21 - Preguntas y no respuestas

Nunca hubo puerta ni ninguna otra entrada en la antigua empalizada, la de los tiempos del señor Silver y de mi padre. La construcción era un cuadrado sólido de troncos de pino de uno ochenta de alto, afilados en la punta, y quien quisiera entrar tenía que trepar por ellos con cierto riesgo para su persona. Pero cuando Natty se acercó, encontró una puerta oscilando abierta, e imaginó que la habían hecho los piratas abandonados; cuando Stone la pinchó para que pasara, ella se fijó en que el trabajo de carpintería del pestillo y las bisagras era pésimo; los clavos habían sido clavados torcidos hasta la mitad y luego martilleados para que quedaran ladeados.

Era una introducción apropiada porque casi todo, dentro del recinto, estaba destartalado o simplemente roto. La cabaña de troncos original era bastante robusta, capaz de albergar a dos veintenas de personas apretadas, con troneras para mosquetes en cada lado; el edificio más reciente, la cabaña de los prisioneros, era una lastimosa construcción levantada con tablones recuperados del Achilles y otros burdamente talados del bosque; el Tribunal del Castillo de Proa, aunque ingenioso, crujía sin parar bajo el viento. Hasta el suelo parecía exhausto. Matas de juncos sucios se esparcían por la zona central, que además estaba salpicada de charcos negros que señalaban los puntos donde se habían arrancado árboles; medio macizo de flores, plantado al lado de la puerta, ya no era más que un montículo de tallos quebrados. Unos harapos de tela mohosa se pudrían allí.

Todavía más repulsivo era el olor enfermizamente dulzón que lo impregnaba todo y que parecía proceder de la choza que se apoyaba en la cabaña de los piratas. A través de la puerta abierta, Natty vio un artilugio confeccionado con cañas de bambú que se extendían arriba y abajo hasta acabar en un gran barril: era una especie de primitivo alambique. Natty pensó que el artilugio explicaba el aspecto repulsivo del recinto, y que los propios piratas no estuvieran a la vista. Estaban durmiendo los excesos de la noche anterior.

Cuando la puerta se cerró de golpe y su eco se fue apagando por el patio, ella esperaba que el ruido serviría de aviso de que empezaba la mañana. Pero no pasó nada, salvo que Stone siguió obligando a avanzar a sus prisioneros, silbando entre dientes y pinchando de vez en cuando entre los omoplatos a Escocia con la punta de la espada. El gallo se acercó pavoneándose para inspeccionarles y al momento volvió a sus guijarros. Los du-dás se apiñaban junto a la pared más próxima a su corral y cotorreaban entre sí, mezclando sus voces con las de las cabras, los cerdos y otras criaturas que compartían su encierro. A Natty le parecieron muy curiosos los du-dás, con sus grandes y pesados cuerpos del tamaño de un terrier Staffordshire pero cubiertos de suaves plumas grises, unas alas llamativamente pequeñas y unos picos rojos curvados que repiqueteaban con un sonido seco y hueco cuando tenían hambre…, como en ese instante.

Stone se fijó en que Natty ralentizaba el paso al mirarlos y tiró de la cuerda que le ataba las manos.

—¿Qué te pasa, chaval? Nunca habías visto un du-dá, ¿es eso? En Inglaterra se los han comido todos.

Ella no dijo nada, sorprendida por la extraña belleza y la gran vulnerabilidad de aquellas aves.

—Míralos todo lo que quieras —prosiguió Stone, al que no parecía incomodarle el silencio de Natty y disfrutaba con sus propios desvaríos—. No los verás mucho tiempo. Ni tampoco los comerás. Es más, ni los probarás. —Tiró de la cuerda de nuevo hasta que le arañó la piel—. Ni tú tampoco, chusma —añadió, dirigiéndose a Escocia—. Para ti gusanos y hierba. Hierba y gusanos.

Escocia tampoco respondió y siguió caminando con paciencia y la cabeza gacha hasta que llegaron al centro del patio y se detuvieron al lado del Tribunal. Una simple mirada le dejó claro a Natty que éste le debía también mucho al Achilles, porque ciertos accesorios, como la silla del juez (el sillón de un capitán), el estrado de los testigos (un montaje con cajas de galletas), la tribuna del jurado (el banco de una cocina de barco) habían sido saqueados sistemáticamente del pecio. Cuando más tarde vi con mis propios ojos la descabellada combinación de esas piezas tan variopintas, me acordé de la casa del señor Silver en Londres, pero no quise decírselo a Natty.

Aunque construida con mucha tosquedad, la cabaña de los prisioneros era más sólida que ese tribunal, que suspiraba y crujía. La propia Natty ha dicho que parecía más una caja que una casa, y sin duda ofrecía las mismas comodidades que la primera. Pero se trataba de una caja llena de objetos de valor, con un guardia delante, desplomado en una cómoda y vieja silla con un ajado tricornio en la cabeza (echado hacia delante para taparle la cara) y los brazos cruzados delante del pecho. Estaba profundamente dormido, y el cántaro vacío que había a su lado, con una jarra caída, indicaba que era probable que siguiera así un buen rato.

