22 - El barranco

Cuando era niño y ayudaba a mi padre en la Hispaniola, a menudo vi a hombres embriagados por los vapores del grog, y no sólo por el propio grog. Natty había visto lo mismo en el Catalejo; es algo que se da con frecuencia. En ese momento, ella era uno de esos borrachines. La destilería parecía no haber recibido visitas desde hacía varias horas, y el barril que era la meta de aquel tinglado puede que sólo estuviera mediado, pero todos los rincones olían tan fuerte que no tardó en embriagarse. Por esa razón podría decirse que empezó su cautiverio como si estuviera de fiesta.

Tal vez era lo mejor que podía pasarle, pues le concedió la oportunidad, que tan bien conocen los borrachos, de prestar un interés excesivo a cuestiones que, normalmente, merecen sólo un momento de atención. Las franjas de luz del sol, que incidían entre los tablones de las paredes, pronto se volvieron objetos de gran interés sentimental al iluminar el polvo que flotaba en el aire, convirtiéndolo en una escalera para ángeles en miniatura. Y el roce de las patas de los pájaros en el tejado creaba una melodía tan fascinante como la música de las esferas.

Al mismo tiempo, en esa paradoja habitual de la embriaguez, Natty se sentía liberada de sus circunstancias más inmediatas, y podía concentrarse en figuras y lugares remotos. Su padre, por ejemplo, a quien veía en su cama sobre el Támesis con tanta claridad como si ella estuviera tumbada a su vera; cuando apretaba el suelo duro en el que estaba sentada, era como si tocara los huesos de la mano de su padre. Natty me asegura que yo también me aparecí por allí, y cuando me vio mirándola intensamente a los ojos, supo lo mucho que yo anhelaba su retorno sana y salva. Lo que me llevó a concluir que le gustaba pensar en mí, algo que, de haberlo sabido entonces, me habría consolado más de lo que yo me sentía capaz de consolarla a ella.

Sin embargo, ay, aquellas fantasías nunca fueron lo bastante sólidas para distraer a Natty más que por unos instantes. El miedo la arrastraba todo el rato de vuelta a su presente: el miedo avivado por las voces de los piratas, que le llegaban a través de la pared de la choza, que era también la pared de su cabaña. La pobre víctima podía oír cada palabra de sus conversaciones, que giraban básicamente en torno a ella.

Smirke había empezado a hablar en cuanto entró por la puerta: Natty oyó el arrastrar de sus botas por el suelo de madera, luego un crujido tremendo cuando se dejó caer en una cama; los demás se movían con más tiento.

—¿Qué clase de lío nos has metido en casa, sucio lampazo? —gruñó.

Natty comprendió que eso significaba que ella era el lío, y Stone, el lampazo; lo que no parecía muy justo, a pesar de lo mucho que lo aborrecía. Stone, para su sorpresa, pareció casi contrito.

—Ojalá no hubiera pasado, capitán. Es sólo un muchacho. Pero peligroso, visto que desconocemos lo que trae consigo.

—Deme la orden y le arrancaré la lengua. Ya verá como así empieza a cantar. —Ésa era una voz que Natty no reconoció, tal vez otro guardia del Achilles, que se había quedado cuando Jinks y los demás salieron a vigilar el trabajo de los prisioneros.

—Si le arrancas la lengua —replicó Smirke, en una sarcástica parodia de razonamiento—, ¿cómo nos enteraremos de lo que queremos saber?

Eso provocó unas carcajadas, seguidas de unos balbuceos incomprensibles cuando todos empezaron a hablar a la vez, preguntándose qué era lo que más les interesaba sonsacarle y si requería que se explicara con palabras. Smirke estampó la bota contra el suelo para acallarlos.

—Callaos, perros. Callaos y usad la cabeza. Hay una cuestión que tenemos que pensar. Un montón de cuestiones, a decir verdad, y ahora os las expondré, junto a las respuestas. Uno: ¿el chico está solo? Apuesto a que no. Dos: ¿quién ha venido con él? Apuesto a que un grupo. Tres: ¿qué clase de grupo? Apuesto a que un grupo armado. Cuatro: ¿qué querrán de nosotros? Ahí Smirke hizo una pausa, y Natty se lo imaginó abriendo los ojos de par en par, pidiendo opinión, porque en lugar de continuar con su siguiente «apuesta» estalló un griterío.

