rocío, que cubría la superficie del barco con una capa tan espesa que parecía pintura. Así descubrí que habían paseado un rato por la cubierta, y que luego se habían dirigido sigilosamente al costado del Nightingale que daba a tierra…, por donde desaparecieron. Cuando llamé al señor Stevenson y le pregunté si los había visto, quedó claro por el bostezo que precedió a su respuesta —«No»— que se había pasado durmiendo las siete horas anteriores. Le maldije y me di la vuelta para escrutar la maleza, que el sol estaba calentando y encendiendo con chillones tonos amarillos y verdes. En el fondo de mi corazón ya asumía que no los vería. Se habían marchado.

Pero ¿adónde? Si hubiera habido rastro de una tercera serie de huellas sobre la cubierta, habría pensado que uno de los piratas de la empalizada se los había llevado, o puede que algún otro habitante de la isla del que nada sabíamos. Pero no había pruebas de ese tipo de secuestro. Ninguna señal de un desconocido, ni rastro de pelea. Natty se había marchado porque había querido, a no ser que Escocia se hubiera transformado de repente y hubiera pasado de ser un amigo agradecido a un enemigo. Eso parecía tan improbable que no lo tomé en consideración más que un momento.

Pero si se había marchado porque había querido, ¿qué planeaba hacer?, ¿explorar la isla? No en la oscuridad. ¿Fugarse con Escocia? Imposible. Aunque sabía que había brotado cierto afecto entre ambos, no era de ese tipo. ¿Habían concebido un plan que podría servirnos a los demás? Esto último parecía probable, y, como poco, temerario.

Me dije que sólo era cuestión de tiempo el que acabaran reapareciendo entre la maleza y todos nos tranquilizáramos de nuevo. Pero cuando el capitán Beamish salió a cubierta, no tardó en acabar con esas esperanzas. Ni siquiera se molestó en reprender al señor Stevenson por no haberlos visto desaparecer; simplemente le hizo bajar de su puesto en la cofa, le dijo que fuera a la cocina y comiera algo, y luego, con cara larga, asumió que Natty había emprendido algún plan descabellado.

—Es hija de su padre —me dijo en voz baja; me tomé aquellas palabras como una señal de la confianza que me tenía.

Eso me consoló, como también me consoló ver al resto de la tripulación que empezaba a salir a cubierta. Bajo la primera luz de la mañana, componían un grupo harapiento, con la ropa arrugada y el pelo alborotado, todos frotándose los ojos o masticando manzanas que habían cogido del barril del señor Allan. Pero eran buena gente. El día anterior habían puesto sus vidas en peligro por el bien común, y no se habían olvidado del compromiso que tenían unos con otros. Pero también pensé que no serían rivales para los piratas. Mis compañeros eran hombres de estos tiempos, y marineros, no guerreros. A no ser que pudiéramos aprovechamos de alguna ventaja clara, era más probable que acabaran sus días en la isla del tesoro que el que zarparan de allí con sus riquezas.

Estaba claro que cuando el capitán puso fin a nuestra conversación la velada anterior, seguía pensando que todavía teníamos varias posibilidades abiertas. Podíamos negociar con Smirke y sus hombres. O podíamos atacarles. Ahora parecía que no había alternativa: Nat corría peligro, anunció, y había que rescatarlo.

La decisión fue recibida con vítores entre los hombres, aunque cuando los vi dándose palmadas en la espalda unos a otros me pareció que lo hacían para darse valor más que para demostrar lo calurosamente que apoyaban a su comandante.

—Contramaestre Kirkby —dijo el capitán, y al instante dejaron de alborotar, cosa que confirmaba que su algarabía no era muy sincera.

El contramaestre se adelantó alisándose la barba y se puso firme lo mejor que supo. Llevaba la gorra caída hacia atrás, y eso dejaba al descubierto una franja blanca en su frente, donde el sol todavía no la había chamuscado.

—Sí, capitán.

—Contramaestre Kirkby, quiero que escuche con atención lo que voy a decirle, y que me diga si está de acuerdo. No es éste momento para que ninguno de nosotros abrigue dudas.

Me pareció que era un comentario sensato porque daba una pátina democrática a lo que, en realidad, era una orden.

—Quiero que convenga conmigo —prosiguió el capitán— en que con toda probabilidad el señor Nat ha caído en manos de nuestros enemigos, junto con el señor Escocia.

