18 - La historia de los abandonados en la isla

El capitán Beamish observó cómo nos acercábamos, sorprendido sin duda de que nuestro grupo se hubiera incrementado, pero concentrado en que regresáramos sanos y salvos. Si alguna vez había dudado de sus cualidades, no me quedó más remedio que tenerlo por una buena persona en cuanto pusimos el pie en cubierta. En lugar de mostrarse suspicaz con Escocia o interrogarle, echó una vieja camisa sobre sus hombros, le llevó a la chupeta y pidió al señor Allan que trajera comida y bebida; luego nos explicó que había encontrado mucha agua dulce y fruta en la isla para nuestras provisiones. Spot, cuya jaula estaba sujeta a su sitio habitual y parecía contento de tener tanta compañía, proclamó con toda claridad:

—Bienvenidos, bienvenidos. —Y se acomodó en su percha dispuesto a escuchar.

Se había despertado la curiosidad de los marineros, que no tardaron en asomarse por las ventanas y mirar, hasta que los mandaron de vuelta a sus tareas. Todo ese alboroto se produjo de buen talante, pero podría haber degenerado con facilidad en una especie de insolencia; el capitán tuvo muy claro desde el principio que había que tratar a Escocia como el hombre que era.

El contramaestre Kirkby y el señor Lawson se quedaron con nosotros, pues estaban deseando contar su parte de la historia, y también enterarse de lo que había descubierto el capitán con respecto a la plata. Yo había esperado que el señor Beamish nos pusiera al tanto de lo que había descubierto después de que hubiéramos presentado a Escocia, pero como éste atacó con voracidad la comida en cuanto llegó, la cuestión del tesoro se adelantó. Antes incluso de que el capitán empezara a hablar, supe por la expresión de su cara que las noticias no iban a ser buenas.

Estoy hablando de algo que sucedía a una hora avanzada de la tarde y, aunque apenas nos habíamos fijado con la excitación del regreso, el sol había desaparecido detrás de las nubes y el viento empezaba a soplar con más fuerza. Algunas de las plantas más grandes de las orillas de la cala golpeaban sus hojas entre sí con violencia. Cuando miré río abajo, hacia el mar, descubrí una masa de amarillentas turbulencias en el horizonte, como un ejército que aguardara para avanzar. Todo eso confería una intensidad especial al relato del capitán. Fueran cuales fuesen las ideas que estaba empezando a formarme sobre los cambios de nuestra aventura, no puedo negar que la plata seguía siendo parte de ella.

El capitán, junto con los cuatro marineros que le acompañaron, se había topado con las mismas dificultades que nosotros para abandonar el valle: quisieron avanzar erguidos y a buen paso, pero se vieron obligados a arrastrarse, zigzaguear, caminar de lado o encorvados. Y, como nosotros, habían emergido de la vegetación primitiva que nos rodeaba a un pinar en cuanto alcanzaron un poco de altura. Pero mientras que nuestros árboles estaban diseminados de forma regular y era agradable pasear entre ellos, los suyos crecían muy separados y estaban atrofiados por vientos feroces. Si la isla ciertamente parecía un dragón levantado sobre sus patas traseras, podía decirse que la criatura se había quedado calva y que su cabeza estaba más picada, curtida y avejentada que el resto de su cuerpo.

Esos rasgos daban al paisaje un aire de desolación que deprimió a cuantos formaban parte del grupo del capitán, sobre todo cuando descubrieron que habían pasado de largo de su destino y llegaron al extremo más septentrional de la isla. Ahí se encontraron con acantilados que parecían tallados para asemejarse a una cara humana. Ese sombrío perfil de basalto negro contemplaba impertérrito el mar con un solo ojo, mientras que el otro parecía retorcerse en su cuenca para mirar hacia tierra; la trágica expresión era como una advertencia de que, por más que vigilaran, nada podía garantizar su seguridad.

Mientras el capitán nos contaba esa curiosidad geográfica, nos iba preparando para lo que diría a continuación. Utilizando el mapa de mi padre como guía, y estableciendo la ruta hacia el sudoeste desde el Risco Negro, su grupo llegó pronto al lugar donde había sido enterrada la plata. Supieron de inmediato que habían encontrado el lugar correcto, no porque se lo pareciera ni porque vieran lingotes asomando a sus pies, sino porque la tierra había sido removida. Se habían llevado la plata.

En realidad, «removida» y «llevado» no daban cuenta de lo que había pasado allí. El capitán nos explicó que toda la ladera de arena había sido escarbada y destrozada con palas y otras herramientas, incluidas las manos, que los ladrones habían utilizado para abrir la tierra. El lugar ya no era más que un descampado, aunque salpicado de palos, empuñaduras rotas y las huellas de los pies que se habían arrastrado por allí. Era la misma tierra, pero vacía.