—¡La plata! ¡La plata! —exclamó media docena de voces a la vez—. Querrán la plata.

Smirke no dijo nada, lo que una vez más permitió que Natty diera rienda suelta a su imaginación. Vio muchas cabezas que asentían, manos que se frotaban con ansiedad y mandíbulas que se apretaban, mientras los piratas se recordaban unos a otros que nada era más importante para ellos que su tesoro.

—Ahí lo tenemos, compañeros —prosiguió por fin Smirke—. Una cuestión que tendremos que aclarar. Lo que podríamos denominar un di-le-ma. —Pronunció la palabra entrecortada, como si fuera algo demasiado caliente para tragarlo—. Y este di-le-ma es: ¿nos hace falta el jovencito Nat para resolver nuestro problema?, ¿o es sólo… un problema añadido?

Aunque estas tres últimas palabras las pronunció poco a poco, también dieron lugar a un alboroto de voces que dejaban claro que, por lo que a la mayoría respectaba, la cuestión ya estaba respondida y el dilema resuelto.

—¡Pasadle por la espada! —gritaban—. ¡Hacedle picadillo! ¡Colgadlo de una cuerda! ¡Arrancadle los ojos! —y otras alegres crueldades acompañadas de pisotones tan estruendosos que la cabaña entera se estremeció.

Cuando se apagaron los ecos de esa descarga, siguió otra pausa antes de que Smirke volviera a hablar.

—Muy bien, muchachos —dijo con una sorprendente altivez, para recordarles que era él el capitán—. Os lo agradezco. Tomaré en consideración vuestro consejo, claro que sí. Reflexionaré por mi cuenta, digeriré todo lo que me habéis dado después de masticarlo bien, y os expondré mi veredicto cuando lo crea oportuno.

A continuación se oyeron unos murmullos, que se alzaron en un crescendo irregular cuando la tercera voz (la que Natty no reconocía) preguntó:

—¿Por qué no lo utilizamos como rehén? Así tendremos a sus colegas donde queramos siempre que podamos negociar con su muchachito.

Hubo una pausa, luego risitas.

—Claro que si eso supone demasiadas molestias podemos colgarla ahora mismo y acabar de una vez. Y al resto de su grupo le haremos lo mismo cuando aparezcan, les…

Pero Natty no tuvo ocasión de oír qué nuevo acto de violencia iba a proponerse, pues en cuanto la voz empezó a entusiasmarse con el tema, Smirke la interrumpió. Cualquier rastro de la dignidad que había simulado antes había desaparecido, fue sólo un estallido de rabia:

—Ya te he avisado, Noser —le espetó—. No permitiré ningún acto de insubordinación por tu parte. Ni de ninguno de tus compañeros. Soy tu capitán, y tú cumplirás mis órdenes. Y mi orden es: esperad mientras me lo pienso. ¿Lo entiendes? —Natty se lo imaginó fulminando con la mirada a quienes le rodeaban, con su gran boca medio abierta, como la de un bacalao.

La amenaza pareció aplacar las ganas de hablar de los piratas, y, para confirmar que consideraba la discusión por acabada, dio una palmada y dijo: «Muy bien». Un silencio turbulento se instaló en la cabaña, si puede llamarse silencio al momento en que los hombres se arrastran para tumbarse en sus camas, quejándose del calor, sermoneándose unos a otros y discutiendo por una botella que encontraron debajo de una mesa. Lo cierto es que esos sonidos no tenían nada de raros, pero a Natty le causaron tal impresión, le parecieron tan propios de animales embrutecidos, que empezó a temer que Smirke optara por asesinarla, aunque fuera sólo por diversión.

