Después de comunicar mi decisión, que me convertía en traidor y me liberaba al mismo tiempo, esperaba que el señor Silver extendiera los brazos para acogerme de nuevo entre ellos como a un hijo. Pero su única reacción fue abrir sus ojos blanquecinos, volverse hacia Natty como si pudiera verla, y dedicarme una especie de sonrisa interior. Comprendí que esa sucesión de gestos significaba algo así como: «Nunca albergamos ninguna duda sobre él, ¿verdad?».
Natty le acarició la mano, luego se acercó y se puso a mi lado, junto a la ventana. Con la luz que ahora incidía más directamente me fijé en un delicado rocío de sudor que endulzaba su nariz y su labio superior. Me produjo un extraño consuelo saber que yo le había causado más angustia de la que ella estaría dispuesta a admitir.
—Mi padre está muy complacido —me dijo en voz baja y suave—. Volverás a verlo cuando regresemos con el mapa. Pero ahora debemos dejarle reposar, le hemos cansado.
Yo quería quejarme y decir algo, como que había tenido que vencer mayores dudas de las que ellos imaginaban, y que también merecía consuelo. Pero me pareció que podría sonar insensible. Además, la noticia de que Natty regresaría conmigo a la Hispaniola había atenuado mis deseos de reprocharle nada.
—¿Cuándo nos vamos? —pregunté intentando sonar flemático.
—Ahora —dijo—, para estar allí antes del anochecer.
—No —me expliqué—, preguntaba que cuándo zarpamos para la isla.
—Oh —respondió alegremente—. Mañana. Pasado mañana. Cuando quiera que el viento nos lleve. Todo está preparado.
—Eso ya me quedó claro —le dije—; pero ¿es verdad que conoce a la tripulación?, ¿son buenas personas?, ¿es un buen barco? —No hice esas preguntas porque me sintiera inquieto por la premura con que me había visto involucrado; quería que me asegurara que los hombres escogidos por el señor Silver procedían del último y más decente periodo de su vida. Lo que quería saber, en realidad, es que no eran piratas.
Natty pareció pensar que estaba dándole demasiada importancia a lo que no lo tenía.
—Sí, sí —respondió con un aleteo de impaciencia—. Todos son buena gente, sobre todo el capitán. Y el barco también es bueno. No tenemos que preocuparnos por nada, al menos, no con respecto a los marineros y el capitán.
—¿Qué quieres decir?
Natty me puso la mano en el brazo; sentí su calidez a través del algodón de la manga.
—El mundo es muy grande, sólo digo eso. Está lleno de peligros que no podemos predecir.
En lugar de alarmarme, ese reconocimiento me tranquilizó: me recordó que podía confiar en la honestidad de Natty, aunque su experiencia pudiera ponerse en duda. Así de animado, decidí ser franco yo también:
—¿Y si no puedo encontrar el mapa, o si lo encuentro pero por alguna razón no puedo llevármelo?
—Lo encontrarás —dijo Natty con un extraño tono inexpresivo y enfático—. Ya sabes dónde está, y sabes también que lo podrás coger. No hay más.
Entonces apartó la mano y de repente pareció alegre y divertida.
—Y si queremos más, haríamos mejor poniéndonos ya en marcha —dijo echando la cabeza hacia atrás para incluirme en la broma, que no supe si tomarme como una insinuación.
—¿Qué? —pregunté—, ¿de qué se trata?
Natty no respondió, cruzó rápidamente la habitación y se despidió primero de Spot, haciéndole cosquillas con la uña a través de los barrotes de su jaula, y luego de su padre con un beso en la frente mientras él mantenía los ojos cerrados.
El viejo se removió un poco. Supuse que quería decir que se había dormido por fin; entonces, cuando Natty se apartó yo ocupé su lugar y lo miré una vez más. El cuerpo arrugado era como un harapo cubierto de harapos; su vigor había desaparecido por completo. Pero cuando le miré a la cara sentí una palpitación: miedo. Debajo de aquellos párpados cerosos, los ojos del señor Silver se movían con fuerza, como si estuvieran buscando una presa, y sus labios finos se abrían y cerraban para dar órdenes o proferir maldiciones, no sabría decir. Me pareció que si le seguía mirando durante más tiempo, empezarían a ocurrírseme ideas que nunca habría osado imaginar.
