12 - La muerte de Jordan Hands

El tiempo fue benigno con nosotros, y al cabo de dos días el Nightingale se despedía del Start Point en la costa de Devon, que era la última visión que teníamos de la vieja Inglaterra. La tripulación subió a cubierta mientras se ponía el sol y se quedó en silencio, como yo había visto hacer un par de veces, durante mis días de escuela, al público en un teatro. Pero el espectáculo que se nos ofrecía no estaba delante, donde no había nada de mayor interés que unas cuantas gaviotas sobrevolando en la luz incierta, sino más bien a nuestra espalda, donde salía humo de las chimeneas de las cabañas, los barcos de pesca regresaban a sus puertos y figuras diminutas se fundían en los muelles. Nada de aquello nos relataba gran cosa de vidas particulares, pero materializaba una idea, la idea de una vida que nosotros lamentábamos dejar atrás, por muy grande que fuera la recompensa que nos esperara bien pronto en otra parte. Fue mi primera aprehensión de una verdad incuestionable: que todas las travesías empiezan como un presagio de la muerte, antes de permitirnos renacer. Ese descubrimiento me convirtió en uno más de los que esa noche se sentaron callados ante la cena del señor Allan y se acostaron temprano.

Yo diría que a mis compañeros no les sorprendió verme hacerlo. Dado que mi lugar a bordo no era ni de tripulante ni de pasajero, me había mantenido aparte del curso de los acontecimientos. Y otro tanto había hecho Natty, a la que, claro está, todos conocían como Nat. En los días que siguieron, a medida que fueron estableciéndose los ritmos de la travesía se nos limitó a un papel que, en el mejor de los casos, podría denominarse de sirvientes (enrollar cabos, fregar cubiertas, pintar amuradas, etcétera), y, en el peor, de ociosos (dormir, mirar, perdernos en ensoñaciones). Natty, debo añadir, era regañada con frecuencia de un modo inofensivo por parecer un chico tan afeminado cuando hacía sus tareas, por más que intentara sacar músculo o enronquecer su voz. Ella se lo tomaba como si ya estuviera acostumbrada a ese tipo de bromas, lo que contribuyó a ocultar la verdad.

Por todo lo que he dicho habrá quedado claro que Natty y yo nos pasábamos juntos casi el día entero, y también casi toda la noche. Pero en nuestra proximidad pervivía cierta reserva. No podíamos permitir que nada de lo que dijéramos estrechara aún más nuestra amistad. Si lo hubiéramos hecho, habríamos puesto en peligro el disfraz de Natty de habernos visto cualquier miembro de la tripulación. Y también (ahora hablo por mí mismo) me hubiera sumido en tal estado anímico que me habría resultado difícil controlarme. Además, a pesar de los cálidos sentimientos que ella despertaba en mí, en aquella época de mi vida mi ánimo me impulsaba más bien a retirarme que a dar un paso adelante, porque de algún modo me daba miedo que las mujeres se burlaran de mí. Al reflexionar sobre el particular muchos años después, sospecho que había dado con una receta exquisita para la frustración. Pero por entonces creía más bien que mi timidez y autodisciplina me ayudaban a fijarme en todo y a disfrutar de todo, a la vez que me libraban de las angustias sobre lo que pudiera pasar posteriormente.

Diez días después de haber perdido de vista Inglaterra, el viento que nos había impulsado desde Londres cesó de golpe y nos sumimos en una calma chicha. Preferiría quedarme tonto y aturdido, o, mejor aún, inconsciente, antes que volver a soportar ese letargo. ¿Cuánto duró? No sabría decir. Tal vez una semana. Tal vez dos. Tal vez una eternidad. Lo bastante, en cualquier caso, para que sintiera que la vida de un marinero era la más desesperante, la más tediosa y la más sin sentido de toda la cristiandad. Nuestras velas colgaban flácidas como sudarios. Un grajo que nos había seguido desde el West Country, con la evidente pretensión de emigrar a América, se pegó a nuestra proa y cerró los ojos. El océano Atlántico, que yo había imaginado como una masa infinita de olas embravecidas, se sumió en un reluciente silencio, que se veía alterado tan raramente por cualquier novedad que la aparición de un tronco, de un poco de espuma o de unos juncos, parecía todo un acontecimiento. ¿Y los hombres? Aunque el capitán procuraba mantenerlos ocupados imponiéndoles tareas como remendar las velas y comprobar las provisiones, poco a poco fueron cayendo en el letargo y de ahí en un estado de ánimo más sombrío.

