No repasaré los detalles de nuestro regreso a la Hispaniola salvo para apuntar que el río, en el que la marea ya había cambiado y volvió a cambiar de nuevo, hizo más ardua la vuelta. Mientras avanzábamos con dificultades y la luz del día empezaba a desvanecerse a nuestro alrededor, sentí que estábamos unidos. No me refiero sólo a que ya admitía mi disposición a robar el mapa, sino también a que necesitábamos combinar nuestros esfuerzos y ayudarnos el uno al otro para llevar a cabo nuestro propósito. Nuestros remos salpicaban caóticamente mientras nos impulsaban sobre el agua; nos dolían la espalda y los brazos. Me consolaba imaginando que las luces de los barcos y los botes que nos rodeaban (mucho menos numerosos que durante el día) nos guiñaban el ojo como si estuvieran involucrados en nuestra conspiración. Los hombres y las mujeres que volvían a sus casas por el camino de sirga, con las cabezas gachas y concentrados en sus propios asuntos, me persuadieron de que éramos invisibles para el resto de la humanidad.
Las circunstancias, penosas en ciertos sentidos, animaron a Natty a hablar sobre sus padres con más libertad que antes. Mientras pasábamos por delante de Rotherhithe, y entramos en el tramo más ancho hacia Greenwich, me contó que la mala salud del señor Silver y la religión de su madre, que fácilmente podrían haberlos unido como paciente y enfermera, les habían impulsado en realidad a llevar existencias muy separadas, él en la cofa de vigía de la casa, y ella en la crujía. Era Natty la que cuidaba a su padre mientras su madre se encargaba de la posada.
A esas alturas de nuestra relación no sabía si presionar a Natty para que me contara más detalles de su vida, porque mis preguntas podrían haberle dolido aunque mi única pretensión fuera mostrar mi interés por ella. No tenía tantas reservas para mencionar nuestra aventura, así que cuando me pareció que habíamos agotado el tema de su padre por el momento, le pregunté:
—Supongamos que encontramos nuestra isla. Que la encontramos y después regresamos sanos, salvos y ricos. ¿Qué harás después?, ¿qué te gustaría?
Yo esperaba una respuesta animada, pero Natty me sorprendió hablando con mucha solemnidad:
—No espero volver a casa —dijo.
—¿Que no volverás? —repetí contemplando los estrechos campos que empezaban a desplegarse a cada orilla.
—No, nunca volveré a casa.
—¿Quieres decir que no crees que sobrevivas?
—Oh —dijo con un tono relajado y cansino—. Espero sobrevivir. Me refiero a no volver a Inglaterra. Ya has visto qué vida llevo aquí.
Era casi una invitación a que yo hiciera algún comentario que a lo mejor la ofendería, así que respondí con una evasiva:
—Nuestras dos vidas han sufrido frustraciones —dije.
—La mía algo más que simples frustraciones —respondió Natty con el mismo aire de seriedad que caracterizaba toda su conversación—. Esta aventura me permitirá, al menos, disfrutar de un poco de libertad.
Creí que ese reconocimiento indicaba que no le importaría que le hablara con más franqueza.
—¿Lo sabe tu padre? —pregunté.
—¿Qué sabe mi padre de nada? Desvaría…, ya le has oído. Conoce el pasado, pero no tiene ni idea del presente. ¿A tu padre no le pasa lo mismo?
Convine con entusiasmo en que sí, y Natty continuó.
—Habla de lo mucho que ha cambiado, y es verdad en ciertos sentidos. Ya no es un pirata. Es un caballero respetuoso con las leyes, al menos durante el tiempo que le quede en el mundo. Pero no puede cambiar por completo, porque no puede olvidar la isla. Tiene que conseguir ese mapa tuyo. Tiene que conseguir el mapa y luego tiene que conseguir la plata.
—Bueno —dije, con cierta torpeza porque seguía concentrado en cosas prácticas—; al menos eso querrá decir que nos ha buscado una tripulación digna de confianza.
Natty asintió y, a pesar de la creciente oscuridad, vi que se sonrojaba, lo que atribuí más al acaloramiento de nuestra charla que al esfuerzo de remar.
—No repetiremos la experiencia de nuestros padres —dijo en voz baja—. Eso te lo aseguro. Conozco a la tripulación y a su capitán. Son todos buena gente. Sobre todo el capitán Beamish.
