14 - ¡Tierra a la vista!

El placer que nos producía la travesía a bordo del Nightingale era más incuestionable que nuestro conocimiento de lo cerca que estábamos de nuestro destino. Eso se debía a que el capitán mantenía en secreto la información —lo cual a mí me parecía muy sensato— y cada vez pasaba más tiempo a solas en su camarote revisando cartas y cuadrantes. Dado que por sus comentarios (que, en cualquier caso, eran pocos), o por algún punto de referencia (inexistentes más allá de las olas, todas iguales), era imposible que ninguno de los demás nos hiciéramos una idea de la marcha de nuestro avance, me fijé en cómo a medida que pasaba el tiempo se intensificaba progresivamente la incertidumbre en la que vivíamos todos y en el creciente deseo que sentíamos de mirar el horizonte.

El capitán alimentaba ese apetito manteniendo al señor Stevenson en el puesto de vigía, desde donde se balanceaba por encima de nosotros como un dios en su nube, haciendo comentarios ocasionales sobre ballenas o bandadas de pájaros que pasaban. Un par de veces, al gritar «¡Tierra a la vista!», hizo que interrumpiéramos lo que estábamos haciendo, pero en esas ocasiones el capitán se apresuró a replicar que no podía tratarse de nuestra tierra, porque no nos habíamos adentrado lo suficiente en el golfo de México. En otras ocasiones, el señor Stevenson soltaba comentarios sobre los barcos que había visto, sobre todo negreros. Me alegra decir que ninguno de ellos se acercó lo bastante para que nos comunicáramos, porque todo en mi educación (y me gustaría creer, en mi carácter) me había convencido de que ese tráfico era repugnante. Puedo afirmar con convencimiento que no necesité la corroboración de las leyes para llegar a esa conclusión, aunque me haya complacido mucho ver que desde entonces se han dictado normas en tal sentido.

Cuando anochecía, el capitán solía hacer bajar al señor Stevenson de la cofa y lo sustituía otro hombre, que había descansado durante el día; el señor Stevenson se resistía educadamente, diciendo que él conocía el puesto y le gustaba el trabajo, que, en todo caso, reanudaba en cuanto podía a la mañana siguiente. La noche a la que vaya referirme, el que lo sustituyó fue el señor Tickle, que, para señalar la ocasión, había metido una pastilla nueva de tabaco prensado en su pipa y se había puesto una gorra roja que parecía confeccionada con retales de alfombra.

Como era costumbre, los tripulantes se congregaron alrededor de la base del palo mayor cuando se produjo el cambio, algunos felicitaron al señor Stevenson al poner el pie en cubierta —donde se dejó caer como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos—, mientras los otros palmeaban la espalda del señor Tickle y le deseaban buena suerte. Luego le vimos desaparecer en el cielo.

La oscuridad cae muy deprisa en el Caribe; en un momento dado el cielo está saturado de un resplandor agonizante y al siguiente está cubierto de estrellas. En esos instantes de cambio, me gustaba tumbarme en cubierta al lado de Natty, de modo que podíamos contemplar con mayor comodidad el universo que navegaba en las alturas. La noche es un periodo mortalmente monótono bajo techo; pero a cielo abierto pasa ligera, con sus estrellas, rocíos y aromas. Lo que parece una especie de muerte temporal para la gente ahogada entre paredes y cortinas, no es más que un sueño ligero y vivo para el hombre que duerme bajo las estrellas.

Con el viento suave soplando en nuestras caras, y el tranquilo batir de las olas contra el casco del barco, no tardábamos en dudar de los límites entre la vigilia y el sueño, y ambos nos preguntábamos si las estrellas eran de verdad o fruto de la fantasía de un sueño en el que nos habíamos sumido. Por mi parte, habría prolongado dichoso tal estado hasta la mañana si no hubiera sido porque accidentalmente rozaba con la mano el brazo o el muslo de Natty, y eso siempre me hacía recuperar la conciencia. No sabría decir si ella aceptaba de buen grado esos contactos esporádicos, pues nunca mencionó nada ni me devolvió ningún gesto obvio de afecto. En otras circunstancias, eso me habría inquietado. Pero decidí que ahí no significaba nada, porque habíamos convenido que la discreción era lo más apropiado para su disfraz.

