Nada se dijo durante nuestro viaje a Londres que sugiriese que mi vida hubiera cambiado de golpe. Pero, mientras el río nos llevaba, sentí que no sólo estaba alejándome de mi casa sino abandonándola. Las amplias marismas humeando bajo el sol tempranero eran una visión que había conocido toda mi vida, pero en ese momento me parecieron tan apabullantes como las imágenes de un sueño. Incluso antes de que la Hispaniola se perdiera de vista hundiéndose tras el horizonte había empezado a pensar que los fantasmas debían de sentirse como yo: en íntima sintonía con los lugares donde se aparecen, pero manteniéndose separados de ellos.
Natty se hizo cargo de la travesía durante las primeras millas; yo me senté en la popa, al lado de Spot, que ladeaba la cabeza para mirarme a través de los barrotes de su jaula y emitía un ruido silbante, grave y continuo, que mostraba lo mucho que lamentaba mi compañía. No me extrañó en absoluto ver que Natty era una experta en todo lo que hacía: fuerte como un chico en el manejo de los remos, también tenía el aire de un muchacho que apenas parecía consciente de sí, concentrada como estaba en la tarea que realizaba. Cuando el sudor empezó a gotearle desde la frente y por la nariz, hizo un mohín y se lo quitó de un soplido; si otra embarcación osaba mostrar el menor indicio de querer cruzarse en su camino, ella gritaba a los pilotos que se anduvieran con ojo. Entendí que no quería hablar conmigo mientras trabajaba, y me contenté con mirar. Aunque de vez en cuando le sonreía, y me hubiera gustado que supiera que admiraba su pericia, me dio la impresión de que las miradas que ella me devolvía sólo pretendían pasar a través de mí, como si estuviera concentrada en algo invisible que nos seguía.
No tardé en sumirme en una especie de trance. Las marismas pasaban a nuestro lado como si una mano hubiera descendido del cielo para desenrollar un lienzo de infinita largura, sobre el cual todo parecía estático, como un cuadro de sí mismo. Ahí había un poni pío, ascendiendo por un banco de arena como si estuviera pensando en darse un baño o no. Más allá se levantaba un pequeño astillero donde unos chicos fundían brea en un cubo y su denso olor se arrastraba sobre la superficie del río como una sombra. Luego había un racimo de cabañas de marineros alrededor de un brazo de mar de aguas estancadas, y río arriba una villa entera, más grande, cuyos habitantes iniciaban su jornada charlando, regateando, trabajando, maldiciendo y consolándose. Cada uno de ellos prestó al Catalejo la misma atención que si hubiera sido una chinche de agua. Otro tanto podía decirse de los marinos que nos miraban desde arriba, desde las alturas de las cubiertas, o de los remeros en sus barcas, que eran nuestros iguales. Ellos tenían sus propios asuntos que atender y en ellos se concentraban.
El distanciamiento se prolongó incluso cuando recuperé los modales (quiero decir: cuando recibí nuevas órdenes de Natty) y empecé a compartir con ella la boga. Remamos sin intercambiar apenas palabra, como si fuéramos viejos camaradas dedicados a nuestros hábitos de siempre, y nuestro silencio se prolongó durante la parte final de la travesía. La consecuencia de tanta sobriedad fue que el inicio de mi aventura me pareció inevitable. Nuestros hombros y brazos (el derecho de ella y mi izquierdo) se rozaban con una suave fricción. El agua fría del río nos salpicaba las rodillas y se encharcaba alrededor de nuestros zapatos. Nuestros labios resoplaban en jadeos rítmicos, de manera que el aliento se fundía en una estela que (de haber podido verla) habría reproducido las firmas rizadas de nuestros remos sobre la superficie del agua.
En apenas una hora —tal era la fuerza de la corriente que nos favorecía— habíamos dejado atrás Greenwich y llegado a una parte del río que yo casi no conocía. Ahí, viendo las casas que se apiñaban sobre la orilla cada vez en mayor número, tuve más motivos para pensar que estaba adentrándome en una nueva fase de mi existencia. Y no era porque no hubiera estado antes en Londres: había acompañado varias veces a mi padre en sus viajes para aprovisionar la Hispaniola y a presentar nuestros respetos (antes de que murieran) a los padres de mi madre en Shoreditch. Se trataba más bien de que era la primera expedición que hacía por mi cuenta y riesgo, cumpliendo mis propios deseos.