—¿Los conoces a todos?
—Bueno, como si los conociera. A los marineros los ha contratado el capitán. Él es el único al que he conocido en persona. Pero te aseguro que estarás a salvo. Mi padre quiere demasiado su tesoro para permitir otra cosa.
—Pero ¿cómo va a hacerse con él si no piensas volver a Inglaterra? —En cuanto hice la pregunta, supe lo que Natty me respondería. Me diría que una vez encontrada la plata la enviaría a casa con el tal capitán Beamish, luego se haría cargo de su propia vida y partiría en otra dirección.
No sabía muy bien qué implicaba eso para mí. Era una incertidumbre que se sumaba a muchas otras. Y, como no quería imaginármelas todavía, me sentí aliviado cuando Natty optó por no responderme e hizo una larga pausa durante la que no oí nada salvo el sonido de nuestros remos mordiendo el agua. Mi pregunta flotó por un momento como una hoja sobre la superficie y luego se perdió de vista.
—Por supuesto —dijo Natty al cabo de un rato, con una nota aguda que dejaba claro que había cambiado de tema— no navegaré con mi nombre.
La miré sin comprender.
—Iré hasta allí —dijo—. Iré contigo. Pero viajaré como chico. Es idea de mi padre, por mi seguridad. El capitán Beamish me conoce, pero los tripulantes están convencidos de que soy Nat.
—¿Nat? —repetí como un eco, sonriendo.
Natty alzó las cejas, fingiendo que no le hacía ninguna gracia.
—No podría ir de ningún modo siendo yo misma —dijo—. Eso es lo que pienso. Y mi padre también. Nuestros compañeros de tripulación no lo permitirían. Y en el caso de que nos encontráramos con problemas… Es mejor así.
Le aseguré que entendía la sensatez de lo que había decidido, pero lo cierto es que mi reacción fue un poco más compleja de lo que dejé entrever. Me sentía un tanto irritado porque no se me había consultado ni, por lo tanto, involucrado en su decisión. También me daba cuenta de que el disfraz de Natty implicaba que no podía haber ninguna muestra de afecto entre nosotros durante el viaje, aunque por el momento tampoco tenía ganas de pensar mucho sobre el particular.
—Muy bien —dije animadamente, imitándola—. Esta noche eres Natty. Mañana serás Nat. No hay nada más que decir al respecto. Pero he de hacerte una pregunta que tiene que ver con eso.
Natty alzó una ceja dibujando un bonito arco.
—¿Sabrá la tripulación quién soy yo?
—¿Te refieres a si sabrán que eres hijo de tu padre?
—Exactamente.
—Sólo el capitán. —Natty hizo una pausa y luego añadió con la seguridad en sí misma que yo ya había empezado a admirar en ella, aunque implicara que le importara muy poco el que yo diera o dejara de dar mi consentimiento—: Pensamos que sería lo mejor. Los hombres no harían más que incordiarte pidiéndote que les contaras historias, y ya has dicho que no te gustaba mucho.
—Muy bien —respondí, sabedor de que decía la verdad. La recompensa a tanta comprensión por mi parte fue que Natty me dedicara su sonrisa más dulce; cuando dejó de sonreír nos quedamos en silencio para acabar el trabajo que teníamos entre manos.
He dicho que llegamos a nuestro destino con cierta comodidad, pero con ello sólo me refiero a que nuestra charla prosiguió con plácida fluidez. En realidad, tardamos bastante más en la vuelta que en la ida. Tal vez estábamos cansados. Y, más importante todavía, yo era reacio a llevar hasta el final el acto delictivo en el que me había involucrado ya, en parte por respeto a mi padre, y en parte porque temía que me descubriera. En cualquier caso, cuando dejamos atrás Greenwich (a eso de las nueve de la noche, si hemos de fiamos de las iglesias de la ciudad) y entramos en los últimos trechos del río que yo ya reconocía como las inmediaciones de mi hogar, la luna estaba en lo alto del cielo y las primeras estrellas resplandecían sobre las marismas.
