No dije nada; nadie dijo nada. Me quedé quieto; todos nos quedamos quietos. Pero mi silencio y mi inmovilidad me repugnaban porque era como si concedieran que cuanto acababa de presenciar fuera tolerable. ¿Dónde estaba mi valor, mi rabia, mi asco?, ¿en qué me había metido cuando había robado el mapa a mi padre?, ¿en qué me había convertido al poner el pie en esa isla?
Por fortuna debo agradecer que me viera obligado a olvidar esas preguntas. Porque mientras todavía bullían en mi cabeza, el contramaestre Kirkby empezó a arrastrarse hacia atrás entre la maleza e hizo gestos para que le siguiéramos. Cuando vi sus ojos dilatados por el miedo, y al recordar la firmeza que había demostrado a bordo del Nightingale y también durante nuestra marcha hacia la empalizada, no necesité más motivos para seguirle. Era un hombre que entendía el peligro y sabía cuándo había que evitarlo.
Mientras permanecimos cerca de los piratas, la huida fue muy lenta porque no queríamos atraer su atención. Pero en cuanto estuvimos seguros de que no nos verían, el contramaestre le dio una palmada en la espalda al señor Lawson y los dos corrieron tan deprisa como les permitían las piernas. Cogí a Natty de la mano y también nos apresuramos, aunque zigzagueando, como si esperáramos que nos dispararan. Durante varios minutos el único ruido que oímos fue el de nuestros zapatos pisando la tierra y el de nuestros corazones latiendo en nuestros pechos.
Mientras corría, todo tipo preguntas bullía en mi cerebro. Habíamos presenciado una versión grotesca de un juicio, pero ¿y el juez, el fiscal y el verdugo? Probablemente eran los tres piratas que habían sido abandonados en la isla cuando la Hispaniola zarpó. ¿Y los guardias, y los prisioneros? ¿Qué clase de sociedad habían creado que se basaba en tal ejercicio de la crueldad? No estaba seguro. Necesitaba un poco de calma y la opinión de los demás para hacerme una idea más cabal. Hasta entonces, creí que lo mejor sería seguir siendo lo que era: un animal que huía.
Al cabo de unos cientos de metros nos detuvimos de nuevo, al lado de un descomunal arbusto de azalea que había crecido hasta alcanzar el tamaño de una iglesia. No podíamos hablar y formamos un círculo apoyando las manos en las rodillas, jadeando hasta que por fin recuperamos el aliento. Si esperábamos recuperar la confianza a la vez, nos vimos defraudados, porque antes de que nos hubiera dado tiempo de volver a ser nosotros mismos, el contramaestre Kirkby se llevó la mano a la oreja y aguzó el oído.
—¿Qué es eso? —susurró.
Todos mis sentidos se aguzaron: cada rayo de sol sobre las hojas que nos rodeaban me parecía el filo de una espada; cada movimiento de un pájaro, el paso de un enemigo.
—Chiss —siseó Kirkby, como si hasta esos pensamientos fueran escandalosamente ruidosos.
En el profundo silencio que siguió, capté una leve alteración en el aire, que llegaba desde una distancia que me resultó difícil calcular. No era un ruido humano, pensé al principio, sino más bien de un animal. Parecía bastante natural, y eso me hizo creer que podía proceder de una liebre o de un erizo, que comían entre los arbustos. Sin embargo, al oír que se prolongaba, me convencí de que se trataba de un ruido involuntario, no fruto del descuido, y por tanto podría ser el sonido del terror.
El contramaestre Kirkby nos hizo un gesto con suma cautela y seguimos adelante con sigilo, rodeando el inmenso arbusto que nos había impedido el paso, hasta que encontramos lo que parecía un sendero desgastado por pisadas entre una hilera de arbustos más bajos. Cuando el contramaestre volvió a levantar la mano, nos reunimos a su alrededor, con miedo a lo que pudiéramos encontrar, pero aliviados también de que nuestra inquietud casi hubiera llegado a su fin. El señor Lawson, lo recuerdo, se sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la cara; lo hizo con mucha delicadeza, como si las cicatrices de su piel todavía le dolieran.
—¿Qué? —le pregunté al contramaestre en voz tan baja como me fue posible.