Si alguien me hubiera pedido que explicara con precisión qué deseos eran ésos, no me habría resultado fácil concretarlos. El placer de ir sentado al lado de Natty habría sido una respuesta honesta. Aparte, mi viaje venía motivado por las ganas de conocer a su padre, pero unas ganas que iban acompañadas de muchas dudas. Todavía tenía que decidir, sin ir más lejos, qué le diría al señor Silver cuando me preguntara por el mapa. Tampoco era capaz de decir si sería capaz de robarlo o no. Al aceptar la invitación de Natty, supuse que las respuestas apropiadas llegarían en los momentos oportunos.
A medida que nos acercábamos a Wapping, la seguridad del Catalejo requirió toda nuestra atención. También convenció a Natty de que rompiera su silencio, y me dio instrucciones para evitar los obstáculos virando para un lado u otro. Aunque yo había vivido en el río la mayor parte de mi vida, no me sentí en absoluto humillado por sus órdenes. No me molestaban mientras Natty nos presentara al mundo como iguales y no me avergonzara insinuando otra cosa. Yo me daba por satisfecho cumpliendo sus órdenes y esperaba el momento en que se requiriera mi propia iniciativa.
A pesar de su inteligencia y pericia, los peligros del tráfico fluvial se multiplicaban y nos amenazaban tan de cerca en ese trecho del río que había razones para pensar que nos embestirían y hundirían en cualquier momento. Las distracciones del muelle incrementaban el riesgo. En casa, en la Hispaniola, mirando desde las ventanas de mi padre, había visto con frecuencia barcos que volvían de las cuatro esquinas del mundo, y había dejado que mi imaginación jugueteara entre las pacas de seda y las cajas de especias que transportaban en sus bodegas. Pero ahora, al alzar la mirada desde mi banco en el Catalejo y contemplar las imponentes paredes de esas embarcaciones —al ver las cicatrices sufridas durante sus travesías por mares inmensos, al ver a los marineros con las pieles bronceadas y el pelo descolorido por el calor de soles exóticos—, sentía que el sueño en el que me había sumido me hundía cada vez más en una espiral sin fin.
Cuando Natty levantó una mano por fin y señaló hacia la orilla, vi un par de almacenes altos que parecían a punto de desmoronarse y que se apoyaban el uno en el otro buscando sostén y formando un túnel. Comprendí que ése era nuestro punto de destino y remé con más fuerza, como se me ordenó. El Catalejo se deslizó entre dos barcos, entró en aguas mucho más calmadas… y el puño de Natty me golpeó el pecho para empujarme hacia atrás y así acercarnos con más facilidad a nuestro lugar de desembarco deslizándonos por debajo de una red de amarras. De esa guisa, yo, que sentía de por sí un poco de somnolencia, parecía además dormido cuando llegamos al final de nuestro viaje.
Debería decir, para ser preciso: cuando llegamos al final de una etapa de nuestro viaje e iniciamos la siguiente. Porque en cuanto amarramos el Catalejo a una argolla sujeta al embarcadero y subimos por una resbaladiza escalerilla hasta tierra firme (lo que implicó seguir a Natty y pasarle la jaula de Spot, que se quejó ruidosamente de ese cambio de situación), me quedó claro que debía espabilarme del todo. En un abrir y cerrar de ojos me vi rodeado de hombres y mujeres a los que no parecía importarles si me tumbaban a codazos, me daban un golpe con sus cestos o me pisaban con sus zuecos, o si, de cualquier otra manera, me hacían desaparecer por el borde del muelle, caer al río y ahogarme.
Natty me hizo señas y pasamos por debajo del arco que dibujaban los almacenes. A esas alturas me había acostumbrado a obedecerla, y al poco me encontré atravesando una especie de laberinto formado por paredes grasientas y tendederos ondulantes. Cuando por fin salimos de allí —cosa que sucedió con una repentina llamarada de luz del sol—, se volvió hacia mí y me dijo con una voz extrañamente entrecortada:
—Ésta es mi casa.