Stone no tenía intención de permitirlo.

—¡Jinks! —ladró con tanta ira como si se dirigiera a sus prisioneros.

No hubo respuesta.

—¡Jinks! —gritó otra vez—, ¡muévete, holgazán! —Entonces tiró de Natty y de Escocia para acercarse y poder arrancarle a su colega el sombrero de la cabeza con la punta de la espada, con lo que dejó al descubierto una calva completa. Natty creyó que había errado el golpe a propósito porque le arañó el cuero cabelludo e hizo que un hilillo de sangre fluyera por la piel desnuda y llagada por el sol.

Su colega se levantó de un salto agitando las manos, una de las cuales acabó asiendo la espada que colgaba de su cinturón. Cuando vio que era Stone el que lo había despertado y no sus presos en un intento de fuga, su furia dio paso a una sonrisa rastrera. No era la mirada que un amigo le dedica a otro.

—¿A qué viene esto, Ben, qué pasa? —preguntó Jinks con tono bronco a la vez que recogía su sombrero del suelo. Luego se sacó un pañuelo mugriento del bolsillo de los calzones, se lo envolvió alrededor del cráneo y se ajustó el ajado y viejo tricornio en su sitio, con delicadeza a causa de las quemaduras del sol—. ¿Te parece bonito despertar así a un hombre de su sueño reparador? —dijo cuando hubo acabado su pequeña actuación—. Despertarlo y privarlo de su merecido descanso. —Estaba tan aturdido y tan concentrado en devolver su espada a la vaina que todavía no había visto a Escocia ni a Natty. Cuando por fin los vio, su cara se despejó dibujando una expresión de maliciosa simpleza, y Natty le reconoció como el acusador en la parodia de juicio que habíamos presenciado juntos. Ahora estaba un poco más sobrio, pero sus ojos saltones seguían enrojecidos e hinchados, y la carne de sus mejillas era muy fofa. Natty calculó su edad y las privaciones y excesos de los últimos cuarenta años, y le sorprendió que todavía conservara siquiera la poca energía que ya había exhibido. No obstante, estaba claro que tareas como vigilar o el simple hecho de pensar le resultaban ya labores demasiado arduas. Resopló cansinamente mientras se recomponía.

Cuando acabó, se puso las manos en las caderas.

—Pero da igual, no te preocupes —dijo mirando a Natty con insolencia—. ¿Qué tenemos aquí? Hemos ido de caza, ¿eh, Ben? ¿Nos has traído algo con lo que jugar, con lo que pasar el rato? A éste lo conozco —en ese momento escupió a Escocia—, pero ¿dónde has encontrado a este otro? A éste nos lo echaremos a suertes, ya lo estoy viendo…

Al acabar de hablar, Jinks se tambaleó hacia delante y le dio una palmada cariñosa en la barbilla a Natty. En ese gesto había una insinuación tan repulsiva —una artera debilidad disfrazada como independencia de espíritu— que a Natty le entraron ganas de apartarlo a golpes. A Stone, a su manera, también le pareció una estupidez y gruñó como si estuviera regañando a un perro. Luego tiró otra vez de la cuerda que ataba a Escocia y lo arrastró hasta el porche elevado de la cabaña.

Natty levantó la mirada lo suficiente para ver lo que pasaba, y deseó no haber mirado. La espalda de Escocia estaba totalmente cubierta de las laceraciones que le había hecho Stone durante la marcha desde los pies del Catalejo. Escocia había soportado las heridas en silencio, sin dar signos en ningún momento de que fuera a responder, pero era evidente que una tormenta se había desatado en su interior. Su cabeza, inclinada hasta que la barbilla casi le tocaba el pecho, oscilaba a su aire, de forma que parecía manifestar un acuerdo perpetuo con lo que se decía. La imagen conmocionó a Natty porque mostraba hasta qué punto se había humillado Escocia. Él ya no podía mantener en secreto lo que sentía.

Se le ocurrió entonces que Stone podría asesinarlo allí mismo, en ese momento, o que tal vez ordenara a Jinks que lo asesinara por él. Pero el desprecio del pirata era tan absoluto que no pareció pensar que mereciera la pena tomarse la molestia.

—Llévatelo —dijo Stone refiriéndose a Escocia—. Ya pensaremos más tarde cómo castigarle. Mételo en el agujero. Este otro —señaló a Natty— se queda conmigo. Lo llevaré a la toldilla con el capitán.

Jinks soltó una risita nerviosa y luego cumplió la tarea que le había encomendado Stone. Hizo que Escocia se diera la vuelta y, después de abrir la puerta de la cabaña de troncos, le golpeó un par de veces en los riñones antes de empujarlo con una contundente patada. El impacto habría hecho que Escocia cayera de rodillas si varios brazos de piel negra no se hubieran estirado en el umbral para aguantarlo e inmediatamente lo hubieran ayudado a entrar. Se oyeron unos sollozos y un grito sofocado. Era un saludo muy triste, pero a la vez consolador, porque demostraba lo mucho que querían a Escocia los que vivían con él; su esposa entre ellos.