Como sabía que mi padre estaría sirviendo a los clientes hasta medianoche y por tanto seguramente me vería llegar, o le avisaría alguien, Natty y yo no teníamos más remedio que acercarnos a escondidas y esperar un buen rato. Por eso sugerí que remontáramos un arroyo a cierta distancia de la Hispaniola y esperáramos a que la posada se quedara vacía. El lugar que encontramos era un trecho de agua que varias gaviotas habían elegido ya como refugio; se quejaron ruidosamente al ver cómo el morro del Catalejo se apartaba de la corriente principal y acabamos espantándolas.
Una vez se acalló ese alboroto, lo sustituyó el sonido de un millón de murmullos y burbujeos que constituían las conversaciones habituales de la marisma. A mí me resultaba acogedor porque era el sonido de la propia tierra; pero eso mismo me recordó todo cuanto estaba a punto de mancillar. Intenté aligerar esos sentimientos de culpabilidad charlando sin parar con Natty, en susurros, claro, de manera que la sensación de estar conspirando no desapareció en ningún momento.
La charla nos llevó desde nuestros primeros recuerdos (evitando el tema de padres y madres) a los años de escuela; a las dificultades de la lengua latina; a las esperanzas (de felicidad); a los miedos (a los gusanos en su caso, y a cosas más abstractas, como el fracaso, en el mío); a los cumpleaños; a las comidas que nos gustaban (la ternera) y las que no (las galletas); a las estrellas y la luna, que brillaban con tanta fuerza sobre nosotros que parecían la puerta a otro mundo, una puerta hecha por entero de luz; a los años de escuela de nuevo y a los maestros que preferíamos; a libros (tema sobre el que Natty no se extendió: los llamó aburridos), y así sucesivamente. De vez en cuando se acercaba un pájaro, se asustaba y se alejaba ruidosamente. Durante casi todo el tiempo el río permaneció vacío, aunque de tarde en tarde pasaban barcazas silenciosas, con luces a proa y popa, y velas y cascos de un hermoso color carbón claro. El agua que lamía las proas producía un sonido muy parecido al rumor de los sueños. Todo eso sirvió para que domeñara mi tristeza. Si el aire no se hubiera ido enfriando, creo que habríamos acabado cerrando los ojos y durmiéndonos el uno apoyado en el otro, para reanudar nuestro cotilleo cuando rompiera el alba.
Calculé que ya pasaba de medianoche cuando el último de los clientes de mi padre salió tambaleándose de la Hispaniola y se encaminó a su casa por el camino de sirga. Lo supimos porque oímos la achispada despedida y algunos compases de una canción hasta que se desvanecieron del todo.
Buenas noches, mis dulces damas, buenas noches, mis amigos queridos,
la luz de la luna enseña cuál es de este viaje el destino…,
el sueño, soñando con países nunca vistos,
donde el amor es fácil y ningún hombre ha vivido.
Cuando la tonadilla se desvaneció, siguió un profundo silencio, un silencio que creció a través del vacío como una ola de agua negra. Pero en lugar de ahogarme, su efecto fue el de salpicarme y espabilarme, de manera que todos mis sentidos se despertaron y mi cerebro se concentró. Todo lo que había hecho hasta entonces —todo lo que había aprendido en los libros y en especial el tiempo que había dedicado a estudiar las criaturas del mundo— me pareció a esa nueva luz como una preparación para ese instante. No me hacía falta que Natty me deseara buena suerte. Tras esperar unos minutos más, en los que imaginé a mi padre subiendo a la planta de arriba y quedándose dormido, le toqué el hombro y bajé de la barca. Ella, por su parte, no dijo nada que yo pudiera interpretar como un comentario de ánimo, sino que se limitó a decir lo que yo más esperaba:
—Me quedaré aquí.
Produce una sensación de lo más desconcertante encontrarte delante de la casa de tu infancia y sentirte como un desconocido. En mi caso, la sensación de extrañamiento resultaba aún más chocante tras las últimas horas, en las que Natty y yo nos habíamos entretenido con la historia de nuestras vidas. Cuando entré a hurtadillas por la puerta lateral de la casa, el familiar pomo fibroso y el crujido del pestillo no fueron más que detalles fríos y ajenos.