Era una casa cuya parte posterior daba al río: eso era obvio porque más allá de ella, a derecha e izquierda, se percibía un trémulo destello del agua. Pero resultaba más difícil decir cómo estaba construida, dado que el edificio entero tenía poco de lo que suele considerarse necesario en una casa, y mucho de lo que no se esperaría. Había una única puerta comprimida a un lado de la fachada, las ventanas se abrían aquí y allá (algunas eran rectangulares, otras redondeadas y hasta las había cuadradas), el tejado se elevaba muy inclinado a un costado y se reducía hasta casi desaparecer por el otro, y varias chimeneas (todas humeantes) sobresalían en ángulos inesperados como unas patillas gigantescas.
Los elementos que componían la construcción eran todavía más peculiares. En lugar de estar levantada con ladrillos y argamasa, las paredes estaban confeccionadas con tablas, palos de embarcaciones, troncos, ramas, raíces, trozos de tonel y cualquier otro tipo de material de madera que el río hubiera puesto al alcance; algunos de aquellos restos todavía conservaban pegados percebes y ovillas de juncos resecos. Era imposible explicar cómo se habría erigido aquello, a no ser que el Támesis hubiera ido acumulando los restos de pecios y de desechos durante mucho tiempo y luego alguien le hubiera provocado para que los arrojara a tierra y colocara todo aquello en posición vertical, donde se mantenía en pie gracias a un milagroso equilibrio. Maderas duras y blandas, oscuras y claras, talladas y lisas, todas ajustadas a martillazos y encajadas, sin seguir más criterio visible que el caos. Sólo una cosa tenía sentido a primera vista: el antiguo catalejo de latón que colgaba sobre la puerta y que daba su nombre a la casa, el Catalejo.
Lo estaba mirando todo tan embelesado que sólo me di cuenta de que Natty me había cogido la mano cuando me la soltó. Fuera porque se sentía animada al volver a ver su casa o alarmada por lo que imaginara que yo pensaría al verla (y por tanto quisiera tranquilizarme), el caso es que se volvió más locuaz.
—Pregúntale a mi padre cómo construyó la casa —me dijo—, le gusta dar todos los detalles.
—Creo que ya veo por qué —respondí—. Pero explícamelo tú: ¿cuándo vino a parar aquí?
—Antes de que yo naciera. Con mi madre.
—Me has hablado muy poco de tu madre —dije, pensando en que no tardaría en conocerla y que me vendría bien saber de antemano tanto sobre ella como pensaba que sabía acerca del señor Silver.
—¿Te parece que hay mucho que contar de una madre?
—No —dije—. Por ejemplo, yo, con toda seguridad, ni siquiera la mencionaría, porque no tengo.
Una sombra apareció en el rostro de Natty, lo cual me hizo lamentar el haber hablado tan secamente.
—A mi madre la conocerás pronto —me dijo—, a mi padre no lo verás mucho.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, pero ella no me respondió inmediatamente, sólo me miró frunciendo el ceño. Se me ocurrió entonces que su silencio durante nuestra travesía río arriba no había sido consecuencia de su indiferencia sino más bien de su ensimismamiento, de una especie de angustia.
—Mi padre… —empezó por fin, y entonces titubeó. En la confusión de su rostro vi que una multitud de posibles explicaciones reclamaban su primacía. Al final, concluyó su discusión interior con un suspiro y se limitó a decir—: Mi padre es un hombre muy anciano.
Aunque me sentía más desconcertado que nunca por lo que Natty intentaba explicarme, o tal vez ocultarme, le dije que lo entendía, y, para que la respuesta pareciera tan amable como pretendía, extendí la mano y le rocé el brazo. La reacción fue precisamente la contraria de la que buscaba. Natty se encogió como si hubiera agitado una llama ante ella y retrocedió.
—Entender, entender… —dijo con impaciencia y esquivó mi mirada—. Lo único que necesito saber es que estás dispuesto a hacerlo.
