Cuando Natty era una niña que atendía a su padre, a veces soñaba con lanzarse al vacío desde el puesto de vigía, la habitación desde la que contemplaba la ciudad de Londres, y dejar que la arrastraran las ráfagas de viento. Recordó esa fantasía durante los primeros segundos de su caída por el barranco: el planeo, la quietud, el cojín del aire contra su pecho. Le dio tiempo de examinar todo lo que pasaba ante sus ojos, con tanta atención como si estuviera mirando a través de un microscopio. Los juncos verdes que cubrían la fachada de piedra, que había sido tallada por hilos de humedad. Salientes en los que se había formado un pellejo de tierra y habían arraigado arbustos diminutos. La sucia pluma de la cola de una paloma, enganchada en una rama.
Luego se acabó el silencio, la luz se atenuó y su zambullida ya no fue un planeo suave sino una ruidosa cacofonía y una tirantez que la retenía, como si le hubieran mandado a su cuerpo que se introdujese por una grieta de aire en la que no cabía, y finalmente dejó de sentir cuando la caída se interrumpió de golpe, en una parada brusca y punzante.
Lo estoy describiendo tal como Natty me lo contó, pero estoy reteniendo algo, un detalle que ella también le había ocultado a Smirke. Mientras él se burlaba a su espalda y Stone le pinchaba con la espada, ella se había asomado al barranco con la esperanza de dar la impresión de que se estaba preparando para encontrarse con su Creador, mientras que en realidad estaba concibiendo su salvación. Aunque la caída hasta el fondo la habría matado sin duda, descubrió que varios pinos, que las tormentas habían desarraigado y empujado por la estrecha grieta, se habían incrustado en ella como cuñas. Conformaban una especie de escalera muy tosca por la que una persona podía descender hasta el remoto suelo, si es que podía alcanzar el primer peldaño para iniciar el descenso.
La intención de Natty, cuando se lanzó al aire enrarecido, era caer sobre el primer peldaño de esa escalera, un árbol que debía de haber sido arrancado por las últimas ráfagas fuertes de viento porque la madera quebrada de su base se veía todavía muy blanca y limpia; estaba a unos seis metros del filo. Y eso fue lo que consiguió. La caída que he descrito, que pareció alargarse durante un minuto entero pero en realidad no duró más que un suspiro, no acabó en las tinieblas del olvido sino en la oscuridad mucho más indulgente de unas ramas de pino. Fue su corteza la que interrumpió bruscamente la caída, y fueron sus agujas punzantes las que la pincharon.
Podría haber sido su salvación, pero el golpe la dejó sin aire en los pulmones y sin sentido. Sin más sentidos, al menos, que aquéllos que la avisaban de que se espabilase cuanto antes, dado que era probable que Smirke y Stone se asomaran a mirar para cerciorarse de su muerte. Por eso se retorció entre las ramas hasta quedar completamente oculta a la vista; cuando lo consiguió, esperó en silencio a que sus verdugos perdieran el interés por ella.
Cuando se convenció de que debían de haber regresado a la empalizada, esperó otro tanto, para estar el doble de segura, aferrada a las ramas como una ardilla. Lo que más temía era que el pino estuviera mal encajado entre ambas paredes de la grieta y que acabara inclinándose hasta dejarla caer al abismo; aunque parecía que su propio peso había bastado para que quedara bien sujeto. Su tranquilidad se debía a que sabía que el mundo que había dejado arriba se sumía por momentos en la oscuridad y llovía con más fuerza a cada segundo que pasaba, así que resultaba menos cómodo para miradas indiscretas. Los estruendos de los truenos eran claramente audibles, junto al siseo de otros árboles que se levantaban al borde del barranco.
Natty hubiera preferido quedarse oculta hasta el alba, pero temía que a Smirke le diera por volver para disfrutar del escenario de la desaparición, o, cosa más probable, que fuera Stone el curioso. Eso significaba que tenía que ponerse fuera de su alcance para siempre y, por tanto, tras otro cauteloso rato de espera, reunió el valor para arrastrarse por el tronco pelado que le servía de percha; desde allí veía vagamente los otros árboles que se disponían como peldaños entre la penumbra que se extendía hacia abajo.
Se deslizó a un lado del tronco y se dejó caer por segunda vez, sólo para quedarse sin respiración por segunda vez también. Al recuperarse, la cabeza le daba vueltas, las agujas del pino le habían pinchado y arañado la cara, y la idea de dejarse caer una tercera y luego una cuarta vez le pareció impensable. Debía de haber, pensó, una manera más sencilla de descender, y empezó a buscar puntos donde apoyar los pies en la pared que tenía al lado, filos donde agarrarse con los dedos y salientes, protuberancias, afloramientos o lo que fuera que le sirvieran. Con esos puntos de apoyo y toda la agilidad que pudo reunir, fue descendiendo por el aire cada vez más frío y oscuro. Cuando sus pies tocaron por fin tierra firme, se quedó a gatas por un momento, mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra. A medida que las siluetas de los cantos rodados y las rocas más pequeñas se fueron definiendo, y empezó a distinguir unos de otros sus matices grises o negros, sintió la gratitud de un viajero que se ha topado con la Muerte en el camino, pero ésta ha pasado de largo.