No respondió, sino que señaló con una mano y luego se la llevó a la boca. En medio del sendero, más adelante, se abría un gran agujero. Nos acercamos en fila, animándonos unos a otros, y nos asomamos. Tenía casi cuatro metros de hondo y tres de ancho, era cuadrado, y algunas piedras y raíces quebradizas sobresalían de sus lados. Un lecho de ramas y hojas de helechos marrones y arrugadas, que sin duda habían simulado antes una especie de techo, cubría ahora el fondo.
Si alguno de nosotros hubiera tenido ganas de hablar, debería haberlo llamado «foso» en lugar de «agujero», o mejor todavía, «trampa». Porque era una trampa. Y si originalmente había sido tendida para capturar animales para luego matarlos y comerlos, había acabado atrapando de hecho a un hombre. Un negro que, me pareció, era uno de los prisioneros de la empalizada. Ahora, a gatas, se encogía de miedo, cubierto de polvo y tierra, mirándonos con pena. El sonido que habíamos oído eran sus gemidos.
El descubrimiento nos aturdió tanto que nos quedamos mirándolo mucho más tiempo del que sería de buena educación, y vimos cómo el terror de su rostro se transformaba en desconcierto, luego en curiosidad y por fin en una esperanza inquieta. El terrible ruido de su miedo cesó y el hombre se levantó. Debía de doblarme la edad, pero era de mi estatura y muy delgado, y se le veían magulladuras en los hombros y la espalda; llevaba la cabeza afeitada y cubierta también de costras y cortes. Iba descalzo y desnudo de cintura para arriba, y le habían marcado el número siete en el hombro derecho. La piel de esa herida brillaba casi púrpura en medio de la negrura del resto de su tez.
De repente, todos nos acordamos de que éramos personas y nos inclinamos hacia delante para sacarlo de aquel abismo. Resultó que fue mi mano una de las que él agarró al saltar y la aspereza del tacto de su palma me sorprendió: podría haber sido la raíz de un árbol. Una vez arriba, se arrastró brevemente y se puso en pie entre nosotros. O, debería decir, sobre nosotros, porque era más alto de lo que yo había pensado; entonces dobló las piernas y se sentó; Natty le ofreció su cantimplora. Bebió con avidez, luego se echó un chorro sobre el cuero cabelludo. Mientras el agua le goteaba en hilillos, nos fijamos en que era apuesto de cara, aunque sus mejillas estaban hundidas por el hambre y salpicadas de pequeñas cicatrices y arañazos.
El contramaestre Kirkby fue el primero que rompió el silencio, y nos indicó a los demás que nos sentáramos, para que nos viera como sus iguales.
—Somos amigos —dijo muy despacio, como si no esperara que le entendiera.
—¿De dónde son? —fue la respuesta, con un acento que, para mi pasmo, reconocí como escocés.
—De Inglaterra —intervine.
—¿Se llama Inglaterra?
—No, somos de Inglaterra —dije—. De Londres.
—Yo me llamo Escocia.
Tras tantas angustias, esas confusiones resultaron más cómicas de lo que lo eran en realidad, y todos nos echamos a reír, hasta que el contramaestre Kirkby nos acalló hablando con una voz apenas más alta que un susurro.
—Te llamas Escocia —repitió, y luego empezó a señalamos a cada uno mientras proseguía—: Yo me llamo Kirkby, William Kirkby. Éste es el señor Lawson; éste el señor Jim, y éste es Nat Silver. Somos de Inglaterra. Nuestro barco está anclado en el extremo norte de la isla, donde hay más hombres esperándonos. —Al acabar, nos inclinamos hacia delante para estrecharle la mano; Natty fue la última y dejó sus dedos en la mano de Escocia un par de segundos más que el resto.
Cuando por fin le soltó, le hizo la pregunta que todos teníamos en la cabeza:
—¿Qué es esto?, ¿qué estás haciendo aquí?
—Intentaba escapar —dijo Escocia con su fuerte acento, y se encogió con impotencia—. Imposible, claro.
—¿Te refieres a escapar de la empalizada?; pero ¿adónde?