—Bien —dijo Stone cuando se cerró la puerta otra vez y Jinks reanudó su guardia con su ridículo sombrero caído sobre una oreja—. Ahora ven conmigo, mi gorrioncito inglés.

El uso de esa palabra, que en otras circunstancias habría parecido un término afectuoso, hizo que Natty se preguntara si Stone había descubierto su disfraz e iba a aprovecharse. La idea le hizo recordar con nostalgia el Nightingale, donde yo —con el resto de la tripulación— estaba en ese momento a punto de despertarme y descubrir que se había ido. Ella sabía que su desaparición sería un misterio. Pero también confiaba en que yo adivinaría lo que había hecho y por qué inocentes razones. No siempre he sido capaz de asegurarle que yo poseyera tales dotes adivinatorias.

Sea como fuera, ella tenía entonces dos cuestiones más apremiantes en las que pensar. Una era cómo sobrevivir durante el tiempo que tardara en presentarse el grupo de rescate; y la otra cómo contar lo menos posible sobre el Nightingale y su localización. Las dos eran difíciles de prever. La primera porque no tenía la certeza de que el capitán pensara que ella estaba en la empalizada. Y la segunda porque Stone —que se sentía seguro en el interior del campamento— se comportaba con mucha menos premura que antes. Después de alejarla de Jinks, se permitió incluso desatarle las manos y luego la empujó con la pierna para poder contemplada una vez más a su gusto. Natty sospechaba que había perdido bastante vista, lo que suponía cierto alivio. Pese a todo, la inspección resultaba inquietante, además de repulsiva, y se aseguró de tensar los hombros, y esconder el pecho y el estómago, para parecerse el máximo posible a un chico.

A medida que se convencía de que Stone no había descubierto su engaño, su confianza aumentaba. Durante la marcha que había seguido a su captura, había dado por supuesto que los piratas estarían desesperados por conseguir toda la información posible sobre el medio que la había llevado a la isla, el número de compañeros, sus armas y demás. Pero hasta ahora sólo se había enfrentado a una curiosidad más bien vaga. Eso, empezaba a darse cuenta, era consecuencia de varios factores, entre ellos, la embriaguez y la pereza en el caso de Jinks y una especie de perversa autocomplacencia en el de Stone.

Stone estaba tan acostumbrado a controlarlo todo en la isla que había olvidado que no era intocable. En ese mismo instante, pensó Natty, no la estaba estudiando para descubrir si era chico o chica, sino para regodearse con el hecho de que la criatura que tenía ante sí le pertenecía por entero. Además, parecía creer que, dado que hasta ese momento no había ofrecido ninguna resistencia, tampoco le costaría capturar a sus compañeros, en el caso de que los tuviera. Así era la vanidad de Stone y, aunque grotesca, ella la agradeció con toda su alma, sabedora de que podría dar lugar a retrasos en el curso de los acontecimientos que, de no haberse producido, habrían implicado un final precipitado de nuestra aventura.

—¿Qué te parece el tiempo que hace en nuestra isla? —preguntó de repente Stone, cuando acabó de mirarla maliciosamente. Fue una pregunta inesperada, y la mejor respuesta que se le ocurrió a Natty fue encogerse de hombros. No quería charlar de tonterías con un hombre que estaba pensando en cortarle la cabeza—. Pues voy a decirte —prosiguió— que yo estoy hartísimo de él. En esta época del año, mira lo que tenemos. Unas cuantas horas de sol, luego un chaparrón y viento tan fuerte que podría arrancarte la gavia de cuajo. Dadme cielos ingleses cualquier época del año, vuestros hermosos cielos ingleses.

Natty percibió que el anhelo era sincero, pero siguió callada. El contraste entre la cara pálida de Stone, con su carencia absoluta de afabilidad, y el giro hacia la nostalgia que había dado de repente su charla resultaba de lo más desconcertante. Le hizo ser consciente de nuevo de que aquel hombre tenía necesidades muy simples después de tantos años de barbarie en la isla. En dos palabras: estaba solo. Una cara nueva, aunque fuera la de un enemigo, le resultaba irresistible.

Por eso Natty recuperó la idea que había descartado antes: tal vez podría distraer a Stone contándole noticias de casa. Sin embargo, por el momento, el pirata proseguía su cháchara a tal velocidad, en un torrente desbordado de sentimentalismo, que no encontraba el modo de meter baza.

—Lluvias asquerosas —dijo—, eso es lo que tenemos aquí, unas lluvias asquerosas. Llegado el momento, me pongo a cubierto ahí dentro y espero a que acaben con una canción y un vaso de grog. Y, sí, hemos cantado y bebido grog aquí, pero, eso sí, apenas hay algo más que canciones y grog. De poco ayudan para soportarlo. —De su garganta surgió un extraño sonido rasposo, que resultó ser una risa—. Lluvias asquerosas —repitió más suavemente, apartándose los mechones de pelo blanco que se agitaban delante de su cara y recuperando el tema cuyo hilo parecía a punto de perder—. Lluvias y viento toda la noche. Soplando tan fuerte que ninguna alma puede pegar ojo y al final tiene que salir y vagar por ahí.