¡Nuestra travesía había sido en vano! Me sentí conmocionado, pero me controlé al instante. Si la expedición era tan estéril, ¿por qué no parecía más abatido el capitán? A decir verdad, relató su historia con la misma compostura que si hubiera estado hablando de una cena indigesta. Los marineros que le habían acompañado también parecían conservar la calma, así como los que se había quedado a bordo con el señor Allan; seguían con sus tareas, reparando las velas, fregando la cubierta y todo lo demás, como si hubieran asumido sin más su fracaso. Sólo los miembros de mi grupo reaccionaron con desaliento, sobre todo Natty. Mientras que el contramaestre Kirkby y el señor Lawson agachaban la cabeza, ella emitió un largo e infeliz suspiro, un sonido mucho más profundo del que uno creería que podía surgir de un cuerpo tan delicado, como si fuera el aliento de su padre, y no el suyo, el que salía de sus pulmones.

Mientras todos parecían incapaces de articular palabra, hice la pregunta que sólo yo podía hacer porque era el único, aparte del capitán, que había visto el mapa. Me incliné hacia él y dije:

—¿Y las armas?

—Las armas también han desaparecido —respondió el capitán y, al ver cómo se me oscurecía la expresión, prosiguió—: Pero ¿qué importa? Las armas por sí solas no son nada. Es la gente que las blande la que debe preocuparnos. Una docena de piratas, o el número que sea, sigue siendo una docena de piratas, tanto da las espadas que tengan. No tenemos que preocuparnos por las armas.

Comprendí la lógica de lo que decía, pero seguía sin entender por qué el capitán no estaba más alterado por la desaparición del tesoro. Una explicación habría sido muy sencilla: sabía dónde se lo habían llevado y pronto nos lo diría. Otra posibilidad: el haber encontrado una forma fácil de reponer nuestras provisiones le compensaba por la pérdida del tesoro. Y una tercera: desde que había visto la empalizada y la lamentable situación de sus habitantes, se dio cuenta de que a lo mejor nos había traído a la isla una razón más importante que la plata. Esto último parecía probable, dado lo que yo sabía de su carácter, y era una reacción que se vería reforzada cuando escuchara el relato de Escocia.

No tuve ocasión de preguntar. Cuando el capitán habló de nuevo, explicando que tal vez otros piratas habían dado con el escondrijo y se habían llevado el tesoro, Escocia le interrumpió. Su voz sonó más firme que durante el trayecto por la isla, lo cual, me pareció, demostraba que se sentía entre amigos. El efecto fue que se le notó aún más el acento: si hubiera cerrado los ojos, habría pensado que me encontraba en las montañas de Caledonia.

—¿Están hablando de la plata? —preguntó volviendo la cara hacia nosotros. La luz del río brillaba todavía en sus ojos.

El capitán asintió y contuvo el aliento; los demás, también.

—Nos dieron órdenes de trasladarla —dijo Escocia—, yo formé parte del grupo que hizo el trabajo.

—¿Y sabe dónde está ahora? —preguntó el capitán. Mantuvo una voz tranquila, como si, de haber delatado su prisa, hubiera corrido el peligro de espantar la respuesta que quería escuchar.

—Lo sé —dijo Escocia.

—¿Nos lo dirá?

—Sí. —Escocia hizo una pausa, que sólo sirvió para crear un curioso momento de suspense, pero ni siquiera el capitán pudo resistirse a plantear rápidamente la siguiente pregunta.

—¿Y está en…?

Escocia dejó despacio el trozo de pan que estaba comiendo y miró al capitán directamente a los ojos.

—En un lugar seguro.

Supe, por el modo en que las manos del capitán se crisparon sobre su regazo, que se tomaba la respuesta como un acto de insubordinación, pero que no reaccionaría como si lo fuera.

—¿Y dónde está ese lugar seguro? —preguntó—. Por favor, díganoslo.

Estas últimas palabras las pronunció con un filo de acero, pero Escocia no pareció percatarse, o, si lo percibió, no le dio importancia. Cortó otro trozo de pan de la hogaza que le había dado el señor Allan y lo masticó hasta el final. Tras un minuto entero, se lo tragó, y luego respondió con un discurso más largo del que esperábamos.