Y así era la noche a la que me refiero: una oscuridad tan suave como el musgo en las alturas, densamente incrustada de estrellas; la luna suspendida en el cielo, tan inmensa y nítida como una bandeja; la brisa impulsándonos; el señor Tickle en su nido allá arriba, donde me lo imaginaba chupando su pipa y acariciándose de vez en cuando la barba para apagar las chispas que saltaban; y el capitán sacando una dulce melodía de su acordeón, cantando en voz baja:

¿Me echáis de menos, dulces damas,

me guardáis en vuestros corazones?

Yo siempre estoy con vosotras

tanto da lo lejos que me halle.

La luz de las estrellas brilla sobre mí como el rocío,

solo lluvia, no hay nada más;

aunque el mundo nos mantenga separados

el amor perdura eternamente.

La pérdida más profunda presagia el saludo más dulce,

los juramentos más profundos, el más dulce dolor;

así que echadme en falta, dulces damas,

y luego acogedme en vuestros brazos de nuevo.

La primera vez que avisó el señor Tickle desde arriba, los últimos sones de esa melodía casi taparon su voz, y tuvo que gritar con más apremio:

—¡Tierra a la vista! ¡Tierra a estribor!

—¿Cómo ha dicho, señor Tickle? —gritó el capitán—, ¿qué es lo que ve?

—¡Tierra a la vista! —nos llegó el grito otra vez, esta vez mucho más alto—. ¡Tierra a estribor! ¡A una milla o que me muera!

En un segundo, el capitán ya estaba concentrado, y mientras hacía girar el timón unos cuantos clics hacia el oeste, la cubierta se llenó de golpe de marineros frenéticos que se apelotonaban a un costado del Nightingale. Cuando Natty y yo nos unimos a ellos, casi todos señalaban ya a lo lejos, maldiciendo y riéndose para sí. Tales exhibiciones ya las habían hecho antes, cuando habían aparecido otras islas en el horizonte, pero en esta ocasión el capitán no hizo nada para enfriar los ánimos. Es más, cuando me volví a mirarle, estaba inclinado hacia delante y esbozaba una amplia sonrisa; su acordeón, me fijé, lo tenía ahora el contramaestre Kirkby, que lo dejaba balancear en su mano, desde donde escapaban tristes suspiros.

Cuando encaré el horizonte de nuevo, creí que el señor Tickle tal vez se había engañado y nos había engañado de paso; aunque entorné los ojos como el marinero más curtido, no veía la más diminuta interrupción entre el cielo y el mar. Pero mi entusiasmo era tal que no tardé en sugestionarme de que sí, de que atisbaba una vaga silueta en la lejanía, aunque en verdad no estaba más definida que una vaharada de aliento sobre el cristal de una ventana.

Sin embargo, entonces ocurrió una especie de milagro. El aliento se transformó en materia, adoptó una forma almendrada, como la mitad de un ojo. A continuación el ojo se convirtió en una montaña. Luego la montaña se convirtió en tres montañas que se alzaban con nitidez cual agujas de piedra desnuda hasta que no me quedó la menor duda de su realidad. Habíamos encontrado la isla del tesoro. Aunque sólo contaba con la luz de la luna para guiarme, descubrí la colina del Catalejo que parecía un pedestal en el que colocar una estatua, como me había contado mi padre. Allí, a sus pies, a unos centenares de metros de la costa, se veía la pequeña mole de la isla del Esqueleto, con la pequeña joroba de la Peña Blanca. Allí estaba el canal y la bahía que darían acomodo a un buque de nuestro calado.

En el mapa de mi padre, esa bahía estaba señalada como Fondeadero del Capitán Kidd, y fue ahí donde supuse que nuestro capitán pretendía arriar el ancla, dado que me hizo gestos para que me acercara a su lado, junto al timón. Le di unos golpecitos a Natty en el hombro y le susurré que viniera conmigo.