Aspiró una vez más, sólo lo bastante para que una retorcida llama se encendiera en sus ojos.

—Pero mira a lo que me han llevado mis paseos de insomne, ¿eh? Me han llevado a ti. —Se cernió sobre Natty, luego se apartó—. Así es, ¿no, mi gorrioncillo?, me han llevado a ti, y ahora tenemos esta mañana espléndida. Sin lluvia ni viento. Ha salido el sol. Todo es magia y tranquilidad. Pero ya verás, ya verás. Pronto estaremos sudando bajo la lluvia. Todos tenemos que rodar en la misma rueda.

Las últimas frases no puede decirse que las pronunciara, casi las cantó, y podrían haber sido la letra de una cancioncilla que recordaba a medias de su vida anterior. Un destello que casi pareció de alegría asomó a su rostro, pero desapareció de inmediato, y se dio una palmada en el muslo huesudo para recriminarse esa frivolidad. Había sido una interpretación extraordinaria. Natty ya no tenía nada claro que debiera estimularle con más recuerdos de casa, porque a lo mejor sólo conseguía alimentar su locura. Sin embargo, dejó caer un comentario para ver cómo reaccionaba.

—Este año hizo un verano magnífico en Inglaterra —dijo—. Hubo buenas cosechas en todas partes.

Stone miró a su alrededor mientras Natty hablaba, entornando los ojos primero hacia la choza de los prisioneros y luego a la cabaña donde dormía con sus colegas (si es que dormía). Parecía buscar la menor señal de que algo se hubiera perturbado. Como no la encontró, repitió su tic de estremecerse y frotarse las manos, como si tuviera frío.

—Verano, has dicho.

—He dicho que fue caluroso.

Parecía una frase fuera de lugar para que Natty, dadas las circunstancias, la pronunciara en ese momento. Para Stone, que daba la impresión de haberse olvidado de todo lo que había estado hablando, no tenía mucho sentido. Su mirada vagó por el rostro de Natty, sin rastro ya de la tristeza que había mostrado hacía nada, sino sólo su habitual ferocidad despreocupada.

—Nadie te ha dicho que hables —le espetó—. Aquí no hablas hasta que se te diga, ¿lo entiendes?

Natty prefirió no decir que lo sentía y optó por esperar lo que viniera a continuación. Y lo que vino fue un golpe detrás de la oreja (que le habría tirado el sombrero de no llevarlo tan calado) y un tirón del brazo; seguidamente Stone la arrastró por el patio hacia la destilería que se levantaba pegada a la cabaña de los piratas. Habían clavado una estaca metálica de casi medio metro cerca de la puerta, sin duda otro de los huesos del esqueleto del Achilles; Stone la obligó a ponerse las manos a la espalda y la ató a la estaca de manera que no le quedó más remedio que dejarse caer al suelo. A juzgar por las marcas que había a su alrededor, Natty era la última de una larga serie de prisioneros que habían estado allí atados.

—Esto no es más que una escala en tu viaje —dijo Stone, inclinándose de forma que su sucio aliento se arremolinó ante la cara de Natty—. Y pronto verás de qué es escala.

Dicho lo cual se enderezó, le dio una patada en el pecho con la punta de la bota y luego la bordeó para encaminarse a la puerta de la cabaña donde sus colegas dormían todavía.

Natty calculó que debían de ser las siete de la mañana, porque el sol ya estaba en el horizonte y derramaba su primera ración de calor sobre el campamento. Calor suficiente, en cualquier caso, para recordarle que tenía mucha sed. La sed resultaba todavía más insoportable debido al tintineo que procedía de un pequeño manantial que veía elevándose cerca de la puerta por donde había desaparecido Stone. El agua golpeaba levemente contra un cuenco metálico y se mezclaba con la arena, como unas gachas que empezaran a hervir antes de escurrirse por el patio y desaparecer bajo la pared del recinto.

Natty me ha contado que cuando el ruido del agua se le metió en la cabeza, le recordó ciertas historias que había oído de boca de su padre. Le vio trepando la empalizada para ofrecerle la paz al capitán Smollett de la Hispaniola, lanzando primero la muleta por encima para luego arrastrarse. Luego le siguió por el patio, donde, con aquella pendiente inclinada y el suelo tan blando, él y su muleta eran tan inútiles como un barco varado. Le vio sentado entre los tocones, que ya habían sido arrancados, y rechazando la ayuda para levantarse de nuevo. Le recordó en una docena de escenas en las que suplicaba, luego se mostraba firme, más tarde rogaba de nuevo, y revivió la sensación exacta de cómo se había sentido su padre: maltratado e insultado.

