Mi desconcierto fue tal al ver que mi enigmático visitante me invitaba a conocerlo, que no le obedecí y seguí acostado e inmóvil en mi cama. Al cabo de unos minutos, durante los cuales no pareció cambiar nada en el mundo, me sentí cada vez más incómodo y me incorporé. Al hacerlo, los largos remos se sumergieron de inmediato, la barca se dio la vuelta y la silueta desapareció mientras la luz de la luna se estremecía sobre la superficie del agua.
¿Qué era lo que acababa de ver?, ¿una broma?, ¿un gesto cuyo destinatario no era yo sino uno de los clientes de la bodega de abajo? O quizás había otra explicación menos tranquilizadora, a saber: que había visto un espíritu o un aparecido. Cuando volví a echarme boca arriba, permanecí despierto hasta que el último de los clientes de mi padre se despidió y se marchó por el camino de sirga, pero no llegué a ninguna conclusión. Esperaba que la luz clara de la mañana despejara todas mis dudas.
Desde la infancia he tenido por costumbre levantarme temprano, sin duda porque mi padre me necesitaba para que le ayudara a preparar la Hispaniola para su singladura de cada nuevo día. (He dicho «le ayudara», aunque por lo general trabajaba yo solo mientras él dormitaba). La mañana siguiente a aquella visita, mis ojos se abrieron tan de golpe que creí que alguien había gritado mi nombre. Y era posible que así fuera, porque, cuando me asomé otra vez por la ventana…, la barca había regresado. Permanecía sobre la corriente como si nunca se hubiera ido.
Como el sol acababa de salir, aunque la bruma se enroscaba sobre el agua y se espesaba sobre las marismas al fondo, pude distinguir los detalles con mucha más claridad que la noche anterior. La barca era un esquife, tenía la madera del casco bien cuidada y pulida, y llevaba un nombre pintado con ondulantes letras negras alrededor de la proa: Catalejo.
En la popa de la barca, cubierto por una sencilla tela naranja, había un objeto abovedado, como un enorme dedal, de poco más de medio metro de alto, pero no sabría decir qué era. La figura sentada a los remos también resultaba muy enigmática. Toda la parte superior del cuerpo estaba envuelta en una manta de tela escocesa, cuyos rojos y verdes contrastaban vivamente con el gris del río. Otra manta, ésta de un sobrio color marrón y lo bastante pequeña para utilizarla como si fuera un chal, cubría la cabeza y los hombros y ocultaba el rostro por entero. Más que saberlo supuse que los ojos estaban vueltos hacia mí, cosa que me produjo una extraña sensación, como si se hubieran invertido los papeles: yo estaba oculto (tras la protección de mi ventana) pero me sentía a la vista. La idea me perturbó, y mientras procuraba tranquilizarme apoyándome en la pared de mi habitación, la figura reaccionó como yo había medio temido y medio esperado. Alzó una mano e hizo, por segunda vez, gestos para que me acercara.
No fue necesaria una tercera invitación. Me puse las botas sin atarme siquiera los cordones y bajé las escaleras separando mucho los pies para no pisármelos y caerme, a la vez que, con todo el sigilo posible para no despertar a mi padre, atravesé la atmósfera saturada todavía de olor a humo de la bodega y salí al camino de sirga. No me detuve a pensar en la ridícula pinta que debía ofrecer, ni tampoco a imaginar los peligros a los que tal vez me estaba exponiendo. Aunque mi visitante era un misterio absoluto, no había detectado ninguna amenaza.
El aire frío y cortante me hizo toser, lo que provocó como respuesta unas risitas. Me las tomé como una burla y hablé con más brusquedad de lo que habría hecho en otras circunstancias:
—¿Qué quiere?