—¿Sabe dónde estamos, Jim? —me preguntó el capitán en voz baja.

—Sí, señor —le dijo.

—Y usted, Nat, ¿ve dónde estamos?

Ella asintió, un gesto breve sin palabras, que yo interpreté como una señal de la intensidad de sus sentimientos. Me imaginé la mano de su padre ahogando las palabras en su garganta, mientras ella le veía haciendo la misma aproximación a la isla, a través de la misma vía, hacia la misma orilla.

—Propongo —continuó el capitán— hacer lo que hicieron los que me precedieron y anclar aquí, en el Fondeadero. Si el mapa dice la verdad, algo que no tengo por qué dudar, aquí no hay bancos de arena. Podemos desembarcar por la mañana; la empalizada está muy cerca, detrás de las marismas.

—Si es que las marismas no están muy empantanadas —dije, y me di cuenta inmediatamente de que la emoción había hecho que sonara infantil.

—Y si la empalizada no se ha podrido —añadió Natty con un tono bastante más solemne.

El capitán gruñó, con lo que quedó claro que entendía lo que queríamos decir, luego llamó al contramaestre Kirkby y le pidió que se encargara del timón. Cuando lo hizo, ordenó que se arriaran varias velas, para acercamos a menor velocidad por si encontrábamos bancos de arena que no aparecían en las cartas; después situó a un centinela en la proa y nos llevó a estribor del Nightingale, aparte de los demás. Ahí se sacó el catalejo del cinturón y, tras colocárselo ante el ojo, fue moviendo despacio la lente adelante y atrás, buscando, creí, una ruta más despejada hasta el Fondeadero.

Aproveché la oportunidad para fijarme atentamente en Natty.

Su reciente silencio indicaba que tal vez lamentaba que hubiera llegado a su fin la primera etapa de nuestra aventura, porque ahora se enfrentaba cara a cara a una historia que preferiría evitar: la duplicidad de su padre y el daño que había hecho. Pero al ver su expresión con más claridad, con la luz de la luna derramándose sobre sus rasgos, noté que no estaba atribulada sino todo lo contrario, resuelta. Mientras todos los demás anhelábamos poner los pies en tierra y reclamar aquello por lo que habíamos venido, Natty parecía casi desesperada. Estiraba la cabeza hacia delante, se mordía el labio inferior y respiraba en rápidos y entrecortados jadeos. Creo que si hubiera pensado que así llegaría antes al tesoro, se habría lanzado por la borda y nadado hasta la orilla en ese mismo momento, sin importarle el peligro. Le fastidiaba tanto tener que permanecer a bordo que había mandado su imaginación por delante. Sus pies ya se deslizaban por la arena húmeda, ascendiendo hacia la cabaña donde su padre y el mío habían decidido su destino y —a una prodigiosa distancia temporal— también el nuestro.

Cuando aparté la mirada de ella, esperaba que el capitán hubiera acabado su inspección de la isla y se dispusiera a dar las órdenes pertinentes para que nos aproximáramos. Pero vi que todavía sostenía el catalejo y lo enfocaba hacia un punto concreto. Daba la impresión de que cierto peso le hundiera los hombros. Lo primero que pensé fue que había descubierto algún obstáculo a nuestro avance y pronto ordenaría a los hombres que realizasen las acciones necesarias para esquivarlo. Como veía que pasaba el tiempo y no hacía nada de lo que yo había esperado, empecé a sospechar que había alguna otra razón más siniestra y sentí un escalofrío de temor cuando se inclinó hacia mí y dijo:

—Sus ojos son más jóvenes, Jim. Dígame lo que ve.

Hablaba tan bajo que su voz resultaba inaudible para el resto de la tripulación, cuyo entusiasmo al descubrir la isla se había atenuado un tanto, de manera que los marineros habían vuelto a sus tareas o miraban hacia delante concentrados en silencio.