En ese sentido, la destilería le ofreció una especie de salvación: cuando la cabaña de troncos quedó finalmente en silencio, Natty se durmió. Puede parecer sorprendente, pues indica que la idea de la muerte no la aterrorizaba lo bastante para mantenerla despierta. Pero nuestros cuerpos a veces prefieren obedecer sus propias leyes antes que los dictados de nuestras cabezas. Muchos hombres condenados, cuando se despiertan y recuerdan que los colgarán dentro de menos de una hora, se toman la molestia de desayunar y se preocupan de sí mismos como si esperasen seguir viviendo. Incluso Jordan Hands se vendó el pulgar antes de saltar por la borda del Nightingale. Para ennoblecer un poco el comentario, debo añadir que Natty no había dormido en toda la noche anterior y estaba agotada.

Se despertó cuando la puerta rozó el suelo al abrirse y el sol le inundó los ojos de luz, en la que se recortaba la silueta de Smirke. Lo primero que pensó es que tenía un regusto repugnante en la boca. Lo segundo, que le latía dolorosamente la cabeza, como si hubiera estado bebiendo. Y lo tercero, que lamentaba no haber estado despierta para oír a Smirke anunciar qué destino le aguardaba. Los dos primeros pensamientos hicieron que sintiera pena de sí misma. El tercero la asustó.

—De pie, chaval —le ordenó—. Esto tenemos que hacerlo de hombre a hombre, o pensaré que he matado a un bebé y eso me pesaría mucho en la conciencia.

Dada la cantidad de pecados de Smirke, parecía una preocupación un tanto fuera de lugar; pero Natty se alegró de oírla porque indicaba que en él todavía quedaba una pizca de caridad. Cuánto pudiera llegar a desarrollarse era ya otra cuestión, como bien comprobó Natty a medida que sus ojos se acostumbraron a la luz deslumbrante y se fijaron en que tras él estaban Stone y el otro hombre al que había oído en la cabaña, el que quería arrancarle la lengua. Supuso que debía de ser Noser; era el más alto de los tres, muy delgado, con unos ojos saltones e infantiles, separados por una napia excepcionalmente grande que daba razón de su apodo. Tenía un aspecto muy extraño. Y más extraño todavía era su atuendo porque iba vestido con jirones de lona y de paño de vela y esa estrambótica combinación de retales se mantenía unida por un sistema de ataduras tan variopinto como descabellado: botones de latón, trozos de palos y lazos de jirones de calzas embreadas. Alrededor de la cintura llevaba un viejo cinturón de cuero con hebilla de latón, que era lo único sólido de todo su atavío, y rechinaba ruidosamente cada vez que se movía. Podría haber pasado por el bufón de una corte medieval.

Natty supo que aquel hombre no conocía la compasión, como estaba segura ya de que tampoco la conocían Stone y Smirke. Aun así, siguió mirando con valentía a los piratas, uno tras otro, y luego, cuando la sacaron de allí, recorrió el patio con la mirada para dar la impresión de que no tenía miedo. Como el sol había completado dos tercios de su trayectoria por el cielo, calculó que debía de ser una hora avanzada de la tarde. A esas alturas, como ya sabía, la tormenta vespertina estaría fermentándose mar adentro y no tardaría en enviar nubes para arrojar lluvia y viento sobre la isla. Fuera lo que fuese lo que los piratas pensaban hacerle, estaba claro que querían acabarlo sin demora, para no tener que empaparse.

Smirke mantuvo la mano apoyada con fuerza en el hombro de Natty hasta que llegaron a la zona despejada junto al Tribunal del Castillo de Proa, donde aflojó la presión.

—Bien —dijo secándose la cara sebosa. Natty comprendió, por la nueva resolución que dictaba el comportamiento del pirata, que por primera vez estaba sinceramente interesado en descubrir los secretos que ella conociera, aunque también quería seguir divirtiéndose con sus crueldades—. Que me parta un rayo si tú no sabes algo que yo necesito saber, chico. Algo que todos queremos saber y que tú vas a contarnos.