Las palabras quedaron suspendidas pesadamente en el silencio y, tras dejar un tiempo razonable para la respuesta y no recibir ninguna, me adelanté, casi esperando que el gesto ahuyentara de nuevo a mi visitante. Lo cierto es que el esquife viró casi de inmediato hacia mí, y cuando la proa siseó sobre la hierba que caía colgando desde la orilla, me incliné para recoger la amarra, tiré con fuerza de ella, luego agarré el pasador de cabos atado a la punta y lo clavé en la tierra. Me sentía como si obedeciera una orden, aunque nadie me había dado ninguna.
Cuando volví a erguirme, la figura, todavía sin rostro, se había recolocado para poder verme mientras el agua goteaba en eslabones plateados desde los remos que mantenía por encima de la superficie del río. Una vez más, el sobresalto me llevó al descaro.
—¿Quién es usted?
Sin más aspavientos, la figura agarró despacio el dobladillo del chal, lo levantó y descubrió su rostro. Lo hizo todo como en una obra de teatro, y eso me divirtió, así que reaccioné también con teatral retraso, de manera que me dio tiempo para fijarme en que el pelo que coronaba la cara era muy oscuro y corto; la piel, de un cálido tono oliváceo y moreno; los labios, gruesos, y la nariz no tanto. Concluí que era un rostro hermoso, aunque no estaba muy seguro de si pertenecía a un chico o a una chica. Lo que sí tuve claro es que aquella cara poseía la fuerza necesaria para dominarme y para dar instrucciones que me costaría desobedecer.
Más tarde llegaría a entender hasta qué punto el aislamiento de mi infancia estaba siendo aprovechado por otros con un fin del que yo no tenía ni idea. En aquel momento yo me sentía halagado, pura y simplemente, porque una criatura tan atractiva me hubiera buscado. Me acuclillé para que mis ojos quedaran a la misma altura que los suyos, en un gesto que habría parecido íntimo si no hubiera sido tan inocente: quería mirar directamente a aquellos ojos para entender mejor mi situación. Los ojos de una chica, ya no me cupo duda. Marrones oscuros con algunos rasguños de verde. Ojos que delataban que se estaba divirtiendo, pero, a la vez, retenían algo que afirmaba casi lo contrario.
Cuando habló, aprecié las mismas cualidades en su voz. Contenía una sonrisa a la par que severidad.
—Anoche no quisiste bajar conmigo, Jim Hawkins.
—No sabía que me hubieran invitado.
—Te hice gestos.
Objeté que no los había visto en la oscuridad y le recordé que era muy tarde. Luego intenté recuperar algo de la ventaja que me habían arrebatado sus preguntas haciéndole yo una:
—¿Dónde pasaste la noche?, ¿no te quedarías en el río?
—¿Y por qué no en el río? —me replicó—. Es verano. Tengo una manta. —Se reajustó el chal con suavidad sobre los hombros, luego se palmeó el pelo rebelde y mullido.
Cuando volvió a poner las manos sobre el regazo, me fijé en ellas y vi que no me había contado toda la verdad. Las puntas de los dedos estaban arrugadas por el frío. Eso hizo que me preguntara si debía pedirle que entrara y se calentara en la bodega, pero me lo pensé mejor y concluí que estaba mejor al aire libre.
—¿Quieres que te traiga algo de beber? —pregunté—, ¿o para desayunar?
—Un trago de ron, gracias —dijo.
Aunque la petición parecía más propia de cualquiera de los más viejos clientes de mi padre, me apresuré a cumplirla sin tardanza. En parte porque quería ordenar mis pensamientos en privado. Era evidente que quien me visitaba no se parecía a ninguno de mis vecinos. Aunque eso me atraía, también me desconcertaba. Sin duda era una chica misteriosa, con el aire de estar llevando a cabo una misión secreta, pero también parecía muy tranquila, y eso era lo más raro de todo. Cuando miré por la ventana de la bodega de la Hispaniola mientras servía grog en dos vasos, vi que ella no estaba inspeccionando los alrededores ni parecía alerta en ningún sentido: se había acomodado tranquilamente en la punta más alejada de su asiento para dejarme sitio cuando volviera a su lado. Todo aquello debería de haberme parecido espontáneo, y hasta cierto punto lo era. Pero también lo había hecho como si formara parte de un plan, cosa que me hizo dudar acerca de cuáles serían sus verdaderas intenciones.
