10 - El capitán y la tripulación

Nuestro capitán era un hombre cuyo buen corazón se traslucía en su cara afable, pero ¿y los demás a bordo del Nightingale? Natty había insistido en que no eran el mismo tipo de hombres que habían navegado en la Hispaniola con nuestros padres; pero la docena aproximada que trabajaba en ese momento detrás de mí parecía una pandilla de armas tomar, por así decirlo. El mayor era el contramaestre, un viejo marinero moreno, de pecho ancho y con una barba lisa como el pelaje de un tejón; estaba supervisando los trabajos. A su lado había un tipo mucho más desgreñado, con pendientes en ambas orejas y una pipa corta amarilla que sobresalía entre la pelusa gris y descuidada que le cubría la cara. Otro, de quien supuse que era el cocinero porque llevaba puesto un delantal que ya estaba manchado de salsa, parecía tan flaco y delicado que me pregunté si alguna vez comeríamos como es debido. Un cuarto tripulante que llamó mi atención estaba trabajando junto a las escalerillas que conducían bajo cubierta, y cuando los demás empezaron a cantar una canción, volvió la cabeza hacia un lado para mostrar que no le apetecía unirse a ellos. Al hacerlo, me fijé en su oreja mutilada y le reconocí como el hombre que había visto en el Catalejo. Me dije que debía de haberle juzgado mal, pues no me imaginaba que el capitán contratara al tipo de persona por el que lo había tomado en la posada.

He hecho que lo anterior suene como un largo examen, pero nada más lejos de la realidad, se trató tan sólo de una ojeada, que se interrumpió en cuanto el capitán dejó de estrecharme la mano.

—Muy sensato —dijo con el acento ondulado típico del West Country—. Nuestro asunto puede esperar un poco. Siempre que tenga lo que necesitamos; es lo único que quiero saber. Quédeselo un poco más.

Se refería al mapa, claro, que nunca había tenido intención de negarle. Pero ahora que me habían concedido el derecho a guardarlo en secreto, fingí que siempre había pretendido ser discreto y cambié de tema.

—Usted es de Bristol, señor —le dije.

—De cerca. ¿Lo sabía?

—La familia de mi padre es de allí —aclaré—. Habla como usted.

—Su padre… —dijo despacio el capitán, regodeándose en la palabra como había hecho antes—. Bien, debe de ser un hombre que lleva el mar en las venas. ¿Qué corre por las suyas, joven?

Con otro tono de voz habría sonado como un desafío. Pero lo cierto es que pronunció la frase con afabilidad, aunque con el filo suficiente para verme obligado a mirar a Natty en busca de confirmación. Había estado observando mi charla con el capitán como si fuera mi mecenas y protectora, y ahora, la sensación de que me penetraba con la mirada y me leía los pensamientos hizo que me cuidara de no dármelas de lo que no era; ella me lo habría reprochado más tarde.

—No tanta sal —dije—; agua dulce, quizás.

El capitán se rió y me dio una palmada en el hombro, que interpreté como si él supiera que yo iba a enfrentarme a toda clase de sorpresas desconocidas para mí y que más valía que me fuera preparando.

Natty, creyendo que aquello ya había sido presentación más que suficiente, intervino:

—¿Cuándo zarpamos? —preguntó.

El capitán entrecerró los ojos, como si no estuviera acostumbrado a preguntas tan francas, luego se mordió la lengua y reprimió las palabras que hubiera pensado responder en un primer momento; estaba recordando que se encontraba delante de la hija del señor Silver, del representante del patrón en el barco. Eso me hizo ver que el capitán era un hombre con ideas propias que, sin embargo, respetaba a la autoridad superior. Y también vi que tenía buen humor, porque empezó una especie de interpretación teatral mirando al sol, luego paseando la vista por toda la cubierta, por las alturas de los mástiles y entre las jarcias, y finalmente se fijó en la dirección del viento, antes de volverse hacia Natty y decirle:

—En menos de una hora —como si hubiera tomado la decisión en ese mismo instante.

—¿Tan pronto? —pregunté, aunque no sonó como un comentario muy entusiasmado que se diga, y no era ésa mi intención.

