Cuando me desperté, no se debió a la luz del día que se filtraba a través del ojo de buey, sino a la ensordecedora cacofonía que estalló alrededor del Nightingale. Dejé a Natty, que se había echado la manta sobre las orejas, y subí a cubierta, donde encontré al capitán Beamish de pie, con los brazos en jarras y el ceño fruncido por la ira. Una niebla espesa se cernía todavía sobre la cala e impedía ver qué criaturas eran las responsables de aquel alboroto, aunque no cabía duda de que consideraban la cercanía entre unas y otras tan desagradable que debían condenarla con una descarga de silbidos, gruñidos, chillidos, aleteos, repiqueteos, alaridos, pitidos, chasquidos, risas y aullidos. Durante un momento creí que resultaban lo bastante ofensivos para justificar la irritación del capitán. Luego comprendí. Si los otros moradores humanos de la isla querían acercarse sigilosamente a nosotros sin que les viéramos utilizando el ruidoso barullo como protección, podrían haberlo hecho con facilidad.
El capitán no tenía por qué preocuparse. Poco después de que saliera el sol, todas las criaturas olvidaron sus motivos para sentirse ofendidas y el alboroto cesó, o, al menos, fue sustituido por el gorjeo más tranquilo de incontables insectos. A medida que se asentaba el aire y se disipaba la bruma, se nos fue revelando nuestro nuevo mundo. Ambas orillas del río estaban cubiertas del follaje de plantas extraordinarias, que crecían juntas y tan densas, con tal profusión de flores, que tras los azules, verdes y grises predominantes de las anteriores semanas parecían poco naturales a la par que maravillosas.
La mayoría de aquellas plantas no la había visto nunca; aunque aquí y allá había helechos que parecían emparentados con las variedades más pequeñas que conocía de casa: tenían troncos velludos que se alzaban hasta la altura de un hombre y los zarcillos de un pulpo gigante. También había camelias y rododendros, con flores moradas, rojas, amarillas, blancas y rosas de un tamaño asombroso. Cuando la mezcla de aromas se intensificó bajo el sol, el olor resultó abrumador y poco me faltó para delirar, entonces me pregunté si habría llegado al país de los comedores de loto.
Mientras seguía en ese estado de asombro, el resto de la tripulación despertó de sus sueños a cuentagotas, y también Natty se levantó por fin, que se frotó los ojos maravillada. No pudieron prolongar su aturdimiento mucho tiempo.
—Buenos días, marineros, buenos días —les saludó el capitán con unas palmadas cuando todos estuvieron reunidos.
Luego nos llamó a cada uno por nuestro nombre para asegurarse de que nadie había sido devorado por las bestias salvajes durante la noche, y al final casi perdió el sombrero cuando una bandada de pájaros sobrevoló muy bajo el Nightingale y se dirigió a mar abierto. Pude ver que eran grandes como patos, pero de plumas doradas en las alas y el lomo, y picos de color azulado como el cobalto.
El capitán empezó contándoles a los hombres una parte de lo que él y yo habíamos atisbado por el catalejo la noche anterior: lo suficiente para que entendieran que había peligro cerca, pero no tanto para que se asustaran. Reaccionaron con una exhibición de valor que les honraba, dándose palmadas unos a otros y alardeando de que no le tenían miedo a nada. El capitán esbozó una amplia sonrisa y cambió de tema. Nos dijo que había estudiado el mapa durante la noche y se había dado cuenta de que la cala estaba a poca distancia del lugar señalado como emplazamiento de la plata; una vez más, no mencionó las armas. Dijo que ese descubrimiento convertía lo que la noche anterior había parecido un contratiempo en algo que podía ser un golpe de suerte; pero que nos enfrentábamos a un dilema. Resumiendo, podía plantearse así: ¿debíamos enviar a un grupo a recuperar el tesoro y marcharnos luego de la isla tan sigilosamente como habíamos venido?, ¿o debíamos investigar los alrededores del Fondeadero del Capitán Kidd e intervenir si descubríamos que se estaban cometiendo crímenes?