Cuando volví afuera, me subí a la barca y le di el grog, como si fuera lo más normal del mundo beber licor fuerte al aire libre a las seis de la mañana. Luego me senté a su lado con una expresión de convicción en mi semblante que pretendía igualar a la suya. Empezamos a hablar, mientras alternábamos los sorbos de grog con bocados a los dos trozos de pan que también había sacado, y algunos de los misterios del Catalejo se fueron disipando. El nombre de la barca procedía de una posada que tenían sus padres en Londres cerca de los muelles de Wapping. Ella se llamaba Natalie, a menudo abreviado como Natty o, incluso, como Nat, pues (dijo con su característico aire de sencillez) a veces le convenía hacerse pasar por un chico. Quería preguntarle sobre el particular, pues no sabía qué podría llevarla a tomar tal medida, pero me contuve para no interrumpir el fluir de sus confidencias. Su edad, por ejemplo: quería saber su edad. Pero lo único que me dijo fue que era muy parecida a la mía, ni mucho más ni mucho menos, y por entonces a mí me faltaban unos meses para cumplir los dieciocho.
A lo largo de toda la conversación, Natty iba mirando de vez en cuando al objeto que había colocado en la popa, y luego me miraba a mí como retándome a que le preguntara qué era. Lo cierto es que yo ya lo había adivinado, gracias a los silbidos y trinos que atravesaban cada poco la tela. Los reconocí como sonidos de un estornino y supuse que era un pájaro que llevaba en una jaula para que le hiciera compañía y por lo divertidas que resultaban las imitaciones que hacía.
Entonces hice lo que creía que me invitaba a hacer y pregunté si podía ver el pájaro. Al instante, Natty se inclinó hacia delante para quitar la tela, pero no dejó al descubierto lo que yo había supuesto sino a una pariente más voluminosa del estornino, una grácula. Nunca había visto una, más que en ilustraciones, y me pareció que ninguna de ellas le hacía justicia a la realidad. Era un pájaro impresionante, con plumas negras muy brillantes, un pico amarillo grande y unos astutos ojos rojos. Al ver mi cara por primera vez, ladeó la cabeza y dijo con voz ronca:
—¡Déjame en paz! ¡Déjame en paz!
Me reí, cosa que al pájaro no le pareció nada gracioso y picó con fiereza los barrotes de la jaula.
—Éste es Spot —me dijo Natty adelantándose a mi pregunta—. Cuidado con lo que dices delante de él. Probablemente lo recordará.
—Buenos días, Spot —le saludé con solemnidad, y eso dio paso a una charla sobre los orígenes del pájaro, su edad, su repertorio y cosas así. Cuando llevábamos un buen rato hablando, me sentía un poco aturdido, algo que seguramente había que atribuir al grog, y también a la propia Natty. Su voz había penetrado en mí, introduciendo lo que decía en mi mente y en mi corazón, pero a la vez parecía cernerse sobre mí rozándome sin calarme, como si fuera luz o agua. Entre sus palabras oía el sonido del río palpando las tablas del casco y sentía la creciente calidez del sol que iba desgarrando los últimos harapos de bruma en ambas orillas. De vez en cuando, una flotilla de embarcaciones se deslizaba por el río y nuestra charla se veía interrumpida por los crujidos de los remos o de una vela. Otras veces eran pasos por el camino de sirga y una voz que saludaba, «Buenos días»: mis vecinos que iban al trabajo. Esporádicamente, era yo el que interrumpía, cuando alzaba la mirada hacia la Hispaniola, por ejemplo, y me preguntaba si mi padre se habría despertado, nos habría visto y bajaría a exigir una presentación. Pero la mayor parte del tiempo mantenía la mirada fija en la cara de Natty, o en los pequeños charcos de agua que, sin alterarse, centelleaban entre el enrejado de madera a nuestros pies. Me cuesta reconocerlo, pero la sorpresa inicial de nuestro encuentro había dado paso a una sensación de confianza absoluta. Parecía que nuestra amistad sólo tuviera de nuevo el nombre.