—A cualquier sitio —fue la respuesta. Y, como una idea que acabara de ocurrírsele sin querer, añadió—: Sabía que tendría que volver con ellos más pronto que tarde.
—Y esto… —Natty hizo una pausa, sin saber cómo describir mejor la trampa—. Este agujero. Este foso. ¿Lo excavaron para impedir las fugas?
—Para impedir las fugas, sí. Y para atrapar animales. Pero no importa, me habrían acabado encontrando.
—¡No lo creo! —intervino el contramaestre Kirkby como si pensara que los torturadores de Escocia tuvieran intención de comérselo si hubieran llegado a la trampa antes que nosotros—. Bien. Ya no tienes que temer. Te hemos rescatado.
Lo dijo con un tono amistoso y aparentemente franco, pero no dejé de notar que hasta el momento nada se había dicho de las razones de nuestra presencia en la isla. Cuando Escocia nos había saludado mirándonos a cada uno, y calándonos con sus grandes ojos como si juzgara hasta qué punto éramos dignos de su confianza, me dio la impresión de que también él estaba guardándose algo. No demostró la eufórica gratitud de alguien que se siente totalmente a salvo, sino que permaneció tranquilo y vigilante.
Me gustaría creer que no acribillamos a preguntas a Escocia más por respeto ante su discreción que por motivos menos dignos. Pero lo cierto es que todavía temíamos que los hombres de la empalizada se abalanzaran sobre nosotros y nos hicieran prisioneros. Por esa razón tan sólo le preguntamos si quería acompañarnos de vuelta al Nightingale.
—¿Para trabajar para ustedes? —preguntó; pero le aseguramos que vendría como amigo, y así reemprendimos nuestro camino.
Como Escocia había dado signos de agotamiento en cuanto salió de la trampa, temí que tendríamos que cargar con él o ayudarle. Pero su debilidad no había sido más que una especie de agarrotamiento, y al poco desapareció. Salimos de la maleza, empezamos la parte de la caminata que transcurría por la zona despejada de pizarra y entramos en los pinares, y ahí Escocia se colocó a la altura del contramaestre Kirkby y nos habló con naturalidad.
Según nos contó, se llamaba así porque, después de que se lo llevaran de África había trabajado desde muy joven en una finca de Jamaica que era propiedad de un caballero nacido en Edimburgo y llevaba sus negocios con la ayuda de compatriotas, cuyo acento se le había pegado. Cuando el caballero murió sin descendencia, su hacienda fue vendida, junto con Escocia y los demás esclavos que en ella vivían. El nuevo propietario, según parecía, cambió el tipo de cultivos y no necesitó tantos brazos en los campos.
En cualquier caso, Escocia y un grupo de otros cincuenta esclavos (hombres y mujeres, mayores y niños) se encontraron en un barco que desde Jamaica zarpó a una zona más occidental del golfo de México. En cierto momento de la travesía, el barco fue alcanzado por una tormenta, perdió el rumbo, un mástil y casi acabó en el fondo del mar, hasta que por fin naufragó en la isla del tesoro, junto con los marineros, guardias y demás tripulantes que iban a bordo.
Ese barco era el Achilles, que habíamos visto en el Fondeadero junto a la isla del Esqueleto. Escocia nos contó que cuando el barco encalló allí, haría ya unos cinco años, al principio creyó que los vientos del destino podían haberles empujado a la libertad, o al menos a un lugar donde podrían llevar un tipo de existencia diferente con sus guardias. Por la forma en que lo explicaba, supe que procedía de una familia acostumbrada a asumir las responsabilidades del poder, y había conservado ese papel durante su esclavitud.
Escocia dijo que sus esperanzas de libertad se desvanecieron en cuanto llegaron a la isla, porque los esclavos habían desembarcado en el mismo punto donde los piratas abandonados habían levantado su campamento. Al oír aquello recordé que, cuando ocurrió el naufragio, los piratas debían de llevar viviendo en soledad treinta y cinco años, lo que me dio cierta idea de lo mucho que se habrían embrutecido. En cualquier caso, por el relato de Escocia quedó claro que no habían tardado en sobornar a los diez guardias que sobrevivieron a la tormenta y los convirtieron en instrumentos de su voluntad para sojuzgar a los esclavos. Los pobres desdichados se vieron entonces reducidos a víctimas de los más depravados apetitos imaginables.
