8 - La lectura del mapa

Mi padre me aconsejaba que no le diera vueltas a las razones de una decisión después de haberla tomado. De niño había creído que eso quería decir que él siempre sabía lo que tenía que hacer. Pero cuando partí hacia la isla del tesoro había acabado pensando que él prefería no recordar los errores pasados.

Tal vez ese cambio de opinión no delataba nada más que las dudas que albergaba acerca de mi propio comportamiento. Naturalmente, cuando me desperté pegado a Natty en el Catalejo y alcé la cabeza para mirar las marismas que ya se entibiaban bajo el sol tempranero, me imaginé que todos los espectros de la bruma que veía habían acudido a acusarme. El paisaje, que centelleaba trémulo, apelaba directamente a mi conciencia, y aferré con nerviosismo la cartera que llevaba debajo de la camisa, donde el mapa seguía a salvo.

Cuando me desperté del todo, supe con certeza que ni un ejército entero de acusadores me habría obligado a devolver mi trofeo al cofre de marinero de donde lo había robado. Una vez asumido eso, también comprendí que a partir de ese momento, más valía que mirara siempre hacia delante, hacia mi futuro, en lugar de lanzar miradas de culpabilidad por encima del hombro. En consecuencia, me hice la silenciosa promesa de que, a su debido tiempo, volvería junto a mi padre con una parte de lo que trajera a casa después de mi aventura, pero, hasta ese momento, no pensaría en él más de lo estrictamente necesario. Hasta que punto conseguí mi propósito se verá en las páginas que siguen.

En cuanto Natty se despertó, bostezó con la boca tan abierta que enseñó el paladar rosado, y luego se pasó las manos por la cara. Entonces me miró con descaro, como si negara la imaginaria acusación de haberse quedado dormida.

Como era la primera vez que empezábamos un día juntos, nos sentíamos un poco cohibidos y pasamos en silencio los momentos siguientes. Pero después de salpicarnos las caras con agua del Támesis y comprobar que la marea subía en la dirección que nos interesaba, nos apartamos remando de nuestro amarre, recorrimos un par de millas río arriba, desayunamos en una de las posadas que ofrecían comida a los marineros, gabarreros y demás, y aclaramos nuestros planes para la jornada; entonces volvimos a sentirnos cómodos en compañía del otro.

El resto del viaje se desarrolló sin contratiempos. El fuerte impulso del río nos llevó rápidamente de vuelta a Wapping. Esquivamos el tráfico de barcos mercantes y gabarras y pudimos atracar donde queríamos. Desembarcamos en la orilla contentos y encontramos una callejuela que nos llevó directamente a la posada. Los crujidos y susurros del edificio nos precipitaron escaleras arriba hasta el señor Silver. A esas alturas ya era mediodía, y la bruma de la mañana se había disipado hacía mucho, dejando un cielo tan azul como el huevo de un mirlo; cuando abrí la puerta, me deslumbró de nuevo la luz de la inmensa ventana y tuve que protegerme los ojos como si estuviera mirando al sol mismo.

Nuestro anfitrión me habló de inmediato, y pronunció mi nombre con una voz alta e imperiosa:

—¡Jim! ¡Jim!

Todavía no podía verle, porque aún estaba cegado, pero, por la dirección de donde provenía su voz, era evidente que el diván del señor Silver había cambiado de sitio desde mi anterior visita y ahora se encontraba junto a la ventana. El cambio era un detalle sin importancia, pero bastó para que me cuestionara si en realidad sabía qué esperar de mi anfitrión.

Es más, cuando bajé la mano y tras parpadear varias veces vi que el señor Silver se estaba inclinando tanto hacia donde yo me encontraba, que le faltaba poco para caer al suelo. Natty se acercó a él rápidamente y se arrodilló para enderezarlo; la única reacción del anciano fue darle unas palmadas con manos débiles. A Spot no le hizo gracia que su dueña lo ignorara de ese modo y empezó a llamarla con tono irritado por su nombre desde la jaula sobre la mesa, lo cual me convenció de que debía intervenir. Me acerqué y pasé el dedo por los barrotes, ante lo cual el ave farfulló como un caballero viejo y enfadado hasta que se calló.

Cuando el señor Silver hubo recobrado la compostura, empezó a sisearle a su hija:

—¿Lo tenéis?, ¿lo tenéis?

—Lo tenemos, padre —le interrumpió—. Lo tenemos a salvo. —Al decir aquello me hizo un gesto para que me acercara a ella. El señor Silver llevaba puesto el mismo gabán azul de marinero y los pantalones andrajosos del día anterior, aunque su cara se veía más desmejorada si cabe. Resultaba increíble que mi padre la hubiera descrito diciendo que era tan grande «como un jamón».