Esa sensación de extrañeza se intensificó a medida que me adentraba en casa. El mostrador de piedra clara en la bodega, salpicado de luz de luna; la puerta de la despensa con la rejilla metálica en el panel central; el hueco desgastado en los ladrillos rojos del umbral que daba al pasillo…, se convirtieron de repente en objetos de mi curiosidad y dejaron de formar parte de la trama de mi existencia. Avancé, o más bien levité, porque no me sentía más sustancial que un espectro de las marismas. Subí las estrechas escaleras. Recorrí el pasillo, desde cuyas paredes me observaron impasibles los rostros de cazadores, sabuesos y caballos. Bajé los tres peldaños, evitando el del medio porque crujía al pisarlo. Y ahí estaba, delante de la puerta de la habitación de mi padre —entreabierta—, oyendo sus ronquidos, que se elevaban como burbujas entre el fango. Sólo los ronquidos ya podían haberme guiado junto a su cama sin la ayuda de la linterna, que él había dejado en el suelo al lado de sus zapatos y que yo recogí silenciosamente.
Al levantar la luz, me sentí como un intruso porque no recordaba la última vez que había entrado en la habitación de mi padre. Sin duda, había sido de niño, al despertarme por una pesadilla, en busca de consuelo. Mi exilio a la escuela en Enfield había puesto fin a esas visitas, no tanto porque eliminara su necesidad cuanto porque dio lugar a cierto distanciamiento entre mi padre y yo. Éste fue agrandándose cada vez que vivíamos juntos durante mis vacaciones. Él tenía su trabajo en la bodega y yo tenía mi vida en las marismas y mi afición de buscar plantas y coleccionar objetos. Cuando acabé la escuela y me convertí en sirviente diario en la bodega, mi cuerpo permanecía en la Hispaniola, pero mi mente estaba siempre en otra parte.
Por eso, en aquel instante me encontré en su habitación mirando por todas partes con la curiosidad de un extraño, agradecido por el resplandor de mi vela. Lo primero que pensé fue que mi padre mantenía sus pertenencias llamativamente ordenadas y limpias. La camisa y los pantalones que había llevado puestos durante el día estaban doblados sobre un banco de madera, preparados para volver a ponérselos al día siguiente. El único cuadro en las paredes —el boceto de un navío de carga que entraba en un estuario a toda vela— estaba colgado justo encima de un sillón Windsor, en el que él a todas luces se sentaba a contemplar por la ventana el tráfico marítimo del río. Sobre la superficie de mármol de una mesa en el rincón había un cántaro y un aguamanil, cuya blancura resaltaba a la luz de la linterna. Todo perfectamente ordenado, cada cosa en su sitio. Como en el camarote de un barco, pensé, y no sólo por el techo bajo que se extendía sobre mi cabeza. En un rincón de mi mente, yo ya navegaba por alta mar.
A los pies de la cama, cúbico y negro, cerrado con un artilugio antiguo del aspecto más ingenioso, estaba el cofre que yo había ido a abrir. El cofre que había entrado en el Almirante Benbow, arrastrado por Billy Bones, y que allí había permanecido cuando éste había partido para reencontrarse con su Creador, hasta que mi padre lo rescató al volver de la isla del tesoro. En mi infancia, se me había animado a venerar ese objeto como si contuviera reliquias que convertirían las mortajas de nuestro Redentor en harapos tan insignificantes como trapos de cocina. Pero lo cierto es que su contenido no me había atraído tanto como el objeto en sí. Al pasar mis pequeñas manos por sus tablas picadas, acariciar las cicatrices en sus tiras de hierro y palpar la inicial «B» marcada con un hierro candente encima, sentí que podía reseguir el curso exacto y dramático de los relatos que mi padre me contaba, y que el contacto con ese objeto me los transmitía con mayor convicción de la que producían sus palabras. El humo de los cañones en la batalla todavía se cernía alrededor, junto con los destellos de cuchillas, la sangre de hombres perversos y la emoción de sus disputas. Cuando lo toqué, dejé la linterna en el suelo y puse las manos sobre la tapa combada como si esperara que algo parecido a la calidez humana se filtrara hasta mis dedos.
Pero no noté nada más que polvo y frío, lo cual a mi padre también debió de parecerle decepcionante porque de repente se removió en sueños, dejó de roncar y abrió y cerró la boca en una sucesión de chasquidos muy ruidosos, y luego volvió a sus sueños. En el curso de esa turbación, mientras su cabeza daba una vuelta sobre la almohada, vi alrededor de su cuello el cordel oscuro al que estaba atada la llave del cofre.