Le he explicado que se trató de un delirio producido por su falta de sueño, el hambre y la sed. Ella lo entiende. Pero insiste en que su padre estaba a su lado, tan visible como la luz del día. Dice que fue el momento más desdichado en toda su aventura.

Cuando un pequeño lagarto se arrastró hacia ella desde debajo de la cabaña de troncos, un reptil muy bonito, con motas rojas sobre el lomo verde, creyó que incluso esa criatura de ojos fríos se detenía un instante a mirarla con comprensión.

Eso debió de suceder una hora antes de que el campamento recobrara la vida; o puede que sólo unos momentos. Natty no estaba en condiciones de precisarlo. Jinks, que sin duda se había dejado caer de nuevo en su silla después de devolver a Escocia a la cautividad, decidió por fin que ya había descansado bastante, así que se desperezó, bostezó, se quitó el sombrero para reajustarse el pañuelo, miró dentro de la jarra vacía que estaba tirada a su lado, volvió a ponerse el sombrero y finalmente se levantó y escupió hacia Natty, antes de dar unos golpes en la puerta de los prisioneros y gritar:

—Cinco minutos.

Eso dio lugar a una profusión de ruidos de arañazos y roces, como de ratones bajo una cama. Al mismo tiempo, se oyeron golpes y chirridos más definidos en la casa de los piratas, justo detrás de Natty. Así supo que Stone no había despertado inmediatamente a su capitán cuando había entrado, sino que había esperado a que Jinks tocara diana. Le sorprendió, y no era la primera vez, el que un hombre tan desalmado pudiera ser tan respetuoso con otro, hasta que se le ocurrió que eso probaba que Smirke debía de tener menos humanidad aún que su secuaz.

Cuánta menos exactamente no tardaría en descubrirlo, porque Smirke fue el primero en salir de la cabaña de los piratas, arrastrando tras de sí a una mujer desnuda a la que arrojó hacia Jinks como si fuera un montón de harapos; Jinks abrió la puerta y la empujó dentro de la cabaña de los prisioneros sin decir palabra. Smirke se arrodilló entonces en el porche y se lavó la cara en el manantial, lamiendo el agua como si fuera un perro, antes de sacudir la cabeza de manera que salpicó gotas de agua en todas direcciones.

Una vez acabado el ritual, Stone también salió, ayudó a Smirke a levantarse y empezó a susurrarle algo con apremio. Durante todo ese rato, con la mano derecha de Stone sobre la espalda del capitán mientras completaba el relato, Smirke lanzaba a menudo miradas hacia Natty, primero de sorpresa, luego de curiosidad, más tarde de rabia y finalmente con una especie de expresión divertida que resultaba más inquietante que todas las precedentes.

Esa visión aterradora, al menos le dio a Natty la ocasión de observar más de cerca a su torturador. Cuando se había agazapado a mi lado en nuestro escondrijo para espiar el juicio, los dos nos habíamos fijado en el pelo gris y alborotado de Smirke, que le caía sobre los hombros. Ahora, desde la cercanía, también reparó en lo mucho que, como a los demás, lo había avejentado la vida en la isla. Tenía la piel muy arrugada y cubierta de llagas, y aunque era evidente que hacía mucho tiempo que había renunciado a afeitarse con navaja, no le había crecido una barba compacta sino sólo mechones sueltos, que brotaban de su barbilla y mejillas como erupciones de humo. Del mismo modo, su boca le daba un aspecto muy dejado: los labios agrietados por el sol y los dientes marrones y deformados. En conjunto, parecía un espantapájaros inmenso y desvencijado, medio humano, medio desalmado.

Eso hizo que resultara más sorprendente si cabe el que su primer gesto hacia Natty fuera de amabilidad. Le dio una palmada a Stone en el brazo para señalarle que ya había escuchado bastante, luego se bajó del porche de la casa de troncos (sería más apropiado decir que se tambaleó para bajar porque se le veía muy inestable al andar) y, sin parar de quejarse, se arrodilló al lado de Natty para deshacer el nudo de la cuerda que la ataba.

—Vaya, vaya —fueron sus primeras palabras, que pronunció pegado a su cara. Como todo lo que decía, sonaron húmedas, como si siempre tuviera demasiada saliva en la boca—. El señor Stone me ha dicho que había cazado una preciosidad, y, no cabe duda, eres una preciosidad. —Desprendía un aliento tan rancio que Natty tuvo que esforzarse para no encogerse; pero estaba resuelta a mantenerle la mirada, para demostrar que no le tenía miedo—. Una verdadera preciosidad —prosiguió con admiración, demorándose en Natty con la misma avidez que antes habían mostrado Stone y Jinks—. Sí, precioso. Ni una chica ni un chico del todo por tu aspecto: un ave muy extraña. ¿O es así el mundo últimamente? Sé muy pocas cosas del mundo, ya te imaginarás. Muy pocas. Y tampoco le tengo mucho aprecio. —Al decir aquello entornó los ojos mientras respiraba hondo y parecía inhalar el aroma de su piel—. ¿Y qué tenemos aquí? —prosiguió al cabo de un momento que llenó de suspiros y gruñidos—. ¿Un poco de moreno y otro poco de blanco? Muy conveniente. Aquí te sentirás como en casa, muchacho; sí, como en tu casa. A nadie le importa quiénes somos ni lo que hacemos.