—Tenemos todo lo que necesitamos —dijo el capitán—. Ahora que está usted aquí, señor Hawkins, tenemos cuanto necesitamos.

Dicho lo cual se adelantó un paso, como si ya no pudiera reprimir su curiosidad, luego miró a su alrededor. Yo le imité y vi que la tripulación seguía ocupada con las labores de carga. Sólo nos observaban un par de ojos, los del mismo tipo con cicatrices que merodeaba cerca de la escotilla que cubría las escaleras. Habría preferido que no estuviera allí.

—No hay moros en la costa —murmuró el capitán, pese a aquella mirada—. Tal vez podríamos compartir nuestro secreto sin dilación. Después de todo, si vamos a zarpar, tengo que conocer el rumbo.

Natty se rió, sonó como una especie de burla, pero fingí no darme cuenta y seguí con toda seriedad. Abrí la delantera de mi camisa, me quité del cuello la pequeña cartera que contenía el mapa y se la pasé al capitán sin decir palabra. Sentí el calor que había adquirido la cartera al estar en contacto con mi piel.

El efecto en el capitán fue extraordinario. Sus modales risueños se evaporaron y su rostro entero pareció tensarse y concentrarse. Puso la cartera sobre la palma de su mano izquierda, abrió la solapa y extrajo el mapa con sumo cuidado. Primero lo mantuvo alejado de la cara, entornando los ojos; luego se lo acercó con tal temblorosa cautela que el papel parecía vibrar.

Eso bastó para emocionar tanto al silencioso espectador que teníamos que éste emitió un jadeo, lo cual provocó que el capitán y yo nos diéramos la vuelta con apenas tiempo de ver una mancha blanca desapareciendo por la escalerilla, como una liebre que se desvanece en su madriguera.

Si eso inquietó al capitán, no lo dejó entrever. Reanudó su tarea donde la había interrumpido, pasó una mano suavemente sobre el mapa siguiendo la forma de la isla. El contraste con el señor Silver era muy llamativo: en esa caricia no había más que asombro, y sólo detecté alegría mientras revisaba el papel primero por una cara y luego por la otra mientras pronunciaba en voz alta algunos de los nombres que leía: el Fondeadero del capitán Kidd, la colina del Catalejo, etcétera. Los lingotes de plata, me fijé, no los mencionó. Y tampoco las armas.

Cuando lo hubo admirado lo suficiente, cerró los ojos. Me pareció que en ese momento estaba imaginándose su aproximación a la isla, las corrientes que podían arrastrarnos lejos de ella, los bancos de arena y otros obstáculos que tendríamos que evitar. Luego abrió los ojos otra vez y miró con particular intensidad las referencias de la longitud y la latitud, escritas en la parte superior de la carta. Sin ellas, como yo bien sabía, el mapa no era más que una curiosidad, aunque muy tentadora, es verdad. Con ellas, era una llave para abrir el mundo.

—Buen muchacho, sí, buen chico —dijo el capitán con una voz reverencial, mientras se volvía hacia mí—. ¿Le parece bien que lo guarde yo, por seguridad?

Eso me sobresaltó un poco, pues ya había empezado a pensar en el mapa como algo de mi propiedad, pero no tardé en comprender que la propuesta del capitán era bastante sensata. Él tenía la autoridad y la experiencia, lo que significaba que era más capaz de protegerlo que yo.

—Claro —le dije, y luego, como una ocurrencia tardía que debería haber sido la primera, añadí—: Supongo que lo recuperaré cuando dejemos la isla. Así podré devolvérselo a mi padre a su debido tiempo. Podría decirse que se trata de un préstamo que hace él; estoy convencido de que le gustará recuperarlo.

El capitán adoptó una expresión muy seria, como si no supiera de las malas artes con las que yo había conseguido el documento.

—Muy bien —dijo—, delo por hecho, ése es nuestro trato.

—Entonces plegó el mapa con el mismo cuidado con el que lo había desplegado, lo volvió a guardar en la cartera, se pasó el cordel por el cuello, se lo metió bajo el gabán y por último bajo la camisa, donde reposó junto a su corazón como antes había reposado junto al mío.