Mientras asimilábamos esa información, el contramaestre Kirkby preguntó si los tiranos disponían de armas, lo que me pareció una pregunta muy sensata, dadas las represalias que ya habíamos presenciado. Escocia respondió que tenían muchas espadas y unas cuantas pistolas y rifles. Sin embargo, utilizaban muy poco las armas de fuego porque la humedad de la isla las había oxidado y además las reservas originales de pólvora y balas casi se habían acabado.
Eso tendría que habernos tranquilizado un poco, pero Escocia insistió entonces en que cualquier arma sería menos temible que los hombres mismos. De sus palabras colegí que se refería a que el jefe, Smirke (que así se llamaba la mala bestia que había visto repantigado en la silla del juez), el verdugo, Stone, y su lacayo, Jinks, eran tan perversos que mantenían a la comunidad entera sometida a un terror paralizante. Los piratas abandonados debían de rondar los sesenta años, pero sus exigencias y deseos se habían desbocado tras su prolongado aislamiento de la humanidad, y eran insaciables. Esa idea me inquietó hasta tal punto que tardé en darme cuenta del pequeño misterio que había en el relato que Escocia nos había contado. Me refiero a que los nombres que utilizaban esos hombres no eran los mismos que yo había escuchado de boca de mi padre. Sólo se me ocurrió que Smirke era el pirata anónimo, y que Tom Morgan y Dick habían elegido un nuevo apodo que les pareció mejor para su nueva vida; Dick, me pareció, debía de ser Jinks —por la única razón de que ambos nombres sonaban parecidos— y Tom Morgan, Stone.
Me guardé para mí lo que pensaba, pues me parecía trivial en comparación con lo que Escocia nos había obligado a plantearnos; y me sentí todavía más justificado al ver que él, al llegar a esa parte de su relato, empezó a andar más despacio y sus pasos se hicieron más erráticos. Casi diría que se tambaleaba, como si recordara la contundencia de los golpes que había recibido y otros sufrimientos que habría soportado. Durante cinco años, los prisioneros habían trabajado hasta reventar, siempre oprimidos con saña mediante palizas y vejaciones de todo tipo; durante cinco años, las mujeres habían sido humilladas, sin más derecho a existir que dar placer a sus amos; durante cinco años, se había desatendido a los niños (incluso a los que eran hijos de los torturadores); y durante cinco años, los mayores habían vivido en condiciones tan miserables que suplicaban que llegara su final cuanto antes.
Era imposible escuchar a Escocia contando tal historia y no sentirse obligado a darle algún tipo de aliento, que fue lo que hicimos. El señor Lawson dejó a un lado su timidez y expresó su comprensión de manera muy elocuente; el contramaestre Kirkby y yo le dimos palmadas en el brazo y dijimos lo primero que se nos ocurrió. Natty le cogió las dos manos y se las frotó con ternura entre las suyas. Escocia no pareció notar nada de todo eso, ni mejoró su estado de ánimo, y siguió dando ejemplos del horror que había soportado hasta que su voz empezó a flaquear. Al final, se apartó de nosotros, se tapó la cara con las manos, se detuvo y se echó a llorar.
En ese momento de la marcha habíamos llegado al espinazo de la isla y estábamos entre los pinos, con las laderas despojadas de la colina del Catalejo a nuestras espaldas. Para lo que era la isla del tesoro se trataba de un lugar agradable, donde los únicos sonidos inesperados eran los de las ardillas cuando hacían crujir las ramas altas. Aunque habría sido cruel decir en voz alta que la tranquilidad del paraje le sentaría bien a Escocia, no pude evitar pensarlo.
En cambio, resultaba imposible saber si Natty pensaba lo mismo que yo. Desde que habíamos rescatado a Escocia, su rostro se había cerrado, en un gesto típico de ella cuando reflexionaba para sus adentros sobre alguna cuestión peliaguda. La conocía lo bastante bien para saber que si interrumpía su silencio, se cerraría todavía más. Por eso llevaba un par de kilómetros caminando en silencio a su lado.