Hasta ese momento de mi incursión me había dicho que, si mi padre se despertaba, le diría que había entrado a desearle buenas noches, y a decirle que había vuelto sano y salvo de mi visita a Londres. Pero al acercarme con sigilo, mientras los vientos nocturnos golpeaban ruidosamente todos los costados de la casa produciendo inesperados crujidos en la madera, percibí con más claridad el peso de mis actos. Estaba a punto de llegar al momento en que las excusas ya no me servirían. El instante en que pasaría de ser un hijo pródigo de regreso a ser un hijo pródigo de partida.
La idea me impresionó tanto que me quedé petrificado mirando a mi padre durante un minuto entero, mientras yacía suavemente iluminado en su inconsciencia. Examiné su rostro y el pelo que raleaba por su cuero cabelludo. Vi que sus labios se agitaban levemente cuando inspiraba y espiraba. Estudié los pliegues y rugosidades de sus orejas, sus largos lóbulos, como si examinara algún trofeo que hubiera traído de las marismas para depositarlo en mi cuarto de maravillas.
Éste era mi padre. Mi padre, que de joven había vivido una aventura más peligrosa que cualquiera que yo imaginara posible en mi propia vida. Mi padre, que nunca había levantado su mano contra mí. Mi padre, que me había dado los privilegios de la instrucción y otros que él nunca había disfrutado. Mi padre, que había respetado con honor el recuerdo de mi madre. Mi padre, que me había criado en soledad, y cuyo único defecto había sido esperar de mí trabajo duro y demasiada lealtad. Sin duda, si no lo hubiera hecho así, ¡yo habría dicho que me ignoraba! Puedo afirmar con toda sinceridad que nunca lo había amado más de lo que lo amé en el instante previo a traicionarlo.
Eso tal vez explique por qué, cuando mis dedos empezaron la tarea que les encomendé, me dio la impresión de que no me pertenecían sino que eran de un extraño que se había adueñado de mi cuerpo. Afortunadamente, no tuvieron que afanarse mucho tiempo porque mi padre estaba ahora boca arriba, con la camisa de dormir abierta en el cuello y el cordel flácida a su alrededor y la llave hundida en su axila derecha, donde reposaba semioculta entre pelos negros y húmedos. Con suavidad la desenredé. Con tiento, palpé el cordel que, a la luz de la linterna, parecía dorado, y estaba tibio por el calor de su cuerpo. La suerte me acompañó y di al momento con el nudo. Con habilidad lo cogí para aflojarlo…
Y no pude. El nudo estaba muy apretado y, como no lo habían deshecho desde hacía muchos años, se había endurecido hasta formar una masa sólida. Pero supe lo que tenía que hacer a continuación. También sabía que si lo posponía aunque sólo fuera un instante, me dominaría el miedo y perdería mi destreza. Fue en ese momento cuando el recuerdo de Natty irrumpió en mis pensamientos: cómo estaría suspirando la noche a su alrededor, cómo se burlaría de mí si volvía al Catalejo con las manos vacías. Se me apareció tan vivamente que casi creí que la cabeza bajo la cual deslicé las manos y luego levanté era la suya y no la de mi padre. También me pareció su cálido cuello el que rozaba con la palma de la mano al buscar el cordel y tirar de él hacia arriba, sujetando la llave entre el pulgar y el índice.
En medio de todo ese ajetreo, mi padre pareció dejar de respirar por un instante, abrió los ojos de par en par y me miró directamente. Me quedé inmóvil, devolviéndole la mirada. Pero, mientras que mis ojos eran capaces de entender lo que veían, los suyos estaban ciegos, o fijos en algo que había dentro de mí. Por un momento también contuve el aliento, con la incómoda sensación de que me estaba examinando y que no daba la talla. Fue el momento más crítico. Sabía que si soltaba la llave, todavía podía volver a mi vida de antes. Por otro lado, podía seguir adelante… hacia la aventura y el peligro.