—Con toda probabilidad, capitán —dijo el contramaestre Kirkby, que pareció bastante sorprendido de que una palabra tan larga hubiera cabido sin problemas en su boca.

—Quiero que convenga conmigo en que, aunque desconocemos las condiciones precisas en las que los retienen, probablemente estén en peligro.

—Es muy probable que lo estén, capitán.

—Espero que convenga conmigo en que debemos hacer una visita a la empalizada con el propósito de rescatar al señor Nat, y que habrá que hacerlo por la fuerza en caso necesario.

El contramaestre Kirkby, cuya cara empezaba a enrojecerse por el esfuerzo que le suponía mantenerse en posición de firmes tanto tiempo, replicó con resolución:

—Por la fuerza, capitán —gritó.

—Espero que convenga conmigo en que si el señor Nat no está prisionero dentro de la empalizada, aun así tendremos otros deberes que cumplir allí.

—Otros deberes, capitán. —El contramaestre lo dijo con una voz más pausada, como si no hubiera entendido del todo lo que acababa de escuchar. El capitán, en cualquier caso, también pensó que no se había explicado con claridad e interrumpió su listado.

—Quería decir lo siguiente —aclaró—: Puede que los tribunales no hayan abolido todavía la espantosa trata de esclavos, pero sin duda lo harán, y sin duda podemos adelantarnos un poco a sus medidas.

El rostro del contramaestre Kirkby se iluminó visiblemente, ahora que había captado el sentido.

—Nos adelantaremos sin la menor vacilación, capitán.

—Siendo más concreto —prosiguió el capitán—, espero que convenga conmigo en que esos otros deberes consistirán en liberar al señor Escocia y sus amigos y enfrentarnos a nuestros enemigos en caso de que se resistan.

—Eso digo yo, nos enfrentaremos a quien sea sin la menor vacilación, capitán.

—Y, una vez logrado nuestro objetivo en ese sentido, continuaremos la búsqueda de la plata, ayudados por el señor Escocia.

—Apropiadamente ayudados, no me cabe duda, capitán. —El contramaestre Kirkby miró al cielo al decido, con una expresión muy animada.

—Y espero que convenga conmigo en que todo eso se llevará a cabo con la máxima rapidez posible —añadió el capitán.

—A la máxima velocidad —dijo el contramaestre bajando la vista y mirando al capitán a los ojos.

—Pero no con tanta premura que nos lleve a correr riesgos irrazonables.

Otra expresión de perplejidad nubló la cara del contramaestre, que bajó los hombros. Fue una señal para que su conversación adoptara una nueva forma. Hasta ese momento, o eso me pareció, el capitán había procurado arengarnos explicándonos las dificultades con un tono que tenía algo de comedia. A partir de ahí, la razón y la gravedad pasaron a marcar el orden del día. El cambio de tono pareció alterar la atmósfera del Nightingale, y hasta Spot, que había estado escuchando en silencio desde su percha en la chupeta, se acordó de repente de llorar a su dueña ausente gritando:

—¡Traedme de vuelta! ¡Traedme de vuelta!

El capitán ni se molestó en mirar en su dirección; hizo que nos acercáramos para formar un círculo más cerrado y nos recordó lo que sabíamos gracias a lo que nos había contado Escocia la noche anterior, y que desde entonces se había propagado como un rumor entre los hombres. Además de Smirke, Stone y Jinks, había diez guardias que habían sobrevivido al naufragio del Achilles. Con lo que sumaban un desalentador total de trece. Aunque Escocia creía que no disponían de gran cantidad de pistolas ni de pólvora, estaba claro que sí habían conservado algo como reserva, y eso, combinado con la fuerza de sus defensas, su conocimiento de la isla y las armas que habían desenterrado, equivalía sin duda a un considerable arsenal.

El capitán se negó a compararlo con nuestra propia situación, pero una simple mirada por cubierta, sobre todo hacia nuestro cañón inservible, para el que carecíamos de munición, lo dejaba claro como el agua. Éramos tantos como los piratas, pero sólo hombres (y un chico) que nunca habían llevado armas y tenían pocas ganas de pelea. Además, contábamos con pocas armas. Y nuestro conocimiento de la isla era casi nulo. Carecíamos del factor sorpresa que habría sido nuestra ventaja principal antes de que Natty se embarcara en su aventura.

