Cuando contemplo hoy, desde la privilegiada perspectiva que da el tiempo, lo sucedido, me asombra que quedaran tantas cosas sin decir durante nuestra última conversación con el señor Silver. Se habló muy poco de mi padre. Casi nada de la aventura que ambos habían compartido. Nada en absoluto sobre los últimos años de sus vidas. Nuestra prisa por zarpar fue en parte responsable de tantos silencios, pero también mi reticencia a hacer preguntas, tras haber escuchado ya tantas respuestas en mi propia casa. Sin embargo, la razón principal fue mi juventud. No mostré la suficiente curiosidad por los medios y la forma de alcanzar nuestro objetivo, y sí una excesiva concentración en él y en la importancia de mi papel para lograrlo.
Igualmente, me mostré demasiado confiado con los preparativos de nuestro viaje. De hecho, mientras seguía a Natty escaleras abajo tras dejar a su padre, tenía las mismas expectativas de zarpar inmediatamente en nuestro barco que las que tendría un caballero al dejar su casa y subirse a su carruaje, con la salvedad de que yo no llevaba conmigo ninguna pertenencia para tan larga travesía. Cuando le pregunté a Natty si debíamos llenar un baúl con las cosas que podríamos compartir, ella no me hizo caso: su padre había mandado ya al barco cuanto pudiéramos necesitar. ¿Y su madre?, ¿no deberíamos despedirnos de ella? Natty frunció el ceño como si lo descartase por completo, luego cambió de opinión y fuimos hasta la bodega del Catalejo.
A diferencia de la mayoría de ese tipo de establecimientos, la bodega se hallaba en la primera planta del edificio, para librarse de cualquier posible inundación, así como de otro tipo de visitas inoportunas. Cuando abrí la puerta, me encontré en un cubil de techo bajo y lleno de humo, donde todo era tan marrón como un arenque ahumado: sillas, mesas, tablones del suelo, manos y caras. Los altibajos de las charlas, que de vez en cuando derivaban en carcajadas o disputas, me trajeron recuerdos de mi casa. Pero decir que eso fue lo que más me impresionó sería subestimar a la señora Silver. Mientras nos abríamos paso entre los clientes (que conformaban un grupo de hombres curtidos y toscos envueltos en viejos gabanes de marinero, con pipas que humeaban en sus bocas y pañuelos alrededor de las orejas), ella se levantó de detrás de una mesa de caballetes que ocupaba el fondo del local. Su cara se ruborizó, se oscureció aún más su tez caoba por el esfuerzo de ponerse en pie, y abrió los brazos de par en par.
—¡Mis niños! —exclamó tan alto que cuantos la rodeaban se callaron; me fijé especialmente en un tipo desgarbado que parecía más feroz que los demás porque le faltaba un trozo de la oreja derecha, que le habrían rebanado, imaginé, en una pelea a espada. Dirigió su mirada hacia mí, luego masticó tabaco con una insultante lentitud y lo escupió al suelo antes de sentarse de nuevo.
Natty y yo nos quedamos quietos, como alumnos díscolos a los que les estuvieran leyendo la cartilla. Eso sólo sirvió para animar todavía más a la señora Silver, que sacudió los brazos y meneó los dedos en el aire.
—Mis niños —repitió—, venid a mis brazos. —Y nos envolvió apretándonos contra su pecho. Entre el público se elevó un suspiro, acompañado del golpeteo de las jarras sobre las mesas—. Mis niños valientes —prosiguió la señora Silver en voz más baja—. El Señor me ha contado lo que os ha traído aquí. Habéis venido a despediros de vuestra madre y dejar luego estas costas en busca de fortuna. «Debemos comparecer ante el tribunal de Cristo en el juicio para que cada uno reciba lo que le corresponda según lo que haya hecho, sea bueno o malo, mientras vivió en su propio cuerpo». El Señor me lo ha dicho. Y el Señor me ha dicho también que está satisfecho. Por tanto, os doy mi bendición y os dejo ir. ¡Marchaos! ¡Marchaos! Encontrad vuestra dicha y, cuando estéis preparados, volved a vuestra madre con la prueba de que la habéis encontrado.
Cualquier objeción que se me hubiera ocurrido hacer —en el sentido, por ejemplo, de que ella no era mi madre— habría resultado inútil. Me estaba apretando con tanta fuerza que sólo pude asentir con la cabeza frotándola contra su piel.
