13 - Un universo de maravillas

La tierra nos recuerda. Por lo general nos sobreviven las casas que hemos habitado, y nuestras mejoras, así como nuestras profanaciones, dejan huellas en el paisaje que los historiadores curiosos podrían estudiar. Cuando dejamos de vivir y de respirar, las lápidas señalan dónde ha acabado nuestro viaje. En todos estos sentidos, la tierra sólida parece un libro en el que se han registrado nuestras historias.

El mar es lo contrario. Las olas impetuosas borran cuanto se escribe sobre ellas, sea la estela de un barco, el paso del viento, un tronco o una botella…, o un hombre. Tras cada interrupción, el agua sólo quiere volver a ser ella misma.

Ése era el tipo de pensamientos que me turbaban tras la muerte de Jordan Hands. Cuando finalmente pude soltarme de Natty e ir a la popa a pesar de sus quejas, fijé la mirada en lo que pensaba que era el lugar exacto donde había caído, pero, al cabo de un par de segundos, ya no supe decir qué remolino se lo había tragado. Entonces imaginé su cuerpo hundiéndose en sucesivos niveles de una oscuridad cada vez más profunda. Eso tampoco funcionó porque mi imaginación no llegó hasta el fondo del mar, ya que se distrajo pensando en qué criaturas, como medusas y caballitos de mar, sobrevivirían en esas profundidades. Al final —es decir, al cabo de sólo unos minutos— decidí dejar de mirar hacia abajo o hacia atrás, de darle vueltas a la violencia que había presenciado, y mirar hacia arriba y hacia delante para adelantarme a las dificultades que estuvieran por venir. Aquella decisión me produjo una intensa sensación de alivio.

Un alivio, tengo que admitirlo, que llegó acompañado de una paradójica sensación de ansiedad. Antes de robar el mapa de mi padre me sentía superior a aquellos que habían zarpado hacia la isla del tesoro. Al reflexionar sobre mi robo, me convencí de que había sido demasiado arrogante. Y, al darme cuenta de que no era mejor que ellos, también supe que ya no estaba más a salvo de lo que ellos lo habían estado.

En el fondo de mi corazón, y sin decir una palabra a Natty ni al capitán, empecé a disculparme ante mi padre y recé por su perdón. Lo hice en soledad, quedándome un rato aparte, en la popa del Nightingale, y mientras contemplaba cómo las olas se entrelazaban, no pude evitar recordar la historia de Noé. Mis oraciones me sobrevolaban como el grajo, que iba de aquí para allá sobre las aguas que cubrían toda la tierra y no encontraba lugar donde posarse.

Los lectores supersticiosos ya habrán conjeturado que el renovado ímpetu de nuestro avance se debía a la muerte de Hands. Como Jonás (ahora recuerdo otro fragmento de los Evangelios), parecía haber sido el responsable de nuestra calma chicha. Pero cuando acabé las oraciones a mi padre, el sentido común me convenció de que ningún hombre, por más perverso que fuera, podía atribuirse tal control sobre la naturaleza. Cuando me di la vuelta para encarar el centro del barco y miré a la tripulación, también descubrí en ellos una tenacidad similar. Puede que ahora fueran más conscientes de nuestra situación, pero también estaban más excitados. Se percibía en ellos un renovado entusiasmo mientras desplegaban las velas, y también en el capitán Beamish se notaba una renovada resolución.

De hecho, a partir de ese momento, el capitán raramente se apartaba de su puesto junto al timón. El mapa lo llevaba encima a todas horas, guardado en la cartera y oculto dentro de su gabán. Me alegré de habérselo cedido porque estaba seguro de que, fueran cuales fueran los peligros que afrontáramos, no serían por su culpa; tampoco esperaba que provinieran del mar. Aunque el viento que nos impulsaba a veces cobraba fuerza y amenazaba con convertirse en tormenta, la mayor parte del tiempo sentíamos el mismo tipo de amable presión que siente un niño cuando la mano de su padre le empuja entre los omoplatos y le anima a que avance. Brincábamos entre las olas, y mientras nos dirigíamos cada vez más al sur y al oeste, los cielos fríos del viejo mundo iban quedando atrás y eran sustituidos por un azul intenso y un calor que yo nunca había conocido hasta entonces.