Natty se sentía tan asqueada por la proximidad de Smirke y por los insultos e insinuaciones de sus palabras que le resultaba casi imposible guardar silencio, por más que sabía que le convenía. Pero, justo cuando le parecía que ya no iba a aguantar más, él se apartó, se puso en pie y la miró desde lo alto con las manos metidas en la parte de arriba del pantalón.

—Pero todo llegará a su debido tiempo —dijo—. El tiempo es lo único que nos sobra por aquí, ¿no es así, amigos? —Miró malévolamente a Stone al decirlo, dejando más a la vista su dentadura corroída; luego prosiguió, dirigiéndose en apariencia a todo el mundo, pero con el aire ensimismado de quien habla para sí—: Lo primero es lo primero, como digo siempre. Sí, lo primero es lo primero. Así que empecemos por el principio. ¿Cómo debemos llamarte? No sé. ¿Te llamamos «Inglés»? El señor Stone me ha dicho que procedes de nuestro viejo país, y me gustaría vengarme de él. ¿O acaso tienes tu propio nombre?

Ante la amenaza, Natty creyó que contar la verdad no empeoraría las cosas, aunque tenía la garganta tan seca que su voz salió con dificultades, contraída y rasposa.

—Nat.

—Nat —repitió Smirke con un afecto fingido—. Por como suena su voz, Nat tiene sed. ¡Señor Stone! Tráigale algo de beber al chico si es tan amable, y así podremos oír cómo canta.

Stone hizo lo que le mandaba, lo cual pareció muy llamativo de nuevo, y llenó una jarra en el manantial, la sostuvo cuidadosamente, la puso en las manos de Natty y se quedó mirándola como si no hubiera visto beber a nadie en su vida.

Natty casi se atragantó, pero siguió bebiendo, sintiéndose como un ternero al que engordaran para la matanza que sin duda seguiría, y tal vez habría tardado muy poco si no les hubiera interrumpido una distracción. Se trataba de Jinks, que abrió de par en par la puerta de los prisioneros y les ordenó salir, cosa que hicieron de inmediato, y formaron una columna de a dos.

Cuando hubieron salido las primeras parejas, Stone se apartó de Natty, le arrebató la jarra de las manos y la vació en el suelo mientras Smirke gritaba:

—¡Espabilad, hombres!, ¡espabilad!

Entonces estalló un alboroto en la cabaña de los piratas. Era el ruido de cuerpos al caer de sus camas, seguido de maldiciones al buscar la ropa perdida, de quejas por los dolores de cabeza, de manos que agarraban un bocado y que bebían, y por fin de hombres que salían tambaleándose al patio soleado. La mayoría se quedaron quietos y boquiabiertos —mirando primero a Natty y luego mirándose entre sí—, pero el alboroto acabó pronto, en cuanto Smirke empezó a ladrar órdenes. Entonces, dos o tres de los hombres se alejaron dando tumbos hacia los prisioneros, como lobos que acabaran de descubrir un rebaño de ovejas.

Los prisioneros parecieron estremecerse al ver acercarse a los guardias, pero ninguno titubeó ni levantó la mirada, tal era su abatimiento. Eran unos cincuenta; los hombres delante, las mujeres detrás, todos encorvados y avergonzados, con los ojos apagados clavados en la espalda del que les precedía. Todos desnudos de cintura para arriba, todos descalzos; y algunas de las últimas en salir llevaban niños pequeños en los brazos o cogidos de la mano. La piel más pálida de los pequeños dejaba claro su origen; de hecho, algunos tenían el pelo tan amarillo como el sol, y uno tenía una maraña de rizos pelirrojos que le caían hasta la mitad de la espalda. Todos, niños y adultos, llevaban una pala, un azadón o una horca u otra herramienta en las manos; sólo les habían atado los tobillos, con trozos de cuerda que les permitían andar pero no les dejaban correr.

Natty no tardó en descubrir a Escocia entre ellos, arrastrándose con la misma docilidad acobardada que los demás como si no quisiera llamar la atención. Evitaba mirar a Natty, aunque la consoló un poco ver que los golpes que le había dado Jinks, y las docenas de cortes y puñaladas de Stone, habían sido limpiados por sus amigos y ya no había restos de sangre.

Natty comprendió que estaba contemplando un ritual diario, que Smirke y los demás vigilaban con atención, preparados para reprimir a cualquiera que se saliera de la rutina marcada. Todavía en fila, los prisioneros se acercaron al manantial que corría hacia el borde de la empalizada. Se arrodillaban en parejas para beber y, cuando habían dado unos tragos, se levantaban y se apartaban permitiendo que los que les seguían hicieran otro tanto. Cuando los últimos hubieron bebido, en ningún caso mucho —lo que era más evidente en el caso de los niños (varios de ellos empezaron a llorar)—, los que encabezaban la columna ya estaban ante la puerta que daba al sur. Desde allí se dirigieron a los campos de cultivo que habían preparado y que ya brillaban bajo el sol.