No resultaba difícil, ni siquiera para alguien tan desconocedor del mar como yo, darse cuenta de que ese ánimo fácilmente podía desembocar en algo más peligroso. Por más que la tripulación respetara a su capitán, y a pesar de que eran buena gente y aceptaban el imperio de la ley, cierta insolencia apareció en su comportamiento. Un hombre se resbaló en las jarcias, otro tuvo que agarrarlo con una mano, y el accidentado recibió un castigo más rotundo del que merecía. Spot, cuyas advertencias periódicas de «No te acerques» resonaban como golpes metálicos, fue amenazado con acabar en la barbacoa por voces que me hicieron temer sinceramente por su supervivencia. Las partidas de dados y cartas, que los hombres jugaban a menudo en cubierta a la sombra de una vela que habían dispuesto a modo de toldo, daban pie a maldiciones más terribles que las que corresponderían al espíritu de un juego. Incluso cuando el capitán nos entretenía tocando su acordeón, sólo unas pocas voces se unían a la suya, y a desgana. Recuerdo una ocasión en que cantó el obsceno fragmento que empieza: «No me vengas…», y en que, para nuestra diversión, se presentó como una mujer pero a nadie pareció divertirle:

No me vengas con palabras dulces, cariño,

no me ofrezcas tu dulzura ni el encanto de un niño;

sé que quieres llevarte todo lo que puedas,

sé que hablas de amor pero vas a dejarme a dos velas.

En otra ocasión nos cantó entera la balada titulada Señorita Anne, sin que nadie más le acompañara:

Cuando mi amada era joven y guapa

la llevé por los campos.

«Dulce doncella», dije, «acuéstate conmigo»;

pero no, no cedía.

La llevé entonces a un robledal

lleno de pájaros cantores.

«Dulce doncella», le dije, «acuéstate conmigo»;

pero creo que ni me oyó.

Luego la llevé a un arroyo serpenteante

salpicado de lisas piedras blancas.

«Dulce doncella», le dije, «cruza conmigo»;

pero ella dijo que fuera solo.

«Dulce doncella», dije cuando me había hartado

de tantos desaires y negativas,

«¿alguna palabra ablandará tu corazón?

Apiádate. Dime cuál».

«Señor», dijo entonces, «el mundo

es todo lo que necesito amar.

Ni pies de barro ni manos de hierro

sino a Dios en el Cielo».

Y por eso suspiro y sollozo

y no tengo compañía;

sólo poseo un corazón sincero que ofrecer

y lo llevo conmigo.

Mientras el capitán cantaba me puse a pensar, como me suele pasar cuando escucho música dulce. En concreto, empecé a reflexionar sobre una lección que me había enseñado nuestra calma obligada, a saber: que todo hombre tiene una tendencia natural a decaer. Otra idea me inquietó también: supe que me equivocaba al suponer que había nacido en unos tiempos más plácidos que los de mi padre. Era posible que los gobiernos y las armadas hubieran empezado a erradicar la piratería que él había vivido, y los tripulantes del Nightingale podían creerse representantes de una especie de salvajes más nobles que el señor Silver. Pero nada se había hecho para cambiar un rasgo fundamental de nuestra naturaleza humana, a saber: la propensión a la brutalidad pasa intacta de generación en generación, y se reproducirá cuando se dé la ocasión apropiada.