Como Natty acababa de salir de su prisión, le pareció que lo más razonable era no decir nada por un momento, y se limitó a frotarse los brazos y las muñecas hasta que la sangre fluyó por ellos con más facilidad. Ese silencio, que a ojos de Smirke no era más que una afirmación de su testarudez, le enfureció al instante.

—No sigas haciéndote el tonto conmigo —gritó. En su rostro apareció una expresión nerviosa, que le indicó a Natty que Smirke seguramente habría preferido llegar a esa rabia por una ruta más enrevesada. Sin embargo, tras perder los nervios no hizo nada en absoluto para recuperar el dominio de sí, sino que siguió en sus trece, y sacó una navaja de su cinturón—. Ya estoy harto de tus silencios, chico. Cuéntanos cómo llegaste hasta aquí. Y quién ha venido contigo. Y dónde crees que pueden estar ahora, ¿o crees que te han abandonado a tu suerte? No puedo decir que yo no lo hubiera hecho si estuviera en su lugar. En cualquier caso, lo que quiero son tus palabras, o te arrancaré la lengua si no largas.

Stone le escuchaba impasible, pero Noser se adelantó y le dio una palmada en la espalda a Smirke, como si le dijera: «Ahora vamos a divertirnos». Smirke no acusó el golpe y mantuvo sus ojos legañosos clavados en la cara de Natty mientras se subía poco a poco una manga de la chaqueta. La frase AQUÍ ESTÁ LA BUENA SUERTE Y CAPRICHO DE TED SMIRKE estaba esmerada y nítidamente tatuada por encima de la muñeca, y en el antebrazo, lampiño y curtido por la edad, llevaba un dibujo de un patíbulo con un hombre colgado.

—No puedo contarle lo que quiere saber —dijo Natty apartando asqueada la mirada. Le dio la impresión de que su voz había sonado leve y frágil, muy parecida a su verdadera voz en realidad, por lo que intentó disimularla al hablar de nuevo. No se trataba de algo que hubiera ensayado sino que le salió por instinto—. Señor Smirke —dijo utilizando por primera vez su nombre—, debe ponerse en mi lugar. Debe preguntarse: ¿quiero salvarme traicionando a mis amigos?

Natty había esperado que eso le daría pie para iniciar un discurso más largo, en el que apelaría al espíritu de la humanidad que todos compartían. Pero el efecto de esas pocas palabras fue tan drástico que no tuvo ocasión de continuar.

—¡Ahórrame tus discursitos! —le espetó Smirke, cortando el aire delante de la cara de Natty—. Lo que quiero que me sueltes es información, chaval, no discursitos. Información. Y hechos. Ahora te lo preguntaré de nuevo. ¿Vas a largar por las buenas o tendremos que sacarte la información a palos?

Si todavía flotaban vapores de la destilería en el cerebro de Natty, el comentario los disipó por completo. Sabía que se le habían acabado las excusas y que no podía alargar más la situación. Había llegado la hora de hablar sobre el Nightingale o, si no, de sufrir y morir.

Abrió la boca pero la cerró al instante, al oír una canción que llegaba desde el terreno que se extendía entre la empalizada y el mar. Al principio era un sonido muy débil que pronto se acercó y se hizo más fuerte.

Alabemos al Señor por la belleza de los campos.

¡Aleluya!

Alabemos al Señor por la siembra y la cosecha.

¡Aleluya!

Alabemos al Señor por la tierra y el grano,

alabemos al Señor por la lluvia y el sol,

alabemos al Señor porque las heridas cicatrizan.

¡Aleluya!

No cabía la menor duda de lo que significaba la canción: eran los prisioneros que volvían del trabajo. Y aunque se trataba de un acontecimiento diario, y por tanto podría haber resultado aburrido para Smirke y los demás, lo cierto es que atrapó su atención. Natty pensó que se debía a que era una demostración de su autoridad, y que les recordaba los placeres nocturnos que no tardarían en disfrutar. Cuando volvió a mirar a Smirke, casi parecía haberse olvidado de ella; como Stone y Noser, estaba impaciente porque se abriera la puerta meridional y empezase la procesión.

