11 - La despedida del marinero

El Támesis había sido para mí una especie de amigo íntimo durante toda mi vida, sus marismas fueron mi guardería, y sus mareas, mi educación. Pero, una vez que el Nightingale hubo dejado atrás mi hogar, me encontré navegando por un paisaje que pocas veces había visitado. Los horizontes se perdían casi en el infinito, y esa tarde, a medida que la luz del día se desvanecía y las nubes se adensaban, el mundo parecía muy vacío y lúgubre. Las casas iban espaciándose, pasando de pocas a esporádicas hasta desaparecer por completo. Las orillas a ambos lados se hundían en montículos de fango. El agua se encrespaba al acercarse a mar abierto. Desde mi puesto de vigía en la popa, imaginé que las olas que se alzaban para recibirnos eran una armada imaginaria, formada por todos los enemigos que había conocido Inglaterra —vikingos, romanos, daneses, normandos, franceses, españoles, holandeses—, que avanzaban río arriba en una fuerza única, hacia Londres, donde propagarían el dolor y la miseria.

Natty no pareció percibir el cambio en mi estado de ánimo y seguía mirando alrededor con viveza y haciendo comentarios sobre cada campo, cada granero y cada campesino que veía con una especie de asombro. Eso me dejó claro que, por más que amara a su padre, se alegraba mucho de librarse de él, y no había tardado en encontrar un modo de quitárselo de la cabeza. Spot, cuya jaula había colgado de una clavija en la chupeta de manera que se balanceaba al ritmo del barco, también parecía tranquilo y silbaba a los tripulantes cuando pasaban cerca, o de vez en cuando pedía: «Un trocito de queso, un trocito de queso».

Por su parte, el capitán Beamish era un hombre práctico en todo lo que hacía y decía: debido a la concentración mientras nos deslizábamos por aquella transitada corriente, sólo hablaba cuando tenía que dar órdenes. Sin embargo, en cuanto salimos del estuario y navegábamos por las aguas que latían más tranquilas del canal, a lo largo de la costa de Kent, empezó a mezclar las instrucciones con comentarios sobre nuestro avance (que parecía desarrollarse sin contratiempos) y sobre cualquier cosa que sucediera que llamara su atención en la orilla, incluida una especie de feria, o circo, que había levantado sus carpas en un tramo de la costa, y cuyas luces titilaban llamativamente sobre el agua oscura.

La tripulación realizaba sus labores con tal entusiasmo que parecía cumplidas por instinto. Eso se hizo evidente cuando largamos velas —mayor, gavia y juanete— en los dos palos, e incluso la del bauprés para darnos impulso. Nada en mi experiencia previa con el río me había preparado para un espectáculo tan grandioso, dado que yo sólo había conocido botes de remos y pequeñas embarcaciones por el estilo. Ahí, de golpe, el cielo entero parecía tallado en rectángulos y cuadrados sólidos, cada uno de ellos con vida propia pero que aun así nos pertenecían, que se hinchaban y nos impulsaban siguiendo nuestras órdenes, otorgando tal velocidad a nuestra navegación que el Nightingale parecía volar sobre la superficie de las olas en lugar de surcarlas.

Cuando estuvieron desplegadas, varios marineros permanecieron atentos a la mínima variación en las condiciones atmosféricas, preparados para hacer cambios si surgía la necesidad. El resto de los tripulantes disfrutaron entonces de mayor libertad, así que, cuando anocheció, algunos se reunieron en la proa del barco, donde colgaron dos o tres linternas y empezaron a charlar. Lo hicieron con tal tranquilidad que empecé a creerme lo que Natty me había contado acerca de que eran buena gente.

Aquella tranquilidad resultaba especialmente asombrosa porque, al fin y al cabo, nuestra travesía no era otra cosa que la búsqueda de un tesoro, y, por tanto, parecía destinada a producir un grado excepcional de emoción. Y es cierto que casi todas las conversaciones en la cubierta, incluida esa primera que oí a hurtadillas, acababan siempre en el mismo tema, que era la plata. Mis compañeros sabían por el capitán que la mayor parte iría a manos del señor Silver, nuestro armador; también les habían asegurado que un porcentaje se repartiría entre ellos como pago y recompensa cuando el viaje acabara.

El hombre con barba de tejón que yo había visto supervisar la carga de nuestras provisiones y que, según me enteré, atendía al nombre de contramaestre Kirkby, estaba empeñado en enfriar las expectativas al respecto. Insistía (y a mí me parecía bastante razonable) en que el grueso del tesoro ya había sido sacado de la isla durante la visita de mi padre. Había otros reacios a creérselo o que interpretaban «una modesta riqueza» como un considerable tesoro, y nadie parecía tan convencido como el hombre que menos hablaba, pero a quien vi entrelazarse una y otra vez los dedos y luego soltárselos para acariciarse la cicatriz debajo de su oreja mutilada.

—¿Quién es? —le pregunté a Natty ladeando la cabeza. A esas alturas estábamos alejándonos de la costa de Sussex, ya bien encaminados, con las velas muy hinchadas.

