Cuando Natty abrió la puerta de la habitación de su padre, esperaba entrar en una especie de madriguera o de guarida suspendida en el aire. Las escaleras cada vez más estrechas así lo anunciaban, y también la opinión de mi padre: el señor Silver sólo habría regresado a Inglaterra si hubiera estado seguro de que podría permanecer oculto, en la sombra.
Pero no me encontré con nada por el estilo, sino más bien frente a una avalancha de luz tan brillante que por un momento me quedé deslumbrado. Cuando recuperé la visión, me di cuenta de que había entrado en una especie de amplio puente de mando, una de cuyas paredes era por entero de cristal, un espacio que se mantenía unido mediante delicadas varas de madera. La ventana se había construido para que sobresaliera hacia el exterior y transmitía una sensación tan extraordinaria de estar en un mirador que no supe si parecía un ojo o si en realidad me encontraba dentro de uno. En cualquier caso, pensé que yo bien podría ser un águila porque en ese momento contemplaba la ciudad y cuanto en ella había con la misma nitidez que el ave.
Cuando me di cuenta de todo eso y me adelanté para disfrutar de la vertiginosa vista del muelle que se extendía directamente a mis pies, donde veía nuestro esquife como una semilla entre los buques más grandes, Natty parecía haberse olvidado ya de mí. Se había apartado cuando entramos, escabulléndose por la pared más alejada de la ventana, como si despreciase las panorámicas que ofrecía, y se detuvo junto a la figura que en ese momento me volví a mirar por primera vez.
Gracias a las historias de mi padre sobre la isla del tesoro, me había imaginado a John Silver el Largo con la apariencia y las costumbres de un demonio. Lo único que lo salvaba era su pragmatismo: en todos los demás aspectos era un malvado sin paliativos, un «horror», decía mi padre, «de crueldad, doblez y poderío». El chillido de su loro, «¡Piezas de a ocho! ¡Piezas de a ocho!», como el rítmico rechinar de un diminuto molino, había sido el estribillo de mis pesadillas. Como también lo había sido el repiqueteo tap-tap-tap de su pata de palo, la izquierda, que sustituía a la original que había perdido mientras servía a la patria con el inmortal Hawke. Cada vez que me creía merecedor de algún castigo, y a veces ni eso, temía sentir la puñalada de su muleta de madera, que él apuntaba y lanzaba con extraordinaria ferocidad, como un rayo que se clavara entre mis omoplatos.
Con el paso del tiempo, como suele ocurrir, esos temores infantiles remitieron y en algunos casos hasta se transformaron en imágenes que desfilaban por mi imaginación para calcular la valentía que iba adquiriendo. Sin embargo, me impresionaba que, cada vez que menospreciaba al señor Silver, mi padre me llamara niñato ignorante que no tenía ni idea de cómo era el mundo. Y aunque esas reprimendas me reducían al silencio, no conseguían que cambiara de opinión. John Silver el Largo, me avergüenza reconocerlo, había quedado desdibujado, por la familiaridad, a una versión desvaída de su ser original.
Cuando mis ojos se posaron sobre él, supe de inmediato que había sido un idiota al no hacer caso a mi padre. Y lo digo pese a que el tiempo había deteriorado visiblemente la forma del cuerpo de aquel hombre. Estaba tumbado en un diván cubierto de una tela verde descolorida, cuyo terciopelo se veía remendado aquí y allá con retales más oscuros, y llevaba puesto un inmenso gabán azul, recargado de botones de latón, que le habría caído hasta las rodillas si hubiera sido capaz de mantenerse en pie; el cuello alto del gabán, levantado hasta las orejas, se las empujaba hacia delante.
Llamar escuálido a ese cuerpo no haría justicia a los estragos que había sufrido, más visibles aún porque se había quitado la pata de palo (que le llegaba casi hasta la cadera), que yacía en el suelo a su lado. Sería más preciso decir que su forma parecía estar desintegrándose, incluso mientras yo la miraba: los pliegues caídos de sus pantalones; el bulto alargado de su única pierna, una mancha marrón que resaltaba al lado de su pareja ausente; el pecho hundido bajo los volantes mugrientos de su camisa; todo lo cual hizo que me maravillara todavía más de que el espíritu que impulsaba ese cuerpo siguiera todavía activo, y me llevó a suponer que no podía durar mucho más.
