XLVI

Henry Newman al fin tenía el ansiado libro en su poder. Después de un año buscándolo, y de otro más desde la muerte de Sharon, el inglés sentía que estaba muy cerca de alcanzar su objetivo: devolverle la vida a su maravillosa esposa. Se había mantenido fiel a la promesa que le hiciera en la cama del hospital de Nueva York, mientras aquella horrenda máquina emitía un pitido agudo y sin final, indicando que la fatalidad había triunfado temporalmente.

El millonario había dado la tarde y la noche libres a todos los empleados que tenía en su mansión, salvo a Brandon y a Nick, que aún así pasarían la noche en una pequeña construcción exterior y que solía utilizar cuando tenía muchos invitados, algo poco frecuente en los últimos tiempos. De esa manera dispondría de total intimidad para poder buscar el rito concreto que permitía invocar a los muertos. Sabía que no debía leer el Necronomicon, a menos que estuviera dispuesto a sufrir las consecuencias, de modo que hurgaba entre sus páginas, leyendo apenas los encabezamientos de cada uno de los hechizos que se detallaban. No tardó demasiado en localizar el que necesitaba.

Después de muchos intentos y de haber implicado a un equipo de diez personas, había conseguido localizar a alguien en el rancho californiano propiedad de Thomas Brown, en el que este se había recluido por voluntad propia, huyendo de todos aquellos que lo acosaban, y que habían conseguido arrebatarle el libro. Pero le habían informado que desde hacía días no había rastro de su socio, que nadie tenía noticias suyas y que tampoco él había dado señales de vida. Aquello era muy extraño, y de alguna manera Newman se sentía en deuda con Brown, y también deseaba compartir su éxito con él. Además, pensando con egoísmo, le habría gustado tenerlo cerca en aquel momento cumbre y ansiado. Deseaba comunicarle a Thomas que ya no había nada que temer, y que el Necronomicon iba a estar al fin en buenas manos.

Henry Newman se pasó varias horas dándole vueltas a la cabeza, con el libro abierto por la página que contenía el ritual para invocar a los muertos. Pensaba que si lo ejecutaba sería algo igual a lanzarse a un abismo, esperando que los ángeles descendieran del cielo para salvarle a uno. Sabía que su mente no admitiría el fracaso, y que la demencia que llevaba tiempo agazapada tras una esquina, esperándole, se abalanzaría sobre él, y desgraciadamente le pillaría sin ganas ni fuerzas para oponer la mínima resistencia.

«Este es un paso sólo de ida. Una vez me haya decidido ya nada ni nadie podrá evitar los efectos derivados de haberlo dado», se dijo, en un último atisbo de cordura.

Hacia las tres de la madrugada, con la noche cerrada sobre la mansión, y un silencio casi sepulcral, inició el ritual, que se limitaba a leer una serie de textos en voz alta, incluyendo algunas palabras de complicadísima pronunciación, mientras sostenía el libro con fuerza. Sabía que sólo el original, unido a aquellas invocaciones misteriosas, tenía el poder para hacer realidad los hechizos.

Después del curioso y breve ceremonial Newman aguardó en vigilia un par de horas más, pese a sentirse completamente agotado. Nada sucedió. Había esperado que un trueno restallara en el cielo, como pasaba en las películas, o que el viento comenzara a agitar con violencia los cristales de su mansión. Pero todo siguió en calma, y finalmente se quedó dormido sobre un amplio y mullido sofá que había en el salón de la planta inferior. Fue un descanso sin sueños, con la mente absolutamente limpia, como si aquel día lo hubiera dejado tan exhausto que hasta su cerebro había necesitado desconectar completamente.

—Señor Newman… —susurró Nick al oído de Henry, mientras lo zarandeaba con delicadeza.

El millonario abrió los ojos confundido, como si regresara de un largo viaje en el espacio y todo hubiera cambiado en el planeta.

—¿Nick?

—Son las diez de la mañana, señor, y Brandon y yo hemos pensado que era mejor despertarle.

Newman se incorporó, y se restregó las sienes con los dedos de ambas manos. Le dolía mucho la cabeza, como si una resaca cruel se cebara con su cerebro.

—Me acosté muy tarde.

Nick miró a su alrededor. El salón estaba en orden, y sólo la presencia del Necronomicon abierto revelaba a qué se había estado dedicando el señor Newman durante la noche.

—Está todo bien, señor.

—Sí, Nick, todo está bien —mintió Henry, derrotado.

Durante todo aquel día Henry Newman no pudo hacer más que dos cosas: pensar en qué diablos había podido fallar y aguardar desesperadamente una llamada de los médicos de la compañía Alcor que estaban al cuidado de su mujer, criogenizada. Lo segundo no se produjo, por lo que la explicación debía de estar en que no había sabido realizar el sortilegio adecuadamente. Quizá había sostenido el libro con la mano equivocada, o había pronunciado erróneamente aquellas difíciles palabras. Lo volvería a intentar.

La mansión recuperó la actividad habitual, aunque dos personas, Brandon y Nick, se pasaron casi toda la jornada manteniendo breves reuniones a solas, maquinando un plan que evitara que Newman terminara de perder el juicio. El millonario finalmente también se había sincerado con su secretario personal, más en busca de apoyo que de un generar un nuevo aliado a los callados resquemores de Nick.

Henry Newman reunió a sus dos hombres de confianza en su despacho a media tarde, y ambos acudieron a la cita temiendo alguna nueva propuesta descabellada.