—Déjame verlo —susurró moviendo febrilmente los ojos en sus cuencas—, déjame que lo coja en mis manos otra vez.

Miré a Natty, buscando en su cara alguna señal de lo que debía hacer, y, una vez más, ella tomó la decisión por mí, y me indicó que sacara el mapa de donde lo llevaba escondido. Mientras lo hacía me di cuenta de que también era la primera vez que ella lo vería. Fuera cual fuese la emoción que Natty sentía, la ocultaba muy bien, cosa que tomé como una demostración de su confianza en mí.

Cuando empecé a desabotonarme la camisa, el señor Silver lanzó una zarpa al aire como había hecho durante mi anterior visita.

—¿Y usted cómo está, padre? —le preguntó Natty con afecto, pasando por alto su gesto—, ¿cómo está?

El viejo no respondió. Apretó la cara como un puño, de manera que resaltaron todas sus arrugas, y la miró con desprecio. Natty no le dio importancia y le pasó la mano por la frente. El gesto no era más que una muestra de afecto, y lo que para mí fue un alivio, Spot no lo interpretó igual. Al retirar la mano, el pájaro saltó desde el suelo de su jaula a su percha y se aferró a ella con sus patas amarillas y brillantes, balanceándose adelante y atrás.

—¡Déjame en paz! ¡Déjame en paz! —gritó con la rabia suficiente para paralizarnos a ambos por un instante.

—Lo tengo aquí, señor Silver.

Fue mi voz la que habló y eran mis manos las que sostenían el mapa. Ya lo había desplegado, y de esa manera, lo estaba viendo por primera vez a la luz del día. Los subrayados me parecieron entonces más infantiles todavía que cuando los había visto en la habitación de mi padre. Pero los nombres —los nombres y las cruces herrumbrosas— tenían una fuerza tan extraordinaria que el aire pareció agitarse a mi alrededor.

Durante un instante, el señor Silver no hizo otra cosa más que mirar fijamente, entrecerrando los ojos blanquecinos en un esfuerzo de concentración, con la frente tirante y la cabeza alzada unos centímetros de la almohada.

—Dámelo —dijo—, tengo que asegurarme. —Su voz sonó débil y áspera, pero tenía tal matiz autoritario que hasta el capitán Flint la habría obedecido. Cuando hice lo que me ordenaba, se apoderó del papel con suma delicadeza, como si temiera que fuera a desmenuzarse entre sus dedos. Cuando lo hubo acariciado algunas veces y estuvo seguro de su solidez, lo levantó acercándoselo a la cara y respiró hondo dos o tres veces.

—¿Lo hueles, chico? —preguntó con una voz mucho más tranquila después de dejar que su cabeza se hundiera de nuevo en la almohada—. ¿Y tú, mi niña, lo hueles? ¡El mar, la tierra y todo lo que hay en ellos!

Ninguno de los dos respondió; nos quedamos mirando pasmados mientras él volvía a recorrer todo el mapa con las puntas de los dedos. Los desplazaba arriba y abajo, una y otra vez, como si se hubiera transportado desde su cama y paseara por las calas de la isla, explorando sus valles y bosques, bebiendo de sus manantiales y ascendiendo por sus colinas. Finalmente, se detuvo sobre las palabras «lingotes de plata» y pareció pellizcarlas, tirando de ellas hacia arriba. Cuando se dio por satisfecho, acarició toda la superficie del mapa con devoción, y eso hizo que se retorciera el tatuaje de la serpiente a lo largo de su brazo. Seguidamente repitió el gesto con la cara, deslizando el papel adelante y atrás sobre su barba erizada y blanca, y por encima de la nariz y de la frente. Y por último se lo llevó a los labios, que frunció en un tierno beso.

Fue una interpretación repulsiva a la par que fascinante, y al final la boca del señor Silver se había llenado de saliva y tuvo que tragar no una sino dos veces. Natty lo interpretó como una señal de que debía poner fin a aquello, tal vez temiendo por su salud. Así que se inclinó hacia delante y le cogió el mapa de entre los dedos, murmurando:

—Ya está, ya está, padre; ahora lo devolveremos. Ya está, vale. Cuando hubo devuelto el documento a la seguridad de mis manos, Natty se sentó en el diván junto a su padre y le cogió las manos.

—Escúcheme —dijo, con la dulce voz de la razón—. Hemos venido a enseñarle el mapa, y ya lo ha visto. También hemos venido a despedirnos. Ya sabe qué tenemos que hacer. Debemos emprender nuestro viaje. ¿Nos dará su bendición y deseará que regresemos sanos y salvos?