Tomé el catalejo sin decir una palabra y me lo llevé alojo; el latón estaba todavía tibio. Hubo un momento en que me zambullí descontroladamente entre el cielo y la tierra, luego avancé de ola en ola, antes de que la masa oscura de tierra se estabilizara ante mi vista. A esas alturas supongo que nos encontraríamos todavía a media milla de la costa. A tal distancia, por la noche, la isla habría resultado impenetrable si la luna no hubiera brillado con tal intensidad sobre nosotros. Así que lo veía todo simplificado, pero, pese a todo, con una asombrosa nitidez. Ahí estaban los árboles que habían acogido a mi padre; ahí el trozo de tierra sobre el que había dejado sus huellas.

—No, a las colinas no —dijo en voz baja el capitán interrumpiéndome—. A la orilla. Mire la orilla.

Hice lo que me pidió y bajé desde la oscuridad de la colina del Catalejo hasta que llegué a una espesura que descendía desde la cima de una de las lomas arenosas y se diseminaba y crecía más alta a medida que bajaba, hasta que vi la linde de una ancha ciénaga por la que corrían varios arroyos pequeños y un río más ancho que desembocaban en el Fondeadero.

No había nada más que ver —ningún signo de vida— y pasé por delante de un grupo de árboles más esbeltos hasta que llegué a un trecho de tierra despejada. La impertérrita luz de la luna me permitió ver que estaba salpicado con lo que al principio creí que eran grandes rocas. Cuando enfoqué mejor y volví a mirar, me pareció que aquellas formas eran en realidad troncos de árboles talados a los que habían dejado pudrirse a lo largo de una extensión de varias hectáreas. El corazón empezó a latirme más deprisa. Mi padre recordaba, y el capitán daba por supuesto, que sólo se abandonó a tres marineros en la isla cuando la Hispaniola zarpó de allí, hacía ya cuatro décadas. ¿Cómo podrían haber causado sólo tres hombres tales estragos? Y, más inquietante todavía, ¿por qué tomarse la molestia?

La respuesta empezó a emerger cuando mi ojo se deslizó un poco más hacia el oeste. Hasta ese momento, esa parte de la isla había quedado oculta detrás de la silueta de la isla del Esqueleto. Ahora nuestro silencioso avance nos había llevado a un punto desde donde lo vi por primera vez: me fijé en el pálido resplandor que se extendía a lo largo de la playa y sobre el agua hasta la Peña Blanca. Enfoqué esa protuberancia durante un momento y descubrí que estaba coronada por una masa agitada de lo que parecían grandes helechos y luego volví a mirar hacia la isla. La luz proyectaba largas sombras y producía extrañas distorsiones en la escala y la perspectiva, pero pude distinguir más troncos entre penachos de hierba, y también franjas de tierra batida que serpenteaban aquí y allá. No descubrí cuál era el origen de aquella luz, hasta que me hube desplazado varios cientos de metros más hacia el oeste. Vi una gran hoguera, una pirámide regular de llamas, como las que utiliza la gente para mandar mensajes a través de largas distancias. Pero en este caso no había intención de comunicar nada, porque quienes la hubieran encendido no esperaban que nadie pudiera recibir el mensaje.

La hoguera no tenía más propósito que el de calentar e iluminar, pero calentar e iluminar ¿qué?…, eso no lo sabía. Hasta donde me lo permitían las sombras que saltaban y la estrechez de mi campo de visión, distinguí una gran área central, como un foro, rodeada por una empalizada confeccionada con estacas puntiagudas en los lados que quedaban al este y al oeste, como alas cuadradas, se habían levantado recintos más pequeños; uno parecía contener varias cruces, dispuestas sin orden ni concierto; el otro estaba lleno de animales.