—Jordan Hands —dijo inmediatamente y se caló el sombrero hasta que el ala le tocó las cejas—. Es el sobrino de Israel Hands. —Lo dijo sin ningún énfasis, como si me estuviera diciendo el precio de los arenques.

—¿Israel Hands? —repetí desconcertado—. ¿El hombre al que mató mi padre?, ¿el Israel Hands que fue artillero del capitán Flint en los viejos tiempos?

—El mismo.

La miré fijamente, todavía sin poder creérmelo, pero ella evitó mi mirada y continuó diciendo con bastante calma:

—Jordan es un marinero joven y meticuloso, y no tienes nada que temer. No es como su tío. No te guarda rencor, me lo aseguró mi padre. Además, mi padre lo escogió para el viaje, así que tiene que estar aquí.

—Pero me habías dicho que había sido el capitán el que había elegido a toda la tripulación —me quejé.

—Y es verdad —respondió Natty—; a todos menos a Jordan.

—Él debe de saber quién soy —proseguí—. Se lo contará a los demás.

—No creo que esté entre en sus planes —replicó Natty—. Si así fuera, ya se lo habría contado. Estás dándole demasiada importancia, Jim; no hay motivos para preocuparse. El capitán está satisfecho.

Lo dijo con cierta arrogancia, como si yo fuera estúpido por pensar que aquello podría suponer un inconveniente. Pero no pude evitar que mi sorpresa se transformara en algo parecido a la ira.

—¿Cómo sabes que no me guarda rencor? —pregunté—. Por su manera de mirarme, yo diría que le gustaría verme frito.

Natty cruzó los brazos y dio la espalda al viento; su cara resplandeció débilmente a la luz de las linternas.

—Es un hombre triste —dijo—, nada más. Se relaciona igual con todos.

—Que es como no relacionarse con nadie —respondí—. Mi padre hablaba de Israel Hands más que de cualquier otro de los tripulantes que nos precedieron, sin contar a tu padre. Era un asesino, nada más.

—Israel fue compañero de mi padre —dijo Natty—. Pero él no… —Hizo una pausa y se mordió el labio por dentro—. No se adaptó como mi padre.

—¿Que no se adaptó? —repliqué rápidamente—. No pudo adaptarse porque acabó en el fondo del mar. Porque mi padre lo mató.

Esperaba que Natty mostrara cierta comprensión ante el comentario, a ser posible por mi padre y porque lo había hecho para salvar su vida. Pero no dijo nada. Se limitó a negar con la cabeza, para dejar claro que todo lo que yo había dicho no era más que una exageración que no podía tomarse en serio.

Yo también sacudí la cabeza. Me sentía engañado, forzado a asumir un peligro cuando no había necesidad de correr ninguno. Pero ya no podía hacer nada para evitarlo, salvo mantenerme alerta. Alerta y, si no quería estropearlo todo entre Natty y yo, dejar pasar el asunto, cosa que hice inmediatamente. Al mismo tiempo, me pareció que había sido desconsiderado por su parte, y sorprendente por parte del capitán, el que ambos dieran por supuesto que contarían con mi aquiescencia en una cuestión tan delicada. Me dejó bien claro hasta qué punto los dos eran siervos del señor Silver. La fuerza de la personalidad de aquel viejo seguía siendo extraordinaria, aunque su cuerpo ya no lo fuera.

Cuando concentré de nuevo mi atención en los demás tripulantes, vi que casi habían acabado de darle vueltas al tema del tesoro, salvo para recordarse unos a otros que el capitán Flint había dejado los lingotes de plata a la vez que depositaba el mayor tesoro, el que mi padre ya se había llevado. El tono tan bajo con el que hablaban de lo que esperaban descubrir apenas se parecía a la avaricia desbocada que mi padre había presenciado en su propio viaje. Más bien confería una cualidad mágica, incluso una luminosidad, a todo lo que decían; creo que ellos sentían que las palabras resplandecían en sus bocas mientras hablaban, del mismo modo que se imaginaban los lingotes brillando en su escondrijo debajo de la arena.

Ese tipo de ensoñaciones se acabó cuando el señor Tickle (en el que me había fijado antes por su pipa amarilla y su barba rizada) sacó el tema de los abandonados, los tres piratas que fueron dejados allí por la Hispaniola. El señor Tickle se preguntó en voz alta qué habría sido de ellos.

—Serán esqueletos —respondió el contramaestre Kirkby bruscamente, y con eso delataba que no le gustaba pensar en lo que deberían de haber sufrido.

—Serán jardineros —dijo otro que se llamaba señor Stevenson, un escocés muy delgado que solía estar encaramado en la cofa, donde hacía de vigía.

