1 - Las órdenes de mi padre

Por aquel entonces obedecía a mi padre. Me levantaba de la cama a las seis todas las mañanas sin falta, pasaba de puntillas por delante de su puerta para no perturbar su sueño y me ponía a trabajar tan silenciosamente como me era posible entre las pestilentes jarras de cerveza, los vasos, las bandejas, los cuchillos, los gargajos de tabaco, las pipas rotas y demás signos de placeres interrumpidos que me esperaban en la bodega de la planta baja. Sólo después de una hora o así, cuando todo estaba recogido y en su sitio y había aireado el local, podía esperarse que apareciera mi padre, maldiciéndome por el insoportable alboroto que había armado.

—Dios bendito, chico —era su esperable saludo—, ¿es que quieres darle dolor de cabeza al condado entero? —Ni siquiera me miraba al decirlo; se encaminaba encorvado desde el umbral hasta una mesa recién limpiada y se dejaba caer allí apretándose las sienes con las manos. A continuación siempre era lo mismo: yo debía estar atento y servirle un trago de grog que le haría revivir, luego tenía que freír unas lonchas de tocino y llevárselas acompañadas de una gruesa rebanada de pan moreno.

Mi padre se tragaba el ron sin parpadear siquiera y masticaba su desayuno en silencio. Ahora lo veo con tanta nitidez como entonces, aunque hayan transcurrido casi cuarenta años. La cara sonrojada, el mechón de pelo rubio, los ojos enrojecidos…, y una tristeza que le envolvía tan palpablemente como el humo rodea una hoguera. Por entonces yo estaba convencido de que él debía de estar enfadado con el mundo en general y conmigo en particular. Ahora tiendo a creer que más bien debía de sentirse frustrado, decepcionado de sí mismo. Su vida había empezado con aventuras y emoción, pero estaba llegando a su fin sumida en la banalidad de la repetición. Su consuelo, que hasta podría haber resultado un auténtico placer, era acabarse el desayuno fastidiándome con instrucciones que, pensaba mi padre, harían que me sintiera tan desdichado como él.

El día que empieza mi relato, a principios del mes de julio del año 1802, mis órdenes eran encontrar el nido de avispas que, según él, debía de haber en las inmediaciones, y luego destruirlo para que no volvieran a incordiar a nuestros clientes. Tras lo cual debía regresar a la bodega, preparar comida y bebida para el día que teníamos por delante y disponerme a servir a los clientes. A decir verdad, la primera de las tareas no me molestaba, porque al menos me permitía estar a solas, que era lo que prefería en aquel momento de mi vida. No hace falta que diga lo que me parecía la perspectiva de tener que cumplir las demás obligaciones en la bodega.

Como no tenía por costumbre entretener a mi padre haciéndole saber lo que me complacía y lo que no, me puse manos a la obra en silencio. Eso implicó asentir con la cabeza para dejar claro que había entendido lo que se me pedía; luego me volví hacia uno de los varios toneles que había cerca, eché un chorro de la mejor cerveza en una jarra y me la llevé afuera, al banco que se extendía pegado a la fachada de nuestra casa y que daba al río. Allí me senté y esperé a que nuestras enemigas me encontraran.

Era una mañana agradable, la bruma ya se disipaba de las orillas y arroyos, y la vista que ofrecían los alrededores era magnífica. Al otro lado del río, que en este punto de su curso, corriente abajo desde Greenwich, tenía casi treinta metros de ancho, las marismas oliváceas se teñían de tonos lilas cuando alcanzaban el horizonte. La nueva jornada empezaba también en las aguas del Támesis. Grandes mercantes emprendían sus travesías por el globo; pequeñas y achaparradas barcazas de carbón, transbordadores que recogían a los hombres que iban a trabajar, humildes esquifes y chalanas se deslizaban por la bajamar con la suavidad de escarabajos. Aunque había contemplado esa procesión cada día de mi vida, seguía pareciéndome un espectáculo maravilloso. E igual de agradable me resultaba pensar que ni uno solo de los marineros de esos barcos, ni de los pescadores que recorrían a pie el camino de sirga, ni de los gabarreros con sus caballos con cascabeles, reaccionaría a mi presencia con algo más que un simple saludo ni interrumpiría mi concentración en mi trabajo, que, como he dicho, sólo consistía en esperar.