—Ahora que hemos concluido esta parte —prosiguió con una nota más alegre en la voz—, tenemos que pasar a la siguiente. Debo pedirles que inspeccionen sus alojamientos bajo cubierta y que se vayan haciendo una idea de todo. ¡Marineros! ¡Señor Allan!

Las dos últimas órdenes hicieron que se acercara el hombre delgado que yo había tomado por cocinero, aunque ahora se había quitado el delantal. Detrás de él, con unas prisas bulliciosas que demostraban que sabían lo que se esperaba de ellos y no hacía falta que les dieran órdenes, aparecieron también varios tripulantes. Éstos acabaron de subir rápidamente la poca carga que quedaba pendiente, luego formaron dos grupos: uno se dirigió a popa y el otro a proa, preparados para soltar las amarras que nos mantenían sujetos al muelle.

Mientras tanto, el señor Allan permaneció con la cabeza ladeada, como un perro que esperara que le dijeran: «Busca». Pero lo que dijo el capitán fue:

—Ah, ¡Cookie! Que estos chicos se sientan como en su casa.

Natty no se movió, como el capitán hubiera querido, sino que supuso lo mismo que yo y le dijo al señor Allan:

—Mi padre era cocinero de barco. Tenía un apodo. Le llamaban Barbacoa.

El pobre hombre se pasó la mano por el pelo, alborotándoselo con una expresión avergonzada; a todas luces pensaba que verse mencionado en la misma frase que el señor Silver era más de lo que se merecía.

—Eso me ha dicho el capitán, señor —dijo—. Y no me cabe duda de que era muy bueno. Yo carezco de su talento, me atrevería a decir, para la barbacoa o para cualquier otra cosa. Pero ¿cómo podría tenerlos con mi edad? Tanto da, no importa. No pasarán hambre mientras yo esté a bordo del Nightingale, se lo prometo. Tenemos vituallas de sobra, ¿verdad, capitán? De sobra. Su padre en persona se ha encargado de que así sea, y ha sido muy generoso, no podría haberlo sido más. Tenemos galletas, frutas en conserva, cerdo salado y también ternera, y el racimo de uvas más grande que han visto en su vida, y unos pedazos de queso curado de gran tamaño, y un gallinero entero, y… —y así siguió, sin dar ocasión a que nadie le interrumpiera ni replicara—. Vaya por delante, señor, y usted con él —añadió mirándome—, todo recto, y cuidado no se golpeen las cabezas, yo les sigo. Cojan una manzana al pasar. Ninguno de nosotros pasará hambre durante esta travesía, eso seguro, no mientras yo esté en la cocina.

La cháchara prosiguió sin que Natty ni yo le prestáramos mucha atención, hasta que los tres cruzamos la cubierta y bajamos las escaleras para llegar al vientre del barco. Serpenteamos por una larga y oscura cocina que conducía hacia popa y a un sencillo camarote de madera. En la pared exterior curvada se habían incrustado dos literas, una encima de la otra, unidas por una pequeña escalera; esas literas, nos dimos cuenta, serían nuestras camas durante la travesía. Tras mirarnos el uno al otro en silencio, Natty decidió que dormiría en la de abajo y yo me quedaría la de arriba. La tripulación, nos explicó el señor Allan, tenía su alojamiento hacia la proa, más allá de la cocina, que hacía las veces de barrera entre ellos y nosotros.

Una vez se hubo aclarado la cosa, nos quedamos solos para inspeccionar nuestro nuevo hogar. Lo habría hecho más meticulosamente si no hubiera tenido tanta prisa por volver a la luz y despedirme de Londres, pero sí me quedé lo suficiente para fijarme en que mi cama era sumamente pequeña y oscura, como un ataúd al que le hubieran quitado un lado. También vi que para llegar a ella todas las noches tendría que subir pasando por delante de la cara de Natty y dormir justo encima de ella. Esa idea me ruborizó, e hice cuanto pude para que no se me notara diciéndome que el acuerdo ya me iba bien. Luego regresé a cubierta y encontré un sitio detrás del timón en la popa del Nightingale, hasta donde acudió Natty enseguida.