La confusión se desvaneció, o, más bien, cambió de objeto, cuando Natty me apartó, me hizo bajar dos o tres tramos de escalera y oí la misma canción que había escuchado antes, al subir a la habitación del señor Silver. La voz sonaba ahora más suave y destilaba una tristeza más definida.
El hijo de María, el Rey del Cielo,
me ha tomado como esposa y me ha hecho suya;
mi canción ha cantado el éxtasis de su anhelo,
mi corazón ha reventado las puertas del Paraíso, aleluya.
Cuando llegamos ante la puerta donde se oía con más claridad la canción, Natty se detuvo y llamó, cosa que dio lugar, dentro, a unos ruidos de precipitada agitación, y seguidamente, al abrirse la puerta, apareció una corpulenta negra. Tenía unos sesenta años, el cabello largo y gris recogido con fuerza en trenzas, y llevaba un vestido blanco que incluía tantas enaguas y retales que se hubiera dicho que iba envuelta en una nube. Su rostro mostraba destellos de la luz que en el pasado debía de haber despedido, pero estaba demasiado gruesa para llamarla hermosa.
—Mi madre —dijo Natty, con una reverencia irónica que dejaba claro que creía que su relación era ridícula o, como poco, extraña.
Lo cierto es que yo sólo sentía curiosidad. Ésta era la misma mujer de color que aparecía en los relatos de mi padre, la mujer con la que el señor Silver había compartido la primera parte de su vida en Bristol y con la que había vuelto tras su exilio en la América española. Como su marido, era una figura fabulosa que había cobrado vida.
La señora Silver miró la mano que yo le ofrecía para que me la estrechara como si esa cortesía fuera inaudita. Ella mantenía su mano derecha apretada contra el pecho, que subía y bajaba muy rápido. Cuando miré más allá de ella, entendí por qué. Una pared entera de su habitación era un altar, una placa gigantesca de metal reluciente en la que se habían atornillado varios ganchos y portavelas que sostenían cirios. Éstos proyectaban su luz amarilla sobre una mesa donde había más velas alrededor de un intrincado crucifijo de plata con grabados en relieve de animales que se superponían unos sobre otros en una retorcida danza. La señora Silver estaba rezando, y se había quedado sin aliento porque se había postrado delante de su altar cuando la interrumpimos.
Me pregunté por qué Natty no había sido más prudente. La explicación la tuve cuando la señora Silver recobró el dominio de sí y por fin cogió mis manos entre las suyas, que me parecieron especialmente cálidas y húmedas. No nos tomó como intrusos, y no lo habría hecho jamás: parecía tan sencilla en su bonhomía como taimado parecía su marido.
—¡Señor Jim! —exclamó con un ondulante acento del West Country—. Natty me dijo que vendrías. Entra, amor mío, entra. —Y antes de darme tiempo a titubear siquiera me pasó un pesado brazo sobre los hombros, echó el otro alrededor de los de Natty y nos arrastró por la habitación hasta un antiguo y mullido banco, donde nos hundimos a la vez, como si estuviéramos pegados, y escuchamos su charla.
Barbados (donde había nacido), puertos, travesías, atún, sal, literas, galletas repugnantes, tormentas, fosforescencia, luz de las estrellas, luz del sol, vientos favorables, el olor de la vegetación, el río Severn y el gran y viejo puerto de Bristol fueron temas que tocó y al momento abandonó mientras nos transportaba consigo desde su tierra natal hasta su primer hogar en Inglaterra con su joven marido. El posterior viaje de éste a la isla del tesoro se lo saltó, salvo para comentar que fue una «travesía» que la dejó sola más tiempo del que había esperado, pero que le permitió hacerse cargo del Catalejo. Desde el regreso de su marido, quiso convencerme, los dos habían trabajado tranquila y felizmente juntos, «bendecidos por la llegada de nuestro ángel» (aquí nuestros hombros sufrieron un tremendo achuchón), aunque ahora la existencia de ambos estaba ensombrecida por la mala salud de su esposo.