Dicho lo cual se volvió, abrió la puerta empujándola y me invitó a que la siguiera cuando empezó a subir las escaleras que se extendían ante nosotros. No se me escapó la reacción de Spot, que saltó desde el suelo de su jaula a la percha al ver que ella subía y cerró los ojos con tanta fuerza que aparecieron arrugas entre las plumas que rodeaban sus cuencas.
Todo el interior de la casa era oscuro y despedía un intenso olor a humedad y moho. El lugar resultaba por eso bastante desagradable, aunque no podía saber si habría tenido la misma sensación si hubiéramos entrado en alguna de las habitaciones por delante de las que pasamos mientras ascendíamos. Cuando llegamos al rellano de la primera planta, oí un murmullo de conversación y risas que indicaba que la bodega estaba cerca. En la segunda planta, detrás de una puerta ante la que se detuvo Natty llevándose un dedo a los labios, susurró: «Mi madre», y oí a una mujer cantando. La música era una especie de cancioncilla alegre, aunque lo extraño del escenario hacía que pareciera melancólica. Un verso en concreto me llegó con claridad y nunca lo he olvidado:
Toma mi corazón, buen Jesús, toma mi vida,
te los pedí prestados y ahora te los devuelvo.
Ven a mí, tómame como esposa sufrida,
el aliento que te cedo no me quitará el resuello.
Ladeé la cabeza con la intención de preguntar si debía entrar y presentarme, pero los ojos de Natty se dilataron como si la simple idea fuera ridícula. Una vez más, no me quedó otra que aceptarlo, y así seguimos adelante, subiendo las escaleras varias plantas más en una sucesión de zigzagueos, hasta que empecé a preguntarme si habríamos llegado a una altura peligrosa.
Lo digo porque reparé en que, a medida que subíamos, un leve movimiento de oscilación parecía agitar todo el edificio. Leve, pero perceptible. Se me pasó por la cabeza que, desde que habíamos entrado en el Catalejo, habíamos pasado de algún modo misterioso del edificio a un barco. Que estábamos, de hecho, en lo más alto de un mástil, desde el cual habría amplias vistas al río y a la ciudad, si es que podíamos encontrar una ventana desde la cual contempladas. El rumor del viento, que soplaba por todas partes, acentuaba la sensación de hallamos en el mar. Era una idea a la vez absurda y excitante y me produjo un estremecimiento de emoción.
Cuando empezábamos a subir el último y más estrecho tramo de escaleras, Natty miró por encima del hombro y meneó la mano izquierda (mientras seguía sosteniendo la jaula de Spot con la otra) para avisarme de que no hiciera ningún ruido. Tenía buena intención, no me cabe duda, pero el gesto me recordó la sombra que había asomado en su rostro mientras esperábamos en la calle un poco antes. Fuera cual fuese la satisfacción que le produjera el cumplir las órdenes de su padre, iba acompañada de mucho nerviosismo o quién sabe si incluso de temor. El caso es que todos sus actos parecían cargados de una peculiar tensión.
Me consoló un poco saberlo, porque indicaba que los sentimientos de Natty hacia el señor Silver podían parecerse al fin y al cabo a aquellos que yo había heredado de mi propio padre. Por esa razón no me sorprendió que mi padre apareciera en mi cabeza como un espectro. «John Silver el Largo», le oí decir con toda claridad con la voz atronadora que utilizaba para llamar la atención de sus clientes en la bruma de la Hispaniola. «John Silver el Largo con su pata de palo, su loro y sus modales engañosos. Oh, era un hombre con encanto, un seductor, sin duda, si es que las mentiras y adulaciones pueden considerarse rasgos del encanto. Al final, era el villano más detestable del mundo. ¡Volvería a hablar con él de tan buena gana como entregaría mi alma al diablo!».
Si hubiera tenido ocasión de reflexionar más a fondo sobre esas palabras, habría entendido que mi presencia en el Catalejo me convertía a mí también en villano, y seguramente en idiota. Pero me había dejado llevar y me sentía demasiado importante para creerme que aquello fuera verdad. Cuando Natty llegó al final de las escaleras y se dio la vuelta para animarme con una sonrisa de una dulzura que fundiría a cualquiera, yo ya sólo pensaba en una cosa: todo lo que hiciéramos, teníamos que hacerlo juntos.