Natty estaba intentando liberarse de su abrazo con más empeño, cosa que supe al oír cómo resonaba con un ruido metálico la jaula de Spot, que sostenía en la mano, mientras el pájaro soltaba un grito ronco:
—¡Manteneos firmes, mis muchachos!
—Gracias, madre —dijo Natty visiblemente aliviada cuando recuperó la libertad.
Ésa fue la señal para que la señora Silver aflojara sus brazos, momento que aproveché para saltar hacia atrás con la respiración acelerada. Cuando miré a mi alrededor para situarme de nuevo, vi que nuestro público en la bodega había retornado sus propias conversaciones, todos menos el hombre desgarbado en el que había reparado antes, que retrocedía, con su oreja rebanada, hacia las escaleras que llevaban a la calle.
—Nos alegrará mucho que rece por nosotros —añadió Natty—. Nosotros la recordaremos en nuestras oraciones y pensaremos en usted.
Por lo pocas que fueron, y por ser pronunciadas en voz baja, vi en esas palabras lo que, supuse, era un resumen completo de los sentimientos de Natty hacia su madre. Tenían la cortesía suficiente para mostrar gratitud, pero también cierta frialdad, que reflejaba la falta de calidez que debía de haber conocido durante toda su vida.
Para darme la razón, la señora Silver puso fin a la escena bruscamente. De nuevo agitó las manos hacia nosotros, esta vez para ahuyentarnos, y volvió a ocuparse de sus clientes, y antes incluso de que le hubiéramos dado la espalda ya estaba llenando sus jarras y riéndose con ellos. El gesto hizo que me entraran ganas de salir cuanto antes de allí, pero me demoré un minuto más al reparar en algo en lo que tendría que haberme fijado antes, de no haber estado tan distraído.
Sobre un ancho estante que se extendía encima del dintel de la puerta, dentro de una vitrina de cristal, había un loro magnífico con las alas desplegadas. Las alas y el cuerpo eran de color verde brillante —verdes como la hierba en primavera— que se transformaba en un amarillo apagado hacia el vientre, del que surgían dos patas negras extremadamente arrugadas que acababan en unas garras de un tamaño prodigioso. Agarraban un trozo de leña mohosa, detrás del cual se alzaba un fondo de hojas que representaba un rincón de la jungla.
Los ojos de esa extraordinaria criatura eran de cristal y parecían malévolos, como el pico, que se abría como si quisiera hablar o picar y era tremendamente grueso, tanto como sus garras, que se separaban en el filo como estratos de rocas a lo largo de la costa. Eran un arma tal que podría haber arrancado un bulto tan voluminoso como el huevo de una gallina de los brazos de un hombre.
—El Capitán Flint —susurró Natty.
—¿El Capitán Flint?
—El mismo. Tenía doscientos años, como poco, cuando tu padre lo conoció. Los loros viven eternamente, la mayoría. —Natty hizo una pausa para dejarme pensar en ese interesante detalle y luego prosiguió—: El mismo Capitán Flint que navegó con el gran capitán England, el pirata. El Capitán Flint que estuvo en Madagascar, en la costa de Malabar, en Surinam, en Providence y en Portobelo. El Capitán Flint que presenció cómo sacaron a flote la plata de los galeones naufragados, que es donde aprendió a decir «¡Piezas de a ocho!»: ¡trescientas cincuenta mil monedas, nada menos!
Dado el entusiasmo con el que contó aquella breve historia, habría pensado que Natty sentía cierto afecto por el pájaro. Pero me fijé en que mientras hablaba mantenía los puños apretados con fuerza, como si la moviera más la rabia que el afecto. Por mi parte, yo sólo podía repetir el nombre para mis adentros, aturdido. En los relatos de mi padre sobre la isla del tesoro, el loro había sido una presencia constante, posado y aleteando en el hombro del señor Silver, soltando su deleznable graznido: «¡Piezas de a ocho!». Se había convertido en un personaje tan vívido para mí como el propio Israel Hands o como el ciego Pew o cualquier otro de los bucaneros.
—¿Crees que él rezará por nosotros? —le pregunté a Natty esbozando algo parecido a una sonrisa.
