2 - La historia de mi vida

Nunca fui un niño travieso ni un mal hijo, pero eso no evitó que decepcionara a mi padre. El robo, el engaño, la crueldad… no me interesaban. Mis defectos eran de una clase menos grave, no iban más allá de una tendencia a vivir asilvestrado. Con frecuencia no hacía caso a los deseos de mi padre y a veces tampoco a sus órdenes. Me resistía a los planes que tenía para mí. Prefería mi soledad a la vida social que él quería que disfrutara.

Pensándolo bien, «independiente» sería una palabra más precisa que «silvestre» para lo que he descrito. En cualquier caso, la pregunta sigue siendo la misma: ¿a qué se debía? En los primeros días de nuestras vidas nos ciega la deslumbrante intensidad de los sucesivos instantes a medida que pasan, y raramente nos detenemos a reflexionar. Ahora que mi juventud no es más que un recuerdo distante y tengo una perspectiva más general de mi existencia, me siento más propenso a buscar explicaciones.

La primera es que mi madre murió por las complicaciones del parto al traerme a este mundo, lo que engendró en mí —porque probablemente había sido también uno de los rasgos de mi progenitora— una tendencia a verme como alguien para quien la vida entera era una batalla. Allá donde no hay batallas es probable que me invente alguna para convencerme de mi propio valor.

La segunda, reforzada por el hecho de que no he tenido hermanos, era el país en el que vivíamos. Cuando digo país no me refiero a la nación, Inglaterra, sino más bien al territorio concreto, que era la orilla septentrional del río Támesis, en un punto sin particular relevancia entre Londres y el mar abierto. El aspecto que tenga ese paisaje ahora sólo puedo imaginarlo, pues no he vuelto a casa desde hace muchos años. Con toda probabilidad estará atestado de las edificaciones que necesitan los negocios de los muelles y las navieras. Pero sí puedo explicar, con toda precisión, cómo era durante mi infancia.

Por el lado de nuestra casa que daba hacia tierra, las marismas se alzaban apenas un cuarto de braza por encima de la superficie del agua, el cuarto de un cuarto con la marea alta. Las construcciones de los alrededores difícilmente podrían denominarse edificios, se trataba de unas toscas chozas de madera en las que los pescadores guardaban sus trastos, y otros visitantes más reservados dejaban o recogían bultos que poseían un misterioso valor para ellos. Si la bruma lo permitía, esas cabañas ofrecían unas siluetas impresionantes, con palos que sobresalían en ángulos extraños, tejados que caían hacia delante como flequillos y ventanas que dibujaban una cara asimétrica. A mis jóvenes ojos, conformaban una comunidad de ogros, o, como poco, de brujas con verrugas que se frotaban las manos encima de una caldera. Ninguna de aquellas chozas se mantenía en pie durante mucho tiempo. Si el viento no las derribaba, la marisma se las tragaba. En cuanto a los senderos que serpenteaban entre ellas y continuaban más allá, pronto olvidaban el destino que tenían asignado cuando habían empezado su camino y acababan en la confusión o en la nada.

Si he pintado el paisaje para que parezca aterrador, es porque tengo buenas razones. Muchas veces, mientras paseaba solo bajo el cielo inmenso, oía pisadas a mis espaldas donde no había nadie, o sentía que el silencio mismo me agarraba del cuello de la camisa como si fuera una mano. Pero, a decir verdad, las voces de la marisma, y del río en particular, nunca se oían del todo nítidas; eran una combinación de sonidos modulados entre el suspiro y la carcajada, como si no hubieran llegado a decidir si pretendían transmitir pena o alegría. Por perverso que parezca, eso era lo que más me gustaba del lugar: nunca sabías a qué atenerte.

La imagen que he pintado de mi padre le hará parecer, en comparación, sencillo, y en ciertos sentidos lo era. En otros resultaba tan contradictorio como el paisaje que le circundaba. Ahora explicaré por qué, desde el principio.

El padre de mi padre también había sido posadero, dueño del Almirante Benbow, en el West Country, al otro lado de Bristol siguiendo la costa. Allí murió joven, y al poco mi padre se encontró embarcado en la gran aventura que mi destino ha querido que yo continúe. Esta aventura empezó con la llegada a la Benbow de Billy Bones, un maltrecho y viejo lobo de mar que en sus tiempos había sido primer oficial de un bucanero tristemente famoso, el capitán Flint, y cuya única posesión era un cofre de marinero todavía más baqueteado que él. Durante un par de semanas, la presencia de ese rufián no causó mayores problemas en la Benbow…, hasta la llegada de un segundo desconocido, una criatura pálida como el sebo que, pese a su semblante fantasmal, atendía al nombre de Perro Negro, y, poco después de él, la de un ciego llamado Pew, cuyo efecto fue tan asombroso que el pobre Bones se desplomó muerto casi en cuanto le vio. Para concretar, Pew le había dado la Mota Negra; y ningún hombre puede sobrevivir mucho tiempo cuando ha recibido esa señal fatal.