Cuando llegamos a la razón más concreta de su visita, esa sensación de intimidad encontró cierta justificación. Ya he descrito cómo mi padre tenía una marcada propensión a contar la historia de sus aventuras juveniles; el personaje que invocaba con más frecuencia era John Silver, el bucanero con una sola pierna. John Silver «el Largo», para sus amigos, así como para sus enemigos, al que también llamaban Barbacoa porque era cocinero. Una y otra vez, cada vez que relataba la historia —con las monedas del capitán Flint recuperadas de las arenas de la isla del tesoro, y mi padre y los demás (entre ellos el propio señor Silver) a salvo en la costa de la América española—, mi padre siempre contaba al final, sin falta, el mismo suceso. El señor Silver, decía, había dado esquinazo a sus acompañantes llevándose una parte del tesoro, que debía de sumar unas cuatrocientas guineas.
Mi padre no sólo pretendía sorprender a su audiencia cuando lo contaba. En su voz se notaba casi siempre un matiz de admiración, lo cual indicaba que el señor Silver y él compartían una especie de simpatía mutua porque, en el curso de sus aventuras, cada uno había salvado la vida del otro. Tal vez ésa era la razón por la que le gustaba especular acerca de la existencia posterior de su héroe. Algunas noches, dependiendo de la cantidad de bebida que hubiera tomado y del entusiasmo de los oyentes, mi padre se imaginaba al señor Silver atravesando México y llegando a América del Sur, tal vez para ahogarse por fin en un mar de ron, como había hecho el capitán Flint antes que él en Savannah. O para convertirse otra vez en bucanero y zarpar en busca de más aventuras. O tal vez había regresado a Inglaterra y a la esposa que había dejado allí.
El nombre de la barca en la que estaba sentado en ese momento debería haberme dejado claro que sólo una de las conjeturas era probablemente cierta: la posada en la que mi padre había conocido al señor Silver se llamaba el Catalejo, que era también el nombre de la colina que dominaba el emplazamiento del tesoro en la isla y, supuse entonces, el nombre del hogar de Natty. Atribuyo el no haber entendido el significado de las letras que se enroscaban a lo largo de la proa de la barca —¡casi bajo mi mano!— a las distracciones que me ofrecía mi acompañante. Dicho lo cual, los cimientos de la cercanía que había sentido hacia Natty se hicieron más evidentes a medida que nuestra charla se perdía por aguas más abiertas.
Si no ha quedado claro a qué me refiero, permítanme que lo diga explícitamente: John Silver era el padre de Natty, un detalle que me contó con naturalidad. Mi primera reacción, me avergüenza reconocerlo, fue mirarle las piernas para cerciorarme de que no había heredado su invalidez. Para ocultar mi estupidez y cualquier nerviosismo que hubiera sentido por su relación con un hombre de tan mala fama, dije:
—¿Y tu madre?
Natty frunció los labios y luego habló con rapidez. Mientras la escuchaba sentí que el sol caía cada vez con más fuerza sobre mi cuero cabelludo, y vi salir volutas de humo del tejado de la Hispaniola, como si estuviera a punto de incendiarse.
Silver había conocido a su mujer en una de las islas del mar Caribe, donde la había cortejado con su rudeza habitual antes de volver con ella a Bristol. Era más joven que él, apenas una niña cuando se conocieron, pero ya lo bastante audaz para cumplir el papel que él esperaba de ella, que consistía en ocuparse de la posada del Catalejo. El mismo Catalejo en el que el señor Silver, más adelante, conocería a mi padre, y desde el que zarparía hacia la isla del tesoro. Cuando ese trascendental viaje se llevó a cabo, la esposa del señor Silver hizo lo que siempre hacía durante sus ausencias: montó guardia por su marido y rechazó a quienes querían aprovecharse. (Cuando Natty me lo contó, dejó entrever una intensa imagen de la belleza de su madre, además de su valor).