Era la cabeza, no el cuerpo, lo que me permitió reconocer la amenaza sobre la que tanto había hablado mi padre. Según él, la cara del señor Silver era tan grande como un jamón, lisa, sosa y pálida, pero inteligente y risueña. Ahora estaba ajada, marchita y hundida, coronada con un pelo ya tan ralo que parecía más un conjunto de hilachas que cabello natural, y le caía grasiento desde la coronilla hasta los hombros. Ese detalle parecía delatar una especie de abandono, más alarmante aún porque sus ojos, que yo había esperado ver clavados en los míos con seductora intensidad, se movían de un lado a otro, completamente nublados. El señor Silver estaba ciego.
Si a otros hombres esa desvalidez les habría dado un aspecto conmovedor y les habría atemperado el ánimo, en él sólo había generado rabia, que se esforzaba por controlar en todo momento. Su cabeza se movía sobre el cojín dorado en que se apoyaba, mientras que la mano izquierda se abría y cerraba en un puño al lado de la pierna que le faltaba, como si buscara una daga que quisiera lanzar a modo de saludo.
—¿Estás ahí?, ¿estás ahí? —preguntó, arañando el aire con la mano derecha. La voz no sonó cansada sino más bien avejentada, una voz erosionada por el paso del tiempo; mellada y descolorida.
—Aquí estoy, padre —dijo Natty, cuya propia voz sonó muy dulce, aunque su tono apaciguador no tuvo ningún efecto. Una vez más, la mano se alzó con impaciencia, y en ese momento en que me fijé mejor, vi que tenía la huella desvaída de un tatuaje, azul y púrpura, que le salía de los nudillos y desaparecía bajo el sucio puño de la camisa. Me pareció que podría ser una serpiente, con la boca abierta y los colmillos a punto de morder.
—Aquí estoy, padre —repitió Natty.
Desde que habíamos entrado en el puente de mando yo había estado tan concentrado en la magnificencia de su vista y en la ambigua mezcla de decrepitud y de amenaza latente de su morador ciego, que no me había fijado en la actitud de Natty. Entonces me asaltaron un montón de preguntas. ¿Por qué no me había presentado a su padre?, ¿quería dar la impresión de que estaba sola? A todas luces se comportaba como si yo no estuviera allí y evitó mi mirada cuando dejó la jaula de su pájaro (en una mesita redonda que, no cabía duda, era su lugar habitual) y se ciñó con más fuerza el chal alrededor de los hombros. Mientras la miraba, una nube empezó a ensombrecer su rostro; sus actos parecían un tanto forzados, como si quisiera ganar confianza.
Confuso por esas impresiones, me pregunté quién era la autoridad que en realidad mandaba en esa habitación. Mi incertidumbre se acentuó al momento. En lugar de coger la mano de su padre y darle un casto beso en el cráneo, Natty se inclinó hacia la figura todavía crispada y frotó su mejilla contra la cara del viejo, como un gato. Ante ese gesto, el hombre pareció tranquilizarse. «Amor mío», me parece que dijo, aunque también podría haber dicho «vida mía». Cuando ella se separó, él movió unos centímetros su cuerpo de gorrión sobre el diván, dejando sitio para que se estirase a su lado. Cosa que ella hizo de buen grado y luego apoyó el brazo sobre su pecho. No podía ver la cara de Natty, que había desaparecido entre la tela del gabán del señor Silver. La cara de él seguía mirando directamente hacia la panorámica invisible; era una máscara de dicha.
El abrazo se prolongó al menos un minuto, durante el cual padre e hija yacieron el uno en brazos del otro como si yo no estuviera presente. Desde entonces, he recordado esa escena un millar de veces, a menudo con tristeza, pero, por más que cambie de perspectiva, siempre llego a la misma conclusión. La cuestión del dominio era sumamente controvertida. Al señor Silver ya no le quedaba fuerza física para imponer sus deseos, pero poseía todavía una mente resuelta. La inteligencia de Natty todavía no era independiente del todo, pero su juventud y energía le proporcionaban cierto tipo de poder. Y ambos parecían haber resuelto la rivalidad entre sus respectivas capacidades desarrollando una excepcional devoción mutua. Un amor, ciertamente, que, me di cuenta al instante, podría implicar el rechazo de otra persona que requiriera la atención de cualquiera de ellos.