—Señor capitán —dijo—, si le doy la plata, ya no le serviré para nada. La cogería y zarparía, y me dejaría a mi suerte. Y ya ha visto de qué suerte se trata, o al menos sus amigos sí lo han visto. —En ese momento me miró y también miró al señor Lawson y al contramaestre. Cuando su mirada se volvió hacia Natty y se encontró con la suya, pensé que ella saldría en su defensa. Abrió los labios y le vi los dientes. Pero en cuanto Escocia elevó la cabeza una pizca y adelantó la barbilla, ella cambió de opinión y guardó silencio.

Fue el capitán el que habló a continuación. Le frustraba la firmeza de Escocia, pero su voz no delató nada más que comprensión y simpatía.

—Muy bien —dijo—. Tal vez podríamos llegar a este acuerdo: usted será nuestro huésped mientras decidimos cómo podemos ayudarles, a usted y a sus amigos. Y cuando lo hayamos hecho, nos ayudará a encontrar nuestro tesoro.

El tesoro —respondió Escocia.

El tesoro —dijo el capitán, fue la única vez en que le oí ceder—. Sí, me refiero a «el» tesoro. Cada uno tendrá una parte. Habrá mucho.

Cuando el capitán se apoyó en la pared de la chupeta, el contramaestre Kirkby y el señor Lawson expresaron entre murmullos su acuerdo con la propuesta, y lo mismo hizo Natty. Tal vez algunos de nosotros pensábamos que no había otra opción. Por mi parte, me parecía inevitable, pero también necesario.

Tras ver cómo le enmendaban la plana, el capitán parecía ansioso por demostrar que su error no había sido deliberado. Cambió rápidamente de tema y le pidió a Escocia que contara su historia. Parte de lo que siguió era un complemento a lo que ya nos había contado durante la marcha de regreso al Nightingale; dejaba bien claro que la vida de Escocia en la isla —y la de todos los demás prisioneros— había sido un infierno, bajo la maldición de la selva. Confirmó que Smirke era el jefe de los piratas abandonados, y lo describió como un monstruo que despreciaba con cinismo a sus semejantes. Su forma de administrar justicia, en la estructura que él llamaba el «Tribunal del Castillo de Proa», era especialmente aterradora, y especialmente temida. Me hubiera gustado creer que había sido aquel larguísimo periodo de aislamiento el que le había convertido en un desalmado, pero por lo que me había contado mi padre (y por el hecho de que el squire Trelawney no había creído que mereciera que lo salvaran en la Hispaniola), quedaba claro que los orígenes de su brutalidad estaban profundamente arraigados, enterrados en circunstancias de las que yo nada conocía.

Dicho lo cual, Escocia estaba convencido de que Smirke no habría sido capaz de crear la tiranía que existía en la empalizada sin la influencia de su ayudante, Stone. Ése era el verdugo que habíamos visto trabajando, el hombre con una cara de tez tan cenicienta que parecía que le habían desangrado, dejándole sin el menor rasgo de humanidad. Cuando lo mencioné, Escocia nos contó un detalle llamativo: tiempo atrás se había producido una rebelión en el campamento y casi consiguieron reducir a los guardias. Stone fue capturado durante el incidente y le habían cortado el cuello; pero había sobrevivido, y ahora tenía la cicatriz bajo la barbilla, como si llevara una correa. Al recordarlo, Escocia se tapó los ojos con una mano y dijo que la cicatriz hacía que Stone pareciera un muerto. Por lo que contó, supe que Stone era el espíritu maligno de la isla, y eso acabó de convencerme de que estábamos ahí por más razones de las que creíamos en principio.

Escocia nos contó que el tercer pirata abandonado (el hombre que se hacía llamar Jinks) parecía la personalidad más débil, aunque, como apuntó el capitán, eso no era razón para pensar que fuera inofensivo, porque los débiles tienen una peligrosa necesidad de demostrar su fuerza. Asentimos ante el comentario, pues habíamos visto a Jinks cumpliendo sus funciones de inquisidor en el juicio. Comprendí que si alguna vez me encontraba a solas con él, tendría una oportunidad razonable de salir con vida; pero si lo encontraba en compañía de sus colegas, debía dar por sentado que estaría más que dispuesto a hacer lo que ellos le pidieran.