En esa travesía concreta el señor Silver permaneció fuera durante muchos meses, tantos que, de hecho, su esposa empezó a pensar que el mar podría habérselo tragado, o que había ocurrido otra tragedia. Pero bien sabía que no podía estar segura y, a su debido tiempo, su marido volvió a su lado: disfrazado, al menos hasta donde puede disfrazarse un hombre al que le falta una pierna y al que siempre acompaña un locuaz loro.
Natty me contó este último detalle con una sonrisa que me descubrió todos sus dientes pequeños y blancos, y me demostró que veía a su padre no sólo como progenitor, sino también como un personaje. También era un ejemplo más, concluí, de hasta qué punto ella se mantenía un poco aparte de la vida, observando sus vaivenes como si no acabara de importarle que los acontecimientos tuvieran un final u otro.
—Me pregunto qué tipo de disfraz llevaría —comenté con la esperanza de que Natty se apartara un poco de su guión, pero ella regresó inmediatamente al suave fluir del relato, como si estuviera recitando un discurso que se hubiera aprendido de memoria.
Los cambios que había adoptado su padre eran más bien alteraciones interiores que exteriores, en el sentido de que se había reformado durante su ausencia. Había salido de Bristol como bucanero, con un talento natural para parecer más noble de lo que en realidad era, y había regresado criticando sus antiguas costumbres. Había pedido perdón por sus maldades. Y a partir de entonces se dedicó a su antiguo negocio, el Catalejo, como si llevar una posada fuera lo único que hubiera deseado en este mundo.
Natty era la prueba viviente de esa nueva estabilidad, y mientras la veía detenerse para partir otro trozo del pan que le había dado y llevárselo a la boca con una contemplativa parsimonia, sentí que nuestra sintonía aumentaba todavía más. Me dije que aunque la historia de nuestras dos infancias parecía muy distinta —la mía, solitaria y en la naturaleza cada vez que mi instrucción escolar me lo permitía; la suya, en un bullicio perpetuo—, en el fondo eran similares, porque una sombra se había cernido desde el principio sobre ambas. La sombra de las aventuras de nuestros padres.
Al mismo tiempo, no sabía hasta qué punto le había revelado el señor Silver su pasado a su hija. En concreto, me costaba creer que él le hubiera contado su historia como bucanero. Sus traiciones y asesinatos. Sus dobles juegos. Su escurridiza búsqueda de la riqueza a cualquier precio. Por otro lado, Natty bien podría estar al tanto de toda la historia de su vida y no importarle. Eso me dejaba con una profunda duda: ¿era mi acompañante una persona inocente, nacida de una depravación que pertenecía al pasado?, ¿o era una experta en el arte del disimulo, como lo había sido su padre?
No quería llegar a ninguna conclusión, al menos, no en la primera mañana que pasábamos juntos. Me interesaba demasiado saber qué propósito había motivado que Natty viniera a buscarme, aparte de lo que ya habíamos hablado. Sabía que toda nuestra conversación hasta ese momento no era más que una especie de preliminar, de preparación del terreno, y me di cuenta de que mi primera pregunta («¿qué quiere?») había sido aplazada. Ahora volví sobre ella.
—¿Por qué has venido? —pregunté.
Era evidente que Natty sentía, como yo, que ya habíamos disfrutado de la charla lo suficiente y que había llegado el momento de ir al grano.
—Me ha mandado mi padre —respondió directamente. Estaba a punto de preguntarle cómo sabía él dónde encontrarme, pero ella prosiguió sin que hiciera falta animarla.
—Ha preferido no molestar a tu padre, aunque ya sabía desde hace mucho que vivíais aquí. No quería incordiar a un viejo conocido que tal vez no se creyera que ahora sea el hombre decente en que se ha convertido.
