19 - Un paseo por la noche

Ahora quiero describir cosas que no vi con mis propios ojos, sino que me las contó Natty. Cuando le sugerí que el relato sería más verosímil si lo escribía ella misma, me dijo que yo tenía palabras de sobra en mi cabeza por los dos, y que más valía que las utilizara. Le contesté que aceptaba escribir su relato con la condición de que me concediera cierta libertad para interpretar, que no me limitaría meramente a narrar. Ella se molestó un poco, pero luego aceptó, afirmando que nuestras opiniones nunca podrían ser muy diferentes. No pude estar más de acuerdo.

Cuando me retiré a mi camarote, tras no conseguir llamar la atención de Natty, como ya he mencionado, el capitán, el contramaestre Kirkby y el señor Lawson no tardaron en seguir mis pasos. Natty y Escocia se quedaron a solas y decidieron, al ver que todavía no habían llegado las nubes de lluvia, salir a cubierta y contemplar un rato la luna y las estrellas, porque Escocia dijo que sería un placer para él tras su largo cautiverio. Aunque nuestro centinela nocturno (que en esa ocasión era el señor Stevenson) estaba todavía en el puesto de vigía, no se percató de su salida porque se había dormido, cosa que ellos supieron cuando lo llamaron y no obtuvieron respuesta.

Digo que la lluvia se había retrasado, pero Natty podía distinguir ya la gran masa de turbulencias que se formaba en el horizonte, más allá del estuario. Esas nubes, que habían adquirido un siniestro color marfil, habían sido hinchadas por el viento que las había hecho gigantescas, para luego vaciarlas y darles el aspecto de una caverna. Y en el centro de esa cueva esperaba la tormenta, disparando esporádicamente relámpagos impacientes.

Aunque parecía que la tormenta podía desatarse en cualquier momento, Natty y Escocia decidieron que preferían pasear por cubierta en lugar de refugiarse, y así empezaron un lento deambular por el barco. Natty sostiene que a pesar de que no tenían público, sabía que formaban una pareja peculiar: ella, con el sombrero todavía encasquetado hasta las orejas; Escocia, con la camisa del capitán y los harapos andrajosos que le habíamos dado. Pero ninguno de los dos sentía la menor vergüenza. Es más, creo que hablaron con bastante libertad, algo que hasta entonces Natty no se había sentido capaz de hacer conmigo, que la conocía mucho más.

Cuando le he preguntado por los motivos de esa franqueza, Natty nunca me ha dado una respuesta clara. Mi hipótesis es que, fueran cuales fuesen los sentimientos que Escocia despertara en ella, se parecían en cierta forma a lo que sentía por su padre. Desde que ayudó a rescatar a Escocia de la trampa había mostrado un interés excepcional por él, casi una fascinación. Eso se debía, creo, a la emoción que sentía ante hombres que tenían lo que llamaré «experiencia del mundo», aunque ésta no siempre pudiera justificarse (como en el caso de su padre), o fuera tan terrible que nadie quisiera repetirla (como en el caso de Escocia). Yo sabía que el lugar que yo mismo ocupaba en sus afectos debía de ser limitado, porque todavía no había vivido mucho. Eso me resultaba difícil de asumir y estimulaba sentimientos que prefiero no detallar, pero me atrevo a decir que quedarán claros en lo que sigue, si es que no lo están ya.

El principal tema de conversación parece que fue cómo pensaban ellos que debía actuar el capitán, y eso pronto les llevó a asumir un peligro mayor que los que habíamos afrontado hasta entonces, como ya explicaré. En opinión de Natty, el capitán se sentía tan ofendido por todo lo que había oído sobre la empalizada, que iba a lanzar un ataque en cuanto pudiera. Cómo iba a poder hacerlo con tan pocos hombres y con el armamento tan paupérrimo del que disponía no supo explicarlo, y le bastó con imaginar que irrumpiríamos en la casa de troncos de los piratas y luego derrocaríamos a los tiranos como cuando el pueblo asaltó la Bastilla.

Mientras Natty empezaba a entusiasmarse con la idea, Escocia la interrumpió. ¿Estaba soñando? ¿No había visto que la empalizada estaba perfectamente equipada para resistir ataques? Lo que se necesitaba, dijo, no era un ataque frontal sino astucia. Sorpresa y astucia. Esta última propuso dejarla en manos del capitán, tal vez lanzando el asalto por la mañana, muy temprano, cuando los piratas estuvieran todavía aturdidos por los excesos de la noche anterior. La sorpresa, dijo, corría de su cuenta. Consistiría en que animaría a sus amigos a alzarse contra sus opresores en el mismo instante en que el capitán empezara el asalto. ¿Y cómo lo conseguiría? Pues volviendo voluntariamente a la empalizada, donde, en secreto, se convertiría en el jefe de sus amigos.