Como si quisiera confirmar la inquietud provocada por esos pensamientos, Spot empezó a removerse nervioso, arañando con sus alas los barrotes de la jaula y abriendo y cerrando repetidamente el pico como si se dispusiera a decir unas palabras. Cuando por fin lo hizo, empezó la misma frase que le había oído pronunciar antes, cuando lo vi por primera vez delante de la Hispaniola: «¡Déjame en paz! ¡Déjame en paz!». En cuanto empezó a hablar, Natty se sentó erguida, sin apartarse del hombro de su padre, y se pasó la mano por el cabello como cuando alguien se despierta de un sueño reparador.
Aunque me sonrió a mí, le habló a su padre:
—Bien —dijo con calma—, debemos ponernos manos a la obra. He traído al señor Hawkins para que le vea, padre, como me había pedido. —Su tono de voz era uniforme, y su mirada firme, como si me retara a que dijera que había visto algo que me había parecido extraño o desconcertante.
—¡Señor Hawkins! —graznó el anciano, como si él también fuera un pájaro, y extendió ambos brazos hacia mí. La simple idea de que esperase que yo fuera a abrazarle me pareció repulsiva, y me quedé donde estaba, cosa que él, claro, no pudo ver—. ¡Señor Hawkins! —repitió con el mismo tono áspero—. Mi muchacho, un regalo para un viejo. Ven aquí. Ven aquí y siéntate a mi lado. Déjame que te vea. —Pronunció el verbo «ver» con una lentitud que hizo que deseara alejarme, pero, como había perdido el control de mis facultades, me adelanté hasta que me encontré sentado también en el diván, al otro lado de Natty, casi rozando la piel morena desnuda de la pierna de su padre. Al aproximarme al anciano no pude dejar de percibir el olor que se cernía a su alrededor: mohoso y oscuro, como si hubiera estado bajo tierra durante un tiempo e hiciera poco que había resucitado.
Me senté inmóvil como una estatua, aceptando con una especie de tristeza resignada que cualquier cosa que hiciera, cada aliento que inhalara, era o una traición o un repudio de mi padre. Natty, mientras tanto, se había quedado en su sitio al otro lado del diván y me dedicó una de sus dulces sonrisas, con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante, como si me diera ánimos.
Le devolví la mirada y dije:
—Estoy aquí, señor. —Mi voz sonó ronca y débil, así que decidí repetir mis palabras, pero esta vez evitando decir «señor», por respeto a mi padre.
Como el recuerdo de mi padre no me abandonaba, bajé la mirada. Resultaba extraordinario pensar que el cuerpo demacrado que tenía ante mí había navegado los Siete Mares con mi propia sangre. Y también desconcertante. No sólo por la diferencia entre el pasado y el presente, sino porque el pasado parecía a la vez infinitamente remoto y rabiosamente actual. Me pareció que si tocaba con la mano al señor Silver, él se transformaría en su anterior yo y mis propios dedos se convertirían en los de mi padre, aferrándolo para ayudarle o para empujarle.
—Estoy aquí —repetí al fin.
Esperaba alguna reacción de calidez más que un saludo a mis palabras, pero el señor Silver no respondió. Lo que hizo fue fijar sus ojos blanquecinos en mí, luego dejó caer un brazo sobre su regazo, y pasó la otra mano sobre todos y cada uno de los rasgos de mi cara; sus uñas me parecieron tan afiladas como garras cuando me rozaron la piel. Me tocó el pelo, la frente, las cuencas de los ojos, la nariz, las mejillas, los labios, la barbilla y el principio del cuello, mientras emitía un tarareo reflexivo con la boca cerrada.
—Sí, eres Jim —dijo por fin y apartó la mano con una sorprendente agilidad; vi cómo la serpiente se arrugaba alrededor de su muñeca.
—Lo soy.
—Te reconocería por la calle, en cualquier parte. Eres clavado a tu padre.
—Gracias —dije, por más estúpido que sonara, pero el señor Silver no pareció fijarse.
—Eres joven —prosiguió—, aunque, claro, eres… demasiado joven. Es agradable ser joven, y tener los diez dedos de los pies, puedes estar seguro. Cuando quieras ir por ahí a explorar, sólo tienes que preguntarle al viejo John, y él te preparará un tentempié para que te lo lleves.