Ahora me tocaba sonreír a mí, imaginándome lo reticente que habría sido mi padre a cambiar su opinión sobre el señor Silver. Iba a explicarlo y dije:
—Me parece que… —Pero me interrumpió.
—Mi padre quiere conocerte —dijo Natty—. Me ha pedido que venga a buscarte. —Hizo una pausa tan brusca como brusca había sido su interrupción y levantó la mano derecha para quitarme una mota del hombro. El gesto pretendía ablandarme y lo consiguió. En lugar de negarme a su petición o ponerle alguna objeción, simplemente dije:
—¿Hoy?
—Hoy, si es posible —respondió—. Aunque no te quiere a ti solo. Mi padre me ha pedido que te pregunte si tu padre conserva el mapa todavía, y, de ser así, ¿te permitiría que se lo llevaras?
Semejante petición me dejó tan pasmado por su descaro que me quedé en blanco, y no pude sino exclamar, casi gritando:
—¡El mapa!, ¡el mapa de mi padre! ¡Prestárselo!
Natty no dijo nada, siguió sentada con los hombros caídos, mirando al punto donde el río se curvaba para perderse de vista hacia Londres. Estaba claro que había esperado mi reacción de incredulidad, y sabía también que debía darme tiempo. A raíz de eso, yo me sentí como si me hiciera un reproche, cuando en verdad yo sabía que si alguien tenía algo que reprochar ése era yo. Resultaba extraordinario pensar que su padre —un pirata, un asesino— se atreviera a abordar a mi padre con tal tranquilidad. Por lo que a mi padre respectaba, el señor Silver era un monstruoso impostor; lo que se merecía era la cárcel o el patíbulo, no que colaboraran con él.
Me puse a pensar en cómo podía echar por tierra la petición de Natty de manera que ni se le ocurriera volver a plantearla, y lo hice mirando también río abajo, a una familia de pollas de agua que alborotaban alrededor de su nido. Al hacerla, empecé a cambiar de opinión. Los comentarios de Natty, a medida que les daba vueltas, no se dirigían a mi padre. Me los hacía a mí. ¿Cogería yo el mapa? ¿Estaría dispuesto a meterme en algo que mi padre no consideraría menos que criminal?
Natty empezó a tararear una melodía por lo bajini; la reconocí, era Lillibullero, una canción que siempre me había gustado. No hice ningún comentario, me limité a seguir mirando hacia delante, como si fuera a encontrar la respuesta a todas mis preguntas estudiando las pollas de agua mientras éstas se zambullían en busca de alimento y luego reaparecían en la superficie con el agua formando joyas en sus plumas. Cuando me cansé de contemplarlas, me volví para examinar a Spot una vez más. No parecía tener el menor interés por mis cavilaciones, y se atusaba las plumas de un ala con suaves y rítmicos tirones del pico.
El mapa, bien lo sabía, era el de la isla del tesoro. Yo nunca lo había visto. Ni siquiera estaba seguro de que siguiera todavía en posesión de mi padre. Pero sí sabía dónde estaría si es que aún lo conservaba. En el cofre que tenía a los pies de su cama. El cofre que, como me había contado un millar de veces, había pertenecido a Billy Bones. (Había permanecido en el Almirante Benbow tras la muerte de aquel depravado, y mi padre lo había reclamado como recompensa por las molestias cuando volvió a la posada tras su viaje a la isla). Mi padre no tenía ningún otro sitio donde guardar sus objetos de valor, y eso explicaba por qué vigilaba aquel cofre con especial cuidado y llevaba su llave colgada a todas horas del cuello, de un cordel. Yo nunca había tocado esa llave ni, menos aún, abierto el cofre con ella. Pero asumí que, si tenía que hacerlo, con toda seguridad daría con el artículo que quería el señor Silver.
El segundo y mayor misterio —el de si me atrevería a cogerlo— quedaba por resolver.
—¿Sabes por qué quiere tu padre ese mapa? —pregunté por fin con una voz que, esperaba, transmitiera una sensación de vaga perplejidad.