Aunque Natty agradeció el respiro, lo que apareció ante sus ojos la conmocionó. Los prisioneros estaban vencidos por la fatiga; todas las cabezas gachas y los pies arrastrándose por el polvo, lo que hacía que su canto ininterrumpido resultara todavía más llamativo. Cuando vio a Escocia, cerró los ojos. La piel de sus hombros brillaba por la sangre que los cubría y tenía una larga herida abierta a lo largo de la cabeza, como si le hubieran cortado y despellejado a propósito.

Jinks se pavoneaba en cabeza de la columna, como un general que hubiera guiado a sus soldados hasta la cima de una colina y luego los hubiera traído de vuelta; los otros tiranos que habían sobrevivido al naufragio del Achilles iban a los lados, preparados para golpear a cualquiera que se desviara. Pero ninguno de los prisioneros tenía las fuerzas necesarias. Al dejar de cantar, nada más atravesar las puertas del recinto, avanzaron fatigosamente, aplastados por un cansancio sombrío, obedientes. Eso, a juzgar por la sonrisa que arrugaba ahora la amplia cara de Smirke, era lo único que a él le importaba.

Y así se encaminaron despacio hacia el porche de delante de su cabaña de troncos, donde había un barril y un comedero de madera como el que se habría dispuesto para unos cerdos. Estaba lleno de agua y cada prisionero se arrodilló a beber antes de hurgar en el barril para sacar un trozo de pan negro. Con éste en la mano se introducían en la misma oscuridad que les había vomitado unas horas antes. Sin embargo, eso no suponía el final de su día de penurias, sólo una pausa antes del inicio de la segunda y más espantosa parte de la jornada.

Natty no esperaba presenciar ya ninguna de esas últimas brutalidades, porque no esperaba seguir con vida, como Smirke le recordó al instante. Al ver desaparecer a los últimos prisioneros, dejaron de interesarle con la misma brusquedad con la que antes le habían llamado la atención, y se acordó de qué habían interrumpido.

—Por última vez —ladró volviéndose hacia Natty y dándose golpecitos con la hoja de su daga en la palma de la mano—. Dinos dónde están tus compañeros. ¿Te han abandonado o van a venir a rescatarte?

—Le he dicho todo lo que puedo decirle —respondió Natty apartando la mirada de los prisioneros. Para dar una impresión de indiferencia no miraba a Smirke directamente, sino al cielo que se extendía tras él. A Smirke aquello no parecía impresionarle en lo más mínimo, pero Natty no había esperado que un gesto tan simple diera lugar a la conversación más extraña de su encuentro. Porque mientras seguía mirando las nubes que se desplazaban por el cielo sobre el Fondeadero, procurando pensar en otra cosa y concentrándose en sus volubles grises y blancos, oyó que Smirke decía:

—Maldita sea, vaya cabeza dura que estás hecho, Nat. ¿Es que no sabes quién soy?, ¿no sabes cómo he vivido?, ¡he navegado con el capitán Flint!, ¡he sido amigo del Silver, el Barbacoa!

Oír cómo mencionaba a su padre de aquel modo, como si fuera el diablo en persona, supuso un duro golpe para Natty.

—¿Y qué pasa con el señor Silver? —susurró.

—¿Que qué pasa con Silver? —vociferó—. Es el corazón más frío que he conocido. Silver es un perro, y me enseñó a comportarme como tal. ¡Guau!, ¡guau!

Smirke se abalanzó sobre Natty mientras hacía esos ruidos, y ella sintió sus hebillas y botones presionándole a través de la ropa. Pero él no había acabado todavía de hablar de su padre.

—Lo último que vi de ese canalla fue su cara sonriendo malévolamente por encima de la borda de la Hispaniola mientras la bala de mi mosquete le hacía la raya en el pelo. Un par de centímetros más al sur y lo habría reventado, ¡mandándolo a las llamas que merecía! No pasa un día sin que…

En ese momento Smirke parecía dispuesto a seguir revolcándose un buen rato más en el fango de su odio, y lo habría hecho sin duda si Stone no se hubiera adelantado y le hubiera palmeado el brazo.