Natty no respondió, levantó la cara y miró a los imperturbables ojos del pájaro retándole a que rompiera el cristal y la atacara. Se me ocurrió que debía de estar recordando las ocasiones en que había sentido esas garras y ese pico clavados en su carne. Y al pensarlo, se me ocurrió que ella podría ser la razón por la que el Capitán Flint había acabado dentro de la vitrina y no seguía vivo.
Al cabo de un rato, y todavía sin decir nada, Natty levantó la jaula en la que su propio pájaro se agazapaba en silencio, en su percha, y me condujo escaleras abajo hasta la calle. Una vez allí, en lugar de encaminarse directo a nuestro barco, me sorprendió metiéndose por un callejón que corría paralelo al Catalejo y volvió a entrar en el edificio por una puerta lateral. Me encontré en un vestíbulo tenuemente iluminado, donde los ladrillos del suelo exhibían las profundas marcas de los toneles que se habían arrastrado sobre ellos.
—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté en voz alta, pero Natty no me lo decía.
—Espera —fue su única respuesta—. Espera y cuida de Spot. Hice lo que me pedía, pero no era eso lo que quería el pájaro, pues en cuanto cogí su jaula empezó a chillar la orden: «Preparados para virar; preparados para virar», mientras Natty desaparecía por un estrecho pasillo. No me quedaba otra que esperar a solas, intentando calmar por todos los medios al pájaro repitiendo su nombre con lo que, esperaba, fuera una voz tranquilizadora. Pero mis esfuerzos sólo sirvieron para que el animal me despreciara todavía más.
Cuando Natty volvió, llegó mi turno de quedarme sin palabras. La jovencita que me había dejado hacía un momento, con su chal marrón, su sencillo vestido de lana y su pelo negro corto, había vuelto transformada en un chico con pantalones de lino que le llegaban hasta las rodillas, una elegante chaqueta azul de marinero y un gran sombrero de tres picos que le caía oportunamente sobre la frente ocultándole buena parte de la cara.
—Nat Silver —dijo con su sencillez habitual—. No creo que nos conozcamos.
—¿Cómo está, señor? —dije, tras recuperarme de la sorpresa, ofreciéndole la mano para que me la estrechara. Al hacerlo, su mano me pareció muy delgada. Eso, junto con la suavidad de su piel y la belleza de su rostro, en el que no había ni un solo pelo, tan sólo un leve vello rubio, me dejó claro que su pretensión de vivir disfrazada no llegaría muy lejos. No quería decírselo para que no se desanimara.
—¿Cuántos años tiene, si me permite la pregunta? —dije, con simulada cortesía.
—Esto no es un juego —respondió, y frunció el ceño; al hacerlo, el sombrero se le caló todavía más.
—Lo sé —dije—, pero déjame que te avise: creo que si te haces pasar por más joven de lo que eres en realidad, serás más creíble.
Natty me clavó una mirada irritada, pero luego entendió que sólo pretendía ayudarla.
—Dieciséis —dijo.
—Demasiado mayor —respondí.
—Quince, entonces.
—Catorce —le dije—. El almirante Nelson navegaba a los catorce. Dudo que pareciera mayor que tú.
—Muy bien, catorce —admitió tras una pausa, luego se restregó la cara con ambas manos como si quisiera curtirse las mejillas y se aclaró la garganta para que su voz sonara más áspera. Con eso dio por sentado que ya bastaba de consejos, me quitó la jaula de Spot de la mano y salió con paso firme a la luz del sol, imitando los andares bamboleantes de un marinero.
Mientras caminábamos hacia el oeste, por calles que corrían paralelas al río, la imagen de Natty, que ahora parecía tan gallarda y accesible, me llevó a plantear una pregunta que había evitado hasta ese momento, aunque había pensado en ella: ¿contaríamos con alguna protección en el barco si alguien nos atacaba?
Temí que Natty me mirara por encima del hombro y me acusara de cobarde, así que me sentí aliviado cuando ella se limitó a decir:
—Se lo he preguntado a mi padre.
—¿Y qué te ha dicho?
—Me ha dicho que no vivimos en tiempos de los bárbaros y que no teníamos que temer ningún peligro.
—¿Te refieres a que no hay armas a bordo?
—No he dicho eso. Creo que hay unas cuantas. Pistolas. Espadas.
La reticencia de Natty indicaba que ella también pensaba que nuestro arsenal era insuficiente, pero se negaba a reconocer que su padre le había dado un mal consejo. Mis sospechas se confirmaron todavía más cuando percibí una nota de crítica en su voz.