No tardó en ocurrir a continuación una larga historia de episodios dramáticos: un asalto a la posada por piratas; una huida milagrosa; el hallazgo de un mapa antiguo; un atento estudio del mapa; el descubrimiento de que el capitán Flint había dejado un tesoro en cierta isla; una expedición organizada en Bristol y emprendida desde allí para recuperar dicho tesoro; la traición de la tripulación, y sobre todo de un pícaro sibilino llamado John Silver, que se adornaba con la compañía de un loro para compensar la carencia de la pierna que había perdido; una estancia muy peligrosa y emocionante en la isla; el descubrimiento de parte del tesoro; y el posterior regreso a Inglaterra y a la seguridad.

He mencionado todo esto de manera resumida, omitiendo los nombres de la mayoría de los personajes principales e incluso partes de la propia aventura, por la simple razón de que mi padre me ha contado la historia tantas veces que me siento incapaz de escribirla con mayor detalle. Incluso las historias más celebradas del mundo, entre ellas posiblemente hasta la de Nuestro Señor, acaban aburriendo cuando se cuentan muchas veces. Sólo añadiré, con intención de iluminar lo que sigue, que debería prestarse mucha atención a la frase «parte del tesoro», para transmitir la idea de que «otras partes» quedaron intactas. También mencionaré que cuando mi padre dejó por fin la isla, tres tripulantes especialmente conflictivos —a quienes mi padre llamaba «marroneados», en el sentido de abandonados en una isla desierta— quedaron allí abandonados para afrontar lo que el destino les deparara. Mucho de lo que voy a contar dependerá de esos detalles.

Cuando mi padre volvió a Bristol, recibió parte de la riqueza, una riqueza que, en total, se calculó que alcanzaba la asombrosa suma de setecientas libras. A menudo alardeaba de esa cantidad, utilizándola como excusa para moralizar, con más ambigüedad de la que pretendía, sobre las retribuciones del pecado. Del pellizco que le había correspondido nunca hablaba con demasiada precisión, y se refería a él como meramente «generoso» antes de apresurarse a contar que a Ben Gunn, un hombre asilvestrado al que encontró en la isla y al que ayudó a rescatar, se le había concedido una asignación de mil libras, que consiguió gastarse en diecinueve días, de manera que al vigésimo era otra vez un mendigo, y le dieron un puesto de guarda, algo que siempre había temido.

Fuera cual fuese la suma concreta de la parte del tesoro de mi padre, era obvio que no le faltaría de nada siempre que no siguiera el ejemplo de Ben Gunn. En consecuencia, regresó junto a su madre, que por entonces se encargaba sola de la Benbow en la cala del Cerro Negro, y la ayudó a llevar la posada hasta que alcanzó la mayoría de edad. Entonces, harto de vivir en un lugar tan apartado, que contrastaba tan vivamente con las emociones que había conocido en alta mar, se marchó a Londres y se dedicó durante varios años a la búsqueda de su propio placer.

A cualquier hijo le cuesta imaginar la juventud de su padre: para el hijo, el padre será, normalmente, una criatura de hábitos rutinarios y opiniones sólidas. Pero está claro que durante todo el tiempo que pasó en la ciudad, mi padre vivió con más garbo del que yo le he conocido en el curso de mi existencia. Liberado de la carga de tener que cuidar de su madre (cuya cabeza había encontrado acomodo en el hombro de un cariñoso marinero mayor que no tardaría en convertirse en su marido) y estimulado por un millón de nuevas tentaciones se convirtió, según su propia confesión, en todo un «personaje» en la ciudad.

Todavía no era la época en la que un hombre elegante podía cortarse la mejilla con el cuello de su propia camisa si volvía la cabeza demasiado bruscamente. Pero aun así nuestro país ofrecía muchas oportunidades aquellos años, y un hombre de posibles podía malgastar su fortuna cómo le viniera en gana, si tal era su deseo. Mi padre nunca fue de esos que se pasan la mayor parte del día rondando por el Strand para que una joven dama se fije en la tirantez de su pernera o en el matiz especial de un guante amarillo canario. Sin embargo, sí tenía disposición a pasárselo bien, y eso queda claro por la gradual disminución de su fortuna como consecuencia de los años que vivió en elegantes alojamientos, con buenos cuadros en las paredes, porcelana fina en la mesa y sirvientes que le atendían a su gusto, y que bastó para consumir una parte sustancial de la riqueza que él había extraído de aquellas remotas arenas.