En cuanto el capitán nos planteó las preguntas, las respondimos sin vacilar. Anunció entonces que cuatro hombres le acompañarían hasta el tesoro y a coger provisiones de agua dulce (y, a ser posible, un poco de carne fresca) para el Nightingale; otros marineros, entre ellos el señor Allan, el cocinero, que no estaba para muchos trotes fuera de la cocina, se quedarían en el barco para defenderlo en caso de necesidad, mientras que el señor Stevenson permanecería clavado en su puesto de vigía; un tercer grupo se dirigiría al sur para espiar la empalizada.
Ese tercer grupo, al parecer, asumiría la tarea más difícil, pues el camino era incierto y el resultado podía ser peligroso. Por eso me sorprendió oír al capitán diciendo que yo formaría parte de esa expedición, junto con Natty y el señor Lawson, al mando del contramaestre Kirkby. El señor Lawson era un hombre delicado, como ya he comentado, pero taciturno, y por esa razón no había hablado con él durante la travesía. Entonces le observé pensando que dentro de poco tal vez tendría mi vida en sus manos, pero él evitó mi mirada; tenía la cara picada de viruelas, lo que tal vez, pensé, explicara su timidez.
Tras reflexionar un momento, comprendí que el capitán había realizado esa división de las tareas para que nuestros deberes resultaran más o menos equiparables y que todo el mundo se sintiera responsable de la seguridad de los demás. Me pareció un modo sensato de mantenernos unidos, aunque estuviéramos separados. Si el capitán hubiera imaginado la mitad de lo que yo iba a ver, estoy seguro de que habría tomado otra decisión y Natty y yo hubiéramos permanecido a bordo.
Cuando todo quedó claro, recuperamos fuerzas tomando agua, galletas y manzanas, y preparamos las vituallas necesarias para un día de marcha. El capitán también nos proporcionó, sacándolas del cofre de su camarote donde habían estado guardadas bajo llave desde antes de que zarpáramos de Londres, una espada corta para cada uno, y se reservó una pistola para él y otra para el contramaestre Kirkby. La distribución de esas armas se realizó con la formalidad de un rito solemne. No le hizo falta decir que sólo debían utilizarse en caso de extrema necesidad, ni tampoco hizo falta que el contramaestre Kirkby lo corroborara con sus propias palabras. Una simple mirada de su cara de tejón bastó para que comprendiera que mi deber no era hacerme el valiente sino mantener la tranquilidad.
Los dos grupos desembarcamos a la vez; nos descolgamos por las cuerdas del costado del Nightingale y luego remamos la corta distancia que nos separaba de la costa en nuestro chinchorro. Mientras descendía, vi que la parte sumergida de nuestro casco estaba cubierta de algas verdes brillantes; eran muy viscosas al tacto, y pensé que debían de haberse pegado al entrar en las aguas más cálidas que rodeaban la isla.
Era la primera vez desde hacía seis o siete semanas que ponía el pie en tierra firme, si es que podía llamarse firme a aquella masa blanda que burbujeaba y mostraba un insaciable deseo de quitarte las botas de los pies. Después de tantos días en cubiertas oscilantes y mares agitados, hasta esa mínima solidez resultaba sumamente extraña, y me provocó un mareo tal que cuando llegué a la vegetación me desplomé de rodillas. Me entristeció porque había pretendido disfrutar del momento en que por fin pusiera los pies sobre las huellas de mi padre. Pero lo cierto es que sólo podía pensar en la violencia con que se movía todo a mi alrededor, como si la tierra entera estuviera sufriendo convulsiones. Encontré consuelo en un pequeño lagarto naranja, que parecía tener la cola partida y que me miró a los ojos. Nunca había visto una criatura tan extraña en toda mi vida, pero desapareció tan deprisa que creí que a lo mejor me lo había imaginado, y por eso no le comenté nada a nadie.
Después de estrecharle la mano al capitán y desearle suerte, lo vi desaparecer con sus hombres entre la maleza y oí lo que me pareció una especie de guacamayo dando su opinión sobre lo que les esperaba. Acabó con una risa desdeñosa. En cuanto se apagó, se oyeron otros gritos dirigidos hacia nosotros que manifestaban un veredicto similar: un bullicioso estallido de alegres burlas, que al momento se interrumpió con una serie de ruidos de movimientos torpes, como de arrastrarse.
