XLIV

Sebastián Madrigal había conseguido viajar solo hasta Londres. En París se habían quedado David Foster y Claudia Reiss, esperándole. Por un lado estaba contento de haber podido convencer al norteamericano de la necesidad de hacer ese desplazamiento sin compañía, aunque por otro le fastidiaba haberlo dejado con la alemana hasta su regreso.

Mientras caminaba por el aeropuerto realizó una llamada, tratando de contar con un as en la manga si llegado el momento las cosas se ponían feas.

—¡Por fin da señales de vida el señorito! ¡Que se pudra el bueno de Carlos, que para eso tiene su bunker! —exclamó Alcalá, al otro lado de la línea.

—Venga hombre, que tú tampoco me has llamado en estos días.

—No quería interrumpir el posible idilio.

—Eres la leche, amigo. Ahora en serio, no dispongo de mucho tiempo. ¿Has podido averiguar algo de Henry Newman?

—Casi tan poco como de Brown. Un hombre hecho a sí mismo, que ha forjado un imperio viniendo de la nada, pero como el americano muy celoso de su intimidad. Se casó con una presentadora de televisión muy guapa, y eso le hizo aparecer algún tiempo en las revistas del corazón, y poco más. De su esposa sí que tengo un arsenal de información, aunque tras la boda también pasó a llevar una vida más discreta y recogida.

—Ella no me interesa —replicó un tanto fastidiado Sebastián.

—Por cierto, falleció de cáncer hará unos dos años.

—Interesante. Ahora por favor escúchame con atención. Te he mandado un mail con un archivo comprimido, por seguridad necesita una clave para abrirlo. No me sé quién hurga en tu correo.

—Ya lo he recibido, estaba tratando de reventarlo.

Madrigal recordó que Carlos se ganaba la vida con los ordenadores, y que pese a las precauciones que había tomado seguramente descifrar la contraseña pudiera ser un juego de niños para él.

—Está bien, te ruego que no lo hagas. Ese archivo contiene información que sólo quiero que leas si me sucediera algo.

—Pero en qué narices andas metido ahora. Esto parece el argumento de una película mala de espías.

—Ya te lo explicaré, a su debido tiempo. Pero recuerda, si mañana a lo largo del día no te llamo abre el archivo y difunde por la Red su contenido, ¿de acuerdo?

—Así lo haré, no te preocupes, aunque me estás dejando bastante mosqueado.

—Espero que no sean más que imaginaciones mías, y ya está.

—OK. ¿Me das la contraseña?

—Pero no me acabas de decir que eras capaz de obtenerla por tus medios —dijo Sebastián, jocoso.

—No tengo ganas de perder el tiempo.

—Eres un genio.

—Ya lo sé, pero aún así quiero la clave para no andar con zarandajas. Pensabas dármela de todas formas…

—Ya te la he dado. Eres un genio, con los espacios incluidos y todo en minúscula.

Madrigal colgó, sin dar tiempo a que Alcalá pudiera replicar. Nick le sonreía a unos pocos metros de distancia, cerca de una de las puertas de salida del aeropuerto de Heathrow.

—Bienvenido a Inglaterra, señor Madrigal.

—Gracias por venir a recogerme.

—No tiene que dármelas. Además, deseaba felicitarle personalmente. Sinceramente, me ha sorprendido usted, no esperaba que fuera capaz de localizar el libro.

—Pues aquí está —dijo el español, alzando triunfante un maletín de cuero.

—Perfecto. No perdamos más tiempo, el señor Newman está deseando recibirle.

Fue un largo paseo hasta la mansión de Henry Newman, pues Nick conducía despacio y con extremada precaución. Madrigal no sabía si lo hacía por él, por el Necronomicon o por no hacerle el mínimo rasguño al fabuloso Jaguar XK 150, que pese al medio siglo con que contaba presentaba un formidable estado de conservación.

—¿Le gustan los coches clásicos? —inquirió con animosidad Sebastián.

—A mí no. Y aunque así fuera no podría permitírmelo. Es una de las pasiones del señor Newman.

Al fin llegaron a la residencia, una hermosa construcción de finales del siglo XIX rodeada de jardines y con enormes explanadas de tullido césped bien cuidado. Madrigal contó al menos a diez personas trabajando en mantener y acicalar aquel paraíso de ensueño. Henry Newman le aguarda en la puerta, con un ademán cargado de afabilidad y con los brazos en jarras, satisfecho.

—Lo sabía, sabía que lo conseguirías —dijo Newman, tuteando amistosamente al español y estrechándolo entre sus brazos.

—Pues no creas que yo las tenías todas conmigo —bromeó Sebastián.

—Ya te dije que mi intuición me falla en muy pocas ocasiones.

Madrigal siguió al inglés al interior de su mansión. El millonario parecía henchido de felicidad, y lo condujo como a un huésped de excepción a su despacho personal, ubicado en la última planta. El español estaba contento, aunque todavía sentía un pequeño resquemor, pues no tenía muy claro para qué narices quería el libro Newman.

—Me imagino que lo llevas ahí —dijo Henry, señalando el maletín que portaba Sebastián mientras cerraba la puerta de su despacho.

—Exacto. Aunque antes de entregártelo debes de contarme primero para qué lo quieres, recuerda…

Newman dirigió una mirada de sorpresa al español. Sabía que le había prometido explicarle los motivos por los que deseaba el libro, pero no le gustaba que aquello se convirtiera casi en una condición para que se lo diera.

—Es cierto, aunque no ha sonado muy bien tu solicitud.

Sebastián sabía lo que se hacía, y estaba dispuesto a contrariar al millonario con tal de no decepcionar ni a Claudia ni a Foster, cuyas vidas y seguridad dependían del original. Tampoco debía defraudar a Cyrill, con el que había hecho un pacto entre caballeros.