—Ya te lo he dicho antes, Jim. El capitán Beamish es una excelente persona. Mi padre se ha encargado de que todo esté preparado en el barco. Lo ha pagado todo. Es un detalle por su parte.
El comentario me incomodó.
—Yo no he dicho lo contrario —le respondí, aunque, como no añadió nada, supe que no debía repetirlo. Es más, creí que nuestra aventura estaba tan viciada desde el principio por mi propio sentimiento de culpa por haber robado el mapa, que más valía que no discutiera por pequeñeces sobre las demás disposiciones ya tomadas y que me limitara a seguir las instrucciones de Natty. Ni siquiera me pareció conveniente mencionar que nuestro mapa mostraba que había armas enterradas en la isla, porque no quería incidir en la idea de que a lo mejor las necesitábamos. Yo había sacado el tema y ahora lo lamentaba, así que me callé.
Tal vez Natty creyó que mi silencio era una prueba de que la emoción que me producía el que estuviéramos a punto de zarpar me había dejado sin palabras. Y he de admitir que, cuando llegamos al muelle, me había quedado casi sin habla. Aunque había vivido junto al río (casi podría decir en el río) toda mi vida, y me tenía por una autoridad sobre mareas y corrientes, barcos y navegación, y sobre cada tipo de hombre, mujer y criatura que chapoteaba por sus orillas, nunca había visto tal prodigiosa concentración de energía acuática.
El olor a brea y a madera recién cortada era maravilloso, tan maravilloso como los mascarones de los barcos que me rodeaban y que habían visto la otra punta del mundo pero que ahora se proyectaban sobre mi cabeza, y también sobre las de los marineros con aros en las orejas, bigotes que se rizaban en tirabuzones y coletas. Si hubiera visto a reyes o embajadores no me habría sentido más complacido. El único propósito de la humanidad parecía ser, de repente, el intercambio de un elemento por otro, la tierra por las aguas, porque no tardaría en desencadenarse el Diluvio Universal y aquel que no encontrara una manera de ganarse la vida en el agua pronto acabaría ahogado en ella.
Una docena —o más— de muelles individuales se extendían desde la dársena, y en cada uno de ellos había marineros cargando, descargando, regateando, maldiciendo, levantando pesos y sudando. La cantidad de barcos apiñados ante mis ojos era excesiva para poder contarlos: algunos relucían con capas de pintura nueva, otros tenían el color apagado de los que han hecho largas travesías, como aves migratorias que habían sufrido en sus duros viajes. Por encima de ellos se alzaba una miríada de mástiles, unos esbeltos, otros toscos, otros tan altos como agujas de iglesias, y de todos colgaban tantos cientos de jarcias que parecían oscurecer el cielo.
Me hubiera gustado detenerme a admirarlos, pero me vi arrastrado de inmediato por un ajetreo de actividad tan bullicioso que no hubo tiempo para la reflexión. Es más, cabría decir que Natty y yo nos rendimos por completo a la magia del lugar y al poco nos sentíamos tan inútiles como corchos en una corriente. Así que me pasé la última parte de nuestro trayecto sumido en un extraño estado de pasividad y no me sorprendió lo más mínimo (aunque al mismo tiempo me asombró) que, después de serpentear entre remolinos y rápidos, acabáramos deteniéndonos por fin al lado de un barco que parecía aún más elegante y seductor que las docenas de otras bellezas que habíamos dejado atrás.
Era de una variedad que yo siempre había admirado desde mi atalaya en la Hispaniola: un clíper de Baltimore, de unos treinta metros de eslora, con dos palos (ambos visiblemente inclinados), un bauprés con forma de daga para cortar las olas, una cubierta corrida, una manga bastante amplia para su eslora, pero de líneas gráciles y fluidas. Si hubiera estado mi padre a mi lado, habría dicho que estaba «engendrado por la guerra, parido por la piratería y alimentado por la crueldad», con la salvedad de que su naturaleza había sido domada y reconvertida para fines pacíficos, pues se había añadido una chupeta cerca del timón. Desde ahí se debía tener una visión clara del horizonte, y transmitía la sensación de que una travesía pacífica siempre sería preferible a la guerra.
