Las que siguen son las propias palabras de Natty, por una vez sin intermediario: «Estaba muerta de miedo», dijo. «De verdad, creí que me moría de miedo cuando vi a aquel viejo pirata mientras el viento me salpicaba la cara de tierra y veía la colina del Catalejo, negra en la distancia. Fue como si me quedara sin sangre, como si hasta la última gota se me acumulara en los pies. Pero pasó algo extraño. Me sentía como si ardiera por dentro, como un tigre». ¿Significa eso que huyó? No; aunque Stone ya pasaba de los sesenta, era muy delgado y fibroso, y Natty creyó que la atraparía. ¿Se dejó llevar por el pánico? No; mantuvo los ojos bien abiertos. Incluso se acuerda de la gran hebilla del cinturón, metálica y azul, de Stone, que tenía forma de ojo, que vio cuando la luz de la luna incidió sobre él en un fugaz destello; aquel ojo le hizo un guiño desde debajo de los botones de la chaqueta, que llevaba abrochada con esmero.
En cuanto a Escocia, permaneció inmóvil como una piedra. Natty creyó que era lo más sensato, pero también se percató de que se había producido un cambio espantoso en él. Toda la seguridad en sí mismo que había recuperado durante las últimas horas, de repente no servía para nada. Sus hombros se hundieron, su rostro se volvió inexpresivo. Natty recordó el sonido de su miedo en la trampa, el ruido que nos había permitido encontrarle, y supo que él estaba imaginando cómo iban a castigarle.
El instinto de Natty la impulsaba a abrazarle y consolarle, pero, ni que decir tiene, Stone no lo hubiera permitido. En cuanto empezó a levantar las manos, Stone apartó la punta de la espada de la espalda de Escocia y apuntó al cuello de Natty.
—Como iba diciendo… —empezó, y entonces hizo una pausa para lamerse los labios finos—, como iba diciendo…, ¿quién podrías ser?
Natty me ha contado que sólo cuando oyó esas palabras comprendió plenamente el peligro en que su excursión nocturna había puesto a todos los demás, no sólo a ella. En el primer momento de conmoción tras la aparición de Stone —cuando tuvo la impresión de que surgía de la roca como un espíritu—, su único pensamiento había sido sobrevivir. Pero su mente dejó sitio al instante para que surgieran ideas más generales. Se planteó qué tenía que hacer para no delatar a sus amigos. Y cómo podía mantener su identidad en secreto, o enfrentarse a un destino terrible y que ya parecía probable.
—Has caído del cielo, ¿no? —prosiguió Stone apoyando la punta de la espada en su cuello—. ¿Te trajo volando sobre el mar un albatros? Si me mientes lo sabré, tengo buen ojo para los mentirosos, ¿verdad? —En ese momento clavó la mirada en Escocia antes de alargar la bota y soltar una patada en el tobillo a su prisionero, que gimió. Y eso, a pesar de que aquella bota era sólo el espectro de una bota, como Stone mismo era el espectro de un hombre. La suela se había separado hacía mucho de la parte superior y estaba atada a ella por lo que parecía un trozo de cuerda, pero seguramente era algún tipo de liana.
—Vine en un barco —dijo Natty, y cuando vio que Stone sacudía la cabeza, supo que para él incluso una afirmación tan vaga como ésa resultaba muy interesante. Se lo imaginó entonces reunido con Smirke y los demás, luego vio el Nightingale asediado, la tripulación vencida y los piratas navegando hacia el horizonte mientras ella se quedaba abandonada en la costa.