—Gracias —repetí sintiéndome aún más torpe, pero de nuevo el señor Silver pareció ignorarme, como si estuviera hablando para sí.
—Joven y además un chico instruido, estoy seguro —dijo—, yo también tuve una buena instrucción en mis tiempos. Era capaz de hablar como en los libros cuando quería. Era muy distinguido. Eso me llamaba el capitán, el Distinguido. ¿Sabes de quién estoy hablando?
—Del capitán Flint, señor —dije, acordándome de lo que mi padre me había contado.
—¡El capitán Flint, exacto! —suspiró el señor Silver emitiendo un sonido profundo y ronco desde el fondo de su garganta que luego se transformó en una débil voz cantarina—. Primero, Inglaterra; luego, Flint: ésa es toda mi historia. Ésta por el viejo Flint. Ésta por nosotros y orzad, muchachos, nos esperan presas y banquetes sin fin. —Hizo una nueva pausa y tragó saliva—. Pero eso sucedió hace tiempo, mucho tiempo. No he hablado con tu padre desde que era un muchacho, más joven incluso que tú ahora. —Sus ojos se cerraron mientras lo decía, como si estuviera calculando cuántos años habían transcurrido desde su último encuentro. Su ceño fruncido dejó bien claro que no le gustaba la cifra a la que había llegado.
—¿Habla de mí, tu padre? —preguntó.
—Muy a menudo —dije, aunque sonó como un comentario más cortés de lo que pretendía.
—¡No me digas! —exclamó el señor Silver—, ¿de verdad?, ¿has oído eso, cariño? —preguntó volviéndose hacia Natty—, ¡el señor Hawkins habla a menudo de mí! —Asintió varias veces mientras Natty y yo intercambiábamos una mirada radiante—. Bueno —prosiguió tras quedarse quieto otra vez—, tampoco es muy sorprendente, supongo. Tu padre y yo vivimos grandes aventuras juntos.
—Eso tengo entendido —dije con frialdad.
—No me cabe duda —dijo él—, no me cabe duda. —Y luego, tras una larga pausa añadió—: He navegado con frecuencia por delante de vuestra guarida, esa Hispaniola. Una posada pintoresca, muy pulida y siempre con mucho ajetreo, me atrevo a decir. Un buen sitio para contar historias y dar noticias. Muy agradable para dar cuenta de una botella de ron. —En sus ojos apareció una expresión maliciosa cuando pronunció la palabra «ron», y luego, volviéndose un poco para dirigirse también a Natty, recuperó la compostura y prosiguió—: ¿No es así, cariño? A menudo nos hemos asomado a esas ventanas al pasar por el estuario y nos hemos preguntado si debíamos hacer una visita y darle una sorpresa a Jim Hawkins. Al viejo Jim y al joven Jim. —Soltó una risotada rasposa—. Pero ¿quién quiere ver a un fantasma y que perturben su tranquilidad, eh, Jim?, ¿quién quiere ver a un fantasma, Jim?
Reaccioné asintiendo, lo que, claro, únicamente significaba silencio para el señor Silver, mientras mi cerebro empezaba a asimilar lo que acababa de decirme. Hizo que sintiera que mi existencia entera, que hasta ese momento había considerado un asunto privado, podía haber sido en realidad un libro abierto, cuyas páginas iban pasando el señor Silver y Natty a medida que la historia avanzaba.
—Pero yo no soy ningún fantasma, ¿verdad que no, muchacho? —El señor Silver volvió a carcajearse y alzó su repugnante zarpa para pellizcarme la mejilla con dos de sus garras—. La poca carne que me queda es auténtica. ¡Carne y huesos auténticos!, y la sangre que corre por mis venas es de verdad, ¡eh! —Dejó caer la mano sobre el regazo con un ruido sordo—. ¡Piezas de a ocho! ¡Piezas de a ocho! —soltó de repente, casi gritando—. ¡Todavía no estoy acabado! ¡Ni mucho menos!
Cuando lo oí, pensé que el señor Silver tal vez había perdido el juicio, y no me sorprendió ver que Natty le pasaba la mano por la frente para tranquilizarlo.