Volveré a referirme a esos ruidos —porque los oiría de nuevo— un poco más adelante. Por el momento, al principio de nuestra expedición, era la relación con las plantas más que con los animales la que me preocupaba. El roce de las hojas contra nuestros brazos mientras subíamos colina arriba desde el río; el apagado estallido de los tubérculos bajo nuestros zapatos; el chapoteo entre las hierbas húmedas cuando nos hundíamos en suelo viscoso y luego nos liberábamos a tirones.
En varios puntos, la vegetación estaba entretejida de forma tan tupida que teníamos que avanzar arrastrándonos a gatas, turnándonos para agarrar y apartar los zarcillos de las trepadoras y otros obstáculos. El señor Lawson, que era pequeño, podría haber mostrado más iniciativa, pero parecía muy nervioso ante lo que pudiéramos encontrar. Natty ocupó inmediatamente su lugar y mostró tal habilidad para abrir camino que se convirtió en el líder preferido por todos. Verla deslizarse como una anguila a través de las raíces enmarañadas, saltar como un gato sobre los parapetos de árboles caídos y vigilar como un perro en los nudos de las ramas, me hizo pensar que mi amiga bien podía ser un compendio de todas las criaturas de Dios.
La recompensa a nuestra persistencia fue emerger, en cuanto dejamos el valle, a un pinar que habíamos visto antes (o, para ser más precisos, que habíamos oído antes), en la oscuridad, desde la cubierta del Nightingale. El contraste era maravilloso, sobre todo porque los árboles eran unos ejemplares impresionantes, algunos de los cuales alcanzaban los quince metros, y había alguno de más de veinte. Caminar entre ellos era una delicia, además de muy fácil, pues el suelo estaba cubierto de un lecho de agujas tan suave como una alfombra.
Ahora avanzábamos rápido, y eso debería habernos animado. Pero mientras caminábamos, un extraño nerviosismo empezó a adueñarse de todos. Se debía al sonido de pies arrastrándose que he mencionado antes. Lo primero que pensé fue que debía de tratarse de algún tipo de pequeño ciervo propio de la isla, porque el sonido iba acompañado siempre de una sensación de movimiento. Pero a medida que nos adentrábamos en el pinar, donde ya no había maleza, me pareció improbable. Y cuanto más improbable me parecía, más nos inquietaba el ruido, hasta que el temor se convirtió de repente en asombro.
Nos habíamos detenido a beber un trago de agua de nuestras cantimploras y por un instante nos quedamos en un inopinado silencio, entonces vimos que las copas de los árboles se agitaban violentamente sobre nuestras cabezas hasta que por fin se separaron para descubrir una ardilla roja que saltaba hacia nosotros. Una ardilla roja que no se parecía a ninguna de las que yo había visto en Inglaterra, por la simple razón de que era diez veces más corpulenta, del tamaño de un spaniel para ser exactos, y, por lo visto, no muy adaptada a su existencia en las copas de los árboles. Lo digo porque, mientras no nos veía, el animal empezó a resbalarse entre las ramas altas sacudiéndolas y produciendo una lluvia de agujas y ramitas, y hasta rompiendo las ramas pequeñas; cuando llamamos su atención, se alejó corriendo todo lo rápido que pudo, provocando tantos estragos como un tornado en miniatura.
Aunque me sentía casi estúpido por lo embobado que me quedé, creo que fue ése el momento en que acepté una verdad que había empezado a intuir en el Nightingale, a saber: que la isla del tesoro era el hogar de muchas criaturas que no podían encontrarse en ninguna otra parte del mundo, mucho menos en Inglaterra. Pese a que la idea me emocionó y me hizo creer que había otra razón, aparte del tesoro, para estar donde estábamos, no cambió mi estado de ánimo. Seguía habiendo demasiadas incertidumbres en lo que se cernía a nuestro alrededor, y demasiados temores ante lo que sin duda nos aguardaba más adelante.