No hace falta que diga qué decidí, ni que me extienda sobre la rapidez con la que acabé la tarea. Mientras mi padre volvía a cerrar los ojos, deslicé el cordel por encima de su cabeza (que seguidamente deposité con suavidad sobre la almohada), me aparté y me agaché al lado del cofre. Gracias a la linterna, mi tarea resultó mucho más fácil de lo que habría sido a oscuras.
Para mi sorpresa, la llave entró en la cerradura con mucha suavidad y giró también con facilidad, emitiendo un pesado y agradable clic que me decía que mi padre la utilizaba con frecuencia, por razones que preferí no pensar…, porque habría concluido que su contenido era más importante si cabe para él. La tapa se abrió con un suspiro casi inaudible y despidió una leve vaharada de tabaco y brea cuando la apoyé a los pies de la cama. Me incliné hacia delante como si me asomara a un pozo y en cualquier momento pudiera perder pie y precipitarme dentro de cabeza.
Los recuerdos que acumulamos en el curso de nuestra existencia tienen un valor para nosotros que es inexplicable para los demás. Ése era el caso del cofre del tesoro de mi padre. Entre los objetos que encontré y sostuve ante la linterna para poder verlos con claridad había un cuadrante, un bote de metal, varias ramas de tabaco, un antiguo reloj español, un par de brújulas montadas en latón, cinco o seis extrañas conchas de las Antillas, una bolsa de cuero con monedas (que, supuse, era los restos de su parte del tesoro), un mechón de pelo moreno, trenzado y enrollado, una visera verde, varios cuadernos —que estaban llenos de columnas de números y que debían ser las cuentas de la Hispaniola—, varias piezas de ropa, entre ellas un chal gris y un par de guantes a juego, otra pequeña bolsa que contenía tres o cuatro dientes de leche, una pistola muy manejable con una etiqueta en que la letra infantil había escrito «el arma utilizada para eliminar a Israel Hands», un sobre sellado en el que la misma letra había anotado «la Mota Negra que le dio el ciego Pew a Billy Bones: no abrir», varios periódicos tan quebradizos como telarañas, una vaina vacía, el largo colmillo de un animal —en el que se había tallado la imagen de un barco— y, donde había esperado que estuviera, al fondo del todo del cofre, una pequeña cartera de seda verde. Tenía sujeto un trozo de cuerda trenzada, de manera que podía llevarse alrededor del cuello tan cómodamente como la llave de mi padre, y estaba cerrada con una cinta atada en un lazo limpio.
Inmediatamente supuse que esa cartera contenía lo que yo había ido a buscar, y no me equivoqué. Es más, cuando me la acerqué a la cara y toqué la cinta que la cerraba, el material se desmenuzó en polvo y la hoja de papel amarillento que había dentro pareció deslizarse por sí sola a mis manos, sin que me hiciera falta sacarla. Me arrodillé a toda prisa y sostuve la hoja delante de la luz. Tal como lo recuerdo ahora, me parece extraordinario que no temiera que mi padre se despertara en cualquier momento y me llamara traidor. Pero lo cierto es que no me dio miedo. Mi sentido común, como mi conciencia, había acabado devorado por la curiosidad.
A todas luces, el mapa había sido plegado y desplegado muchas veces a lo largo de los años, y se había ensuciado con las huellas de muchas manos. Pero el papel todavía era fuerte y el dibujo nítido. La isla tenía quince kilómetros de largo y ocho de ancho, dos amplias bahías y una colina en el centro señalada como «el Catalejo». Había varios añadidos que parecían posteriores; pero la más llamativo eran tres cruces en tinta roja: dos en la parte norte de la isla, una en la sudoeste y, al lado de la ésta, en la misma tinta, con letra pequeña y clara, muy distinta de los caracteres vacilantes que había por todas partes, estas palabras: «Grueso del tesoro aquí». En el dorso, la misma mano había escrito la siguiente información:
Árbol alto. Estribaciones del Catalejo, demora de un punto al N del NNE isla del Esqueleto ESE y por el E.
Tres metros.
Los lingotes de plata están en el escondrijo del norte; puede encontrarse siguiendo la curva hacia el montículo del este, diez brazas al sur del risco negro que mira hacia él.
Las armas son fáciles de encontrar, en la duna, un punto al N del cabo norte de la cala, con demora al este y una cuarta al N.