—¡Ajá! —dijo Stone y retrocedió un paso mientras se deleitaba con el sonido de la voz de su interlocutora y la miraba de arriba abajo. A Natty se le ocurrió que tan cuidadoso examen se debía a la eternidad que habría pasado aquel hombre anhelando cosas nuevas que ver, nuevos sonidos y nuevas compañías. Aquella mirada le recorrió los ojos, la boca y el cuello, comiéndosela con los ojos con tanta avidez como la luz de la luna se lo permitía—. Un jovencito caballero inglés, si no me equivoco —dijo por fin—. ¡Menuda sorpresa! No había visto uno desde hacía muchos años. —Al decir aquello asomó a su cara una expresión de amargura y tristeza tal que Natty casi le compadeció. Pero cuando la pena desapareció y la reemplazó de nuevo el desprecio, ella recordó que sería muy peligroso que sintiera algo por su captor que no fuera miedo—. Un jovencito caballero inglés —prosiguió Stone— que ha llegado aquí en un barco. Un barco con otros a bordo. Bien, bien. Eso constituye un descubrimiento muy interesante en medio de una noche de tormenta como ésta. —Se rió casi como si relinchara, sin rastro de alegría, luego se desabotonó el cuello de la chaqueta y se pasó los largos dedos de una mano por la cicatriz que rodeaba su cuello. Cuando los apartó, empezó a frotarse con fuerza el brazo con el que sostenía la espada. Natty se dio cuenta de que el hombre tenía frío, pero pensó que era el tipo de frío que ningún calor terrenal podía atemperar—. Ya me perdonarás —prosiguió con una mueca de desdén— si no te pregunto por la salud de Su Majestad. Aquí vivimos fuera de su alcance y tenemos nuestras propias leyes.
Stone se refería al rey Jorge, que acababa de ocupar el trono cuando la Hispaniola le llevó a la isla, y Natty comprendió que había transcurrido tanto tiempo desde entonces que debía de desconocer la mayoría de los cambios posteriores. ¿Le habían hablado los guardias del Achilles acerca de la guerra con las colonias americanas, por ejemplo?, ¿o de la cruenta revolución en Francia y la liberación del pueblo?, ¿sabía algo de los descubrimientos en ciencia y agricultura? Una parte de Natty quería distraer a Stone con historias como ésas. Otra, de más peso, creía que no sería sensato decir nada, pues el menor comentario podría tomárselo como una provocación. Así, cuanto más se lo pensaba, menos inclinada se sentía a hablar de nada, y más a concentrarse sólo en cómo salvar su vida.
Escocia acudió a su rescate.
—Yo vi el naufragio —dijo de repente sin levantar la cabeza; y Stone le dio otra patada.
—Nadie te ha dicho que hables, holgazán —murmuró—. Si quieres conservar la cabeza sobre los hombros, habla sólo cuando se te diga.
—Es verdad —se apresuró a intervenir Natty para distraer a Stone de esos pensamientos—. Íbamos a otra isla y el viento nos desvió de nuestro rumbo. —No quiso contar más, ni decir cuántos y quiénes habían sobrevivido, pensando que cada mentira requeriría pronto otras cien para encubrirla. Además, veía que Stone estaba cansado de permanecer a la intemperie; había empezado a caer una lluvia fina y miraba sin cesar a lo lejos, hacia la empalizada. Eso le hizo pensar que él tenía que informar pronto a su capitán, o le tomarían por amotinado.
—¿Os desvió de vuestro rumbo? —preguntó Stone. Parecía que tenía por costumbre repetir lo que decían los demás, para controlar las palabras tiñéndolas de sarcasmo. Apartó con brusquedad a Escocia y se acercó tambaleándose a Natty—. ¿Y no estarás pensando en desviarte de tu rumbo otra vez?, ¿verdad que no, jovencito? Porque si lo estás pensando, tendré que impedírtelo, ¿lo entiendes? Tendré que dejar cojo a mi poni para no complicarme la vida. —Al decir aquello, tocó con la hoja de su espada la pierna de Natty para que ella percibiera su dureza a través de los pantalones.