A juzgar por sus caras, mis compañeros sentían lo mismo. Una vez se hubo desvanecido su alegría al ver a la ardilla, y en cuanto se perdió la criatura en la distancia, vi que el contramaestre Kirkby se encorvaba con tristeza. Yo sabía que se debía en parte a su angustia por lo que pudiéramos encontrar en la empalizada. Pero sospeché que también tenía que ver con lo que nos rodeaba: el paisaje apagado que se desplegaba más allá de donde acababa el pinar. Lo formaban pendientes descubiertas teñidas de un tono gris pizarra, que se ondulaban como un mar helado hasta configurar las laderas de la colina del Catalejo; ésta se alzaba escarpada por todas las vertientes y luego se cortaba de golpe como si hubiera sido talada por un hacha descomunal.
El efecto resultaba en extremo inquietante, y tenía un acompañamiento natural en la música que empezamos a percibir en ese momento: el bramido de las olas que rompían a lo largo de la costa a nuestra izquierda. La primera vez que oí el estruendo y la espuma, y a las aves marinas chillando mientras se zambullían en sus grandes y revueltas olas, me acordé de inmediato de mi padre diciendo lo mucho que había llegado a odiar la isla del tesoro. Repetía que nunca había visto la mar en calma alrededor de sus costas. El sol podía deslumbrar en las alturas, en el aire podía no soplar ni una brizna de brisa, el cielo podía estar despejado y azul, y aun así aquellas olas gigantescas seguían rompiendo con gran estruendo noche y día a lo largo de la costa eterna; no creía que hubiera un solo lugar en la isla donde un hombre no oyera su clamor, y siempre se quejaba de su brillo ponzoñoso, el mismo que yo veía ahora, una luz pulverizada que rebotaba en las piedras y las rocas.
No sé si Natty comparaba sus propias impresiones con las de su padre. Había hablado muy poco del señor Silver desde que dejamos Inglaterra, y no estaba claro cuánto de lo que veíamos le resultaba desconocido y cuánto reconocía. Lo único que sé es que estuvo muy callada mientras avanzábamos por el suelo pedregoso, con los hombros caídos y la mirada baja y fija, como si tirara de ella una fuerza invisible. Cada vez que se libraba de esa fuerza que mandaba sobre ella, se dejaba caer a mi lado y me lanzaba una mirada que parecía una petición de que le confirmara algo que acabara de preguntarme, pero yo no había oído ninguna pregunta.
Al cabo de media hora, durante la que bordeamos las faldas de la colina del Catalejo, empezamos un lento descenso hacia la esquina sudeste de la isla, y nuestras sospechas se acrecentaron. La tierra era ahí más fértil y encontramos grandes extensiones de azaleas, sobre todo rojas y moradas, y unas cuantas mirísticas verdes que mezclaban el olor de la especia —la nuez moscada— con el aroma de las flores. El efecto habría sido delicioso si la caminata hubiera resultado menos ardua; dada la situación, tuvimos que rodear los arbustos con ciertas dificultades, y casi cada paso que dábamos causaba un prodigioso tumulto y un alboroto de aleteas entre las criaturas a las que incordiábamos en sus madrigueras.
A veces atisbábamos unas plumas o pieles, y esos avistamientos confirmaban que ahí era improbable que nos topáramos con ningún animal más grande que nosotros. Sin embargo, en una ocasión, mientras estábamos detenidos en un trecho despejado, oímos un sonido distinto y mucho más preocupante. Al principio apenas se distinguía del silencio, aunque parecía una especie de silencio afilado, que surgía de las profundidades de los arbustos más grandes. Poco a poco, el sonido varió, transformándose primero en un suave arañazo y luego en un nítido crujido. Una parte de mí pensó que debía de ser un espíritu o algo parecido —un fantasma de aquellos lares, si quieren—, pero no podía creérmelo y le dije a Natty y a los demás que debía de tratarse de un mono. Me miraron inexpresivamente. No habíamos visto ni oído el menor rastro de monos en ningún lugar de la isla. Lo que estaba claro es que, fuera lo que fuese, era capaz de moverse a gran velocidad a través de la espesa maleza. Si lo había impulsado el miedo, como parecía probable, prefería no pensar en lo asustado que estaría.