—Tranquilo, tranquilo, padre —le dijo con una voz que transmitía calma—, tranquilo… —y luego, con tono más vivo, añadió—: Recuerde por qué está Jim aquí y lo que tiene que decirle.
El señor Silver respiró profundamente dos o tres veces para recuperar el dominio de sí; sospecho que estaba recordando el plan que Natty y él habían concebido para ese momento. Pero cuando empezó a hablar de nuevo, quedó patente que su mente seguía divagando; sólo poco a poco llegó al punto que le había señalado Natty.
—Tu padre fue un amigo muy apreciado —susurró—, un chico valiente. Y listo también…, un muchacho de espíritu despierto. La chusma que me rodeaba por entonces…, él se dio cuenta de que no valían nada. Redomados estúpidos y cobardes. Les dio su merecido. —Alargó la mano y buscó la mía; cuando me la cogió la apretó con fuerza, estrujándome los nudillos—. Pero conmigo siempre fue comprensivo —prosiguió—. Entendió que éramos caballeros de fortuna, los dos. Y yo le dije: «Jim, te salvaré la vida, si es que puedo. Pero atiéndeme», le dije, «favor por favor: tú impedirás que John Silver acabe en la horca». —Dicho lo cual, retiró la mano y procuró incorporarse casi del todo en el diván, tensando sus estrechos hombros y sacudiendo la cabeza como si quisiera apartarse el pelo de los ojos—. De verdad —añadió, con una voz lenta y solemne—, puedo decir que fue como un hijo para mí.
Estas últimas palabras se hundieron en mí igual que pesadas piedras. Y, como sucede con frecuencia en momentos de especial intensidad en nuestras vidas, me di cuenta de que una parte de mi mente se había apartado de mí y observaba sus propias reacciones desde fuera. Empecé a pensar que parte de la fascinación que ejercía el señor Silver se debía a que su voz, con sus vocales ondulantes y sus cadencias agradables, delataba que había nacido en la misma región del West Country que la familia de mi padre. Eso significaba que su manera de hablar me transmitía cierta sensación de familiaridad, de consuelo, por más disparatadas que fueran las cosas que decía. Ciertamente, resultaba escandaloso escuchar a ese hombre, a quien mi padre llamaba demonio, recordándole a él como a un hijo, y pese a todo era convincente.
—Mi padre… —empecé a decir sin tener muy claro cómo seguir.
—¡Tu padre! —me interrumpió el señor Silver—. Tu padre habría entendido las razones de lo que estoy a punto de pedirte. Siempre me gustó por su espíritu despierto, la viva imagen de mí mismo cuando era joven y apuesto. Un chico valiente y listo, como he dicho. Muy valiente y muy listo. Lo bastante listo, al menos, para reconocer el valor de una aventura, ¡y lo bastante valiente para llevarla a cabo!
Cuando el señor Silver acabó de hablar, apretó las mandíbulas y adelantó la barbilla. El efecto fue subrayar lo muy hundida que tenía la boca, en unas encías que hacía mucho que habían perdido los dientes. Con todo, la impresión de desafío que transmitía era inequívoca.
—¿En qué aventura está pensando? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
—Vaya, la del mapa, ¿qué otra va a ser, chico? —Su voz se alzó de nuevo en algo que parecía un grito, lo que borró por completo la impresión de amabilidad que acababa de dar—. ¡El mapa y luego el tesoro al otro lado del mar! Toda la hermosa plata que dejamos en los viejos tiempos, con el viejo capitán. —Hizo una pausa para recuperar el aliento, y luego prosiguió con más suavidad—. Tú ya conoces la historia, y no me vengas con que no. Tu padre y yo sólo nos llevamos lo que podíamos cargar…, nosotros y los demás igual. Pero hay más. Toda la hermosa plata. Plata almacenada en el suelo, y el mapa te dirá dónde.
—Suponga que me niego —dije. En el fondo de mi corazón, yo ya sabía qué respuesta iba a darle al señor Silver, pero creí que al menos le debía a mi padre esa muestra de lealtad.