Escocia acabó su relato contándole al capitán lo que los demás ya sabíamos: que se lo habían llevado de África cuando era todavía un niño, que había sido esclavizado en Jamaica y que por fin había acabado en la isla del tesoro. Y concluyó afirmando que si Smirke y sus secuaces no hubieran estado donde estaban, el lugar habría sido un paraíso. Cuando el capitán le insistió para que se explayara, él contó más ejemplos de crueldad que nublaron todo lo demás; pero también, y sorprendentemente, dijo que, a pesar de la belleza de sus animales tan raros, se parecía también al Jardín del Edén porque tenía una serpiente. O, más bien, docenas de serpientes, que vivían en una zona concreta, cerca de los acantilados del norte. El capitán se mostró muy interesado en ese detalle, por razones que entonces no entendí; Escocia le contó que eran de un color gris apagado y sumamente venenosas, aunque no medían más de medio metro. Lo sabía porque uno de sus compañeros (a los que él llamaba «amigos») había sido mordido por una y murió al instante.

Cuando Escocia acabó la descripción, pareció que la energía le abandonara y la barbilla se le hundió sobre el pecho. Ocurrió tan de repente que me pregunté si no habría sufrido un mareo. Los acontecimientos que siguieron por la noche demostraron que me equivocaba. Escocia no estaba durmiendo, sino pensando, y lo hacía así para no desvelar sus pensamientos. Aunque no intervino en el resto de la conversación, reflexionaba en silencio, escuchando todo lo que decíamos.

¿Y cuál era la esencia de nuestra charla? La dirigía el capitán, que no parecía tentado a apresurarse y pasar a la acción contra la empalizada, sino más bien a pensarlo mejor y volver a hablar por la mañana. Su sugerencia, que fue hecha con el tono amable que utilizaría un padre, tuvo el efecto de que me entrara una somnolencia como la que yo creía que se había adueñado de Escocia. Me sentí un tanto avergonzado porque parecía mostrar lo poco curtido que estaba en comparación con Natty, que seguía atenta y con los ojos iluminados. Pero los esfuerzos realizados durante la jornada y la visión de la luna que se alzaba entre las nubes me hicieron pensar que sería razonable disculparme e irme a dormir.

Eché hacia atrás el banco en el que estaba sentado, apartándolo de la mesa. Como el capitán estaba concentrado en nuestras dificultades no vio nada raro en mi cansancio, aunque me recomendó que me buscara algo que comer en la cocina antes de acostarme, comentario que también me pareció propio de un padre. Al cerrar la puerta de la chupeta tras de mí, intenté llamar la atención de Natty, pero ella estaba ocupada con Escocia, ajustándole la camisa alrededor de los hombros para ocultar la cicatriz que le habían marcado a fuego y no me vio.

Cuando llegué al camarote, miré cuanto me rodeaba con una especial atención, a la vez que me embargaba una sensación extrañamente exagerada de soledad. Los pocos libros que había en el estante al lado de nuestras dos literas; las vetas en la madera junto a mi almohada, que parecían las líneas de la palma de una mano; el olor a hojas húmedas y fango que se filtraba por todo el barco; todos esos detalles los reconocía, pero a la vez me hacían sentirme tan extraño, tan fuera de lugar, como un escarabajo que se hubiera metido en un tronco. Al menos tenía un consuelo: significaba que todavía podía existir en secreto. Pero sabía que ya no volvería a ser un ingenuo. Había visto la maldad de los hombres con mis propios ojos, y la había escuchado con mis orejas. Eran unas tinieblas impenetrables.

Fue en ese instante cuando se me apareció mi padre. No estaba de cháchara en la bodega de la Hispaniola, donde yo sabía que era probable que se encontrara en realidad a esa hora de la noche, sino sentado al borde de la cama donde lo había visto por última vez. Tenía la cabeza entre las manos, así que no veía la expresión de su cara. Pero supe que estaba apesadumbrado y comprendí que la causa de su aflicción era el mucho daño que yo le había causado. Me lo confirmó el hecho de ver el cofre de marinero de Billy Bones, que estaba abierto de par en par a los pies de su cama. Mi padre había buscado el mapa de la isla del tesoro, había descubierto que se lo habían robado, y adivinó cuál era la verdadera razón de mi ausencia.

Si, a esas alturas de mi aventura, yo hubiera estado seguro de que regresaría a casa sano y salvo, pronto y con parte de la plata, es posible que sus reproches no me hubieran dolido tanto. Pero lo cierto era que volveríamos a Londres con las manos vacías, si es que volvíamos. Eso alteraba por entero mis justificaciones para haberme marchado. Yo ya no era ningún salvador. Era un traidor.

Me senté, ocultando también la cabeza entre mis manos, como imaginaba que hacía mi padre. La misma y veleidosa luz de luna resplandecía a través de mi ojo de buey y a través de su ventana sobre el Támesis; la misma atmósfera presionaba contra las paredes que nos protegían a los dos. Eso no supuso ningún consuelo cuando el cansancio me venció por fin, me derrumbé hacia atrás y me quedé dormido.