—¿Qué? —le espetó dándose la vuelta.

—El prisionero, capitán; señor —dijo Stone, hablando como debe hablar un marinero respetuoso pero sin dejar de sonreír con malicia—, se ha olvidado del prisionero.

El efecto de la interrupción fue asombroso. Smirke se quedó inmóvil, frunciendo el ceño hacia el suelo como si se hubiera olvidado de dónde estaba, rechinando los dientes y maldiciendo. Era un atisbo aterrador del odio encarnado, pero Natty se dijo que debía aprovecharlo. Oír cómo escarnecía a su padre con aquella violencia debía de haberle resultado ultrajante: el hombre que ella conocía no guardaba la menor semejanza con nada de lo que Smirke había descrito. Pero lo cierto es que le había dado ánimos renovados; al evocar a su padre, cuando ella creía que se le habían agotado los recursos, Smirke le había dado un ejemplo de un hombre con ingenio e inventiva.

Su nueva resolución se vio inmediatamente puesta a prueba porque en cuanto Smirke se recompuso, volvió a las andadas, animado por Stone.

—Eh, vosotros —gritó hacia el otro extremo del patio, a un par de los guardias que acababan de devolver a los prisioneros a su alojamiento—, Robinson, Rawson.

—Sí, capitán —gruñó uno de ellos, y el otro gritó mientras corrían hacia él:

—Ya, ya vamos, capitán.

—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —les dijo Smirke guardándose la navaja en el cinturón y sonriendo inesperadamente a Natty para mostrarle lo mucho que estaba disfrutando con esa nueva exhibición de su poder—. Encended la hoguera y preparadlo todo para mi vuelta. ¡Noser!

El hombre de ojos saltones se adelantó de forma obediente.

—Ya, ya, capitán.

—Mata un du-dá, que será nuestra cena. Supongo que tendré hambre cuando haya acabado con el señor Nat aquí presente.

—Con mucho gusto, capitán —dijo Noser, que se frotó la napia y se dirigió hacia el corral. Al inclinarse por encima del bajo muro que las encerraba, las criaturas de dentro rompieron en un triste cotorreo como si supieran que aquel hombre irrumpía en su mundo como la Muerte en persona.

—Un verdugo excelente —le dijo Smirke a Natty sonriendo todavía—. Todos opinamos lo mismo de Noser. Un carnicero excelente y delicado. —Luego se volvió para encarar a Stone y siguió con la misma voz satisfecha—: Como usted, claro, amigo mío, como usted. Así que acompáñeme si tiene a bien, y venga conmigo para atender a nuestro prisionero como es debido.

A modo de respuesta, Stone se pasó una mano por delante del cuello en un gesto inequívoco. Mientras lo hacía, el sol desapareció detrás de unas nubes y el viento sopló con más fuerza desde el mar, agitó sus pantalones alrededor de las piernas y tuvo que inclinarse un poco hacia delante para resistir su fuerza. Esa leve inclinación de su cuerpo hizo que a Natty se le ocurriera la extravagante idea de que hasta la naturaleza se había vuelto en su contra, dado que apoyaba a su enemigo, y ahora la llevarían al Tribunal del Castillo de Proa donde…

Pero no le dio tiempo a completar el pensamiento. Porque en lugar de encaminarse en esa dirección, Smirke empezó a empujarla hacia la puerta septentrional de la empalizada. Ella se fijó en que Stone parecía saber lo que pasaría; soltó una aguda carcajada, se puso a su altura y caminó a su paso.