Fue una sensación muy extraña, porque la Muerte en realidad estaba a su alrededor en ese momento, representada en los huesos y cráneos de prisioneros que habían sido obligados a compartir su destino pero no habían tenido su suerte. Ante su mirada nerviosa parecían resplandecer en el crepúsculo, como si poseyeran una fuerza interior sobrenatural. Varios llevaban tanto tiempo tirados entre las rocas que los pájaros los habían dejado pelados, y, además, se fijó en que el agua de las corrientes que habían pasado sobre ellos los había lavado y arrastrado, porque se los veía desordenados, apuntando en todas direcciones. Sin embargo, uno o dos, entre ellos uno que era tan pequeño que debía de ser el de un niño, todavía no habían sido incordiados.
Natty no me contó ese detalle para demostrar su falta de compasión, sino para explicar cómo la mente, cuando está conmocionada, se protege adoptando una mirada sobre lo que la rodea que parece desalmada, pero que en realidad es lo contrario. Le da valor a todo, presta atención a todo. Es un tema sobre el que debería reflexionar más a fondo porque me interesa mucho; pero me resistiré a la tentación y diré sólo que, aunque Natty no lloró por los desdichados que la rodeaban, se hizo una idea tan precisa de lo que habían sufrido que no le cupo duda de que nunca los olvidaría, y luego les dio la espalda.
El barranco descendía irregular colina abajo y, mientras el último rubor del día se difuminaba en la estrecha franja de cielo sobre su cabeza y las paredes le devolvían el sonido tranquilizador de su propio aliento, el temor de Natty a que la descubrieran y la capturaran de nuevo empezó a remitir. El miedo fue sustituido por algo semejante a una ensoñación. Ya no oía la tormenta encima de ella. La lluvia sólo la alcanzaba en ráfagas esporádicas. A veces, como la oscuridad que la rodeaba se espesaba sin parar, creía que se había convertido en una especie de sonámbula, cuyo camino alguien había despejado por delante. Otras veces le parecía que se había salido de los límites conocidos del mundo. Lo único que sabía con certeza era que su camino no se parecía a ninguno que hubiera recorrido antes. La tierra, que hacía apenas un rato le había parecido indiferente, ahora la estaba defendiendo.
Cuando Natty me lo contó por primera vez, creí que se trataba de una consecuencia de su cautiverio y del hambre, y de la maravillosa conmoción de su fuga, que se habían combinado para producir una alucinación misericordiosa. Pero ¿y qué si así fuera? Durante todo el tiempo que permaneció en aquella hendidura secreta, con los espíritus de los prisioneros muertos entre los huecos de las rocas a sus espaldas, se consideró a salvo. Y cuando un inmenso búho blanco surgió de la nada y dio varios pasos ante ella, se imaginó que había visto su propia alma liberada de su cuerpo, que acudía a hacerle de guía, y sintió que nada podría asustarla nunca más.
Por esa razón, si es que razón es la palabra, Natty decidió que no volvería inmediatamente al Nightingale ni con sus amigos. Todo lo contrario. Mientras seguía caminando hacia el este, en paralelo a la empalizada, tomó una segunda decisión que siempre me ha parecido sorprendente, aunque supongo que ella imaginó que era lo mejor. Se convenció de que, si volvía hacia los pinares, cuando llegara arriba y emprendiera el camino de regreso hacia nuestro barco, seguramente se toparía con Stone, que la mataría en cuanto se persuadiera de que no era un fantasma. O eso o se perdería en la tormenta. O se encontraría con algún otro peligro, como un foso parecido al que había atrapado a Escocia o algún animal salvaje. En cualquier caso, y guiada por su desdicha, decidió que debía posponer su vuelta con nosotros hasta que, una vez recuperada tras dormir y bajo la luz del sol, el mundo volviera a ser un lugar familiar.
Y así, cuando las paredes del barranco se encogieron por fin hasta casi desaparecer, el aire fresco empezó a ser cada vez más cálido y los ecos que la habían acompañado dieron paso a ráfagas intimidatorias de lluvia y viento, no se encaminó hacia mí sino que siguió adelante, hacia la costa. Más tarde, le sugerí que tal vez la había guiado el espíritu de su padre, por razones que pronto se aclararán. Ella nunca me ha dicho que estuviera equivocado.
