15 - Nuestro atracadero

He mencionado que a mi padre le gustaba describir la isla del tesoro como un dragón que se alzaba sobre sus patas traseras. Por eso, sin que suene descabellado, puedo afirmar que, mientras nos desplazábamos hacia el norte durante la última etapa de nuestra travesía, dejamos atrás el vientre de la criatura y nos dirigimos a su corazón, donde la tierra estaba cubierta de árboles. La luz de la luna no era lo bastante potente para permitirme discernir qué especies de árboles eran, pero cuando ladeé la cabeza con el oído al viento, que soplaba desde la costa, me pareció que se trataba de pinos silvestres, que emiten una nota aguda y seca fácilmente reconocible.

Tras media hora más de navegación esos silbidos empezaron a atenuarse, así que supe que el contorno de la isla debía de haberse plegado en un valle. Mi suposición se confirmó pronto, cuando apareció en el horizonte una estrecha cala; tras pensar un poco concluí que debía de tratarse del punto donde mi padre había encontrado refugio cuando circunnavegó la isla antes de su enfrentamiento definitivo con el señor Silver.

Al darme cuenta, me acordé de que él había visto un viejo casco de barco destrozado en la misma desembocadura. La idea me llevó a interrumpir al capitán Beamish y pedirle prestado su catalejo otra vez. Cuando encontré el punto que quería enfocar, el estuario se me apareció en aquella penumbra como el cumplimiento de una promesa, y también los restos del naufragio. Había sido un barco de tres palos, pero llevaba tanto tiempo sufriendo los estragos del mal tiempo que del casco colgaban grandes redes de algas mojadas, densamente cargadas de flores. Era una imagen triste, pero al menos mostraba que en la cala reinaba la tranquilidad.

—Estaremos a salvo, señor —le dije al capitán.

—¿Cómo está tan seguro? —me preguntó mirando a la penumbra.

Cuando le expliqué lo que acababa de ver, el capitán coincidió con mi opinión, por lo que le admiré casi tanto como le admiraba por su destreza por conducirnos sin contratiempos de una punta a otra del Atlántico. Entonces volvió a convocar a la tripulación y les dijo que habíamos llegado a nuestro destino. Las preguntas que le hicieron se referían casi todas a la seguridad del lugar, dejaron claro que a esas alturas habían empezado a correr rumores sobre lo que nos podía esperar. Aunque los hombres sólo habían visto hogueras encendidas a lo largo de la playa del Fondeadero, esas llamas les habían puesto nerviosos, porque eran signos de que una población considerable vivía en la isla, algo del todo inesperado para ellos. El capitán les animó con tanto convencimiento como pudo, diciéndoles que, dado que la hoguera y la empalizada ya no eran visibles, y no se habían visto otras luces desplazándose entre los árboles, era razonable pensar que nadie se había percatado de nuestra llegada. Acabó persuadiéndonos de que debíamos entrar en la desembocadura con la alegría de unos niños que vuelven a casa de sus padres.

Eso bastó para animarnos, pero no para que bajáramos la guardia. Mientras orientábamos las velas y la velocidad del Nightingale se redujo hasta que el buque casi se detuvo, el contramaestre Kirkby se asomó por la proa y en voz baja fue dando la profundidad para que esquiváramos cualquier banco de arena. Pero no encontramos ninguno que nos obstaculizara el paso, ni tampoco otros impedimentos. Nuestro barco se introdujo en el estuario tan fácilmente como una llave en una cerradura, acompañado de los susurros de los matorrales a ambos lados. No tenía manera de adivinar de qué variedad se trataba, pero las hojas parecían lustrosas y emitían un crujido grave cuando se rozaban a causa de la brisa; aunque pudiera pensarse que el ruido nos pondría de los nervios, la verdad es que no era desagradable y transmitía una sensación de exuberancia y vida.

Mi inspección del terreno acabó con el chapoteo del ancla cuando la arriaron, pues varios pájaros adormilados se tomaron aquel ruido como una interrupción mal educada, como pusieron de manifiesto mientras se alejaban volando entre la maleza. La reacción tuvo un efecto asombroso en Spot, que hasta ese momento se había pasado nuestras últimas aventuras durmiendo en su jaula en la chupeta. Cuando se apagó el clamor, él hizo su propia contribución pronunciando una frase que no sabía que había aprendido: «¿Qué hacer?, ¿qué hacer?», preguntó mientras pasaba el pico entre los barrotes de la jaula. Eso provocó que varios marineros se rieran en alto y le respondieran: «Dínoslo tú» o «Es verdad, ¿qué?».

La respuesta a la pregunta de Spot era: esperar hasta el día siguiente, que fue lo que nos dijo el capitán poco después. Entonces, el contramaestre Kirkby se volvió hacia el señor Stevenson, nuestro anguloso escocés, y le ordenó que sustituyera al señor Tickle en el puesto de vigía, y así se convirtió en nuestros ojos y orejas para el resto de la noche; luego nos recomendó a los demás tripulantes que fuéramos bajo cubierta y durmiéramos porque lo necesitaríamos para afrontar lo que nos deparara la mañana.