J. F.
Bajé la cabeza al llegar al final de esas palabras y por un instante pareció que el mapa nadaba delante de mis ojos. Entonces, con una extraña parsimonia, como si el aire que me rodeaba se hubiera vuelto tan denso como el agua, volví a acercarme el mapa y mis ojos vagaron hacia el borde superior de la hoja. Encontré lo que buscaba. Un apunte de la longitud y la latitud, que se grabó en mi cerebro al instante, pero jamás repetiré. Me sentí tan aliviado que es posible que suspirara ruidosamente. Pero puede que fuera tan sólo un suspiro que se fundió en una sonrisa al reparar en que el artista se había tomado la molestia de subrayar esa información con líneas azules irregulares, como las que haría un niño para dibujar las olas del mar.
La fascinación que me produjo todo lo anterior fue tan inmediata como si hubiera estado sosteniendo una hoja de los Evangelios. El mapa era un objeto sagrado, una fuente de conocimiento primitivo que había sido mencionada una y otra vez a lo largo de toda mi infancia, pero había estado siempre fuera de mi alcance. Mi padre y cuanto había en su habitación permanecían en un silencio absoluto mientras yo examinaba el mapa. Al mismo tiempo, el documento me transmitía una extraña sensación a través de la mano, no sabría decir si de debilidad o de fortaleza. La mano me temblaba aunque la sentía fuerte como el hierro. Pensando en esa contradicción, plegué el mapa, lo guardé en la cartera, deslicé el cordel trenzado alrededor de mi cuello, me metí la cartera debajo de la camisa y empecé a guardar en el cofre todo lo que había sacado tan silenciosamente como me fue posible, y en su orden original, para que mi padre no supiera que lo había registrado y saqueado.
Cuando acabé y el cofre quedó cerrado de nuevo, me acerqué de puntillas al lado de la cama de mi padre y le levanté la cabeza de la almohada para devolver la llave a su sitio alrededor del cuello. Durante mi infancia, había criticado en silencio pero a menudo a mi padre por acostarse borracho. Pero en esa ocasión se lo agradecí con gran efusión, aunque también en un silencio absoluto: su reacción a mis molestias fue soltar un ronquido especialmente alto. Cuando todo estuvo de nuevo en orden, le miré por última vez.
A pesar de todas las alteraciones recientes, parecía haber entrado en una nueva cámara de los sueños, y ahora yacía sumido en un sueño más profundo bajo la corriente del mundo que cuando yo había irrumpido en la habitación. Tenía la frente alisada, sin arrugas de inquietudes que la turbaran. Apretaba la mandíbula como si se preparara para un largo viaje. «Adiós, padre», me oí decirle sin querer. Las palabras se posaron sobre él con la misma levedad que la nieve, y no las percibió.
Dejé la linterna en su sitio, junto a sus zapatos, y salí deprisa de la habitación sin mirar atrás. No había esperado que esa tristeza apareciera en mi despedida, pero ahí estaba, y no podía ignorarla; por eso cuando bajé me detuve en la bodega y escribí una nota a mi padre. Utilizando la pizarra que él usaba para recordar los pedidos de comida y bebida (después de borrarlos), escribí que había decidido hacer un viaje, como había hecho él cuando tenía mi edad, y que volvería a casa avanzado el año.
No dije nada del mapa, nada de mi destino y nada de mi acompañante ni de su progenitor. De ese modo confesaba a la vez que me encubría. Cuando acabé, dejé las palabras bañadas en la luz de luna.
Tardé apenas un minuto en volver a cruzar la marisma y encontré el arroyo donde me esperaba Natty. Al subir al Catalejo y sentarme a su lado, ella me miró a la cara, sin hablar, vio mi expresión y entonces me rodeó con sus brazos. Era la primera vez que nos abrazábamos y la calidez de su cuerpo, con su leve aroma a sudor, casi me abrumó. Apenas fui consciente de que ella no había mencionado el mapa, y le agradecí que no lo hiciera. De hecho, no dijimos ni palabra. Nos soltamos, cogimos un remo cada uno y bogamos hasta el río, luego avanzamos una milla hacia Londres. Amarramos entonces la barca a un embarcadero y dormimos hasta la mañana. Cuando salió el sol reanudarnos nuestro viaje, con mi tesoro oculto todavía dentro de mi camisa.