Cuando el sol y la brisa, combinados con un adormecedor aroma procedente de las orillas cenagosas cada vez más despejadas, casi me habían empujado suavemente de vuelta al sueño, se cumplió mi deseo. Una enorme y curiosa avispa (o jaspe, como el mineral, que así las llamábamos en el estuario) se cernió con cautela sobre mi jarra, luego se posó en el borde y seguidamente se sumergió en sus profundidades con un tímido movimiento circular hasta que casi rozó el néctar que yo había depositado al fondo. En ese momento, tapé con la mano la boca de la jarra y agité el contenido vigorosamente para desatar una especie de maremoto.

Tras prolongar la turbulencia durante un momento, como un tirano que aterrorizara a uno de sus súbditos, aparté la mano y vertí el líquido con cuidado sobre la superficie del banco, a mi lado. La avispa estaba ahora medio ahogada y medio borracha: incapaz de mover las patitas, estremecía las alas débilmente. Ése era el estado de incapacidad que buscaba, porque me permitió hurgar en el bolsillo, sacar el trozo de algodón rojo brillante que llevaba y atarlo a la cintura de mi prisionera. Lo hice con suma cautela para no convertirme en verdugo por un descuido.

Después seguí sentado al sol el rato que la avispa tardó en recuperar los sentidos y la capacidad de volar. Yo había confiado en que la brisa aceleraría el proceso, pero cuando oí a mi padre trasteando por su habitación encima de mí, añadí mi propio aliento al secado: no quería ni un segundo de conversación con él porque sabía que eso me llevaría a recibir más órdenes para que fuera a recoger esto o a llevar lo otro. Pero no tendría que haberme preocupado. En el mismo instante en que oí que los postigos de arriba se plegaban y me imaginaba ya a mi padre tensando los hombros para gritarme algo, Doña Avispa se tambaleó y se cayó del banco.

Apenas pudo levantar un vuelo bajo y torpe, que, aun así, temí que le permitiera cruzar el río, en cuyo caso la habría perdido. Pero pronto descubrió su brújula y partió hacia las marismas, felicitándose a sí misma sin duda por tan milagrosa salvación y cobrando poco a poco altura. Corrí deprisa tras ella, manteniendo la mirada fija en el algodón de color vivo que la hacía visible, tranquilizado al comprobar que al insecto no parecía suponerle ninguna molestia. Cuando dejamos atrás mi casa y el río, pasamos por delante de las cabañas donde mi padre guardaba sus toneles y el huerto donde crecían los manzanos de los que obteníamos sidra, y llegamos al campo.

A alguien de fuera, las marismas no le habrían parecido más que campos yermos, un lodazal atravesado de tantos arroyos que convergían hacia el Támesis que desde arriba habría asemejado el vidriado de una olla de loza. Todo era del mismo color verde matizado: azul verdoso o marrón verdoso. No había árboles, sólo unos pocos troncos desnudos que el viento había retorcido dándoles formas agónicas; tampoco flores que pudiera reconocer como tales ningún caballero ni dama.

Para mí aquel lugar era un paraíso, del que conocía sus ritmos y todos sus rincones. Me deleitaba con sus altos cielos y la amplia perspectiva que permitía ver de antemano el tiempo que se avecinaba. Amaba la miríada de diferentes tipos de hierbas y pastos. Llevaba un registro de cada especie de ganso y de pato que aparecía en primavera y se marchaba en otoño. Me gustaba sobre todo la abundancia de pájaros ingleses —chochines y pardillos, pinzones y tordos, mirlos y estorninos, frailecillos y cernícalos—, que se quedaban aunque cambiaran las estaciones. Cuando subía la marea y los arroyos rebosaban de agua, la tierra se volvía demasiado esponjosa para que pudiera caminar por ella y me sentía como Adán expulsado de su jardín. Cuando bajaba la marea y la tierra recuperaba algo parecido a la solidez, se satisfacían todos mis anhelos.

Para mí no había mayor placer que deambular por allí, algo que no podía hacer ese día concreto, en el que mi cautiva me llevaba tras ella. Mientras la avispa volaba en línea recta, yo me veía obligado a dar bandazos y cambiar de rumbo, cruzar a un lado y volver atrás, saltar y virar, para mantenerme al paso de su vuelo. Y, como era un experto en eso y me conocía a fondo el lugar, la tenía claramente a la vista cuando llegó a su destino. Éste era uno de los árboles raquíticos que he mencionado, un fresno que crecía en una zona remota de la marisma, combado por las tormentas hasta que adquirió la forma de la letra «C». En cuanto apareció ante mi vista esa curiosidad supe que mi amiga se dirigía hacia allí; incluso a cincuenta metros ya veía el nido que colgaba oscilando como una joya de una oreja.