Si habría acabado deslizándose del todo por la pendiente hasta el fondo de la pobreza es algo que no sé. Lo que sí sé es lo siguiente: antes de que hubiera cumplido los cuarenta (es decir, en la primera parte de la década de 1780) encontró la influencia estabilizadora que fue mi madre. Ella era hija de un mozo de cuadra que poseía un próspero negocio en el límite oriental de la ciudad, donde quienes acudían a Londres por un día desde las vecinas Edmonton y Enfield dejaban sus caballos y a menudo se quedaban a comer antes de proseguir el viaje de vuelta a la casa. Su experiencia en ese establecimiento había convertido a la niña laboriosa que era en una jovencita ahorradora. Pronto persuadió a mi padre de que moderase sus costumbres y le puso en el camino que conducía a la respetabilidad en el mundo. Él dejó las cartas y los dados. Abandonó ciertas relaciones dudosas. Normalizó su horario. Se convirtió en un candidato a marido más presentable. Y cuando hubo demostrado la firmeza de su resolución durante casi un año, ella aceptó la sinceridad de sus sentimientos y se casaron.

Entonces mis padres tuvieron que encontrar un empleo útil. La opción más obvia, dados los antecedentes de ambos, era llevar una posada, que es lo que hicieron al poco. Pero no buscaron una que se hallara próxima a las de sus vidas previas, sino un establecimiento que demostraba el espíritu de independencia que me gusta reclamar como herencia propia. La posada que ya he mencionado y de la que ahora desvelaré su verdadero nombre: la Hispaniola.

La posada era, a la vez, cama de matrimonio, hogar y medio de vida. Y algo más. Porque, tras un año de dicha, en una habitación que tenía más de castillo de proa que de cuarto de tierra firme, con el techo y las paredes de madera, y una ventana panorámica que daba al río, mi madre dio a luz a la vez que, en el mismo instante, perdía su propia vida. No hace falta decir que yo ni me enteré. Pero desde el primer momento que tuve conciencia y memoria, que fue unos tres años más tarde, me di cuenta de lo que había perdido. Dicho llanamente: crecí en una atmósfera teñida de melancolía.

El peso de la pérdida casi debió de hundir a mi padre. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, lo habría sabido por boca de los que bebían en nuestra bodega y le habían conocido antes de que ocurriera la tragedia. En los relatos que me refirieron, el hombre que antes había desbordado vitalidad se apagó, el que antes había buscado la emoción anhelaba la contención, y el que había imaginado el futuro ya sólo se aferraba al pasado.

Pueden preguntarse cómo la Hispaniola pudo sobrevivir a esos cambios en mi padre. Después de todo, la tristeza no es plato de gusto en una posada. Pero el caso es que sobrevivió por razones que proyectan cierta luz sobre la variedad de placeres que los hombres buscan en el mundo. Algunas personas, es verdad, no apreciaban su lúgubre carácter, y a ésos los mandaba mi padre a otros establecimientos de la costa que se ajustaran más a sus gustos. Pero lo cierto es que hubo pocas expulsiones. La mayoría de nuestros vecinos consideraban la Hispaniola un alivio bienvenido a las estridencias y la vulgaridad del mundo. La tenían por un puerto de refugio.

Al decir esto, me doy cuenta de que parecería que estoy sugiriendo que mi padre tenía un carácter desabrido y reservado. Y la verdad es que, aunque podía ser implacable, también comprendía la necesidad que tienen los seres humanos de vivir en el mundo; cosa que comprobé en su resolución para que yo recibiera una mejor educación que la que él había recibido. La escuela que escogió para mí estaba en Enfield; me envió a los siete años y en ella permanecí como «interno» durante la mayor parte del año hasta que cumplí los dieciséis.

La institución, que se enorgullecía de describirse como una «academia disidente», la dirigía un caballero de ideas liberales cuyas buenas cualidades merecen todos los elogios. Pero no tengo intención de desviarme de mi historia para demorarme en esa parte de mi existencia. Baste decir que, cuando por fin volví a casa, había adquirido «los gustos de un caballero» en lectura y escritura, y tenía una idea clara de lo que significa comportarse con respeto y decencia hacia los demás. Y también, a pesar de las influencias a las que me había visto expuesto, se me había avivado el deseo de lo que siempre me había gustado: la soledad y la vida del río y las marismas.