Esos recintos podía interpretarlos sin mayor dificultad como un cementerio y una especie de corral, pero la zona rodeada de una empalizada entre ambos resultaba más desconcertante. En el centro se levantaba una estructura de unos seis metros de altura, que, a medida que se alzaba, adquiría la forma de un abanico colosal; el propósito para el que servía era un misterio, dado que desde donde me encontraba en el mar sólo podía ver la parte posterior. Más allá, a la derecha de la plaza, había una cabaña de troncos, salpicada de pequeñas ventanas y con una galería por delante. Enfrente, a la izquierda de la plaza, había un edificio del mismo tamaño pero mucho más desvencijado, sin ventanas, y con una especie de porche que ocultaba la puerta. La primera cabaña se ajustaba a la descripción que daba mi padre de la cabaña que se había levantado allí en su época, donde el señor Silver había llevado a cabo sus negociaciones. La segunda, supuse, se habría construido con posterioridad.

Tantas construcciones —¡casi parecía una aldea!— me llamaron mucho la atención. Y mucho más asombrosa (lo descubrí en el mismo y vertiginoso instante que los edificios) era la cantidad de gente que se movía entre sombras y destellos por aquel escenario: la mayoría de piel muy oscura, hasta donde podía ver. Algunos holgazaneaban, o estaban sentados o tumbados en el suelo alrededor de la cabaña más cómoda; enfoqué primero el catalejo hacia ellos y me sorprendió tanto que me golpeé en el ojo con el artilugio.

Aunque algunas nubes finas pasaban sobre la corona de la isla, todavía había suficiente luz de luna para que me hiciera una idea de cuanto estaba viendo. Cinco o seis de las personas que había visto eran europeas, y las demás no eran hombres sino mujeres, cosa que supe porque ninguna de ellas llevaba ni un trozo de tela en la mitad superior de sus cuerpos, y no muchos en la inferior; su piel parecía brillar ante la resbaladiza luz de la hoguera. Todas las mujeres, allá donde estuvieran, permanecían sentadas y muy quietas. Los hombres, por el contrario, se comportaban con un total abandono, tambaleándose, bailando y derrumbándose de repente aquí y allá, lo que me hizo pensar que habían encontrado un medio de emborracharse. Uno de ellos, en los pocos segundos que estuve mirándole, se quitó el cinturón y lo usó primero para burlarse de una mujer que estaba tumbada en el suelo delante de él y luego para atarle las manos antes de abalanzarse sobre ella.

Al verlo, me encogí e inmediatamente desplacé la lente a otro punto de la empalizada. Pero lo que descubrí allí fueron escenas más bárbaras aún, hasta el punto de que no me veo con ánimos ni de describirlas. Las mujeres (todas igual de poco vestidas) recogían y cargaban cosas o estaban sentadas en grupo con las cabezas gachas. Había niños descalzos correteando o arrastrando los pies, o sentados solos o por parejas. Hombres vestidos con harapos, algunos tumbados, otros renqueando con tal cansancio y desidia que supe que tenían que estar agotados. Varias docenas de ellos pasaron por delante de mi ojo, apareciendo y desapareciendo como figuras en una pesadilla, mientras intentaba entender qué estaba viendo.

Antes de llegar a una conclusión razonable, Natty me habló:

—¿Hay gente ahí? —me dijo: era una pregunta, pero la formuló con un tono tan inexpresivo que habría podido pasar por una afirmación.

Bajé el catalejo, y estaba pensando cómo responderle cuando el capitán habló por mí:

—Sí, parece que la hay —dijo.

—Ya veo su hoguera —dijo Natty.

—Sí, tienen una hoguera —confirmé, todavía aturdido por lo que había presenciado.

—¿Y ellos nos ven? —preguntó Natty—, ¿nos ha visto esa gente?

Aquella pregunta me devolvió a la realidad y me di cuenta de que había estado tan absorto en lo que había descubierto, que ni había pensado en si se me veía o no. Ni tampoco, parecía, lo había hecho el capitán; y ahora que había intuido el peligro se apresuró a dar órdenes para que arriaran más velas tan sigilosamente como fuera posible, de manera que, al poco, casi nos habíamos detenido en silencio sobre la superficie del océano. Aunque esa emergencia debió de confundir a los marineros, tenían suficiente confianza en su capitán para cumplir sus órdenes sin pestañear y realizaron sus tareas con sumo sigilo, como él les había requerido.