Una joya, claro, de bisutería, confeccionada con pasta o papel moldeados en un largo óvalo. Porque así es como las avispas construyen sus nidos, masticando diminutos trozos de madera que mezclan con su saliva hasta formar un cono; dentro del cono protegen su colmena, sobre todo a su reina, que pone huevos en todos los niveles de su interior. Es extraordinario: unas criaturas que a los humanos les parecen confusas, que siempre andan zumbando en todas direcciones, o en ninguna, son en realidad muy organizadas y disciplinadas. Cada individuo tiene un papel que desempeñar en la creación de su sociedad y lo realiza por instinto.

A medida que me acercaba al nido, empecé a admirarlo hasta el punto de que me planteé si debía volver junto a mi padre y decirle que había obedecido sus órdenes sin haberlas cumplido en realidad. Sabía que él nunca iría a buscar el nido en persona: se encontraba en una zona de la marisma que hasta a mí me parecía remota. También sabía que, en ese caso, tendría que vivir con la mentira, algo que no me apetecía, y que las avispas seguirían incordiándonos.

Esas dos razones deberían haber bastado para persuadirme de que debía cumplir mi tarea. En realidad, había una tercera aún más convincente, pese a que me cuesta admitirla porque parece contradecir cuanto he contado hasta ahora sobre mis gustos y aversiones. Y se trataba de mi deseo de destruir el nido. Era algo que me intrigaba, que me fascinaba. Pero mi interés se había transformado rápidamente en un deseo de posesión y, dado que la posesión era imposible, la destrucción se me ofrecía como única alternativa.

Por tanto, empecé a recoger a mi paso todos los desechos arrojados por el mar o las ramitas que el sol hubiera secado, así que cuando por fin llegué junto al fresno, cargaba con un fardo del tamaño de un almiar. Lo coloqué en el suelo, bajo el nido, y luego retrocedí unos pasos para grabar la escena en mi memoria. El árbol era muy liso, como si el viento lo hubiera acariciado durante mucho tiempo con tal admiración que la corteza se hubiese convertido en mármol. El nido, alrededor del cual una docena de avispas merodeaban levitando, bastante ajenas a mi presencia, medía poco más de treinta centímetros de arriba abajo, y se abultaba por el centro. Era pálido como la vitela, con pequeñas rugosidades y bultos aquí y allá; supuse que eran los depósitos individuales que formaba cada avispa con su trabajo.

Cuando hube mirado el rato suficiente para creer que nunca olvidaría aquella imagen, me arrodillé, saqué un yesquero del bolsillo y le prendí fuego a la leña que había recogido. Las llamas se elevaron muy rápido, desprendiendo un dulce olor a savia, y al cabo de un minuto el nido entero estaba envuelto en una especie de mano de fuego. Yo esperaba que sus moradoras salieran volando, y creía que hasta era posible que me atacaran, pues era su destructor. Pero no ocurrió así. Las avispas que se encontraban fuera simplemente se alejaron: parecía que no les importara lo que estaba pasando. Y las que estaban dentro del nido, que debían de ser centenares, optaron por quedarse con su reina y morir a su lado. Oí explotar varios de sus pequeños cuerpos con una extraña nota aguda, como el chillido de un mosquito; las demás se asfixiaron con el humo sin hacer ningún ruido.

Al cabo de no más de dos o tres minutos, sabía que había acabado mi trabajo; tiré el nido, que cayó entre las cenizas de mi hoguera y se partió. El panal de dentro era de un color marrón oscuro, exquisitamente delicado, y cada sección contenía una larva arrugada; la reina, que era casi tan grande como mi pulgar, estaba en el centro, rodeada por sus guerreras muertas. Componían una noble imagen que despertó hasta tal punto mi curiosidad que no me di cuenta de que estuve a punto de chamuscarme al arrodillarme entre los restos y observar cuidadosamente los insectos.

Al final me levanté y me encaminé hacia casa, sabedor de que mi padre no tardaría en echarme en falta. Sin embargo, al cabo de un momento, decidí darme un gusto y no complacerle, así que cambié de dirección. Me adentré en las marismas saltando por los arroyos y zigzagueando a grandes zancadas para evitar los riachuelos más hondos, hasta que casi me perdí. Allí, en la más profunda de las soledades, rodeado de verde y azul, me puse a pensar sobre mi vida.