Natty abrió la boca para insistir en que ni se le había pasado por la cabeza, pero Stone no la dejó hablar. Había saciado parte de su hambre de novedades admirándola a distancia; pero entonces se inclinó hacia delante hasta que su boca quedó a unos centímetros de la de la chica, como si fuera a lamerle la piel; su aliento despedía un hediondo olor a carne.
—Vaya, vaya —dijo mirando de cerca sus labios—. Eres un chavalito apuesto. Un chico guapo. Sí, un niño muy bonito. A mi capitán le encantará conocerte, sin duda. —Siguió mirándola fijamente, jadeando como un perro, hasta que a Natty le entraron ganas de arremeter contra él. Para simular que se controlaba, aunque en realidad lo hacía para distraerse de lo que sentía, mantuvo su atención concentrada en el rostro de Stone. Incluso con aquella escasa luz, vio que el paso de los años había tallado docenas de pequeñas arrugas alrededor de su boca, con lo que parecía hundida hacia dentro, dibujando una perpetua expresión de repugnancia. Aunque tenía las mejillas cubiertas de una pelusa plateada, carecía de pestañas.
Cuanto más la miraba Stone, más le costaba a Natty mantener la concentración. Al poco, hasta el resto del mundo también pareció alejarse de ella. La lluvia, cada vez más fuerte, el viento, la piedra negra reluciente, los pinos, el oleaje que rompía ruidosamente con tristeza en las rocas de abajo: todo eso no significaba ya nada para ella. Stone la había desecado, la había dejado exangüe. Él era un fantasma que deseaba convertirla a ella en otro fantasma, y lo conseguiría a no ser que se mantuviera alerta y vigilante.
—Aaay —dijo Stone suspirando, pero sin transmitir ninguno de los sentimientos que se esperan de un suspiro; se trató sólo de una expiración de aire nauseabundo—. Me parece que no vamos a llegar a ninguna parte, como barcos en la niebla. Pero no importa. Habrá tiempo de sobra para las preguntas, más que suficiente. Así que más vale que empieces a pensarte bien las respuestas, chaval, y también en cómo vas a darlas.
Vaciló un momento, como si esperara que Natty fuera a decirle que sí, pero como ella calló, empezó a hablar más deprisa:
—Y en cuanto a ese «nosotros» que has mencionado, no creo que tus amigos, si es que tienes amigos lo bastante valientes, vengan a buscarte con un tiempo como éste y menos a estas horas de la noche, ¿verdad que no? No, lo dudo mucho. Y, si me equivoco, bueno, acabarán lamentando las molestias que se han tomado.
Dicho esto, y con el mismo aire resuelto y práctico que acababa de adoptar, colocó la mano libre en el hombro de Natty e hizo que se diera la vuelta de manera que quedó al lado de Escocia.
—¡Tú! —gritó, descubriendo los dientes junto al cuello de su prisionero como si quisiera mordérselo—. Casi me había olvidado de ti. Supongo que también tendría que preguntarme qué andabas haciendo por aquí.
Natty creyó que era el preludio de más divagaciones y preguntas retóricas. Pero sólo se trataba de una curiosidad fingida; Escocia era tan insignificante para Stone que no le apetecía desperdiciar ni un suspiro especulando sobre él. Así que ordenó a sus dos prisioneros que se pusieran las manos a la espalda y se las ató con un trozo mugriento de cuerda que se sacó del bolsillo.
Todo eso lo hizo con una especie de ferocidad despreocupada, como si Natty y Escocia le importaran tanto como unas liebres que hubiera pillado en una trampa. Cuando empezó a pincharles con la espada en las piernas y los hombros, obligándoles a andar, ella pensó que la muerte rápida de una criatura atrapada sería preferible a lo que fuera que el destino le deparara a partir de ese momento.
Le he preguntado a Natty a menudo si aprovechó el trayecto de vuelta a la empalizada, que se alargó un par de kilómetros, para concebir algún tipo de estrategia de supervivencia, y también, tal vez, de fuga. Su única respuesta es que decidió demostrar valor, pese a lo que sintiera de verdad, convencida de que la gente tiende a creer aquello que ve.