En ese momento, cuando Escocia empezaba a recuperarse y se pasaba una mano por la cara mientras carraspeaba para reanudar la conversación, Natty pareció poner punto final a sus cavilaciones íntimas. Dio un paso adelante y le puso la mano derecha sobre el hombro, donde el tono de miel clara de su piel hizo que Escocia pareciera aún más oscuro y malherido por las magulladuras. En mi recuerdo reapareció el padre de Natty tumbado en la cama en Londres, mientras ella le acariciaba la cara con la nariz. Percibí la misma sensación de intimidad.
—Ahora estás a salvo, a salvo —dijo Natty como si estuviera hablándole en privado.
En lugar de consolar a Escocia, sus palabras parecieron sobresaltarle; se volvió hacia Natty y le clavó sus grandes ojos; la cara le brillaba por las lágrimas.
—No somos iguales —dijo.
—Pero mi madre… —empezó Natty, pero se calló; no sabía si acabar la frase.
—No somos iguales —repitió Escocia tras un largo intervalo—. No puedes entenderlo.
Natty apartó la mano.
—Te cuidaremos —dijo con el mismo tono de arrullo.
—¡Tengo una esposa! —exclamó Escocia—. Ella todavía está allí.
Entonces fue Natty la que se sobresaltó y preguntó:
—¿Dónde? —como si Escocia se refiriera a África.
Escocia no le respondió directamente sino que siguió contando la historia que había empezado.
—Nos escapamos juntos de Smirke y de los demás —dijo—. Corrimos a los arbustos. Pero las cosas nos separaron.
—¿Las cosas?, ¿qué cosas? —preguntó Natty.
—Estábamos confusos —le explicó Escocia—. No teníamos ni idea de dónde ponernos a salvo. Entonces caí en la trampa.
—¿Dónde está ella ahora? —preguntó Natty retornando la pregunta original—. ¿Dentro de la empalizada? —Parecía haberse recuperado de la sorpresa, y la pregunta sonó perfectamente razonable.
Escocia asintió otra vez.
—Dentro de la empalizada. Si la llamáis así. Nosotros utilizamos otra palabra.
El contramaestre Kirkby no pudo evitar la pregunta de qué otra palabra se trataba, pero cuando Escocia movió los ojos, dejando claro que no tenía ganas de pronunciar algo tan obvio, me pareció oportuno plantear otra pregunta:
—¿Cuánto tiempo lleváis casados? —dije—. No creía que…
—¿No creías que nos lo permitieran? —la interrupción de Escocia demostraba que no era un tema fácil para él. Levantó la cabeza y me miró con orgullo—. Bueno, tienes razón. Ella es mi esposa para mí, y yo soy su marido para ella. Lo que diga la ley a nosotros no nos importa.
—La encontraremos —le dije, con más esperanza que convicción, pero con la fuerza suficiente para dar el asunto por zanjado. Cuando miré a los demás, vi que asentían: el contramaestre Kirkby y el señor Lawson con una sinceridad que demostraba que compartían mi malestar por ser incapaces de tranquilizar más rápido a Escocia.
El propio Escocia encontró una solución a esa incomodidad: inclinó la cabeza, la apoyó suavemente en el hombro de Natty y cerró los ojos. Me dije que era sólo una muestra de gratitud, que iba dirigidos a todos, pero cuando volvió a abrirlos y la miró a la cara, vi que intercambiaban una especie de reconocimiento mutuo, pese a lo que él había dicho hacía un momento. Debo reconocer que el gesto me perturbó, y estaba a punto de decir que reemprendiéramos nuestro camino cuando la naturaleza acudió a rescatarme. A cinco o seis metros, posada silenciosamente a la sombra de un pino, mirándonos con ojos oscuros como ciruelas, se hallaba otra ardilla como la que habíamos visto antes.
Este ejemplar era más grande que el primero, casi del tamaño de un pequeño poni, con el pelaje de color rojo tan oscuro y reluciente que parecía hecho de brasas incandescentes. El contramaestre Kirkby la vio en el mismo instante que yo, y por su reacción se sintió tan agradecido como yo por encontrar esa distracción.
—Que me parta un rayo —dijo en voz baja—, mirad a quién tenemos aquí.