Al llegar a este triste tema, la señora Silver redobló sus esfuerzos para mostrarse animada.
—Gracias a Jesús —declaró, o mejor debería decir cantó, porque pronunció el nombre de nuestro Salvador en una larga y firme nota—. Gracias a Jesús todavía podemos contar nuestras bendiciones, y esperamos mayores bendiciones todavía en el tiempo que nos quede.
La charla se prolongó durante varios minutos, y la mayor parte de ese tiempo yo mantuve la mirada fija en el altar que tenía delante. Vi que había sido confeccionado intencionada y hábilmente para crear una superficie irregular, que reflejaba la luz de las velas en ángulos imprevisibles. Como unas gruesas cortinas cegaban todas las ventanas de la habitación y de las demás paredes colgaban chales y telas oscuras de diversos tipos, había creado un espacio que transmitía una impresión de devoción excepcionalmente concentrada, y también de considerable peligro, pues la menor corriente de aire avivaría cualquiera de las numerosas llamas y podría incendiarlo todo.
Esa posibilidad hizo que me quedara muy quieto. A diferencia de la señora Silver, que se estremecía, se agitaba y hasta aleteaba al hablar, y poco a poco me convenció de que se parecía a lo que la rodeaba, al altar especialmente, pues combinaba éxtasis y temeridad. Cuanto más lo pensaba, más incómodo me sentía. Mi primera reacción ante ella había sido una especie de alivio tras la extrañeza que producía su marido. Luego me había desconcertado el que dos personas tan distintas fueran de hecho marido y mujer. Esto a su vez me llevó a conjeturar si tanta afabilidad no sería una forma de tiranía: su relato estaba pensado para entretenernos, pero también para afirmar su control. La posibilidad se iba convirtiendo en una certeza a medida que seguía hablando, con sus brazos sobre nuestros hombros cada vez más pesados, apretándonos con más fuerza, de manera que al final éramos más sus prisioneros que su público.
Para Natty, que debía de haber escuchado las historias de su madre incontables veces, la retención de que éramos objeto tendría que resultar especialmente tediosa. O eso supuse en cualquier caso, y cuando su madre inició otra larga parrafada de agradecimiento a Jesús por las bendiciones del pasado, el presente y el futuro, decidí que teníamos que poner fin a nuestra cautividad.
—Señora Silver —dije en voz alta retorciéndome para liberarme de ella y poniéndome en pie de un salto—, Natty y yo tenemos algo que hacer y debemos empezar inmediatamente.
El efecto de mi anuncio fue instantáneo y mucho más dramático de lo que yo había esperado. Todo el optimismo que destilaba la señora Silver, toda la vitalidad y seguridad en sí misma se esfumaron como aire que escapa de un globo.
—¿Algo que hacer? —preguntó con una voz débil, como si se hubiera quedado anonadada.
—Es una tarea —le dije—, una tarea que nos ha encomendado su marido.
Se produjo entonces un segundo cambio en la señora Silver, como si volviera a endurecerse después de haberse desinflado. Cruzó los brazos sobre su pecho y la decepción le tensó los rasgos. Lo primero que pensé fue que la había irritado al interrumpirla. Pero cuando volvió a hablar, me di cuenta de que al menos parte de la irritación se debía a su marido, fuera porque no le entendía o porque no le gustaba lo que pretendía.
—Conozco tu tarea, sí, señor Jim, la conozco —dijo, y la nota cantarina de su voz adquirió un matiz siniestro—. El que sea voluntad de Dios o del diablo es otra cuestión. Vosotros sois hijos de la luz e hijos del día; no pertenecéis a la noche ni a la oscuridad. —La señora Silver descruzó los brazos y puso las manos sobre las rodillas antes de añadir con un énfasis desafiante y un brillo en la mirada—: Primera epístola a los tesalonicenses, capítulo cinco, versículo cinco.