Es fácil imaginar la reacción de Natty a esa idea, porque sería una mezcla de respeto por la valentía y de consternación por el riesgo. Resulta más difícil describir el choque de esos sentimientos en su cabeza; y al responder a la propuesta de Escocia tuvo que esforzarse lo indecible para defender la pertinencia del valor más importante. Es decir, el bien de la mayoría. Si alguna vez ella se apartaba de ese principio mientras hablaba, Escocia levantaba la mano, o sacudía la cabeza, y la devolvía a la senda de lo razonable. Cuando ella casi había llegado a estar de acuerdo con él, Escocia le hizo dar el último paso para que cediera recordándole a su esposa, a quien, dijo, quería proteger de los peligros a los que se enfrentaría si él no volvía.

Y de ese modo concibieron, con todos los visos del sentido común, un plan que a todos los demás nos pareció totalmente irrazonable cuando finalmente nos enteramos de él. Tras lograr esa proeza, Natty se empeñó en agravarla: se ofreció a acompañar a Escocia cuando éste regresara a la empalizada, hasta algún punto del trayecto y luego volver al Nightingale y contarle al capitán lo que estaba en marcha. Sólo puedo pensar que el ofrecimiento fue un gesto de amabilidad, una expresión de la simpatía mutua que sentían, y que Escocia se lo tomó en el mismo sentido. Ya le he dicho a Natty que lo que a ella le pareció un acto de caridad no era más que una locura.

Apenas tomada la decisión, los dos conspiradores se apresuraron a llevarla a la práctica. Ni siquiera dejaron una nota tras ellos, sólo la camisa del capitán, que Escocia dejó doblada sobre un banco en la chupeta. Después, ambos se deslizaron a hurtadillas por un costado del barco, llegaron a la orilla andando (cosa que pudieron hacer gracias a la marea baja) y se desvanecieron entre el frondoso follaje. Si el señor Stevenson hubiera estado despierto en su puesto en la cofa, no habría oído nada salvo el chapoteo de una ola más contra el fango.

La ruta que tomaron Natty y Escocia para cruzar la isla era la misma que habíamos seguido con el contramaestre Kirkby un poco antes, pero la oscuridad la convertía en un camino improbable y, a la vez, muy difícil. La densa vegetación del valle, que antes parecía fascinante y lujuriosa, resultaba ahora siniestra y escalofriante. Las hojas de las plantas se rozaban entre sí, se diría que deliberadamente, delante de sus caras. Las raíces parecían demasiado pegajosas o demasiado frías o demasiado inestables cada vez que las tocaban. Los ruidos de animales, que graznaban, resoplaban, gruñían o bramaban quejándose de que los molestaran, no sólo eran curiosidades sino motivos de alarma. Fue ahí, reconoce Natty, apenas iniciada su expedición, cuando se dio cuenta de cuánto tiempo llevaba sin dormir y de lo agotada que estaría pronto.

Ese cansancio se alivió cuando llegaron a los pinares y su avance resultó más fácil. Por otro lado, el viento empezó a soplar con fuerza, y cuando miraron hacia el mar, vieron que la caverna celeste de marfil se había abierto y una sucesión de nubes más compactas recorría el horizonte, dejando pasar de vez en cuando algún rayo de luz de luna. Aunque se trataba de destellos sólo intermitentes, brillaban con mucha intensidad (era una luna casi llena) y mostraban que las olas, abajo, se arremolinaban y formaban una masa blanca y espesa. Eso causó en Natty la nítida impresión de que algunas cosas del mundo se habían soltado de sus sujeciones, y de que ella misma estaba precipitándose hacia una conclusión que no deseaba, pero que tampoco podía eludir.

La sensación de catástrofe inminente se intensificó a medida que arreciaba el viento. Hasta ese momento habían ido hablando sin mayores impedimentos sobre cuestiones como la forma en que Escocia permanecería agazapado hasta que uno de los grupos de esclavos saliera a los campos, cuando se uniría a ellos sin que lo descubrieran. Pero entonces dejaron de hablar, salvo para avisarse de posibles peligros, y avanzaron a zancadas entre el aire enrarecido, a menudo con una mano delante de la cara para apartar el polvo y las agujas de pino que el viento levantaba del suelo del bosque.

Natty afirma que si no hubiera hecho tan mal tiempo, habría estado más atenta a las patrullas que hubieran podido enviar desde la empalizada. Pero lo cierto es que no pensó que los piratas se molestaran en despertarse y creía que confiarían en que estaban protegidos por las trampas y otras defensas que habían colocado alrededor del campamento. Eso la tranquilizó un poco pero también fue una especie de aviso porque le recordó que muy pronto tendría que dejar a Escocia y volver sola al Nightingale.