La criatura no se asustó lo más mínimo por el sonido de su voz, lo que me hizo pensar que había visto a tan pocas personas que desconocía lo peligrosas que éramos. Lo supe con certeza cuando vi que Natty cogía una piña del suelo y la hacía rodar hacia delante, como quien inicia un juego. El animal dejó que la piña siguiera su curso semicircular hasta que se detuvo a su alcance, entonces recogió el regalo, se lo llevó al hocico, se lo pensó un momento y luego volvió dejarla en el suelo con un aire visiblemente pesaroso. Cuando acabó, juntó las dos patas delanteras, que podríamos llamar «manos» si no fuera porque sus uñas eran finas, amarillas y puntiagudas, e hizo una especie de cómica reverencia. El señor Lawson, que se había estado riendo por lo bajini durante esa actuación, le devolvió la reverencia, cosa que la ardilla pareció interpretar como que le concedía permiso para irse. Se dejó caer suavemente sobre las patas y, con una agilidad que resultaba asombrosa dada su corpulencia, trepó por el pino que tenía a sus espaldas —mientras subía se oía un ruido de arañazos—, entonces se metió entre el follaje y desapareció.
Escocia, cuando me volví a mirarle, sonreía abiertamente; las lágrimas se habían secado en sus mejillas, y la triste rabia había desaparecido.
—¿Lo habías visto antes? —pregunté.
—¿A las ardillas? —preguntó alargando la erre como los escoceses—. Sí, hay muchas.
—En Inglaterra también tenemos ardillas —le expliqué—, pero de este tamaño… —y alcé las manos para enseñárselo.
—¡Muy pequeñas! —Escocia entornó los ojos.
—¡No! —dijo Natty—. Lo que pasa es que aquí son muy grandes. ¡Gigantescas!
Escocia se encogió de hombros, como si quisiera decir que estaba acostumbrado a que las cosas fueran raras, y eso hizo que me planteara una pregunta más.
—Dinos —le dije—, ¿qué otros animales hay en la isla?, ¿y qué pájaros?
Escocia separó mucho las manos, con las palmas hacia arriba; eso nos permitió ver lo pálidas que eran, y también las muchas cicatrices y las profundas arrugas.
—Muchos pájaros —dijo—. Muchos, muchos pájaros, y muchos animales. El du-dá.
Ahora le escuchábamos con atención, estirando el cuello hacia delante porque pensábamos que iba a sorprendemos. Cuando dijo «du-dá», lo primero que pensé fue que quería decir algo así como «dudar».
—Háblanos del du-dá —pidió Natty, que parecía entenderlo mejor que los demás.
—Un pájaro grande —dijo Escocia, desplegando los brazos—. Sin alas.
—Un pájaro grande que no puede volar —dijo Natty por mor de la claridad.
Escocia asintió con vehemencia.
—No puede volar, pero es fácil de atrapar. A la gente le gusta el du-dá.
Comparado con todo lo demás que habíamos visto, pensado y dicho durante las últimas horas, esa conversación pareció muy agradable y nos convenció de que a nosotros también nos gustaba el du-dá. Nos caía tan bien que lo convertimos en una razón más para reanudar nuestra marcha con la esperanza de encontrar alguno por el camino.
Desde ese momento, como suele suceder en todo tipo de viajes, el trayecto nos pareció mucho más corto y fácil de lo que lo había sido cuando partíamos. Al cabo de treinta minutos habíamos salido de los pinares y llegado a la exuberante maleza que descendía hacia el Nightingale. Diez minutos más tarde habíamos atravesado pisando con fuerza aquella densa barrera de gruesas hojas y encontrado el banco de fango desde donde podíamos avisar a nuestro chinchorro y así volver a cubierta y secarnos.
Cuando llegamos a la playa vimos a nuestro capitán, que miraba hacia nosotros, con el sombrero de tres picos en la cabeza; su gran cara se frunció al descubrir a Escocia entre nosotros; Natty me puso la mano en el brazo con un gesto de ternura típico de ella, y se me aceleró el corazón.
—El du-dá —dijo—. Ya has entendido que se lo comen, ¿no? Por eso les gusta a todos.