—Hay demasiadas cosas en juego. La búsqueda de este libro me ha cambiado la vida, y no hablo únicamente del aspecto económico.

—¿Cómo lo encontraste?

—Para serte sincero, me lo entregaron. Parece increíble, como todo en esta historia, pero un grupo de curas exorcistas, pertenecientes a una hermandad secreta, han confiado en mí para que conserve el libro en mi poder y nadie lo utilice con malos fines.

Newman parecía encajar aquella explicación con serenidad. Sus ojos azules no apartaban la mirada del maletín que Madrigal sujetaba con fuerza.

—Lo quiero por mi mujer.

—¿Tu mujer? Tengo entendido que falleció hace un par de años.

—Así es. Como me imagino que te explicó Nick fue un viejo socio, Thomas Brown, quien me puso tras la pista del libro.

—Algo de eso me contó.

Henry Newman se detuvo un momento para coger aliento. Había llegado el momento de contarle la verdad al español, que a fin de cuentas se lo había merecido con creces.

—Necesito el Necronomicon porque se supone que contiene un ritual que puede devolver la vida a los muertos. Llámame loco o demente, aunque yo preferiría marido desesperado. No pierdo nada por intentarlo, salvo el poco buen juicio que me reste…

Madrigal pensó al instante en Claudia Reiss, y no pudo evitar lanzar una suave carcajada llena de ambigüedad.

—Te ruego que no te mofes de mí —manifestó cabizbajo Newman.

—Discúlpame, no era mi intención. Al contrario, creo que seguramente una vez más tu intuición hace gala de una extraordinaria capacidad para conducirte por la dirección correcta.

—Puedes explicarte…

—No puedo —dijo el español, entregando el maletín al inglés.

Henry Newman abrió el maletín y sacó de su interior el Necronomicon con extremo cuidado. Luego se dedicó a pasar sus páginas, con la esperanza de un hombre que lo ha perdido todo y con la ingenuidad y la curiosidad de un niño al que le entregan un juguete nuevo.

—Espero que funcione.

—Funcionará —sentenció Sebastián, tratando de infundir confianza al atormentado millonario.

El inglés dejó el libro con delicadeza sobre su mesa de trabajo, y luego le dio un cheque ya firmado a Madrigal.

—Lo convenido.

—Todavía no sabe si es el original.

—Estoy seguro de que lo es.

Sebastián aceptó el cheque y se lo guardó en un bolsillo interior de su chaqueta sin tan siquiera mirarlo. Ahora el dinero había pasado curiosamente a un segundo plano. Luego se acercó con determinación a Newman, pues todavía tenía que explicarle algo que seguramente no iba a gustarle.

—Cuando hayas resucitado a tu mujer tendrás que devolverme el libro.

—¿Cómo dices? Acabo de pagarte. El libro es mío.

—Entonces tendré que devolverte el cheque y todo tu dinero, pero me marcharé de aquí con el Necronomicon.

—Ahora sí que no te entiendo, ¿qué quieres? —preguntó el inglés, contrariado.

—Ya te he dicho que me comprometí a guardar el libro, y es lo que me propongo. Es importante que así sea.

El millonario resopló con desgana, sin saber bien qué hacer o qué decir. El español parecía resuelto a cumplir con lo que decía. Pensó en Brown, con el que no había podido contactar por ningún medio en los últimos días a pesar de sus numerosos esfuerzos.

—Hay gente que corre peligro si este ejemplar va circulando por ahí.

—Lo sé, y por eso debe de estar en mi poder —manifestó Madrigal con sequedad.

Henry Newman tendió la mano a Sebastián y se la estrechó. El rostro del inglés volvía a reflejar aquella humanidad que había seducido al español en su primer encuentro, en el hotel Ritz.

—Está bien. Nick te lo entregará dónde me indiques. Tengo que confiar por fuerza en ti…

—Mi domicilio en Madrid, ya sabes dónde.

—Necesitaré algún tiempo, en realidad no tengo la menor idea de cuánto. No estoy acostumbrado a utilizar libros mágicos o hechizos —dijo con buen humor el inglés.

Madrigal caviló unos segundos. Tenía razón Newman, y a fin de cuentas había pagado una buena cantidad de dinero por el libro, por lo que algún derecho le asistiría. Además, el español pensaba que sin la intervención del inglés quizá el Necronomicon todavía andaría en manos de la Hermandad para el Triunfo de la Luz.

—Supongo que es lo mínimo. Sabré esperar.

—¿Te quedas a cenar? Me gustaría que me relataras tu aventura con todo lujo de detalles.

—Lo siento, tengo que volver a París cuanto antes. Más adelante, cuando tu mujer esté de regreso —dijo Sebastián, guiñando un ojo.

—Eso espero —replicó Newman, que no llegaba a concebir que algún día aquello fuera posible.

Madrigal tomó un vuelo a medianoche con destino a la capital francesa. La ventanilla del avión que recortaba la oscuridad del cielo le devolvía su propia imagen, la de un hombre cansado pero satisfecho. Era increíble que Cyrill le hubiera entregado el Necronomicon, y también todo lo que le había contado acerca de lo sucedido en el seno de la hermandad. Ahora le tocaba reunirse con Foster y con Claudia, y explicarles que tendrían que aguardar un tiempo hasta que él pudiera tener el libro de manera definitiva. Confiaba en Henry Newman. Sacó el cheque y comprobó que la suma era la acordada, y le lanzó una sonrisa a la noche cerrada. La ventanilla le devolvió la terrorífica imagen de la cabeza de un chacal humanizado, de un ser que sólo podía haber sido engendrado en las mismísimas entrañas del infierno.