Natty había emergido en la orilla septentrional del Fondeadero del Capitán Kidd, que reconoció al ver la curva de la bahía a su derecha y, frente a la mole de la isla del Esqueleto, las paredes de la empalizada y los tejados de las cabañas, todo enrojecido por la hoguera que Smirke había ordenado encender antes de sacarla de allí. El resplandor ponzoñoso de sus llamas y las sombras trémulas que proyectaban bastaron para convencerla de que si hubiera podido llevarse un catalejo a los ojos, habría contemplado las mismas escenas de barbarie que el capitán y yo habíamos visto antes juntos, sin duda con algunos guardias colocados aquí y allá como protección frente a los «recién llegados» a la isla.
Eso hizo que se agachara para evitar que algún rayo de luna que atravesara casualmente las nubes la dejara al descubierto y luego se alejó arrastrándose alrededor de la bahía. Sólo cuando llegó al siguiente trecho de playa, donde encontró cobijo, se atrevió a erguirse de nuevo y a fijarse en qué lugar se hallaba, en vez de distraerse pensando en cómo evitar el lugar donde no quería estar. Ahí los árboles eran robles fuertes, deformados por el viento marino en figuras retorcidas; al tacto y a oscuras, sus hojas eran recias y brillaban bajo la lluvia como trozos de jade.
A esa distancia prudencial del campamento, Natty se sintió tentada de estirarse en el suelo y descansar, sabedora de que oiría a tiempo cualquier llegada inesperada. Pero, como antes, su instinto la lanzó hacia delante, hasta que dejó atrás los árboles y empezó a caminar por un suelo más blando. Había llegado a los campos de arroz, que, se fijó, estaban trabajados con esmero y se alimentaba con los arroyos que descendían de la colina del Catalejo.
Natty comprendió que Escocia y los demás debían de haber sido llevados hasta allí esa mañana, cuando vio que los sacaban del campamento. Cada una de aquellas parcelas, perfectamente delimitadas, la habían concebido y trabajado ellos. Pensar en un trabajo tan esmerado, llevado a cabo bajo la amenaza de tanta crueldad, hizo que se detuviera y se tapara la cara con las manos, hasta que se dio cuenta de que su silueta podía verse recortada contra el mar abierto y que más valía que se agazapara otra vez.
El sonido que en esos momentos retumbaba en su cabeza ya no era sólo el del viento y la lluvia, sino el del oleaje que se desplegaba en largas olas por el creciente que dibujaba la bahía. Al detenerse a escuchar, Natty sintió que se adueñaba de ella una especie de reverencia. La densidad del ruido, la extraña luminosidad interior de las olas, la repetición de su volver sobre sí mismas, hicieron que le entraran ganas de arrodillarse y de dar gracias a su Creador. Gracias por haber escapado de la Muerte y por el mundo que Él le permitía disfrutar. Pero incluso entonces supo que no era momento para esas reflexiones y siguió adelante.
Cien pasos más e hizo otra parada, sintiendo al instante que había encontrado lo que buscaba, sin haber pensado previamente de qué se trataba en concreto. Eran las estribaciones de un banco de arena, que partía desde las aguas superficiales hasta perderse en mar abierto. La mayor parte estaba cubierta por la marea, pero al borde de su campo de visión, donde no esperaba ver nada más que olas arremolinándose en la oscuridad, había una inesperada protuberancia de tierra, coronada oscuramente de helechos. Era la Peña Blanca, la misma que yo había visto primero desde la cubierta del Nightingale.
Se metió en el mar por donde pensaba que debía discurrir el banco de arena, y lo notó duro y rugoso bajo sus pies. Eso hizo que recordara a Moisés caminando entre las aguas del mar Rojo, y al propio Cristo deslizándose sobre el mar de Galilea, pero esas imágenes desaparecieron al momento. Poco después se agarró a las largas hojas de los helechos que caían sobre el borde de la Peña. Luego se subió por los costados escarpados y se tambaleó en el filo, mientras los helechos y otras plantas oscilaban a su alrededor.
Hasta donde veía, el islote no tenía más de media docena de metros de ancho en todas direcciones y era hueco como la boca de un volcán en miniatura. Pero mientras que un volcán de verdad hubiera tenido un cráter tan pelado como el barranco del que acababa de salir, el declive aquí era suave y mullido porque estaba cubierto de hojas marchitas de las plantas que habían crecido encima.
Cuando Natty se introdujo entre las plantas, éstas parecieron abrazarla anhelantes, acariciándole la cara con sus largos dedos que despedían un delicioso aroma a madera podrida, y que la condujeron hacia abajo y hacia dentro, al centro del nido. Ahí el ruido de la tormenta se acallaba milagrosamente, y la lluvia se convertía en un rocío que goteaba despacio. A Natty le resultó imposible seguir resistiéndose al cansancio; imposible no estirarse en el suelo y quedarse dormida. Y lo hizo de forma que la celosía de hojas se cerrara por encima de su cabeza, borrando la tormenta por completo.