Durante un par de minutos permanecimos inmóviles, casi sin atrevemos a respirar, esbozando una mueca cada vez que el Nightingale emitía uno de sus habituales crujidos o gemidos. Sin embargo, pronto quedó claro que los habitantes de la isla estaban tan ocupados en sus cosas y tan desprevenidos frente a posibles visitantes, que nos encontrábamos a salvo. Nuestra silueta, si es que habían llegado a verla, fue descartada como fruto de sus imaginaciones.

Al cabo de otro rato, el capitán lo confirmó. Me cogió el catalejo de la mano, se lo llevó al ojo de nuevo y susurró:

—Gracias a Dios.

—¿Estamos a salvo? —pregunté.

—A salvo.

—¿Qué significa esto? —proseguí hablando en voz muy baja—, ¿qué hemos descubierto?

—No estoy seguro —dijo con un tono distraído que demostraba que seguía concentrado en la empalizada—. No tengo ni idea.

A Natty no le satisfizo la respuesta.

—¿Qué está haciendo esa gente? —preguntó bruscamente.

El capitán, que iba desplazando el catalejo con cuidado adelante y atrás, nos hizo esperar un buen rato antes de volver a hablar y, cuando lo hizo, no fue para dar una respuesta.

—He decidido qué vamos a hacer —dijo, y cerró de forma inesperada el catalejo con una sucesión de suaves clics—. Tenemos que ganar tiempo.

Dicho lo cual, la lentitud como de sueño en la que nos habíamos sumido en los últimos minutos acabó y todo volvió a acelerarse. El capitán nos dio unas leves palmadas en los hombros para que supiéramos que habíamos cumplido bien como asesores, luego se volvió rápidamente hacia el timón y le ordenó al contramaestre Kirkby que convocara a los hombres. Éstos se acercaron tan silenciosamente como fantasmas, y cuando todas las caras, pálidas por igual a la luz de la luna, estuvieron fijas en la del capitán, éste nos habló con una especie de severo susurro para que su voz no fuera transportada por el agua.

—No desembarcaremos aquí —dijo—. Pondremos rumbo hacia el norte de la isla y anclaremos en otro punto.

Al oír aquello, un murmullo se extendió entre mis compañeros porque ellos no habían visto lo que habíamos visto nosotros y no entendían el peligro que corríamos. Pero el capitán fue al grano, tanto daba lo bajo que hablara.

—Deprisa y ni una palabra, si son tan amables —dijo—. No queremos despertar a las sirenas que viven aquí.

Y para demostrar que no había nada más que decir, se hizo cargo del timón y lo giró varios grados de manera que la proa empezó a cambiar de rumbo, de oeste a noroeste.

La isla del tesoro se fue encogiendo en la oscuridad como un animal que se oculta en su madriguera. O tal vez debería decir que el Nightingale desapareció en la noche, como una polilla que se había visto arrastrada hacia una llama pero afortunadamente pudo escapar de su calor. Encontré un sitio junto a Natty a babor, donde podía imaginarme la brisa recorriendo las pendientes libres de vegetación de la colina del Catalejo, suspirando a través de las lindes de sus tristes bosques, con la misma facilidad con la que oía las olas rompiendo contra la proa. Como temía que otros acontecimientos espantosos, que la benevolente oscuridad ocultaba a nuestra vista, estuvieran teniendo lugar en la isla, me permití acercarme a ella al cabo de un momento, hasta que por fin nuestros hombros se tocaron y un poco de calidez fluyó entre ambos. No dijimos nada. Éramos invisibles. Si los que se encontraban en tierra firme hubieran mirado hacia donde nos encontrábamos, no habrían visto más que olas desnudas yendo hacia ellos reflejando el resplandor de su propia hoguera y luego rompiendo anárquicamente a lo largo del filo de la playa.