A medida que cada pareja de prisioneros dejaba atrás la empalizada empezaba a cantar, una canción lenta que Natty no reconoció:

Por la mañana, con el rocío sobre los cultivos,

¡aleluya!,

nos levantaremos con las heridas curadas y vivos,

¡aleluya!,

saludaremos al sol naciente

como si hubiera empezado un mundo nuevo y sonriente,

y cumpliremos los trabajos de nuestro Salvador siempre altivos.

Al poco, la cuadrilla cantaba a pleno pulmón, balanceándose suavemente de un lado a otro mientras avanzaban, con los niños secándose los ojos y empezando a dar palmadas. Era un sonido conmovedor, muy hermoso en su pesar, pero a la vez cargado de dignidad y desafío. Hasta que se perdieron de vista hacia la orilla, su música pareció llenar el cielo y borrar su vacío.

Cuando acabó la canción y los prisioneros empezaron a trabajar, volvió ese vacío, pero entonces parecía todavía más profundo, del mismo modo que la desdicha de la penosa situación de los presos pareció más abrumadora. Los planes de los que había hablado Natty con Escocia —planes que habían parecido fáciles de realizar cuando no eran más que palabras— se tornaron imposibles al enfrentarse a la realidad de los hechos. Cincuenta amigos, todos los cuales disponían de palas o herramientas similares que utilizar como armas, y trece enemigos. ¡Su revuelta tendría que triunfar! Pero los prisioneros estaban en tan malas condiciones, y la imagen de palos contra espadas resultaba tan desmoralizadora, que la batalla parecía perdida de antemano. Natty había imaginado un segundo asalto a la Bastilla. En la isla del tesoro algo así era sencillamente imposible. Ahí imperaba todavía el viejo mundo, tan estúpido y brutal como siempre.

Smirke era incapaz de intuir nada de lo que pasaba por la cabeza de Natty, ni, de hecho, no veía más allá de una nueva oportunidad para ser cruel: los prisioneros le resultaban tan familiares que no tenían personalidades individuales. Es más, todos los piratas parecían tan habituados a su propia barbarie que Natty se preguntó si preferirían que no los rescataran de la isla, por más que dijeran que echaban de menos Inglaterra y su clima.

Visto lo cual, Natty dedujo que Smirke se sentía tan a gusto con su «cómoda» existencia, si es que esa palabra definía aquella forma tan mermada de vida, que ni se molestaría en cortarle la cabeza. En este sentido, le pareció que era tan vanidoso como Stone. Y de nuevo, a la vez que le asombraba tanta apatía, también se sentía profundamente agradecida de que así fuera. Smirke estaba tan convencido de su autoridad, tan cegado por su costumbre de ejercer el poder, que no sólo era reticente a buscar el barco que la había llevado a ella a la isla, sino que ni siquiera imaginaba que fuera probable que existiera una tripulación dispuesta a combatir su forma de manejar las cosas.

Al mismo tiempo, era bastante normal que se mostrara suspicaz con Natty, y una vez acabada la revisión de los esclavos, empezó una especie de laborioso e intimidatorio interrogatorio. ¿Cuántos más habían llegado con ella a la isla?, ¿dónde estaba su barco si había salido indemne de la costa?, ¿habían llegado hasta ahí por casualidad o intencionadamente? Al principio hacía las preguntas con la misma fingida amabilidad con la que Stone le había dado la jarra de agua. Pero a medida que se alargaban, y Natty no le decía gran cosa, ella se dio cuenta de que él en realidad no esperaba ninguna respuesta. Estaba interpretando una farsa brutal, que, debido a que se sentía invencible, no tenía nada que ver con una curiosidad real sobre los amigos de Natty o el Nightingale. Lo que en realidad pretendía era aterrorizarla. Por esa razón tan sólo al final la agarró del hombro y la arrastró por el patio hasta llegar delante del Tribunal del Castillo de Proa.

—Sabes qué es esto, ¿verdad? —Mientras le siseaba al oído, Smirke le dio un doloroso pellizco.

Ella negó con la cabeza, lo que hizo que Smirke prosiguiera aún con más fiereza.

—Muy bien —dijo abriendo mucho los ojos—. Te explicaré qué es. Es nuestro tribunal, aquí, en la isla. El tribunal donde impartimos justicia. Somos una sociedad razonable. Detenemos, juzgamos y castigamos. Y a ti te hemos arrestado, ¿no es así, señor Nat? Te hemos arrestado y ahora te juzgaremos y te castigaremos.

Hizo una nueva pausa, pero como Natty permaneció en silencio, decidió que bien podía permitirse perder el control.