En ese extremo del patio, el suelo era desigual, estaba salpicado de raíces de árboles viejos, de manera que Natty tropezaba, y una vez se tambaleó y le costó recuperar el equilibrio, como le pasaría a alguien debilitado por el miedo. Lamentó dar esa impresión, pues su ánimo era mucho más resuelto —eso repite, al menos— que en cualquier momento previo de su cautiverio. A menudo le he preguntado por qué, pues me cuesta creer tal optimismo. Su respuesta es siempre la misma: que lo que sentía no era optimismo sino más bien la imposibilidad de su propia muerte. No creía que el frondoso follaje fuera a abrirse de repente y revelar a sus rescatadores: el capitán y yo mismo. Tampoco pensaba que Smirke fuera a cambiar de opinión y mostrar piedad, ni que finalmente optara por mantenerla como rehén: era demasiado estúpido y demasiado vanidoso. Lo que pasaba es que le resultaba sencillamente inconcebible que hubiera llegado al final de su vida en el mundo. Fue la mención de su padre la que le hizo sentirse así: él parecía haber sobrevivido a todo, ¿por qué no iba a hacerla ella?

Así, Natty siguió adelante con resolución, o tal vez debería decir con ingenuidad, incluso cuando la ascensión ladera arriba desde el campamento empezó en serio, por un sendero que serpenteaba entre arbustos de inmensos rododendros. Ahí, en lugar de contemplar las Postrimerías bíblicas, dice que empezó a pensar que el valor no era un estado exaltado sino algo natural y primitivo que deriva de nuestro deseo de morir como queremos vivir: con dignidad. No había podido disfrutar de una larga vida, pero la había vivido como era debido. Sentía que si se desmoronaba entonces y mutilaba cuanto había pretendido ser haría algo peor que conceder un triunfo a Smirke: se convertiría en alguien parecido a él.

Antes de que Natty acabara esas reflexiones, Smirke la llamó por su nombre, luego siguió una descarga de gruñidos y maldiciones. A todas luces, las cuestiones prácticas de la vida se circunscribían para él a la degeneración del campamento, y aunque en el pasado había sido un hombre muy fuerte, con el paso de los años se había debilitado casi del todo. Incluso el caminar esa corta distancia le había dejado sin aliento.

—Malditos marineros de agua dulce —dijo jadeando entre resoplidos hacia el suelo—, maldita sea esta tierra. Dadme un buen barco y un viento fuerte y quedaos con este fango y esta pesadez.

Ese estallido dejó a Smirke tan agotado que Natty creyó por un instante que podría salvarse si se lanzaba a los arbustos y huía a la carrera. Sin embargo, cuando sintió la espada de Stone en su espalda y escuchó la firmeza de su silencio, se dio cuenta de que él la alcanzaría sin problemas, luego la reduciría y finalmente, con toda probabilidad, la privaría de la dignidad que había empezado a disfrutar para sus adentros. Por tanto se mantuvo en el sendero, siguió caminando e intentó evadirse fijándose en lo repentinamente que algunas de las flores que la rodeaban se iban cerrando, ahora que ya no había luz del sol que las animara, y en cómo las gotas de lluvia que ya caían producían un leve repiqueteo sobre las hojas, como si fueran uñas.

Al cabo de unos minutos más de dura ascensión, dejaron atrás la zona de arbustos y salieron a un pequeño bosque de pinos silvestres. Allí el viento soplaba con más fuerza, combaba las copas de los árboles de manera que algunos de ellos se rozaban y otros parecían apartarse espantados, y dejaban un trecho de campo abierto. En cuanto lo vio Natty, se dio cuenta de que era el destino adonde quería llegar Smirke: la gran grieta que se abría en la tierra, descendiendo desde la cercana cumbre de la colina del Catalejo, el barranco que habíamos descubierto juntos con el contramaestre Kirkby durante nuestro reconocimiento de la empalizada. Entonces estábamos cerca de la costa, donde la profundidad no superaba la docena de metros, y ya aterrorizaba. Aquí era el doble.

—Quieto aquí, chico —dijo Smirke, que se detenía para recuperar el aliento tras cada frase—. Hasta aquí llegamos. Y de aquí no pasarás tú.

Natty se dio la vuelta y vio a Smirke agachado, con las manos en las rodillas. Stone, por el contrario, se mantenía frío y erguido, haciendo oscilar la espalda como un péndulo; la hoja brillaba por las gotas de lluvia.