Estaba a punto de hacerlo cuando me llamó el capitán, y también a Natty, y nos condujo a la chupeta. Ahí echó una tela sobre la jaula de Spot para que no nos interrumpiera y nos invitó a sentarnos a su lado mientras se sacaba una petaca plateada del bolsillo de sus calzones. Tras dar un trago nos la pasó. Natty dio un sorbo y yo otro, y el ron me lamió por dentro como una lengua de fuego. Luego le devolví la petaca al capitán, que le dio otro trago largo antes de guardársela de nuevo en el bolsillo. Con aquellos pequeños signos de celebración, el aire que entraba por la ventana abierta rozándonos la cara con la suavidad de la muselina y las flores de los arbustos de la orilla resplandeciendo como lámparas a la luz de la luna, podríamos haber pasado por unos amigos que alargaban la velada tras un ágape vespertino.

Pero cuando el capitán empezó a hablar, su voz sonó muy solemne.

—Jim, ¿qué cree que vio allí, en el Fondeadero?

Me sorprendió que me hiciera esa pregunta tan abiertamente, pues esperaba que él me diera primero su opinión.

—No estoy seguro, señor —dije—. Hombres y mujeres. Cosas raras.

—Y usted, Nat, ¿qué vio? —El capitán usaba un tono de voz más amable cuando se dirigía a Natty, que era su manera de reconocer quién era, sin dejar en evidencia su disfraz. Me gustaba porque mostraba lealtad hacia ella y hacia su padre al mismo tiempo.

—Vi su hoguera —contestó ella, con su franqueza habitual—. Jim vio gente.

—Ciertamente —dijo el capitán—, gente.

—Mi padre —añadí, queriendo compensar mis vacilaciones en la respuesta anterior—, mi padre me contó que sólo habían dejado a tres hombres en la isla…

—Tres hombres —repitió Natty—. Sólo tres.

Mientras lo decía, recordé a mi padre contándome cómo, cuando había zarpado de la isla cuarenta años atrás, le había conmocionado la imagen de aquellos hombres: Tom Morgan, otro llamado Dick y un tercer pirata cuyo nombre no recordábamos. Los tres habían ido a cazar entre la maleza y, distraídos mientras acechaban, suponía mi padre, no se percataron de que pensaban abandonarles. Pero cuando la Hispaniola se alejó por los canales cerca del extremo sur de la isla, comprendieron al instante su destino y aparecieron los tres en una lengua de arena suplicando con los brazos levantados, rogando que los llevaran de vuelta a Inglaterra. Mi padre lo describió como una imagen penosa y nunca había olvidado los detalles, entre ellos cómo, cuando el barco adquiría velocidad al salir a mar abierto, uno de los tres atisbó el desierto de soledad que se extendía ante él, se puso en pie de un salto, se apoyó el mosquete en el hombro, disparó una vez sobre la cabeza del señor Silver y la bala atravesó la vela mayor.

Esas imágenes centelleaban vívidamente en mi cabeza y no pude evitar mencionárselas al capitán y a Natty, y acabé con la reflexión de que había sido un acto de desesperación, realizado por hombres desesperados.

—Y más desesperados ahora si cabe —dijo el capitán—, si he de creer a mis ojos. Pero eso no explica todo lo demás que hemos visto: las mujeres y los otros hombres.

Ninguno de los dos supo qué responder, y pareció que el capitán tampoco tenía nada más que decirnos. Esos hombres y mujeres debían de haber llegado por mar, eso era lo único que sabíamos, y la mayoría estaba sometida a unos pocos.

—Mañana deberíamos investigar —dije.

—O buscar nuestro tesoro y escapar. —Ésa fue la opinión de Natty, o más bien la posibilidad que se le ocurrió porque, cuando el capitán respondió, cambió de punto de vista rápidamente.

—Esa gente que hemos visto —dijo—. Varios de ellos parecían esclavos. No lo estaban pasando bien.

—Nada bien —dije—. Nada.

—En ese caso, deberíamos investigar —dijo Natty al cabo de un momento.

—Sin duda —añadí para dejar mi opinión tan clara como fuera posible—. Deberíamos echarles un vistazo de cerca y luego decidir qué hacer.

El capitán no dijo lo que pensaba. Se apoyó con las manos en las rodillas y se puso de pie. Se asomó por la ventana abierta para ver qué tiempo encontraríamos por la mañana y dijo que se avecinaba lluvia y que más valía que cerráramos la chupeta antes de retiramos. Dicho lo cual se acercó, nos estrechó las manos con solemnidad antes de darnos las buenas noches, se las dio también al centinela en las jarcias sobre nuestras cabezas y desapareció hacia su camarote. Natty y yo no tardamos en seguirle sin decir nada más. Prefiero creer que no fue el miedo ni la confusión lo que nos mantuvo en silencio, sólo la necesidad de sueño, ahora que la primera etapa de nuestra aventura había llegado a su fin.