—Seguimos sin noticias de Alcor, ¿me equivoco? —inquirió con derrotada de antemano esperanza.

—Así es —respondió Nick, algo abatido.

—Hay que localizar a Thomas Brown a cualquier precio. Estoy preocupado por él, no puede haber desaparecido sin más. Además, creo que con su ayuda podré resucitar a Sharon. Anoche algo falló, pero no he sido capaz de descubrir qué. Estoy convencido de que Thomas me mostrará la manera correcta de usar el Necronomicon.

—Pero señor Newman… —se atrevió a replicar Brandon.

—No hay nada más que hablar. Ahora os ruego que me dejéis a solas. Está siendo un día muy duro —atajó con sequedad el millonario.

Henry Newman se recluyó en su dormitorio, donde todo seguía igual que antes de que Sharon fuera ingresada, aguardando su regreso en una fotografía fija que le permitiera reconocer el entorno con naturalidad y sin traumas. El millonario se distrajo oliendo algunos perfumes de su mujer que había sobre una cómoda, o repasando su ropa, elegida con un gusto excelente, enclaustrado en el vestidor. Sólo el cansancio lo guio hasta la cama de matrimonio, donde se dejó caer vestido y apenas tardó unos segundos en conciliar el sueño.

—¿Cómo has podido dormir así? —sintió Henry que una voz familiar le preguntaba suavemente al oído.

El millonario creyó estar soñando, porque aquella voz que apenas había escuchado era, indudablemente, la de Sharon. Se giró lentamente, con los párpados cerrados y muy apretados, sosteniendo en el interior de su cerebro aquellas palabras pronunciadas por la mujer de sus sueños. Sabía que en el momento que abriera los ojos se esfumaría el encantamiento, y con él la voz de su esposa. Pero no fue así.

—¿Sharon? —inquirió Newman, contemplando el hermoso rostro de su mujer, apoyada sobre una mano, recostada junto a él, con el pelo revuelto y una plácida sonrisa dibujada en los labios.

—Claro, tonto, ¿quién si no?

Henry no pudo contener las lágrimas, y sitió cómo los labios le temblaban, como cuando siendo niño se emocionaba por algún recuerdo alegre, en una infancia más plagada de sinsabores que de alborozos.

—Es increíble. ¿Cómo te encuentras?

—Bien, ¿por qué no habría de estarlo?

—Tu cáncer… —dijo en un susurro Newman, pronunciando aquella palabra horrenda que tanto detestaba.

Sharon le dirigió una mirada atónita, como si no comprendiera de qué le hablaba su marido. Luego rompió a reír.

—No me asustes, ¡yo no tengo ningún cáncer! Por cierto, aún no me has explicado qué haces vestido en la cama.

Henry Newman estaba henchido de felicidad, pero también confundido. Sharon parecía no recordar nada, y se encontraba perfectamente. No había rastro de los signos de la enfermedad, ni tampoco ella se quejaba como antaño de los terribles dolores que la habían obligado a medicarse de forma constante. El millonario se precipitó a dar de nuevo el día libre a todos sus empleados, salvo a Brandon y a Nick. Necesitaba tiempo para ordenar sus ideas, y para que Sharon tuviera un regreso pausado, sin sobresaltos y sin que nadie pudiera incomodarla. Ahora que el milagro había acontecido sólo iba a tener ojos para ella.

—Señor Newman, debo reconocerle que es algo increíble. ¿Y dice usted que se ha despertado junto a ella? —inquirió Nick, que tras haber saludado a Sharon, después de haber sido convenientemente aleccionado por el millonario, era incapaz de concebir qué había sucedido, y, sobre todo, cómo era posible.

—Así es, Nick. Es algo extraordinario, lo mejor que me haya pasado en la vida. ¿Han llamado los de Alcor? Tendrían que haberlo hecho ya, se supone que han de avisarnos con urgencia ante cualquier mínima incidencia —manifestó un tanto contrariado Newman, pese al estado de infinita felicidad en el que se encontraba.

—Entonces hazlo tú. Se van a llevar una sorpresa.

El millonario estaba muy agitado. Tenía que hacer un millón de cosas, y deseaba hacerlas con orden, sin precipitación. Le molestaba tener que dedicarse a ellas para hacer más cómoda la vuelta de Sharon, porque lo que realmente le apetecía era estar con ella, pegarse a su piel y no separarse de ella por nada del mundo. Brandon ejecutaba con eficacia militar cada una de las numerosas instrucciones que le daba, sin rechistar, seguramente aturdido por el milagro del que estaba siendo testigo. Todo iba sobre ruedas hasta que Nick apareció, apenas media hora después de haber hablado con él por última vez, y le dirigió una mirada sombría.

—¿Qué sucede?

—Señor Newman, los de Alcor me han dicho que no se han puesto en contacto con nosotros porque nada ha sucedido. Les he dicho que se cerciorasen del estado de su mujer, y pese a algunas reticencias así lo han hecho. Acaban de comunicarme que sigue criogenizada en su cilindro, sin novedad. Puede usted ir personalmente a corroborarlo si así lo desea.

Henry Newman se quedó inmóvil durante algunos instantes. La felicidad, la agitación y todos los hermosos sentimientos que le habían invadido desde que se despertara se habían esfumado de repente. Si lo que Nick acababa de decirle era cierto, ¿quién era la persona, idéntica a Sharon, que en ese instante desayunaba en la cocina de su mansión?