Un oscuro presentimiento había comenzado a circular por la mente de David Foster, y no lograba zafarse de él. Pensaba que sus vanos intentos de contactar con Thomas Brown tenían una macabra explicación: habían acabado con él. Aunque todavía albergaba una pequeña esperanza, cada día que pasaba era menor. Y bien sabía el norteamericano lo que aquello suponía, y lo que tenía de trágico que la Hermandad hubiera sido capaz de cobrarse una nueva víctima, justo cuando se extinguía, pues para todo aquel eliminado con el Necronomicon no había posibilidad de salvación alguna, había desaparecido para siempre, y ningún sortilegio o invocación podría hacerlo revivir. David Foster temía ser el único superviviente de los tres miembros de excepción de la sociedad que había creado.
—¿Qué te preocupa? —preguntó Claudia Reiss, sentada junto a Foster en una terracita del Paseo del Prado de Madrid, muy cercana al hotel en el que se alojaban.
—Haber perdido para siempre a un buen amigo, al que nunca perdoné que me hubiera involucrado en esta historia —respondió con amargura David.
—Quién sabe, quizá sea pronto para rendirse.
Foster miró largamente a la alemana. Era una joven preciosa, inteligente y con una cultura portentosa. Había compartido ya algunos días con ella, y había descubierto que un extraño vínculo de empatía se había forjado entre ambos. El americano no quería ni pensar que aquello fuera debido al libro, aunque cabía esa posibilidad.
—¿Te gustaría formar parte de mi equipo? En Yale no te iban a faltar libros para leer y consultar.
Claudia le lanzó una enigmática sonrisa y consultó su reloj de pulsera. Estaba inquieta, y sólo una cosa podía tranquilizarla.
—Antes tendrás que explicarme quién eres en realidad. Pareces un alquimista o un mago recién llegado del siglo XIII o XIV. Ahora tenemos que regresar al hotel.
La alemana y el americano aguardaban nerviosos en la habitación del segundo, donde había quedado con Sebastián Madrigal. Habían pasado ya veinte minutos de la hora acordada y negros presagios acechaban a ambos, aunque no quisieran reconocerlo abiertamente.
—Espero que tu amiguito sea de fiar —apuntó con humor Foster.
—Ya tiene lo que quería: una saneada cuenta corriente.
—¿Lo telefoneamos?
—Es mejor concederle algunos minutos más.
—Parece que ya ha comenzado a controlar tu voluntad —dijo el americano, muy sonriente, y en ese momento sonaron unos débiles golpes en la puerta de la habitación.
—Ahí está —manifestó aliviada Claudia, que no había encajado bien las bromas de Foster.
Sebastián Madrigal entró en la habitación y dejó una bolsa de lona sobre la cama, de la que extrajo el Necronomicon.
—Ahí está, sano y salvo. Newman ha cumplido con su palabra.
—¿Le sirvió de algo? —preguntó muy interesado David.
—Sí, aunque cuando Nick me lo ha explicado no parecía contento del todo. A fin de cuentas qué más da, su mujer está viva y eso es lo que importa.
Claudia Reiss daba la espalda a los dos hombres. Incómoda con aquella conversación prefería contemplar el tráfico y la gente caminando por la calle. Una vez más deseaba recuperar esa vida normal que tanto añoraba, y que parecía resistírsele.
—Estoy de acuerdo contigo —apuntó meneando la cabeza afirmativamente Foster.
—Y ahora vosotros ya podéis estar tranquilos. Bueno, eso siempre que seamos capaces de controlar a Carlos Alcalá, que está al tanto de casi todo —manifestó Sebastián, dirigiéndose a Claudia, que seguía asomada a la ventana y parecía no escucharle.
—Sebastián, hay una cosa de la que Claudia y yo hemos estado hablando y que deseamos comentarte —dijo el americano, tomando el Necronomicon entre sus manos.
—Te ruego que te expliques —replicó Madrigal, receloso, y temiendo que no aceptaran de buen grado que él tuviera que poseer el libro.
—Aceptamos que Cyrill pusiera como condición para confiártelo que el Necronomicon siempre estuviera en tu poder…
—Pero…
—Pues que no sentiríamos más seguros si tú también modificaras tu condición. Al fin y al cabo ahora somos casi como una familia, y no está bien que uno de sus miembros renuncie a tener el mismo estatus que el resto, con sus cosas buenas y sus cosas malas —dijo Foster, caminando alrededor del español, y mostrándose extremadamente cercano y afable.
Claudia había abandonado la ventana y ahora tenía clavados sus hermosos ojos negros en Sebastián. Al contrario que el americano, cuyas palabras tenían un ligero poso de exigencia, en la mirada de la alemana había un fondo de dulce súplica.
—Si no estoy entendiendo mal, eso sólo puede significar una cosa…
—Efectivamente. Tranquilo, no te dejaremos solo —manifestó Foster, entregando el libro al español.
Madrigal abrió el Necronomicon por su primera página, y sintió un extraño vértigo. Leyó con lentitud extrema la advertencia que Abdul Al-Hazred había escrito precipitadamente, justo antes de perecer devorado por bestias infernales en su adorada Damasco:
«Aviso a quien comience a leer que este libro contiene el saber que me transmitieron en el desierto bestias horribles, nacidas del mismo infierno. Será responsabilidad de cada uno someterse a unas consecuencias que desconozco, pero que intuyo pueden ser terribles.»
Sebastián recordó los ojos rojos de Claudia, o a Foster clavándose un puñal en el pecho como si nada. Si seguía leyendo se convertiría en un ser semejante a ellos, y dejaría atrás para siempre la condición de humano para la que había nacido. La alemana seguía con sus fijos en él, casi sin parpadear, como una sirena llamando a un marinero perdido en medio del océano. Madrigal apretó los dientes, y siguió leyendo, casi sintiendo en el rostro el aire frío del abismo por el que se precipitaba sin remedio.
«Que no está muerto lo que yace eternamente,
y con el paso de los eones, aun la muerte puede morir».