—¿Mi bendición? Claro que tenéis mi bendición —dijo el señor Silver; su voz sonó tranquila como si estuviera hablando en una iglesia—. Contáis con mi bendición y mis oraciones, mis oraciones para que regreséis sanos y salvos, y por vuestro éxito. —Pronunció la última palabra de tal manera que sonó como el siseo de una serpiente; luego recuperó el autodominio, cosa que indicaba que estaba a punto de decir algo que quería que recordáramos. Fue lo siguiente—: Vuestro éxito será el final de todo. Me liberará. Nos liberará a todos. Traedme la plata y ya podré morir.

—Calle, calle, no debe hablar así —se apresuró a decirle Natty, pero su padre no respondió y se limitó a apretar la mandíbula.

La conversación había dado lugar a cierta sensación de malestar en la habitación, a la que creí que tenía que poner fin por Natty.

—Antes de que zarpemos —dije—, tengo una petición. No pude despedirme de mi propio padre por razones que usted comprenderá. Me gustaría pedirle un recuerdo de él que pueda llevarme.

Creí que el señor Silver ignoraría mi petición o la rechazaría, tal era la expresión de desprecio que había asomado en su cara. Pero cuando las palabras llegaron a su cerebro ejercieron una curiosa influencia. Sus ojos se abrieron de par en par, sus rasgos se relajaron y apareció una sonrisa que era tan cálida como la luz del sol. Me permitió entrever un atisbo de la dulzura que mi padre había visto hacía muchos años, la dulzura que era siempre fingida y conveniente.

—¡Jim! —dijo como si le hubiera sorprendido—. ¡Querido muchacho! Tú me salvaste la vida y cumpliste tu palabra. Éramos iguales. Queríamos salvar el pellejo y hacernos ricos, ¿no es verdad, chico? Libertad y riquezas, de eso se trataba.

Eran sentimientos que ya había escuchado durante nuestro primer encuentro, pero ahora los pronunciaba con una sensación más profunda de reconocimiento. Y reaccioné a ellos con más inseguridad porque, aunque comprendía que el señor Silver estaba hablando de mi padre, no podía evitar la impresión de que él me tenía por su propio hijo.

No era el recuerdo que yo le había pedido, pero agradecí la renovada confianza en el viaje que me dio, al mismo tiempo que me turbaba.

Tanto se lo agradecí, en realidad, y tanto me turbó, que por un momento me quedé perplejo, inmóvil. Cuando fui capaz de moverme de nuevo, me sorprendí hasta a mí mismo. Me adelanté y besé la coronilla del anciano; era algo que no había hecho cuando dejé a mi propio padre hacía unas horas, por temor a despertarle. Los mechones de pelo cano me hicieron cosquillas en los labios y la piel me pareció muy tersa.

—Eres un buen chico, Jim —murmuró mientras me erguía—. Eres un buen chico y tienes que cuidar de Natty. Tienes que…

Pero la voz se le quebró, así que lo que fuera a decir se perdió para siempre. Entonces, emitiendo un extraño sonido, como si tragara, se tambaleó hacia delante para coger la mano izquierda de su hija y mi mano derecha, las unió bajo un apretón de sus garras y las subió y bajó lentamente.

Con la luz que se derramaba sobre nosotros, el viento que golpeaba la ventana y el inmenso y silencioso escenario de Londres y su río desplegado abajo, el momento adquirió una intensa solemnidad. Una boda y una despedida a la vez. Y cuando acabó, el señor Silver lanzó nuestras manos al aire para darnos a entender que estaba mandándonos al mundo, a iniciar nuestro viaje, y que si nos quedábamos más se lo tomaría como una ofensa.

Fue un final repentino, aunque, sin duda, el mejor. Concedía a Natty la respetabilidad de parecer digna de confianza de su padre, y a los dos el privilegio de sentirnos unidos en la persecución de un objetivo común. Esperé un momento mientras Natty ponía una vez más la mano sobre la frente de su padre y cerraba los ojos como si, mediante un gran esfuerzo de concentración, pudiera absorber todos los conocimientos conservados dentro de su cráneo. Luego se apartó rápidamente y recogió a Spot (que ahora reposaba más tranquilo en su percha) antes de unirse a mí.

Salimos de la habitación andando hacia atrás, como si nos separáramos de algún personaje de la realeza, manteniendo los ojos fijos en el señor Silver cuanto nos fue posible. Él no se movió, salvo, cuando se cerraba la puerta, para levantar una de sus largas manos y repetir la bendición que le habíamos pedido.