—Solemos traer aquí a nuestros amigos —dijo Stone con su vocecita aguda.

Eso sonaba razonable, así que Natty pensó por un instante que irían a contemplar la vista que se extendía a sus espaldas, que era en verdad hermosa. La empalizada quedaba completamente oculta por los arbustos que habían atravesado, y la isla parecía otra vez un paraíso. Un paraíso tormentoso, con nubes sueltas de color morado deslizándose por el horizonte, pero exuberante con el verde bruñido de la vegetación y la prolífica dispersión de sus flores. Si ésa iba a ser su última imagen de la tierra, no se le ocurría otra comparable.

Después de dejar que Natty mirara durante un minuto, Stone la corrigió.

—Detrás de ti —dijo con una risita—. La vista está a tus espaldas.

Natty se dio la vuelta y se encontró mirando la vertiginosa perspectiva de la herida negra del barranco. Dio un salto atrás.

—No, nada de ir para atrás —dijo Smirke resollando mientras se erguía de nuevo—, nunca más retrocederás, chico, tú no. Sólo hacia delante y abajo. Adelante y abajo. Ésa es la dirección.

Natty no dijo nada, esperando que su silencio fuera su última respuesta. Las piernas le temblaban con tal violencia que le agitaban la tela de los pantalones.

—Aunque, bien pensado —prosiguió Smirke—, debes de estar preguntándote por qué aquí. Bueno, te diré por qué, chico, dado que tu sesera puede que ya no funcione muy bien. Te hemos traído aquí porque no queremos que tus amigos te encuentren cuando vengan a buscarte. En el caso, claro, de que te queden amigos por la isla. —Intercambió una mirada con Stone, y una sonrisa de felicitación; y luego siguió hablando con una atención innecesaria a los detalles—: Si te dejábamos con los demás lampazos, y nos ocupábamos allí de ti, pareceríamos… responsables. Quiero decir que tus amigos sabrían que te habíamos cortado la cabeza, ¿no? Te desenterrarían y echarían un vistazo. Si existen, eso es lo que harían. Pero aquí arriba nunca se les ocurriría mirar. Y si miraran, nunca te encontrarían. Quedarás demasiado al fondo de la tierra. Sin recibir visitas. Eso es. Nadie te hará ninguna visita.

El viento soplaba ahora con tanta fuerza que Smirke tenía que elevar la voz para soltar el discurso, que, pensaba Natty, era su último intento de asustarla. Pero los gritos no secaron la extraña humedad de su voz. Gotas sueltas de saliva, más cálidas que la lluvia, caían sobre los mechones de su barba o volaban directamente a la cara de Natty.

Parece extraordinario, dado que Natty había pasado tanto miedo y sufrido ya tantos insultos, pero esa pequeña molestia acabó de hacerle perder la paciencia con él, y así, en cierto sentido, con la vida. De repente, le resultó insoportable seguir aguantando al nauseabundo Smirke. Dos pasos bastaban para demostrarlo, dos pasos que la acercarían al filo del barranco, donde una ráfaga de aire frío sopló de repente hacia arriba desde las profundidades y revoloteó alrededor de su cara. Ella miró hacia delante, al otro lado, preguntándose si podría saltar y huir. Pero no, era demasiado ancho y el otro lado estaba demasiado densamente cubierto de pinos, todos oscilando bajo el viento, agitando sus cabellos como plañideras.

Miró hacia el fondo. Estaba veinte brazas más abajo y asombrosamente alejado, donde las paredes verde claro y resbaladizas, y las manchas blancas y grises dejadas por los pájaros que allí se resguardaban, acababan en montones de huesos. Algunos de ellos conservaban todavía algunos harapos. Natty pensó que el mundo mismo moría ahí: es el final de todo. «Ahora sé qué aspecto tendrá mi propio cuerpo cuando los otros vengan a buscarme. Un cadáver olvidado y sin sentido».

—Malditos seáis —dijo sin molestarse siquiera en volverse a mirar atrás, a Smirke y Stone—. Nunca me haréis daño. —Luego dio un paso hacia el vacío.