La calma en la que languidecíamos era una de esas ocasiones. De tal forma que el trato de los tripulantes entre sí se volvió irascible, degeneró en una especie de recelo enfermizo y no tardó en llegar el día en que Jordan Hands se convirtió sin más en un alborotador. Natty y yo nos enteramos porque estábamos sentados en nuestro sitio habitual, en la chupeta, con la puerta abierta, cuando el contramaestre Kirkby informó al capitán de que, esparciendo mentiras y avivando rencillas, Hands había enemistado a unos tripulantes con otros, aunque siempre se escabullía y se fingía inocente. Aunque no era fácil acusar a Hands de un delito concreto, el capitán lo convocó de inmediato para que se explicara.

Hands soportó el interrogatorio sin mirar ni una sola vez a su acusador, y centró toda su atención en Natty y en mí, que debíamos de parecerle una especie de miembros del jurado, sentados en nuestro banco de la chupeta. Aunque no dijo nada especialmente llamativo, las repetidas e innecesarias referencias a su tío me sorprendieron tanto como si hubieran sido golpes.

—Mi tío —dijo con un particular entusiasmo, mirándome a los ojos— sabía apuntar un cañón para que volara la cabeza de una cerilla a cien metros.

Cuando acabó el interrogatorio, el capitán despidió a Hands con la advertencia de que cuidara su lengua y procurara llevarse bien con sus compañeros, ante lo cual él se limitó a sonreír y luego se perdió bajo cubierta. El capitán parecía creer que su actitud no iba más allá de una leve «fiebre del mar», y yo no era quién para contradecirle.

No obstante, sí que le mencioné mis preocupaciones a Natty cuando acabó el día y nos quedamos a solas en nuestro camarote. Le dije francamente que creía que Hands pretendía hacerme algo. Ella resopló con desdén y luego me aconsejó que no me considerara tan interesante para que Hands se tomara la molestia de hacerme daño. Me pareció que no me quedaba otra que aceptar su crítica. Pero, a la vez, me sabía involucrado en la historia de aquel hombre y yo estaba convencido de que me la tenía jurada. La idea me produjo bastante ansiedad y esa noche no pude dormir, atento a si oía pasos en las escaleras que bajaban desde la cubierta, mucho después de que Natty se hubiera quedado dormida.

Las consecuencias se sucedieron con sorprendente rapidez, porque, en lugar de servir de bálsamo, el consejo del capitán había excitado a Hands todavía más. Al día siguiente lo vi muy temprano, pavoneándose por la cubierta de proa, tropezando con otros cuando podría haberlos esquivado y susurrando insultos que fingía que sólo se decía para sí.

Natty, cuando se lo enseñé, pareció creer por fin que yo no había exagerado el peligro que representaba aquel hombre.

—Ha perdido la cabeza —me dijo, cosa que sin duda creía que la absolvía de su error de juicio hasta entonces.

Le respondí que me parecía que así era. Hands movía la cabeza cuando hablaba, y sus largos dedos, con los nudillos enrojecidos, se retorcían sin parar.

Tal nerviosismo, aunque preocupante, debía ser motivo de compasión. Eso fue evidentemente lo que pensó el capitán, y por eso no hizo que encerraran a Hands de inmediato. Si hubiera observado al hombre más de cerca, habría tomado otra decisión y nos habríamos ahorrado graves problemas. Pero, dicho lisa y llanamente, el capitán parecía un tanto miope a esas alturas de nuestra travesía, porque el refugio de lona bajo el cual los tripulantes jugaban a las cartas y donde a menudo y hacía de las suyas, había sido colocado entre los dos mástiles del Nightingale, de manera que sólo era visible, en parte, para alguien que estuviera en popa, lugar que solía ocupar el capitán. Por esa razón no fue él sino Natty y yo quienes vimos cómo pasó todo, dado que a menudo aliviábamos nuestro aburrimiento deambulando por cubierta, contemplando el paisaje de olas grasientas y horizontes deslumbrantes.