—¿Todavía sigues mudo? —le espetó, y se volvió para mirar a Stone en busca de apoyo, luego arremetió violentamente de nuevo contra Natty, y los mechones de la barba gris oscilaron en su cara—. Por Dios que te voy a dar una buena, perro miserable. Vamos a sacudirle, ¿verdad, señor Stone?, vamos a darle hasta que se le desmenucen los huesos. No me importa que sólo sea un niño, un niño puede ser tan insolente como un hombre, o más aún. Mucho más. Mucho más insolente. ¿Dónde está tu respeto, chaval, dónde está? ¡Ja! Para mí los chicos y los hombres son iguales, no hay diferencia. Un bebé en brazos o un viejo loco tambaleándose, tanto da. Los hago picadillo y me los cargo si me da la gana, para mí no son nada.

Natty escuchó todo eso con la cabeza agachada, como si las palabras la fueran golpeando, pero cuando Smirke acabó de hablar, levantó la mirada, vio el tribunal que se alzaba sobre ella y supo que todo lo que había oído era la pura verdad, tal como Smirke la entendía. La conmoción la impulsó a hablar.

—He perdido a mis amigos —dijo, cosa que hizo que él la mirara con una absoluta perplejidad, como si ella fuera idiota.

—¿Has entendido lo que te he dicho, jovencito? —Lo que Natty oyó fue la voz ronca de un maestro de escuela, y una mano áspera de maestro la agarró de la barbilla y le pellizcó la cara—. Éste es nuestro tribunal. Nuestro tribunal, donde celebramos juicios y castigamos a todos los mentirosos y a otros desgraciados. Aquí jugamos limpio. Es donde solucionamos todo como es debido. —Soltó a Natty y se inclinó para acercarse a ella de nuevo—. ¿Lo entiendes, chico? Si lo entiendes, responderás a mis preguntas y nuestra justicia no te molestará. Si no… —No acabó la frase, se irguió y se limpió la barbilla para quitarse la baba que le caía por ella.

—No sé qué decir —respondió Natty, lo cual, según se mire, era verdad, aunque no lo fuera en absoluto.

—¿Que no sabes qué decir? —repitió Smirke, ahora más despacio, como si de repente estuviera agotado. Pero lo cierto es que se le había ocurrido otra forma de divertirse con ella—. En mi opinión —prosiguió—, tienes que ser más listo y tomarte la molestia de hablar, si es que quieres conservar la cabeza sobre los hombros.

Entonces se subió las mangas de la chaqueta, un preludio, creyó Natty, de que iba a desenvainar. Pero no. Lo que hizo fue rodearla con los brazos, levantarla en volandas como si no fuera más que un bebé y llevarla así, erguida, hasta el banquillo del tribunal, donde la depositó como si quisiera encajarla entre los tablones. Ante ese extraño abrazo, el miedo que se adueñó de Natty quedó compensado por el insoportable hedor de humedad, de carne podrida, que despedía Smirke y le saturó los sentidos y la cabeza hasta borrar casi todo lo demás.

—Aquí es donde acabarás a causa de tu ignorancia —dijo mientras la soltaba—. Te pondrás aquí —la pinchó con el dedo—, yo me sentaré allí —señaló la silla que se elevaba sobre el estrado a espaldas de Natty—, el señor Jinks estará aquí por si decidimos que eres culpable. —Al decir la última frase, señaló el suelo manchado y arrastró los pies como si quisiera teñirse los zapatos de sangre.

La actuación fue tan burda, insiste Natty, que le pareció más una farsa que otra cosa y hasta tuvo que reprimir una sonrisa. Yo le he explicado que esa reacción no era más que otra expresión de su miedo, nada raro. Pero tenía razón al creer que Smirke no tenía intención de acabar pronto con ella. Se estaba divirtiendo demasiado para eso, como un gato con un ratón. Tras mirarla con cara de pocos amigos en el banquillo durante un momento y viendo que así no le soltaba la lengua, su mano no se acercó a la espada sino que se acarició los mechones de su barba, de los que se limpió la saliva y el sudor por segunda vez.

El ceño fruncido fue dando paso a una prolongada sucesión de quejas, más para sí que para Natty, sobre el creciente calor del sol y la imposibilidad de hacer nada, aparte de lo mucho que le convenía a Natty «hacerse una idea de su destino» y demás. Natty supo así que su silencio le había concedido una especie de triunfo: permitió que Smirke siguiera convencido de que ni siquiera un ejército entero de sus amigos sería capaz de organizar un ataque al campamento. Al menos en ese sentido agradeció en silencio la degeneración de su captor, que permitía que él siguiera persuadido de su poder absoluto en la isla.

Al mismo tiempo, Natty comprendió también que el equilibrio de la mente de aquel hombre podía oscilar fácilmente en otra dirección. Así que cuando Smirke le dio por fin la espalda y le ordenó a Stone que la llevara a la destilería, ella obedeció la orden con algo que casi debió de parecer gratitud. Siguió a su guardián por el recinto sin decir palabra. Cuando la puerta de la destilería se cerró a sus espaldas, la llave giró en la cerradura y el hedor asfixiante del lugar la envolvió como una tela, llegó a decir en voz alta, como si le hablara a la oscuridad:

—Gracias.