XLV

Thomas Brown había conseguido aprender el suficiente español como para, con la ayuda de un diccionario, leer por completo el Necronomicon, el libro que había adquirido en Francia. Lo había hecho con la devoción de un incauto, que se lanza a disfrutar de sus pasiones sin pararse a pensar en las consecuencias. Se trataba de un entretenimiento inocuo, o al menos eso había creído.

Nada más concluir la lectura del Necronomicon empezó a sentirse extraordinariamente bien, como si la gota que le acechaba se hubiera esfumado, o sus ojos, necesitados de lentes para leer, hubieran recuperado las propiedades perdidas hacía ya mucho tiempo. Incluso se movía con una agilidad asombrosa, careciendo de utilidad un precioso bastón que le venía acompañando desde un par de años atrás.

Alice, su mujer, se percató del cambio en seguida, pues sus mejoras físicas se traslucían en un resuelto estado de ánimo.

—Te encuentro muy mejorado hoy, es como si te acabaran de dar una excelente noticia.

—¿Lo has notado? Llámame tonto, pero me siento estupendo desde que he terminado de leer el libro que compré en París. Al final va a resultar que tiene de verdad propiedades mágicas.

Pero la animosidad de Brown se apagó de súbito aquella noche, mientras se miraba en el espejo antes de acostarse junto a su mujer. En el cristal adivinaba la espantosa imagen de un hombre, que suponía se trataba de él mismo. Aquel ser tenía la piel casi transparente, y refulgía con una tenue luz brillante que envolvía todo su cuerpo. Tras la piel el millonario podía escrutar con rigor de anatomista sus propios músculos, adivinando entre ellos parte de los huesos y del sistema circulatorio. Sus ojos alucinados se detenían en aquellas arterias que con rítmica pulsión se iban tensando y relajando al compás de los latidos de su corazón. Era lo más increíble y terrorífico que había contemplado en su vida.

Thomas se sentó temblando sobre la tapa del inodoro, repasando la cena de aquella noche, y admitiendo la posibilidad de que hubiera ingerido alguna extraña droga que ahora estuviera confundiendo sus sentidos. La posibilidad era muy remota, pues había cenado en casa, y sólo había comido un poco de puré de guisantes y algunas lonchas de jamón frío, acompañados de un vaso de leche. Nada más.

Brown se metió en la cama, y permaneció inmóvil durante cerca de una hora, hasta que al fin se decidió a despertar a Alice, que hacía rato que dormía.

—Mírame, por favor. ¿Observas algo extraño?

Alice contempló a su marido, desconcertada y somnolienta, sin llegar a entender qué le estaba preguntando exactamente.

—Thomas, ¿qué te sucede ahora? Estoy muerta de sueño…

—¿Me ves como siempre?

—Pues claro, tonto. ¿Qué mosca te ha picado? No pensarás que te estás haciendo viejo…

Brown sonrió a su mujer, apagó la luz y se tapó con las sábanas, apretándolas muy fuerte bajo su cuerpo, como hacía cuando sólo era un niño y tenía pesadillas. Pero en aquella ocasión no tuvo ninguna, porque no pudo pegar ojo en toda la noche.

El millonario dedicó los siguientes meses a buscar una solución a su problema, pero no logró encontrarla. Además, se enfrentaba con la enorme dificultad de investigar casi en solitario, acudiendo a bibliotecas o eruditos, pero sin confiarle a nadie, ni siquiera a Alice, la causa de sus desvelos. Resignado, se afanó en estudiar el libro que supuestamente le había cambiado para siempre la vida. Aunque no existía mucha documentación al respecto, si que pudo, mediante frecuentes viajes a Europa, que siempre justificaba tras algún asunto de negocios, hacerse una idea aproximada de la historia completa del Necronomicon, que ya le adelantara el francés al que se lo había comprado, y de todas sus propiedades mágicas, que iban desde los hechizos más benévolos hasta los rituales más perversos.

Brown no se atrevía a utilizar cualquiera de aquellos sortilegios, pues ya había tenido suficiente con la maldición que había caído sobre él. Sólo cuando Alice falleció, cuatro años después de haber leído el Necronomicon, estuvo tentado de invocarla y devolverle la vida, tal y como se especificaba con detalle en un capítulo, aunque su propia condición le hizo desistir del intento, pues temía que su mujer pudiera regresar como un trasunto mitad ser humano mitad engendro.

El millonario sentía que lentamente una demencia silenciosa se iba filtrando en su mente, y que las pesadillas que lo asaltaban se hacían cada vez más frecuentes, llegando en ocasiones a traspasar la barrera de los sueños para penetrar de manera fugaz en el mundo real. Además, se había obsesionado con rehuir su propio reflejo, y había retirado todos los espejos de la casa, y todas las ventanas tenían siempre al menos un visillo que las cubría. Sentía que estaba empezando a hacerle la vida imposible a su joven y prometedor hijo, al que había puesto Thomas como él. Este en más de una ocasión le había dicho que por las noches emitía extraños ronquidos, similares a los de un animal de grandes proporciones, y que de vez en cuando hablaba en una lengua muy extraña y desconocida. Tras aquello intentó destruir el libro de distintas maneras, esperando que con la desaparición del volumen quizá la maldición se esfumase, pero fue inútil. El Necronomicon era increíblemente resistente. Lo había lanzado a las llamas, lo había sumergido horas y horas en agua, y había tratado de arrancar sus páginas, pero nada había dado resultado. El original estaba tal y como lo había recibido, inmaculado.

En esta tesitura, y tras haber buscado durante años alguna clase de antídoto que nunca había llegado, Brown se rindió a la evidencia y se dispuso a utilizar por vez primera el libro. Pero antes redactó una breve carta a su hijo, en la que trataba de advertirle de los peligros que encerraba el Necronomicon, y se excusaba por la decisión que iba a tomar. Luego buscó el rito que esperaba pusiera fin a su sufrimiento, y lo ejecutó con la pericia de un chamán experto. Aguardó atenazado por un singular deseo y por el miedo, y a los pocos minutos pudo cerciorarse, terroríficamente, de la efectividad del conjuro que iba a hacerle desaparecer para siempre de la faz de la tierra.