El día que estoy recordando, media docena de marineros había formado un círculo dentro de su improvisada carpa; la mayoría de ellos se sentaba con las piernas cruzadas y se inclinaba hacia delante para hacer las apuestas, echar sus cartas o recoger sus ganancias. (Esas apuestas y ganancias se hacían con canicas o trozos de hueso y otras fichas que representaban la parte del tesoro que supuestamente acabarían consiguiendo). Hands formaba parte del grupo aunque se mantenía aparte del círculo, como tenía por costumbre, mientras contemplaba el desarrollo del juego y hacía comentarios de vez en cuando, siempre despectivos. El calor de la tarde y la somnolencia que sentíamos todos hacían que nadie les diera importancia ni se ofendiera, al menos al principio.

Natty y yo seguimos nuestra ronda, saltando sobre los hilos de alquitrán allá donde el calor los había fundido haciendo que burbujearan entre los tablones de cubierta. Chof, chof, nos llegaba el sonido del océano al rozar el casco. Crac, crac, crujían las jarcias. Gruf, gruf, replicaban los mástiles. Nuestras mentes embotadas se adormecían cada vez más pese a que estábamos despiertos, y poco a poco bajamos la guardia. Primero dejamos de estar alerta y luego nos despistamos por completo, porque ni me di cuenta de la transformación que se había producido en la escena que estaba contemplando.

Relatos posteriores dejaron claro que Hands había insultado con especial saña a uno de sus compañeros, un pelirrojo llamado Sinker, cuya falta de sentido del humor era notoria; tal vez se burló de su nombre por las alusiones de éste a un peso muerto o lastre. Y Sinker reaccionó con un insulto equivalente, momento en el cual se interrumpió de golpe la partida de cartas y el círculo se deshizo. Hands y Sinker se acuclillaron uno frente al otro, con los pies descalzos firmes sobre la cubierta, los brazos caídos y cada uno blandiendo un cuchillo.

En cuanto los vi, me adelanté corriendo con Natty y el contramaestre Kirkby. El capitán, que debía de haberlos visto entre los mástiles, no tardó en unirse a nosotros. A esas alturas se había hecho un silencio sepulcral entre los tripulantes, de manera que se oía con toda claridad cómo los dos hombres arrastraban los pies sobre las tablas, y la voz del capitán, cuando por fin habló, sonó como una trompeta.

—¡Basta ya! —bramó, poniéndose en jarras y echándose hacia atrás la delantera del gabán para dejar al descubierto la espada que colgaba de su cintura. Su rostro mostraba una expresión de autoridad que recordaba a todos que el Nightingale era su barco y estaba sometido a su ley.

El hecho de que ni Hands ni Sinker le prestaran la menor atención sólo sirvió para acrecentar su ira.

—¡Basta ya! —repitió aún más alto—. ¡Dejadlo ahora mismo y olvidémoslo todo!

Me di cuenta (porque vi un destello de color negro, como una sombra, que se alejaba) de que nuestro sociable grajo se había asustado tanto por el alboroto que había dejado su sitio en la proa y volaba entre las jarcias. Sinker, que estaba empezando a recuperar el control, permanecía inmóvil. Pero Hands parecía haber perdido el norte por completo y continuaba su amenazante merodeo. Supongo que no debería haberme sorprendido, dado lo que ya sabía de su antepasado. Supongo, también, que no debería haberme pillado desprevenido su siguiente acción, que, debo reconocerlo, me dejó de piedra. Se volvió despreocupadamente hacia todos los que le mirábamos, estudió nuestros rostros, entonces se fijó en el mío y me dedicó una sonrisa sarcástica, como si dijera: «Te estoy castigando a ti, Jim Hawkins. A ti. A nadie más».

Hands se volvió otra vez contra Sinker, se apartó el pelo de los ojos y se pasó el arma con gesto hábil de una mano a la otra. Tras unos amagos de pinchazos y fintas dijo, más dirigiéndose a mí, me pareció, que a Sinker:

—Me has engañado.