Preparándose para la separación, se refugió detrás de una gran roca y tiró de Escocia para que se resguardara a su lado; habían llegado a las lindes del bosque, por delante tenían las laderas negras y peladas del Catalejo, tan oscuras como el carbón cuando la luna se ocultaba, pero claras como un torrente helado cuando se abría un trecho despejado en el cielo. En ese momento de reposo, Natty se dio cuenta de que no podía transmitir el mensaje de esperanza que le hubiera gustado. Hacía menos de dos horas estaba sentada en la chupeta y se sentía capaz de hacer frente a todo. Ahora era como una criatura que hubiera retrocedido en la historia a una existencia más primitiva.

No está claro que Escocia hubiera percibido su transformación, pero confirmó que tenía que dejarla y procedió a agacharse de modo que ella creyó que en cualquier momento se marcharía a la carrera.

Natty sólo pudo asentir.

—Recuerda —le dijo Escocia—, debes explicarle al capitán que tiene que sorprenderlos con la guardia baja. Si lo conseguís, ni siquiera necesitaréis nuestra ayuda.

—¿Y si no? —preguntó Natty.

Escocia la miró con afecto.

—Si no lo conseguís, nosotros haremos lo que podamos.

Natty volvió a asentir.

—No me has preguntado por la plata —dijo Escocia con la misma voz tranquila.

Natty se encogió de hombros.

—Eso está decidido…, ya oíste al capitán. Primero ayudaremos a tus amigos. La plata puede esperar. Lleva esperando mucho tiempo.

—Eso es verdad. Pero no esperará eternamente. Ya lo verás.

—¿Qué quieres decir?

—Te encontrará.

A Natty le desconcertó el comentario, como era previsible, y no le hizo gracia pensar que Escocia se estuviera burlando de ella. Así que cambió de tema y se puso práctica.

—El ataque no podrá ser mañana —dijo—. Necesitamos tiempo para prepararnos. Así que mañana no, pasado. De este modo también podéis estar atentos y listos cuando aparezcamos. —Ella carecía de autoridad para hablarle así en nombre del capitán, pero sabía que cualquier cosa que dijera en ese momento sería muy difícil que el capitán la cuestionara más tarde.

—Madrugaremos con las gallinas —respondió Escocia, lo que siempre me ha parecido una frase muy extraña en su boca, porque evocaba un recuerdo de Inglaterra, donde nunca había estado. Sin duda pretendía tranquilizar a Natty y, al mismo tiempo, dar la impresión de que controlaba la situación.

Natty me cuenta que entonces le puso la mano en el hombro a Escocia y le miró a la cara por última vez, según creía, antes de su liberación. Él sonrió, y cuando ella miró más allá de él, vio un haz de suave luz de luna que le mostraba el camino de regreso a nuestro barco, entre los pinos.

Entonces le miró de nuevo. Escocia se había apartado de la roca y todavía estaba de cara a Natty; el viento recorría la zona descubierta de pizarra y le zarandeaba con tal fuerza que le obligaba a cambiar de pie de apoyo a cada momento. Un metro por detrás de él, una sombra más oscura que ninguna proyectada por las nubes se alzó de la roca pelada. Una sombra con un sombrero de tres picos echado hacia atrás que dejaba a la vista una cara feroz y una chaqueta abotonada hasta el cuello.

Natty lo reconoció de inmediato. Era el hombre de Smirke, Stone. Una espada desenvainada centelleó en su mano derecha mientras el índice de la izquierda se apretaba a sus labios en un espantoso gesto conspirativo. Natty sacudió la cabeza, negando, pero la pálida cara de Stone permaneció absolutamente inexpresiva mientras apoyaba la punta de la espada en la piel desnuda de Escocia, entre los omoplatos.

El rostro de Escocia se arrugó, pero no dijo nada: sabía lo que pasaba. Natty tampoco dijo nada. Se limitaron a mirarse el uno al otro, transmitiéndose su desdicha.

—A éste lo conozco —dijo Stone, mirando a los ojos de Natty como si su mirada pudiera calada hasta el cerebro; su voz sonó sorprendentemente aguda, casi un chillido, como la que había oído antes en la empalizada—, pero ¿quién eres tú?

Cuando Natty le devolvió la mirada, sintió que empezaba a temblar. El pelo del hombre era tan blanco como su piel y se alborotaba en mechones repulsivamente ralos sobre las mejillas hundidas. Bien podría haber sido un fantasma, pero el ansia en sus ojos delataba apetitos sin duda humanos.

—¿Quién podrías ser? —repitió—. Me encantará descubrir la respuesta a esa pregunta.