Como si hubiera estado esperándonos para que admiráramos su habilidad, el capitán Beamish ordenó en ese momento a la tripulación que nos pusiéramos en marcha. Ellos obedecieron de inmediato: unos desamarraron el Nightingale a proa y popa, y luego nos apartaron del muelle con largas pértigas; otros trabajaban en el cabestrante para levar el ancla mientras cantaban:

Halad, hijos de Neptuno, halad;

despedíos de vuestras chicas, halad;

porque nos vamos de nuestra vieja Inglaterra

y surcaremos las olas;

halad, hijos de Neptuno, halad.

Cantaron tres o cuatro veces, y cuando acabaron ya estábamos a un metro del embarcadero. Los tripulantes de proa y popa dejaron las pértigas sobre cubierta y desplegaron el foque, que recibió la brisa con un encantador chasquido, y sentí que el Nightingale se desperezaba como una criatura viva.

—¡Con cuidado! ¡Con cuidado! —gritó el capitán al oscilar las botavaras de ambos mástiles sobre la cubierta, pero los marineros sabían esquivarlas, y en un pispás todo estuvo bajo control de nuevo y ya nos dirigíamos hacia el río. Mientras nos hacíamos sitio entre el tráfico que iba corriente abajo, me fijé en que el agua emitía un zumbido grave y cadencioso. Era nuestra proa, que «hablaba», como dicen los marineros, al pisar las incontables y pequeñas ondas con un incesante y caótico chapoteo.

La ribera de Londres se desvaneció rápidamente, los muelles y los almacenes dieron paso al campo abierto, y luego a un paisaje de cultivos y ganado, hasta que llegamos a las elegantes casas de Greenwich y atisbamos la pequeña mancha del observatorio. Había visto todo eso hacía muy poco, cuando remaba de ida y vuelta con Natty, pero desde las alturas del Nightingale, y con la intensa sensación de que perseguía un fin, adquirió una fuerza y un significado añadidos. Todo me decía que me estaba marchando, que mi infancia quedaba atrás y que yo estaba escogiendo cómo vivir mi propia vida.

Esas sensaciones, lo confieso, eran más intensas todavía porque Natty estaba a mi lado. En cualquier caso, atribuí a su presencia el que las lágrimas asomaran a mis ojos mientras entrábamos en un recodo del río que reconocí como el principio del trecho donde se hallaba mi casa. Y cuando las viejas maderas ennegrecidas de la Hispaniola y la mancha roja y baja del tejado de tejas aparecieron en el horizonte, como si volviera a ella como un fantasma, fue un instante memorable, a pesar de que llegara tan pronto en nuestra travesía. Me trajo a la cabeza una frase que recordaba que mi padre utilizaba en sus historias, que él le había escuchado al pirata O’Brien, al que llamaba «puerco irlandés»: «¿Crees que un muerto está muerto para siempre o puede revivir?». Vi con todo detalle las docenas de serpenteantes senderos que había recorrido desde la infancia, y recordé en un único destello los cientos de seres vivos que había visto allí: las pollas de agua y los gansos, los visitantes estivales y los zorros que los cazaban. Era una variedad inmensa, pero todo pasó ante mí como comprimido en una especie de ojo de cerradura, y el corazón se me desbocó porque sabía que se me estaba escapando incluso en ese momento, mientras me acercaba.

Justo cuando llegamos ante la posada —como si el destino así lo hubiera dispuesto—, la puerta se abrió y apareció mi padre. Llevaba la vieja gorra azul de marinero que había guardado como recuerdo de otros tiempos, y cargaba con un cubo de agua en la mano derecha. Por instinto, mi primera reacción fue agacharme y esconderme detrás de la amurada, pero pensé que así llamaría su atención, así que me quedé inmóvil, sin hacer ningún ruido, y le observé. Se acercó a los rosales que señalaban la linde de nuestra propiedad donde se cruzaba con el camino de sirga y vertió cuidadosamente el cubo de agua sobre las flores, asegurándose de que no se saltaba ninguna. Vi que la tierra se oscurecía. Luego él se irguió, con la mano libre se acarició los riñones, y miró a su alrededor. Aunque alzó la vista hacia el Nightingale y pareció que lo admiraba, no cambió la expresión de su cara, que, a mis ojos, tenía una triste severidad. Entonces se dio la vuelta encogiéndose de hombros y no lo vi más.