Su voz no sonó excitada en lo más mínimo, sino natural. Es más, puede que no le decepcionara el murmullo que se levantó a su alrededor y hasta puede que creyera que se trataba de una muestra de comprensión. Hubo ciertamente un instante en que casi se irguió del todo y movió los hombros, un gesto que me pareció un preludio de la paz y de un apretón de manos, como el final de la partida de cartas.

Me equivoqué. Hands no estaba abandonando. Simplemente había encontrado una ventaja. Se dejó caer hacia la izquierda aferrando el cuchillo con más fuerza (lo noté al ver cómo se le ponían los nudillos blancos) y entonces se abalanzó hacia delante.

La pechera de la camisa de Sinker, que hasta entonces había caído suelta de sus huesudos hombros, de repente se tensó y se le pegó por encima del corazón, como si se le hubiera enganchado en una espina. Alrededor de la espina apareció una flor de sangre. Sinker se quedó inmóvil, con el cuello torcido para mirar su herida, y pareció que le sorprendiera, tanto como a los demás a juzgar por la parálisis que se había adueñado de todos nosotros. Al cabo de un momento, con una asombrosa lentitud, agarró el puño del cuchillo e intentó arrancarse la hoja del cuerpo. Como no podía, asomó en su cara un gesto de irritación, pero muy leve, como si anunciara que bajaría por las escaleras hasta la cocina dentro de un momento para consolarse comiendo una galleta. Entonces su expresión se transformó en una máscara de tristeza y sus piernas cedieron bajo su cuerpo. No hizo el menor gesto de protegerse de la caída y su nuca golpeó ruidosamente sobre la cubierta; dos de sus compañeros corrieron hacia él y se arrodillaron a su lado. Uno le tomó el pulso, luego nos miró a los demás y frunció los labios.

Mi primer muerto.

Estaba tan absorto en la escena que no tenía ni idea de lo que seguiría. Pero mientras miraba a Sinker donde se había desplomado, me di cuenta de que debería preocuparme por si Hands se volvía contra los demás, y, en especial, contra mí, para seguir dando rienda suelta a su locura. No se me iba de la cabeza la imagen de las plantas de los pies de Sinker, que se inclinaban hacia mí, manchadas con botones blandos de alquitrán, y agrietadas como el lecho seco de un arroyo. Cuando alcé la vista, descubrí que Hands también se había sumido en un ensimismamiento similar. En lugar de perseguir nuevas víctimas, se había quedado quieto, agotado, con el cuerpo entero tan inútil como las velas que pendían flácidas sobre nuestras cabezas.

En ese estado de sopor, resultó muy fácil que un par de tripulantes le agarraran, siguiendo las órdenes del capitán. También les fue fácil llevarlo bajo cubierta y encerrarlo allí, mientras otros recogían el cuerpo de su amigo y lo depositaban en un largo saco tras desclavarle el cuchillo del pecho.

Cuando todo eso hubo acabado, descubrí que había recuperado parte de mi energía, la suficiente, en cualquier caso, para coger a Natty del brazo y llevarla a estribor del Nightingale, desde donde podíamos contemplar el agua limpia lamiendo el casco. Nuestro silencio no se debía tanto a que no tuviéramos nada que decir sino a que teníamos demasiado, aunque, por mi parte, no sabía muy bien qué exactamente. Había visto a la Muerte por primera vez. Había sentido cómo se abría la cálida superficie de mi propia vida, y había atisbado algo frío abajo. Eso era evidente, pero quedaba una pregunta sin responder: ¿había sido testigo de una especie de pesadilla aberrante o de una verdad incuestionable?

La cara de Natty, con el reflejo de la luz verdosa de las olas, no dejaba entrever si ella se estaba planteando la misma pregunta. Igual que había hecho cuando me llevó en barca río arriba, y de nuevo cuando nos habíamos sentado con su padre en su puente de mando, se guardaba sus pensamientos para sí. Podía permitirme sentir que compartíamos una vaga afinidad, pero comprendí que si quería que ella sintiera algo más por mí, tendría que reclamar su interés de forma más activa.