En mi vida posterior he tenido a menudo la oportunidad de comprobar que la gente que percibe un estado de ánimo concreto en los demás acaba, al poco, sintiéndolo también. Y así nos ocurrió a nosotros cuando el silencio volvió a hacerse a nuestro alrededor. Hasta ese momento de la marcha, los sentimientos de miedo o de tristeza se habían mitigado, por lo que nos había alegrado comprobar que dábamos la talla para cumplir la misión que nos había asignado nuestro capitán. Ahora que estábamos cerca de nuestro objetivo, ya no me sentía tan optimista. En el fondo, sabía que lo que había entrevisto en la empalizada era más que suficiente para justificar todo el pavor que iba creciendo en mi interior.
Por esa razón fue un alivio que el contramaestre Kirkby empezara a guiar nuestros pasos con mucha más cautela, y levantara una y otra vez la mano como un explorador para avisarnos de que nos detuviéramos en fila detrás de él. Y resultó que nos enfrentábamos a un peligro más inmediato del que imaginábamos. Porque mientras seguíamos avanzando nos topamos al borde de lo que sólo puedo describir como un barranco. El primer indicio lo tuve cuando vi que nuestro contramaestre extendía los brazos y se tambaleaba de forma peligrosa. Cuando me incliné para ofrecerle una mano (frunció el ceño como diciendo que no necesitaba mi ayuda), vi por encima de su hombro un tajo espantoso en la tierra, como si Dios en persona hubiera arañado con una uña su creación. No era muy ancho —apenas de un par de metros—, pero caía como poco una docena de metros hacia abajo, con unas paredes extraordinariamente lisas, interrumpidas aquí y allá por retoños que brotaban de las pequeñas fisuras y salientes. Al fondo había piedras melladas, verdes por la humedad, así como la ya blanca caja torácica de una cabra grande o puede que fuera de un cerdo.
Un aire muy peculiar se alzaba del barranco, como una vaharada enrarecida que me produjo una febril sensación de frío y humedad al entrar en mis pulmones. Natty también debió de sentido porque, cuando quise asomarme, me puso la mano en el brazo y me apartó con fuerza; de hecho, nos apartó a todos para que prosiguiéramos el descenso a lo largo de un sendero que serpenteaba hacia abajo, a una distancia prudencial de cualquier riesgo de caída. He dicho «sendero», pero en realidad no era tal, sólo un suelo de raíces cubiertas de musgo y matas de flores del mismo color que las campánulas pero con forma de celidonias.
En otras circunstancias me habría deleitado con la oportunidad de recoger plantas; pero en ese momento, tras haber caminado un par de minutos más, descubrí que la jungla acababa y estaba hollada por diversas huellas, algunas en línea recta e intencionada, otras dibujando círculos, como si dejaran constancia de los movimientos de alguien que no tenía ni idea de adónde ir. Supimos que eran huellas de pies humanos, y eso significaba que podríamos ser descubiertos en cualquier momento, así que nos alegramos de que la cubierta del suelo cambiara de nuevo y nos ocultara dentro de un espeso círculo de rododendros. Ahí nos dejamos caer de rodillas agradecidos y nos refugiamos en la oscuridad bajo sus hojas.
Una vez recuperado el aliento, el contramaestre Kirkby bajó una rama para que pudiéramos ver lo que teníamos por delante. Imagínense a un niño abriendo un libro escrito en una lengua que él apenas habla. Un libro así es lo que se abrió ante mí cuando miré un centenar de metros pendiente abajo. Quiero decir que sólo vi una imagen caótica. Una confusión que poco a poco se fue despejando y aclarando. La empalizada, por ejemplo: la reconocí. También la zona desbrozada, y el cementerio, y el corral. Más allá, a medio kilómetro de la empalizada, las marismas se habían desecado y crecía arroz en pequeños campos divididos por muretes bajos de fango.
Todo eso indicaba orden y resultaba, por tanto, tranquilizador. Pero entonces mis ojos se alzaron hacia el Fondeadero del Capitán Kidd y vi que toda la bahía estaba sembrada de los restos de un gran barco naufragado. La embarcación ofrecía una imagen desoladora, completamente escorada contra el telón de fondo de la isla del Esqueleto, con el pequeño y nítido obstáculo de la Peña Blanca, sobre la que se agitaba la fronda a unos cincuenta metros hacia popa. Las cubiertas del barco estaban tan vacías como las de los barcos-prisión que había visto a menudo en el Támesis, con todos los mástiles y las jarcias destrozados. El casco estaba partido por la mitad y muchos de sus tablones habían desaparecido o estaban rotos. Puede sonar extravagante, pero esos restos impregnaban de tristeza cuanto les rodeaba: fuera cual fuese la catástrofe que había llevado aquel barco al Fondeadero, seguí merodeando entre sus cuadernas como un tirano en su castillo.