—¡No supongas nada! —me replicó, estremeciéndose al hablar—. ¡Piensa! ¡No supongas! ¡Piensa en la fortuna que te está esperando! ¡Piensa en quién te está hablando! ¡Soy yo! El que fue John Silver el Largo. El que fue Barbacoa. Pero que ya no es ninguno de los dos. No desde hace mucho. Ahora soy yo, el señor Silver, el mismo hombre pero distinto. Como una música tocada en otra clave, podría decirse. Tu padre lo entendería. Oh, sí, lo entendería, porque también él ha sufrido los mismos cambios. Los cambios que nos afectan a todos. —La voz empezaba a flojear, pero en esas últimas palabras había todavía un siseo de acero, como el de una espada al desenvainarla. Entonces añadió dos palabras más, dos palabras cortantes como cuchilladas—: ¡Valentía! —exclamó—. ¡Inteligencia! —y así acabó, como si hubiera gastado la última gota de su energía; la cabeza se le hundió en el cojín dorado y la expresión de su rostro se relajó para esbozar una sonrisa. Por un momento creí que se había quedado dormido de golpe.
Natty también lo creyó y se inclinó hacia mí por encima del cuerpo de su padre.
—Ya sabes lo que quiere decir —susurró con una franqueza innecesaria—. Quiere que encuentres el mapa de la isla y hagas el viaje para traer a casa lo que quede del tesoro. Puede decirse que es como su última voluntad.
Una nota quejumbrosa apareció en su voz al pronunciar esa última frase. No me gustó, porque me dejaba bien claro hasta qué punto su interés por mí era exclusivamente material. Pero, como no podía resistirme fácilmente a su entusiasmo, recurrí a objetar que era imposible por razones prácticas.
—¿Y cómo iba a hacerla? —pregunté—. Soy demasiado joven. No tengo barco, ni tripulación, ni dinero. Es imposible.
Natty no se desanimó lo más mínimo ante esas objeciones, se limitó a acercarse todavía más hasta que sentí su aliento en mi cara.
—Mi padre lo ha organizado —dijo, y luego se enderezó de nuevo, como si ya no hubiera nada más que decir.
—¿Qué quieres decir con que lo ha organizado?
—Tiene un barco esperando. Y una tripulación. Y un capitán. Lo ha pagado todo.
Me quedé de piedra al oírlo, sintiendo que, una vez más, alguien había decidido descaradamente mi futuro por mí.
—Lo único que falta —añadió Natty con una sonrisa felina— es que tú nos des el destino.
—¿Nos? —pregunté.
—Yo también iré —dijo Natty—; seré la representante de mi padre.
Había esperado que dijera algo así, sin acabar de creerme que fuera a hacerlo, y el efecto de sus palabras fue transformar mi turbación en algo parecido al alivio.
—Suponiendo que yo fuera —repliqué encogiéndome de hombros con un gesto que, esperaba, transmitiera una indiferencia que no sentía—, entonces yo sería el representante de mi padre. Es lo mismo.
Dicho lo cual me puse de pie, me aparté del diván y me volví hacia la ventana para poder pensar con más claridad. Mi dilema era acuciante. Si me negaba a colaborar, me echarían del Catalejo y no volvería a ver a Natty; significaría que había renunciado a la gran aventura de mi vida. Si aceptaba, traicionaría a mi padre y arruinaría para siempre la idea que tenía de mí mismo.
Cuando me había enfrentado a un enigma en otros periodos de mi existencia, siempre había podido recurrir a otras personas para que me ayudaran a encontrar una solución. Ahora tenía que decidir yo solo; el único ruido que se oía en la habitación no era una voz humana sino un extraño chasquido que procedía de la jaula de Spot, como si estuviera zampándose moscas.
Intenté no prestarle atención y me mantuve de espaldas mirando la panorámica de la ciudad a mis pies: la Torre de Londres, con la puerta oscura que llamaban la Verja de los Traidores cerniéndose por encima de la superficie del agua; la gran cúpula de San Pablo, que flotaba sobre las calles caóticas que se desplegaban sin orden ni concierto; y el río que lo atravesaba todo, cobrando fuerza hacia el este hasta desaparecer más allá de Rotherhithe, hacia mi casa y el mar abierto. Como había pensado ya cuando entré en el Catalejo, creí que el viento que golpeaba la ventana bien podría haber estado soplando directamente en mi cara; el crujido de la madera bien podría haber sido el de la cubierta de un barco bajo mis pies.
Sin apartar la mirada de la escena que tenía ante mí, respondí al señor Silver y a Natty.