Podría parecer antinatural pensar semejante tipo de cosas cuando acababa de producirse un asesinato. Pero si quiero hacer un relato fiel de mi aventura, debo reconocer que, en esa circunstancia concreta, sentía más curiosidad que ternura. Y mi curiosidad llegó a la fascinación cuando el capitán, tras hablar con el contramaestre Kirkby, lo mandó a popa a interrumpir la tranquilidad que yo disfrutaba con Natty y nos informó de que requería nuestra presencia.

Me molestó un poco su tono, porque sonó como una orden y yo estaba acostumbrado a hablar con el capitán en términos amistosos. Pero comprendí que se trataba de una emergencia, y acompañé de buena gana al contramaestre hasta el combés, donde habían depositado el cuerpo de Sinker. Se había hecho con el mayor respeto posible, pero todo destilaba cierto aire rutinario: el hombre vestía la ropa que llevaba cuando lo habían asesinado, la sangre todavía estaba húmeda sobre su camisa, y su pelo lacio se agitaba sobre su cara. Su ojo derecho, que no se había cerrado del todo, parecía echar una última y furtiva mirada al mundo y por eso se daba cuenta de que el saco en el que lo habían metido estaba sucio y conservaba todavía trocitos del grano que había contenido.

El capitán estaba un poco alejado del cadáver, mientras que los demás formamos un semicírculo enfrente. Nos informó sin más dilación de que tenía dos tareas que cumplir, y la primera era dar sepultura a Sinker. De un bolsillo de su gabán extrajo un pequeño libro de oraciones, que, me fijé, estaba muy manoseado y tenía varias hojas sueltas. Tras encontrar el servicio que buscaba, se acercó el libro a la cara y empezó a leer. Su voz se desplazó rápidamente por las palabras, lo que dejaba bien claro que no le gustaba la tarea que estaba realizando, y cuando llegó al pasaje que decía que se entregaba el cuerpo de nuestro compañero a las profundidades, miró fija e intencionadamente al contramaestre Kirkby y al señor Tickle. Al ver la señal, cogieron al pobre Sinker e hicieron honor a su nombre. Lo levantaron en el saco, lo balancearon sobre la borda y lo soltaron. Los demás supimos que había empezado una vida mejor cuando oímos el golpe de su cuerpo al chocar contra el agua.

Antes de que el silencio se asentara del todo, el capitán ya se había guardado el libro de oraciones, se enderezó el sombrero, se aclaró la garganta y pidió que trajeran a Jordan Hands a cubierta. Al hacerlo, vi claramente que su premura no se debía a que no respetara lo que acababa de hacer, sino que era un signo del nerviosismo que le producía lo que venía a continuación, porque implicaba otro tipo de prueba y confrontación, más arduo si cabe.

Al cabo de un momento, Hands estaba frente al capitán; llevaba las muñecas atadas y el contramaestre Kirkby y el señor Tickle se mantenían atentos, uno a cada lado. A pesar de todo, Hands echó la cabeza hacia atrás y sacó la punta de la lengua. Me fije en que, desde que se lo habían llevado de cubierta, se había puesto una venda alrededor del pulgar, donde se había cortado durante la pelea.

El capitán seguía sonrojado y serio, como vi cuando se quitó el sombrero y se lo puso bajo el brazo, con un gesto que indicaba que no sólo estaba al mando del Nightingale sino del mundo entero. En ese instante, una débil ráfaga de viento —la primera que sentíamos desde hacía muchos días— hinchó las velas e hizo que se tensaran. El barco cabeceó inmediatamente y la línea del horizonte a espaldas del capitán desapareció y luego volvió a alzarse a la vista. Aunque estaba ensimismado en la escena que tenía lugar ante mí, no dejé de reparar en que uno de los tripulantes (un hombre refinado llamado señor Lawson) se apartaba del grupo y corría a popa, para hacerse cargo del timón, supuse, pues era obvio que la calma había acabado y pronto reemprenderíamos la travesía.