Cuando el capitán nos pidió que reflexionáramos sobre esos detalles se hizo el silencio, un silencio interrumpido por las criaturas que seguían con sus vidas alrededor: sus cotorreas y chillidos rebotaban como un eco sobre la superficie del río al llegar a la desembocadura. Pero cuando miré las caras de mis compañeros, no vi vacilación ni incertidumbre, sólo resolución. Me hubiera gustado que mi padre y el señor Silver hubieran estado ahí también; nuestra historia iba desarrollándose de un modo muy similar a la suya, y a la vez muy distinto. El plan del capitán suscitó nuevas esperanzas frente al resto embrutecido del viejo mundo que todavía pervivía en la isla.

No es que el capitán Beamish lo dijera así, se me ocurrió a mí. Cuando reanudó su charla, fue totalmente prosaico. Sería una estupidez, dijo, asaltar la empalizada a plena luz del día, cuando los piratas podrían organizarse con rapidez para hacernos frente, y era probable que los prisioneros estuvieran dispersos. Parecía más sensato que nos presentáramos con un prudente retraso y llegáramos con las primeras luces del alba del día siguiente.

«¿Quién irá?», fue entonces la pregunta, y las voces más altas sugirieron que deberíamos ir todos, hasta que el capitán nos llamó al orden de nuevo. En lugar de realizar un solo asalto, dijo que deberíamos dividimos en dos grupos: uno para la expedición (como él lo denominaba), y el otro para proteger el Nightingale, sacarlo de la cala y llevarlo por la costa hasta el Fondeadero, donde recogería a los prisioneros después de la liberación. Lo dijo con tal tranquilidad y tan rápido que sonó como una orden lógica y no como una opción plagada de peligros. El señor Lawson, añadió, se quedaría a bordo con otros cinco marineros, los necesarios para tripular el barco. Los demás atravesaríamos la isla a sus órdenes. Al acabar de hablar me miró, con lo que me quedó claro que iría con él. Yo no deseaba otra cosa.

Cuando todo eso quedó claro, se concretaron algunos detalles más de nuestros planes, se acabó de desayunar, se fumaron más pipas, se recogieron los cabos y se revisaron las velas, y para entonces ya había transcurrido una buena parte de la mañana. Pero las restantes horas del día parecían alargarse interminables y vacías.

En ese vacío mental me resultaba imposible no tropezarme con Natty en cada rincón. Si ahora la imaginaba escondida ya salvo en alguna grieta de la isla, dormida y ajena a todos nuestros desvelos, al momento siguiente la veía encadenada, sometida a torturas que ni siquiera podía imaginar. En cualquier caso, y en toda la gama intermedia entre ambas situaciones —en la que me la imaginaba herida, devorada por animales salvajes o perdida—, yo siempre acababa entristeciéndome. Mientras la tripulación cumplía con sus labores ordenando y reordenando los materiales por la cubierta, el señor Stevenson regresó a su puesto en la cofa, desde donde vigilaba el estuario, el señor Allan se encerró en la cocina para preparar el pescado que había conseguido en el río para la comida, y yo fui a la proa del Nightingale, me subí al bauprés y me senté con las piernas colgadas a cada lado del palo, mirando hacia delante como si navegáramos por la jungla y sus hojas se separaran con la misma fluidez que el mar.

Me hubiera gustado quedarme allí un buen rato, soñando y fantaseando; estaba acostumbrado a estar solo y había aprendido a disfrutar esos momentos. Pero el capitán tenía otros planes para mí, planes que podían deberse a que le daba pena o a su propia inquietud. Me llamó mientras seguía allí sentado y dijo que necesitaba mi ayuda para cierta tarea que tenía que hacer. Añadió que veríamos partes desconocidas de la isla y descubriríamos qué era lo que Dios nos ofrecía.

En vista de mi juventud, la propuesta me pareció un privilegio y otra prueba de su bondad, con esto quiero decir que entendí que él debía de tener alguna buena razón propia para proponer la expedición, pero que también quería distraerme de los apuros que nos esperaban. No vacilé. Me arrastré por el bauprés, dejé mi retiro y me acerqué al capitán. Llevaba dos pequeñas cestas de mimbre, cada una con una estrecha tapa o cubierta, y dos largas varas de madera acabadas en una punta en forma de uve. Me dio una de las varas y una de las cestas.

—Vamos, chico —dijo con un destello en la mirada—, tenemos algo importante que hacer.