¿Por qué sentí eso con tal claridad? Debido a lo que vi cuando observé la empalizada con más atención. Creó que debí de tener casi cincuenta metros de largo y otros tantos de ancho. A cada lado de la explanada se levantaban las dos cabañas de troncos, una mucho mejor construida que la otra, con una choza apoyada en una de sus paredes laterales, aunque no supe con qué propósito. Entre ambas, a medio camino, ocupando el centro de la plaza, se alzaba la gran estructura con forma de abanico que ya había visto desde el Nightingale. Ahora que la veía desde tierra, distinguí que se trataba de una especie de tribunal, con un silla (o trono) en el centro, un banquillo debajo y, a cada lado, dos bancos que podían acoger a un jurado y al público.
No habría sido capaz de deducir tan rápido la finalidad de la estructura de no haber estado en uso, y, cuando empecé a entender lo que pasaba, también comprendí por qué se habían suspendido todas las demás actividades en el campamento. Sentados sobre el suelo desnudo ante el tribunal, y colocados en hileras separadas de hombres y mujeres, estaban los habitantes negros de la isla que yo había visto el día anterior, atormentados por sus dueños de piel blanca. Iban más andrajosos de lo que había creído —llevaban harapos en el mejor de los casos— y todos estaban lastimosamente flacos, encorvados y dejados. Incluso los pocos niños que se habían escapado de los brazos de sus madres mostraban una apatía que les hacía parecer enfermos. Enfermos y aterrados, porque, a cada poco, sus correteos se veían interrumpidos por los cinco o seis blancos (aunque sus pieles estaban manchadas de mugre) que merodeaban por el recinto. Éstos blandían varas de bambú con las que de vez en cuando se golpeaban las piernas con una indiferencia amenazante, o las clavaban en los hombros y las espaldas de los que se acuclillaban a sus pies.
Natty, que estaba estirada a mi lado tan silenciosamente que ni siquiera oía su respiración, se volvió a mirarme: nuestras caras estaban separadas por sólo unos centímetros. Se le había pegado un trozo de hoja a la mejilla, pero al movérsele la piel para susurrarme cayó.
—¿Es un juicio? —preguntó.
Asentí.
—¿Quién es esa gente?, ¿de dónde ha salido?
Hice una mueca y me encogí de hombros, cosa que le dejó claro que no lo sabía, y luego pregunté:
—¿Del barco?
Natty frunció el ceño, pero despacio, como si dijera que le parecía posible; entonces reanudamos la vigilancia.
A unos treinta metros, estábamos demasiado lejos para oír con claridad lo que decían. Sin embargo, el sentido general era fácil de entender. En el trono elevado se sentaba, o mejor, estaba apoltronado, un juez, un villano corpulento de aspecto repulsivo, con un sombrero de tres picos verdoso en la cabeza y unos mechones de pelo gris que le llegaban hasta los hombros. Justo debajo de él, inadvertido hasta entonces porque permanecía muy quieto, había un hombre que era su vivo contraste. Éste vestía pantalones de marinero, una camisa que había sido blanca pero se había oscurecido como una galleta, y una chaqueta azul corta que se abría para enseñar la espada que llevaba en la cintura. Su rostro mostraba una inexpresividad absoluta, pálido como el de un cadáver, salvo por una mancha rojiza que le recorría la garganta.
Supuse que se trataba de alguna distorsión de la luz y me volví a mirar al acusado. El infeliz estaba en la parte inferior de la construcción, con las manos atadas por delante, y sus ojos se movían mirando a sus compañeros, sentados en el suelo ante él, y a un tercer pirata, que parecía muy confuso, que se movía por delante del banco vacío que quedaba a la derecha, soltando comentarios de vez en cuando o farfullando para sí; llevaba un viejo sombrero muy deteriorado, uno de cuyos picos se había caído, y un pañuelo por debajo para protegerse el cuello del sol. Por el modo en que se tambaleaba junto a la barandilla que tenía al lado, me pareció que estaba borracho.