En mi opinión, habíamos entrado en un universo de maravillas. Entre las gaviotas argénteas y las sombrías gaviotas que aparecían esporádicamente sobre nuestras cabezas, y que ya conocíamos de casa, empecé a ver especies más extraordinarias de pájaros, que sólo conocía por haberlas visto en los libros. Una vez, un albatros voló a nuestro lado durante varias horas, se posó en la borda y luego se mantuvo a nuestra altura con pocos y fáciles aleteos de sus enormes alas; al recordar la historia de que esos pájaros son las almas de marineros que se han ahogado, lo miramos con un respeto melancólico, y casi nos alivió que se alejara. Otros días aparecieron variedades maravillosas de charranes, algunas muy pequeñas y veloces, otras inmensas como alcatraces. Cada vez más veía pájaros cuyos nombres no conocía: uno de ellos (de un blanco inmaculado con el pecho moteado como un zorzal) tenía la extraña costumbre de volar con sus largas patas verdes suspendidas detrás del cuerpo, de manera que, cuando pasaba por encima de la cubierta del Nightingale, algunos marineros saltaban e intentaban cogerlas, diciendo que se lo zamparían muy pronto.

Y el mar estaba todavía más lleno de novedades. Por la noche, cuando la luna convertía las olas en un rollo de tela de terciopelo que se arrugaba, subía y bajaba en el más absoluto silencio, vimos lo que parecían cadenas de luz —como si el agua se hubiera transformado en fuego— que decoraban las depresiones líquidas cuando las surcábamos. Lo primero que pensé fue que debía de tratarse de un reflejo de la luna o de las estrellas, pero al mirar más de cerca (cosa que conseguí colgándome vertiginosamente de la borda del Nightingale hasta que la espuma me salpicó la cara) vi que era una fosforescencia natural.

Durante el día teníamos también un cupo similar de maravillas. Descubrí que cada ola, en lugar de ser la montaña inmensa y lisa que parece desde la orilla, estaba llena de picos, de llanuras y valles. A menudo, un banco de delfines aparecía entre esas pendientes y cumbres, y daban la impresión —debido a la línea curvada de sus bocas— de que nos hacían compañía, y saltaban entre las olas, sin más razón que su propio disfrute y diversión. A veces veíamos un trozo de madera de deriva, o una cabeza afeitada que resultaba ser un coco, que daban vueltas y más vueltas en el oleaje; no es que fuera gran cosa, pero en el calor del mediodía, mientras soplaba un viento suave y la cubierta estaba tranquila, bastaba para producir una especie de trance.

Perdí muchas horas concentrado exclusivamente en el movimiento de las propias olas: el parsimonioso oleaje en medio del Atlántico, que es mucho más amplio y pausado que las olas de mi costa; en el océano, las olas se acercaban a nosotros como lomos relucientes de monstruos legendarios. Y un día en especial vi a los monstruos de verdad: ballenas francas que se acercaron a nosotros para que nos sintiéramos miembros de su fraternidad.

Era una mañana de un brillo excepcional, con el cielo de un azul casi púrpura, y el mar de color amarillo muy intenso. Ese amarillo, como comprobamos Natty y yo cuando nos fijamos, se debía a que había millones de pequeños cuerpecillos semejantes a semillas, y a que cada uno de ellos brillaba como un sol diminuto; para mí eran un misterio absoluto, pero la tripulación los conocía como «bri», lo que supongo era una abreviatura de «brillante».

Vimos que esa extensión amarilla era para las ballenas un bocado muy apetecible, porque todas lo pastaban con avidez, impulsándose con lentos latigazos de sus aletas. Mantenían las bocas abiertas de par en par y el bri se quedaba en las barbas que se extendían entre sus mandíbulas, y de ese modo se separaba del agua que se escurría por el borde. Era una imagen hermosa, y más todavía al ir acompañada de un ruido siseante, como si las ballenas fueran segando en un trigal, que era lo que, por otra parte, parecía, porque tras ellas dejaban estelas claras de agua verde que delataban por dónde habían pasado y qué habían comido.

Si no hubiéramos tenido una idea muy clara de lo que nos proponíamos al salir de Londres, y un gran deseo de volver a casa sanos y salvos, nos habríamos pasado varios meses examinando cosas como ésas, tomándolas como un fin en sí mismas. Pero, dada nuestra situación, disfrutamos de ellas mientras pudimos, y luego, a medida que se acercaba nuestro destino, nos olvidamos de golpe.

Supongo que para nosotros no fueron más que una diversión. Pero el recuerdo de esas semanas, con sus largos periodos de quietud y su paulatina revelación de los misterios de la naturaleza, ha permanecido en mi memoria con la misma nitidez que los acontecimientos que pronto describiré. Creo que ellos me enseñaron mucho sobre la capacidad infinita de cuanto nos rodea para sorprendernos, y más aún sobre el poder de la belleza.