Debo mencionar un último detalle antes de seguir adelante, y se trata de otra paradoja. En su tristeza tras la muerte de mi madre, mi padre parecía comportarse a menudo como si no estuviera de duelo sino, más bien, todo lo contrario. Se debía a su costumbre de revivir las aventuras de su juventud, como ya he mencionado. A veces lo hacía porque se lo pedían nuevos clientes que conocían su fama y querían oír una parte de su relato. Pero, a falta de tales peticiones, él era de por sí propenso a contar las historias, interrumpiéndolas en ocasiones para extenderse sobre un momento de especial peligro o para divagar sobre el pasado de un individuo o un suceso particularmente llamativos.

En realidad, podría decirse con justicia que, mucho antes de que mi infancia hubiera tocado a su fin, el relato de la isla del tesoro se había convertido casi en el único tema de conversación de mi padre. La compañía de sus habitantes le resultaba más agradable que la de los parroquianos a los que servía, y, a mí, hasta me parecían más vivos. No eran del todo invenciones, pero tampoco figuras reales de la historia, sino una mezcla de ambos. Eso casi me convenció de que yo también los había conocido, y de que había visto con mis propios ojos la perversidad de John Silver, el cocinero de a bordo, y que había atisbado la Mota Negra cuando llegó a manos de Billy Bones, y que incluso había visto a mi propio padre cuando era niño, trepando al mástil de la Hispaniola para escapar de Israel Hands. Y luego disparando sus pistolas hasta que Hands cayó en las aguas azules y claras y se hundió en el fondo arenoso, donde yació con los pececillos pululando sobre su cadáver.

Una vez mencionados esos fantasmas, estoy preparado para empezar mi propia historia. Por eso les pediré que recuerden dónde estábamos hace un momento —en las marismas que se extendían detrás de la posada Hispaniola— y que avancen de golpe unas horas. Mi solitario día había llegado a su fin y yo volvía con desgana a casa. Había oscurecido. Había salido la luna. La bruma se arrastraba a lo largo del río. Cuando entré desde el camino de sirga, las llamas de las velas ardían tranquilas y erguidas en el cálido aire de la bodega, donde las aventuras de mi padre se acercaban otra vez al paroxismo ante la habitual audiencia de parroquianos. Me mantuve en segundo plano y me deslicé escaleras arriba hasta mi habitación para no tener que seguir a mi padre por los últimos vericuetos de su relato.

Al instante llegué a mi cuarto, debajo del tejado. Era la estancia menos confortable de la casa, casi no podía considerarse una habitación, pero para mí tenía un valor infinito porque era como un «cuarto de maravillas». Todas las paredes estaban cubiertas de estantes, en las que yo había colocado las plumas, conchas, huevos, trozos de madera retorcida, cuerdas, cráneos, nudos raros y demás trofeos que había ido recogiendo por la marisma en el curso de mi breve pero afanosa vida. Y, en el centro de ese cuarto, mi puesto de vigía, que, para ser justos, debería llamar mi cama, donde me acostaba cada noche para estudiar el universo en movimiento. Ahí es donde me acosté por fin. Y desde ahí fue de donde volví la cara hacia la ventana.

El camino de sirga estaba desierto, manchado por un único gran cuadrado de luz amarilla que procedía de la ventana de la bodega. La luz de la luna había simplificado las marismas que rodeaban la posada hasta convertidas en una masa informe de verdes y grises polvorientos. El río parecía un tipo de vacío más matizado: un gigantesco lingote de plata sólida, si no fuera porque de vez en cuando se arrugaba si un tronco grande pasaba flotando en silencio, o aparecía un hoyuelo que al momento se desvanecía.

Me quedé mirando fijamente tanto tiempo que estaba absorto, así que no sé decir con exactitud cuándo llegaron el bote y su ocupante. Mientras miraba, las aguas habían estado vacías. Y, al momento, había aparecido el creciente de un casco, con una figura erguida sentada en el centro, remos en ambas manos, manteniendo firme la barca contra la corriente. Qué era aquella figura, tampoco podría decirlo, sólo que parecía esbelta y juvenil; llevaba la cabeza cubierta con un chal y no podía verle la cara.

Era una imagen poco habitual a tales horas de la noche. Y más llamativa aún resultaba la forma en que la figura parecía mirarme directamente a mí, por más que, sin duda, no habría podido verme en la ventana de mi habitación a oscuras. Me apoyé en los codos, pero no di signos de mayor interés. Sin embargo, al hacerlo, la figura soltó el remo que sostenía con la mano derecha, dejó que la barca girara un poco, alzó esa mano en un solemne saludo y me hizo gestos para que me acercara.