Mi impresión se acentuó cuando me aproximé a la popa y vi una guindola colgada en un costado. En ella había sentado un hombre desnudo de cintura para arriba, que trabajaba con un bote de pintura para cambiar el nombre original del barco, Nightingale, para que rezara: Silver Nightingale. El «Silver» se estaba añadiendo, a todas luces, para dejar bien claro el nombre de su dueño, y para convertirlo casi en un miembro más de la tripulación.
—El Silver Nightingale —dije en voz alta, casi maravillado—. Es nuestro.
—El Nightingale es nuestro —repitió Natty, con un asombro similar en la voz, que, me atrevería a decir, era atribuible al orgullo que sentía al ver que su padre nos había equipado perfectamente—. Ya te dije que no tenías que preocuparte. Todo está listo. El capitán está esperándonos.
Antes de acabar la frase, Natty se lanzó por la estrecha pasarela para acceder a la popa del barco. Si hubiera accedido por una de las partes delanteras de la cubierta habría quedado a la vista de todos, pero ahí habían añadido unas tablas que protegían del viento y unas barandillas que hacían de barrera contra las olas y la ocultaban por entero.
Sin pensármelo más, la seguí y me dejé caer dentro del barco. A mi izquierda, un poco lejos, un grupo de hombres habían formado una cadena humana y subían cajas, cofres, baúles y todo tipo de recipientes desde el embarcadero… Ya volveré a ellos dentro de un rato. De momento, mis ojos se concentraban en el propio Nightingale. Una cubierta bien fregada de tablas anchas, con las sombras de las jarcias oscilando suavemente sobre ellas. Una amurada baja, pintada de verde claro. Una tapa de escotilla con forma de caparazón de tortuga que ocultaba las escaleras que llevaban bajo cubierta. Un viejo cañón de bronce del nueve, que tenía a todas luces más funciones ornamentales que prácticas, pues el cubo donde antes se guardaban las balas se utilizaba ahora para amontonar chubasqueros y cabos, que yacían en rollos adormilados. A los pies de uno de los mástiles…, nada. A los del otro, un tonel grande, lleno de manzanas maduras y rosáceas. La chupeta que ya he mencionado y que ahora veía estaba bien amueblada, con una mesa y bancos. No había caseta de gobierno, y el timón estaba tachonado y herrado con latón brillante. Y, al lado del timón, Natty, o Nat, como me recordé que tenía que llamarla, hablaba con un hombre con la corpulencia y la silueta de un oso levantado sobre sus patas traseras.
—Jim —me llamó Natty. El nuevo matiz ronco que apareció en su voz me hizo sonreír, cosa que esperé que fuera entendida sólo como un guiño amistoso—. Éste es el capitán Beamish.
Me acerqué y le ofrecí mi mejor saludo, que él devolvió con más elegancia, luego se quitó el sombrero —un antiguo tricornio— y se lo puso bajo el brazo. Pelo muy corto y bigote moreno. Una cara ancha y atractiva. Ojos azules brillantes que podrían ser del agua salada y la luz del sol. Los ojos se entornaron con astucia, inspeccionándome de pies a cabeza. Fuera cual fuese lo que pensó de mi valía como marino pareció satisfecho, porque al momento me tendió una mano con solemnidad.
—Señor Hawkins —dijo con una voz cálida.
—Capitán Beamish —respondí, intentando sonar todo lo maduro que pude.
—No conocí a su padre —dijo, y el comentario fue más franco y directo de lo que yo habría esperado, así que no supe muy bien qué responder. Al ver mi confusión, él insistió—: No le conocí, pero le respeto. En silencio.
—Gracias, señor —dije tras recuperarme—. Y es mi deseo viajar siendo yo mismo y no por mi relación de parentesco con nadie.
Al decirlo, me pregunté si estaría ofendiendo a Natty, ya que la tripulación sabía que era descendiente del señor Silver, aunque no su hija. Pero ella parecía pensar que nuestros casos eran distintos y me sonrió. Y también me sonrió el capitán.
—Muy bien —dijo—. Me alegro de que todos estemos de acuerdo. Le diremos a la tripulación que usted está a bordo como amigo y acompañante del señor Nat. ¿Le parecen bien esos calificativos?
—Perfectamente, señor —respondí, pero no me atreví a volverme para ver qué le parecía a la propia Natty. El que no dijera nada me bastaba.
—Muy bien —repitió el capitán; entonces hizo una pausa y bajó la voz hasta que apenas fue un susurro—: Pero he de preguntarle ya, muchacho: ¿nos ha traído lo que necesitamos?