—Se habrán comido unos a otros —dijo el señor Allan, un comentario que los demás, a juzgar por sus risas, consideraron una prerrogativa del cocinero. Pero cuando se hubieron disipado esas risas, otra voz, la de Jordan Hands, añadió lo que pensaba; era la primera vez que le oía hablar:

—Lo más probable es que hayan prosperado —dijo. Hablaba en voz baja, pero muy clara, como si sus comentarios se basaran en un conocimiento de primera mano y no en meras conjeturas (lo cual, ni que decir tiene, era imposible)—. Les dejaron con una buena provisión de pólvora y municiones, además de unas cuantas medicinas y otras cosas básicas como herramientas, ropa, una vela de repuesto y una braza o dos de cuerda. Además, según tengo entendido, también con una generosa cantidad de tabaco. —Se interrumpió para tragar con un chasquido reseco—. Y la mayor parte de salazón de cabra, que podrían ir comiendo mientras capturaban a los animales propios de la isla, además de aprovechar las bayas y las ostras. Oh, sí, habrán prosperado, no cabe la menor duda. Y prosperado a lo grande, espero.

Ese veredicto hizo que a todos les recorriera un escalofrío, y aunque la luz del día ya había desaparecido del firmamento, pude ver la decepción que apareció en aquellos rostros mientras asimilaban la idea de que la isla tal vez no fuera suya y, menos aún, exclusivamente suya.

El señor Allan intentó animarlos repitiendo «carne de cabra, bayas y ostras» un par de veces más, con un murmullo de admiración como el que se esperaría de un cocinero. Pero su buen ánimo fue en vano y la conversación terminó. Al cabo de un momento, los hombres habían encontrado la excusa de algún trabajo pendiente, y la larga cubierta se vació, con la excepción del capitán, al timón, y Natty a mi lado. Entonces Natty dijo que se iba al camarote y bostezó para dejarme claro por qué, antes de desear buenas noches a Spot en la chupeta, cubrir la jaula con su tela naranja, y desaparecer seguidamente hacia la escalerilla.

La precipitación con que todos partieron fue sorprendente. Pero la novedad de la situación, y mi alegría al verme solo, sin nadie más, me persuadieron de que debía agradecerlo y aprovechar la ocasión para evaluar cómo iban las cosas. En consecuencia, me adelanté hasta la proa del Nightingale, más allá del alcance de la luz de las linternas, desde donde podía contemplar el mar que rielaba ante nosotros.

Me asaltó una sensación de gran soledad, que obviaba la presencia del capitán en el timón o del señor Stevenson en lo alto, donde había subido para hacer la primera guardia nocturna, o de la docena de cuerpos cálidos de abajo, incluido el de Natty. Me dije que se debía a que, por primera vez en mi vida, tenía una idea cabal de la inmensidad del mundo, y también de su indiferencia. Nuestra proa se abría paso entre las olas con una gracia maravillosa, pero nada sabía de aquella maravilla. La luna, que empezaba a ascender entre las nubes, marcaba el tiempo de nuestro avance, pero nada sabía del tiempo. Las olas batían produciendo una delicada combinación de colores, crema y marrón, y azul y negro, pero nada sabían de la delicadeza.

Todo eso podría haberme resultado alarmante, pero me llenaba de una profunda sensación de paz. Mantuve los brazos rectos a los costados y dejé que la brisa me salpicara el rostro y el pecho, limpiándome de cuanto me había abrumado en mi vida anterior. Al hacerlo oí una melodía, me volví y vi que el capitán estaba tocando el acordeón. Era una antigua versión de Quince hombres sobre el cofre del muerto y el Yo jo jó y una botella de ron que se cantaba en la Hispaniola. La bebida y el diablo habían puesto fin hacía mucho a esas interminables y viejas baladas. La canción del capitán era La despedida del marinero, una tonadilla de amor que todos aprenden de jóvenes cuando empiezan a salir al mar, y que él tocaba apoyado en el timón:

Adiós, mis dulces damas de Inglaterra, adiós mis playas,

mis pensamientos seguirán con vosotras adondequiera que vaya;

en tormentas o bajo el sol, con lluvia o con sequía,

mi única esperanza es volver a veros algún día.

El amor que me disteis me llevo,

vuestro cariño y belleza en mi memoria renuevo;

sus recuerdos perduran, y ojalá nunca perezcan

hasta que las aguas, la luz de las estrellas y la tierra se desvanezcan.

La voz del capitán sonaba profunda y sincera, y la canción me hizo pensar en el pasado: las ideas que había tenido, o más bien lo que había sentido, sobre mi madre y mi padre y la tierra donde había nacido. Revivieron intensamente en mí durante varios minutos, pero pronto su belleza se tornó insoportable. Le di las buenas noches al capitán y fui raudo bajo cubierta, donde la oscuridad parecía más acogedora. Cuando miré el rostro de Natty sobre la almohada, me dio la impresión de que dormía, así que la estuve contemplando en silencio un momento, admirando la belleza oscura de su cara, sobre todo sus ojos cerrados, que parecían temblar bajo sus párpados como si fueran conscientes de mi atención. Me produjo una deliciosa sensación de estar conspirando, y, al mismo tiempo, de desconcierto. Al poco subí por la pequeña escalera, me tumbé en mi litera y cerré los ojos con fuerza.