Entonces Natty se levantó y se apartó de su madre, lanzando miradas vacilantes a su progenitora y a mí. La señora Silver no le prestó atención.
—Cumple tu tarea —prosiguió—, cúmplela, jovencito. Vuelve cuando hayas acabado y entonces decidiré para quién trabajas. Y tú, jovencita —lanzó otra mirada a su hija, una mirada que no tenía nada de amor maternal, sólo celos y desdén—, ve con tu amiguito y obedece a tu padre. Después de todo, es lo que haces siempre.
En la agitación del momento, con la luz de las velas reflejándose en todas las superficies, era imposible ver qué efecto tuvo esa pequeña invectiva en Natty. Aparentemente mantenía la calma y alargó la mano para ayudar a su madre a levantarse. Pero, y no creo que fueran imaginaciones mías, vi que su tez se oscurecía más de lo normal y un extraño fuego —más brasa que llama— ardía en sus ojos.
El brillo se prolongó un instante, luego se atenuó cuando la señora Silver se levantó. Tanto si había percibido la turbación de Natty como si no, la mujer quería poner fin a nuestra conversación tan bruscamente como había empezado. Aunque yo carecía de experiencia sobre lo que significaba tener una madre, aquel gesto me pareció antipático. Los rápidos cambios en la temperatura de su estado de ánimo, y la implacabilidad que ahora mostraba, habrían amenazado la dicha de cualquier infancia. Si tales rasgos se combinaban, además, con la influencia de un marido como el suyo, sin duda habrían arruinado la vida de un niño.
No tenía tiempo para demorarme en esos pensamientos porque la señora Silver iba directa al grano y nos echaba ahuyentándonos como si fuéramos gallinas, mientras los pliegues de su vestido se agitaban y el dobladillo siseaba al arrastrarse por el suelo y hacía oscilar todavía más violentamente las sombras de las velas a nuestro alrededor. Mientras se apresuraba hacia la puerta no dijo ni una palabra de despedida, ni de bendición para nuestro viaje, sólo dejó entrever su absoluta determinación de que nos fuéramos de allí cuanto antes, como si acabara de acordarse de algo de mucha mayor importancia que nada de lo que implicaran nuestros planes.
Mi propio deseo de salir de aquella casa no era menor; ni siquiera esperé a Natty, bajé un tramo de las escaleras a saltos, atravesé rápidamente el rellano por delante de la bodega, bajé el último trecho y llegué a la calle. Me alegré de estar solo unos instantes, antes de que Natty me alcanzara. En las últimas horas me había acostumbrado tanto a que otros conocieran mi futuro que casi me chocó darme cuenta de que todavía tenía la posibilidad de rechazar cuanto el señor Silver me había ofrecido. Me dije que sería lo más fácil del mundo perderme por una de las calles laterales, volver a la Hispaniola y no hacer el menor caso a las posteriores visitas e instrucciones que llegaran desde el Catalejo.
Sí, lo más fácil…, pero imposible, pues mi obligación de ser leal con mi padre, y mi instinto de conservación, nada podían hacer frente a los sentimientos que ahora se les oponían. Por decirlo simple y llanamente: Natty me había atrapado con un embrujo mucho más poderoso que cualquiera de las razones que pudiera tener para huir de la chica. Cuantas más dudas me suscitaba el carácter de sus padres, más dispuesto me sentía a creer que ella era su víctima, la prisionera de sus extravagancias y excentricidades. Tal era su poder sobre mí y mi deseo de complacerla que no tenía intención de apartarla de los planes de su padre, sino más bien de aceptarlos yo mismo. Ahora entiendo que mi razonamiento era pura casuística interesada, y no me enorgullezco. Pero entonces me sentía satisfecho, porque me permitía suponer que traicionar a mi propio padre no era un acto de egoísmo sino de bondad.
Cuando Natty surgió de la oscuridad a mi espalda, la expresión de su cara volvía a ser alegre: ojos brillantes, la boca esbozando una sonrisa felina. Tal valerosa serenidad no hizo más que confirmar todo lo que había estado pensando. Yo no era un traidor sino un salvador.