Todo aquel espectáculo era una sórdida parodia de la justicia, y resultaba tan aterrador que mi primera reacción fue alejarme a rastras y volver tan rápido como fuera posible al Nightingale. A juzgar por el leve gruñido que emitió, Natty compartía mis sentimientos. Todos los compartíamos, estoy convencido. Pero teníamos que quedamos ahí, para evitar el riesgo de que nos descubrieran y también porque habíamos caído (aunque deteste admitirlo) en una especie de fascinación. ¿Qué era lo que estábamos a punto de presenciar?
No tuve que esperar mucho para averiguarlo. Como si de repente se hubiera hartado de escuchar los balbuceos de su «abogado», el juez se irguió en su asiento, dio una palmada y ladró lo bastante alto para que sus palabras llegaran hasta nuestro escondrijo:
—Ya basta, señor Jinks. He oído bastante.
Un grito ahogado se elevó entre los negros acuclillados en el suelo, y los guardias se movieron entre ellos más rápido, soltando golpes con sus varas como niños que arrancaran cabezas de ortigas. El sentido del grito no dejaba lugar a dudas. Era una expresión de terror y repulsión.
Todo lo que siguió a continuación se desarrolló con una enfermiza apariencia de normalidad. El juez se irguió una vez más de manera que quedó casi de pie en su asiento y se apartó el pelo de la cara. Luego se inclinó hacia delante, le dio unos golpecitos al hombre de cara pálida que tenía debajo con la mano derecha y con la izquierda dibujó una línea sobre su propia garganta.
La multitud pasó de murmurar a gruñir pese a los golpes que recibía. El hombre cadavérico no les prestó atención. Bajó los destartalados escalones del tribunal hasta que llegó al banco del acusado, lo agarró bruscamente del brazo y lo arrastró hacia delante hasta que ambos quedaron uno al lado del otro sobre la tierra. El contraste entre ellos ofrecía una imagen aterradora. Uno, flaco, pálido e indiferente, pero con un brillo de resolución en su mirada; el otro, oscuro y esquelético, con las piernas juntas y la cabeza hundida entre los hombros desnudos.
El tiempo se detuvo en ese momento, y en mi recuerdo continúa detenido. Pero lo cierto es que transcurrió muy rápido, el hombre blanco agarró al otro del pelo hirsuto y le obligó a arrodillarse, entonces desenvainó su espada con una floritura, e hizo una pausa en un gesto de monstruoso regodeo, para luego dejarla caer con fuerza. Al caer, una gran bandada de pájaros levantó el vuelo de la playa a sus espaldas, chillaron y los sobrevolaron en círculos. La hoja atravesó el cuello de la víctima como si éste fuera de agua.
Me quedé sin respiración en ese mismo instante, y cuando mi cabeza cayó hacia delante, me encontré mirando de cerca al suelo, a los grumos de barro, las hojas y las raíces que se retorcían. Eso tuvo el extraño efecto de hacerme sentir como un niño que contempla los milagros del mundo por primera vez, sin percibir la escisión entre ellos y yo mismo. Al cabo de un momento, dado que ya no era un niño, no pude evitar levantar la mirada de nuevo. El cuerpo se había derrumbado de lado y estaba hecho un ovillo, como una gamba marrón, con la cabeza separada, a casi medio metro. El verdugo, cuya cara seguía sin delatar ninguna expresión, clavó la punta de la espada en la mejilla, la retorció y luego alzó su trofeo hacia los que todavía permanecían sentados —o, más bien, encogidos— a sus pies.
El pesar de los testigos se alzó y descendió en una ola irregular, pero la única reacción del verdugo fue levantar la barbilla y mirarles con malicia, lo que nos permitió ver que la larga sombra que cruzaba su propia garganta era en realidad una cicatriz. Se extendía de oreja a oreja, y le hacía parecer un hombre asesinado que se negara a morir.
—Ahora tenéis que volver al trabajo —graznó con una voz aguda y melindrosa—. Todos vosotros. Volved al trabajo. —Los guardias empezaron a agitar inmediatamente sus largas varas y se aseguraron de que obedecían la orden.