El cambio produjo un murmullo ondulante entre los hombres y varios se volvieron a mirar hacia atrás, donde el sol ya quedaba oculto por las nubes. El capitán se pasó los dedos de una mano por el pelo, pidió que le escuchásemos y acabáramos de una vez con lo que habíamos empezado. Habló con la misma rapidez que antes había leído, pero, al menos ahora, tenía la justificación de que el barco requería que se apresurara.

—Caballeros —empezó, lo que hizo que más de un marinero alzase las cejas, pues ninguno de ellos se tenía por tal—. Caballeros, seré breve pero, espero, no descuidado. Con la potestad que me confiere ser el capitán de este barco, les pido que sean testigos de que Jordan Hands está acusado del asesinato de Robert Sinker, y que tengan constancia de que pretendo mantenerle como prisionero y encadenado hasta que regresemos a Inglaterra, donde será entregado a la justicia para que haga frente a la sentencia que imponga la ley.

Otro murmullo ondulante, esta vez más lúgubre, recorrió a los hombres, y no lo supe interpretar tan fácilmente como el anterior. Lo primero que pensé fue que no entendían la decisión del capitán, aunque a mí me parecía bastante razonable. Lo segundo, que se vio confirmado por el hecho de que el contramaestre Kirkby y el señor Tickle se acercaron más a Hands, fue que los demás deseaban ver un castigo inmediato. Y debo confesar, aunque no diga mucho en mi favor, que yo mismo me sentía intranquilo ante la perspectiva de proseguir nuestra travesía con un asesino pululando entre nosotros, dispuesto a huir en cualquier momento o a hacemos más daño.

En cuanto al prisionero, parecía haberse envalentonado desde que cometiera el asesinato, y se mantenía en sus trece, seguro de sí, mirando a su alrededor con más confianza. Me llevó a pensar que, al cometer aquel acto perverso había vuelto a ser él mismo, cosa que me pareció una posibilidad pavorosa.

—Llévenlo abajo —ordenó el capitán, que acabó oportunamente su argumentación. Él había interpretado la inquietud de sus hombres como un si no de su acuerdo no se había fijado o no había querido fijarse, en el cambio que había experimentado el propio Hands. Sin esperar a ver cumplidas sus órdenes, se encasquetó el sombrero en la cabeza, comprobó los botones del gabán y se dirigió hacia la popa, donde apartó al señor Lawson y se hizo cargo del timón.

Cuando se marchó, la mayoría de los tripulantes también se dispersaron para cumplir con sus tareas, porque los imbornales del Nightingale ya se sumergían en el oleaje. Las botavaras tiraban de sus matones, el timón daba bandazos y el casco entero crujía, rechinaba y se agitaba como una fábrica. Algunos hombres se pusieron a tensar cabos, otros cerraron pestillos de puertas y solapas de lona, y otros desaparecieron en sus alojamientos para asegurar todo bajo cubierta. Natty y yo ocupamos nuestro sitio en la chupeta, donde Spot nos saludó diciendo:

—Con cuidado, con cuidado. —Consejo al que debería de haber hecho más caso que el que le hice.

Aunque apenas hacía un momento que había acabado la escena judicial, el cielo ya estaba totalmente cubierto. El océano, que había permanecido tan inmóvil como la superficie de un ojo, y había parecido igual de denso que ésta, empezaba a contorsionarse con grandes olas, algunas de las cuales ya estaban perfiladas de blanco. Un viento continuo, salpicado de lluvia, se había adueñado de todas las velas que estaban desplegadas, y el sonido que producían al estirarse y tensarse parecía maravilloso. Sólo nuestro grajo invitado parecía desconcertado por los cambios, pues lo habían expulsado de su sitio entre las jarcias y ahora nos sobrevolaba emitiendo una sucesión de comentarios dolidos. Spot, que debía de oírlos con la misma claridad que nosotros, cerró los ojos rojos y fingió indiferencia.