Ella pensaba que Escocia debía de tener un plan similar. No se atrevía a mirarle, pero con el rabillo del ojo vio que se había aislado de lo que sucedía a su alrededor en la medida de lo posible. Caminaba fatigosamente, con la cabeza gacha, los hombros encorvados y los ojos clavados en el suelo que pisaba. Era una señal de lo derrotado que se sentía, pero también podría tratarse —pensaba Natty— de una manera de protegerse. Se había vuelto sumiso para poder seguir siendo él mismo.
El sendero no era un camino despejado sino más bien una vía por donde podían avanzar con menos obstáculos; bordeaba las faldas del Catalejo y luego descendía entre mirísticas y matorrales de azalea. A la luz del día y con buen tiempo, como yo sabía, era un trayecto bastante fácil. Pero con la lluvia que arreciaba y el viento que azotaba el follaje, costaba avanzar a buen paso. Los dos prisioneros se resbalaban y trastabillaban, a menudo perdían el equilibrio y a veces hasta se caían, y entonces Stone les pateaba o les pegaba con la espada plana.
Al cabo de media hora de marcha, Natty sintió que no era la desesperación sino la rabia lo que la hacía seguir adelante. Rabia consigo misma por su vehemencia, y rabia contra Stone por su crueldad. Y también rabia contra la isla entera, que, le pareció, la había envenenado con sus historias. Por cada insulto que recibía de Stone, deseaba insultar a la tierra, pisaba la superficie como si pudiera hacerle daño y pateaba las piedras.
Cuando oyó la risita desabrida de Stone, se dio cuenta de que estaba ofreciendo un espectáculo lamentable y dejó de hacerlo, porque no quería darle siquiera ese gusto. Aceleraron el paso, y aunque eso, junto con la oscuridad más densa ahora que la lluvia había ocultado del todo la luna, significaba que tenía pocas oportunidades para fijarse en lo que la rodeaba, resolvió mantenerse atenta. Me ha contado, por ejemplo, que se fijó en que se formaban pequeños charcos en todas las flores, y en cómo los ecos del ulular de los pájaros nocturnos parecían gritos de niños jugando. También me ha contado que la sensación que le producía la belleza de todo lo que veía la hizo sentirse tan insignificante como un grano de arena, y por tanto resuelta a no morir.
Momento en el que, como si fuera el dueño de su mente y controlara sus movimientos tan completamente como dictaba sus actos, Stone interrumpió sus reflexiones:
—So, chavales, ¡sooo! —gritó, retorciendo la cuerda que les ataba las manos—. Fijaos adónde os he traído. Mirad lo que hemos hecho.
No podían saber si Stone había planeado llegar a la empalizada en el instante mismo en que empezaba a amanecer, pero eso era lo que había hecho; a Natty le pareció que el detalle demostraba su conocimiento absoluto de la isla. Al principio, tan sólo tenía claro que estaba sobre un risco que daba al mar abierto; el horizonte quedaba marcado por una franja de tono herrumbroso. Pero la franja no tardó en desvanecerse, y cuando el ojo rojo del sol empezó a abrirse, la lluvia amainó. Las siluetas que hasta ese momento habían sido poco más que cuadrados y rectángulos borrosos en el claro de abajo se transformaron en dos casas de troncos, el caparazón del Tribunal del Castillo de Proa y la empalizada mellada del campamento. Un gallo joven cantó una vez, luego pensó que era un día más que no merecía la pena saludar y se concentró en picotear el suelo alrededor del Tribunal. La tierra ahí todavía estaba manchada de sangre, aunque el cuerpo del acusado había desaparecido.
—Adelante —dijo Stone cuando le pareció que ella ya había disfrutado bastante de la vista y chasqueó la lengua como un carretero—. Tenemos que ver a unas personas. Nos espera un día muy ajetreado.