Natty interrumpió su tarareo y metió una mano en el río; el agua se cerró a su alrededor con un débil cloqueo, como si fuera tan espesa como la melaza.
—Claro —dijo exactamente en el mismo instante en que yo hablaba, y respondió a mi pregunta añadiendo—: Puedo suponerlo.
La coincidencia de que habláramos a la vez bastó para poner fin a la solemnidad que se había adueñado de nosotros y volvimos a sonreír. Sin embargo, esa relajación no me sirvió de ayuda para aclarar cuál debería ser mi respuesta. Decidí que lo mejor que podía hacer, y el proceder que seguramente causaría menos daño, era decir la verdad.
—No sé si mi padre tiene un mapa —le dije.
—He dicho el mapa —replicó Natty, con una nota de impaciencia en el tono.
—El mapa, entonces.
—Pero si…
—Pero si tuviera el mapa —dije pisándole las palabras—, sé dónde podría encontrado. —Mientras hablaba una nube pasó por delante del sol y los destellos de éste se apagaron en el río, convirtiendo el bullicioso y animado tráfico en una procesión melancólica. Un transbordador que llevaba pasajeros a Londres pareció hallarse de repente de camino hacia los infiernos. Una barcaza de carbón, impulsada por una única vela cenicienta en medio de la corriente, lanzó una ola negra contra un costado de nuestro esquife. Si no hubiera estado tan completamente absorto por la gravedad de mis pensamientos, me habría reído ante la idea de que el mundo juzgaba descaradamente mi comportamiento y me había descubierto deseando hacerlo. Pero, tal como estaban las cosas, me limité a fruncir el ceño.
Natty no permitió que el asunto se olvidase ni un momento.
—¿Y dónde lo encontrarías? —insistió.
—Oh —dije, pero al momento vacilé. Me imaginé deslizándome sigilosamente junto a la cama de mi padre mientras él dormía, quitándole la llave del cuello, abriendo el cofre, revolviendo su contenido hasta que encontraba el mapa y lo sacaba, cerrando el cofre de nuevo, devolviendo la llave a su sitio, y luego huyendo… Y todo en la más completa oscuridad ¡y sin hacer ningún ruido!
Era una idea ridícula. Ridícula por peligrosa. Y ridícula, además, por otras razones. Porque el engaño —no, el robo— sería una traición a mi padre. Y él no había hecho nada para merecérsela. ¿Obligarme a trabajar duro en su bodega?, ¿dejarme ir demasiado a mi aire?, ¿alardear de sus aventuras?, ¿perder el tiempo en glorias pasadas?
—¿Oh? —repitió Natty, como un eco.
—No estoy seguro —dije. Y entonces, como si le hablara a un fantasma que vivía dentro de mí o estuviera manipulado por la propia Natty, añadí—: Con mapa o sin él, me gustaría conocer a tu padre.
No fue sólo la curiosidad lo que me llevó a decir aquello, sino también la sensación de que algo que era simple e indiscreto interés difícilmente podría considerarse un delito. Por descontado, prefería engañarme a mí mismo negando la posibilidad de que fuera un paso en esa dirección.
Natty enderezó la espalda como si le hubieran quitado un peso de encima.
—¿Cuándo? —preguntó.
—Hoy —le dije, con absoluta seguridad—. Bueno, ahora entraré a avisar a mi padre de que no me espere hasta esta noche.
Dicho lo cual recogí los dos vasos vacíos, me levanté tan bruscamente que la barca se hundió un poco y rozó la orilla, y luego salté al camino de sirga. Cuando me detuve ante la puerta para mirar atrás, Natty ya había soltado la amarra del Catalejo. Se sentó, con la proa apuntando hacia Londres, los remos en las manos y la cara expresando la satisfacción de alguien que está haciendo lo que siempre se ha esperado que haga. Spot miraba en la misma dirección, y cuando empezó a hablar, sus palabras me llegaron con toda claridad:
—Izad la vela mayor —dijo—. Izad la vela mayor.