El repentino ajetreo dio a Hands la oportunidad que necesitaba. De haberle visto durante lo que podría llamar «la lectura de cargos», cualquier observador habría pensado, como yo, que las cuerdas que ataban sus muñecas estaban cogidas por quienes le vigilaban a ambos lados. Pero no era así, lo que le permitió cierto margen de libertad, incluso mientras se encaminaba hacia la escalerilla. Tanta que en lugar de seguir dócilmente hacia donde le habían indicado, nos sorprendió a todos saltando a un lado para acabar encima de una de las bordas que recorrían los costados del Nightingale. Allí, a pesar del movimiento cada vez más acelerado del barco que tenía a sus pies, mantuvo el equilibrio y tensó los hombros como un orador que se dispusiera a hablar. Todos interrumpimos lo que estábamos haciendo, fuera lo que fuese, y le miramos.

Durante un instante creí que estaba a punto de desenmascarar a Natty y revelar que era una jovencita, o quizá de delatarme a mí como hijo de quien era. Pero su diatriba fue más general.

—¿Por qué? —nos preguntó a todos—, ¿por qué tendría que sufrir en la oscuridad para acabar muriendo en Inglaterra? —Su voz sonaba tan desangelada como su cuerpo, y pronunciaba una palabra tras otra con una extraña languidez, como si estuviera borracho—. Mi vida es mía —prosiguió—, yo elijo si la conservo o la pierdo, no pienso entregárosla a ninguno de vosotros para que decidáis por mí. —Hizo una pausa y clavó la mirada en el capitán, en concreto en su cuello, como si quisiera rajárselo. Tras aquel destello de odio, recorrió la cubierta con la mirada hasta que dio con mi rostro en una ventana de la chupeta. Su mirada hizo que me encogiera como un niño ante su maestro.

—Jim Hawkins —me gritó con el mismo tono, arrastrando las palabras—. Había esperado que nuestras vidas corrieran paralelas durante un tiempo, y nuestra enemistad acabara de una vez para siempre…, o eso había pretendido. —Su mirada no se apartó de mí mientras lo decía, aunque, en la confusión del momento, apenas podía entender sus palabras—. Sea como fuere —prosiguió la voz, con una sinceridad que la hacía aterradora—, todavía me queda aliento suficiente para maldecirte. Y eso es lo que hago, Jim Hawkins. Te maldigo. Que cuanto desees sea un tormento para ti, y que todo lo que consigas sea veneno.

Dicho lo cual, cuando parecía estar cogiéndole gusto y que se iba a alargar unas cuantas frases más, cerró la boca, la punta roja de su lengua desapareció y su cuerpo entero se levantó en el aire como si un viento le hubiera alcanzado de lleno. Quedó suspendido un instante, con los faldones de la camisa aleteando detrás de él, y luego cayó silenciosamente y se perdió de vista.

Todos los que pudimos precipitarnos hacia delante lo hicimos; como fui uno de los últimos en llegar al lugar por donde había desaparecido, tuve que hacerme sitio entre los hombres para ver el último acto del drama. Hands estaba erguido sobre el agua, como una estatua de madera, subiendo y bajando entre las escarpadas olas grises. Tenía los ojos muy abiertos y miraba a todas las caras mientras las corrientes se lo llevaban a lo largo de un costado del barco. Tras ese momento de duda habló de nuevo, o, más bien, gritó:

—Yo te maldigo. Te maldigo. Te maldigo. Te maldigo.

Ninguno de nosotros hizo el menor gesto de arrojarle un cabo, que, en cualquier caso, no habría podido coger, sino que nos quedamos mirando en silencio mientras el viento nos alejaba rápidamente de él. Casi me había decidido a correr hasta popa para verle desvanecerse del todo, pero cuando empecé a moverme, Natty me puso la mano en el brazo.

—Déjalo —me susurró—. Déjalo.

Al poco había desaparecido de nuestra vista y no nos quedaba nada que ver salvo la inmensa desolación de las aguas vacías.