Cyrill acababa de aterrizar en el aeropuerto de Madrid-Barajas. Durante el trayecto había reflexionado acerca de lo que debía de hacer, y ahora estaba completamente decidido. Sabía que su vida daría un nuevo giro, y que seguramente su alma ya condenada no tendría peor destino, pero al menos sí calmaría su conciencia.
Salió a la calle y pronto localizó el vehículo en el que Fabián y Enzo le aguardaban, bajo una lluvia suave y pertinaz, que inundó de una extraña tristeza las entrañas del francés.
—¿Has tenido un buen vuelo? —le inquirió Fabián, nada más entrar en el coche.
—Todo lo bueno que puede ser, cuando la cabeza no para de darte vueltas.
—¿Alguna duda?
—Ninguna. Eso no significa que sea sencillo. Me imagino que a ti también te habrá costado tomar esta decisión.
—Si te soy sincero, Cyrill, ya no tengo claro qué decisiones me cuesta tomar. Todo se ha complicado mucho últimamente.
Fabián arrancó y se dirigió a un hotel a las afueras de la capital de España, donde pasarían la noche, ultimando los detalles para que al día siguiente todo saliera según lo planeado. Enzo no abría la boca, sintiendo que le habían reservado un papel protagonista en aquella aventura, pero sin apenas diálogos. Estaba acostumbrado, y deseaba que todo terminara, con la esperanza de que tras aquello comenzara a ser considerado como una persona normal y devota de Dios, y no como una bestia poseída por el Diablo.
—¿Le has contado todo a Edouard y a Denis? —inquirió Fabián, que denotaba un aplomo desconcertante.
—No me ha quedado más remedio. Llevo muchos años compartiéndolo todo con ellos —respondió Cyrill.
—¿Qué opinan?
—Lo dejan en nuestras manos. Ellos también llevaban algunos meses dándole vueltas a la cabeza. Más Denis que Edouard.
—Mejor así.
Cyrill tardó en conciliar el sueño aquella noche, y cuando lo consiguió fue para sumergirse en terribles pesadillas que parecían presagiar un futuro oscuro y nefasto. Pero cuando ya despuntaba el día, una especie de luz brillante precedió a su despertar. Confundido, el francés se levantó sin saber si aquella luminiscencia había procedido del sol que se colaba entre los visillos de la ventana o no era más que un augurio positivo, que ponía punto y final a una época de tinieblas.
Se duchó muy despacio, dejando que el agua corriera mansamente por su piel, mientras rezaba sin descanso, en una letanía interminable que aplacaba su ansiedad, preparándose para intentar expiar sus pecados como un arcángel enviado a luchar a los infiernos.
—¿Listo? —le preguntó Fabián nada más verlo aparecer en el hall del hotel.
—Sí. Vamos.
Cuando llegaron a la casa de Lorenzo este los recibió con un aire sombrío. Se le notaba incómodo, y suspicaz con aquella pequeña congregación que había ido a visitarle sin él pedirlo. Todo aquello era cuanto menos insólito. Además, Enzo no le quitaba los ojos de encima, a pesar de no hacer comentario alguno. Sabía perfectamente qué era lo que tanto perturbaba al italiano, porque también él por primera vez veía a Enzo con aquella extraña aureola rodeando su cuerpo, y con la piel transparente, dejando que músculos y huesos se adivinaran de una forma tan sugestiva como espantosa.
—Podéis sentaros, sabéis que este es también vuestro hogar. Y ahora, decidme qué os ha traído hasta aquí…
Se hizo un incómodo silencio. Fabián y Cyrill se miraron unos segundos, tras los cuales ambos comenzaron a hablar al mismo tiempo.
—A ver si sois capaces de aclararos entre vosotros —manifestó con sequedad Lorenzo, que advertía el nerviosismo de los dos exorcistas.
—Necesitamos el Necronomicon —se adelantó con determinación Fabián.
El mexicano frunció el ceño, y se recostó ligeramente en el sofá en el que se hallaba sentado. Luego dirigió una larga mirada al techo, como si la blanca pared fuera a aconsejarle.
—¿Y eso?
—Cyrill ha localizado a una de esas bestias, y vamos a eliminarla.
—¿En París?
—Sí, en París. Por eso hemos venido con él, para hacer este trabajo entre los tres.
—Cuéntame Cyrill, será mejor que me lo expliques tú —dijo Lorenzo, dirigiéndose al francés.
—Fue Edouard el que nos llevó tras la pista de un tal Sebastián Madrigal —apuntó el francés.
—¿No fue esa la persona a la que le entregó el libro que falsificamos, el señuelo?
—Exactamente. Habíamos ocultado en las tapas un localizador vía GPS, y gracias a eso pudimos dar con su hotel y con la señorita Claudia Reiss. Ella es el demonio que debemos eliminar.
Lorenzo volvió a reflexionar calladamente. Había algo que no cuadraba en aquella historia, algo que se le escapaba. Su intuición le advertía de un peligro oculto, agazapado como un predador al acecho. Pero sabía que tenía que confiar en los miembros de su hermandad.
—Está bien. Pero llevad mucho cuidado, hay algo que no me termina de convencer. Quizá os estén tendiendo una trampa.
—Tendremos la misma precaución que en Tokio —dijo Fabián, con aplomo.
—Entonces no hay nada de lo que preocuparse, porque allí todo salió perfectamente.
—Ya lo sabes.
El mexicano se incorporó, e hizo un gesto invitando a seguirle a los dos exorcistas hacia el interior del apartamento.
—Enzo, discúlpanos un segundo —dijo Lorenzo, evidenciando que no deseaba su compañía, y que quería tener un momento de intimidad con los otros dos hombres.
El joven italiano asintió con la cabeza, resignado, y asumiendo que el mexicano no tenía remedio, y que jamás lo había considerado ni un miembro de la Hermandad, ni tan siquiera alguien digno de su confianza, ni siquiera ahora que compartían condición, tras haber leído el libro maldito.
—Aquí tenéis el original. No hace falta que os recuerde lo importante que es conservarlo —manifestó Lorenzo, mientras les entregaba el libro, mirando principalmente a Cyrill, que captó el mensaje.
—No es lo mismo tener el Necronomicon verdadero que una copia… —susurró el francés.
—Sabremos conservarla, descuida —medió Fabián.
—Una cosa más —dijo Lorenzo, endureciendo el tono de su voz—. Quiero que os deshagáis también del español. No me fío.
—Pero él no es un ser poseído… —argumentó Fabián, siguiéndole el juego al mexicano, tratando de no levantar sus sospechas antes de que la función llegara a su fin.
—Me da igual, está demasiado implicado y conoce a Edouard. No debemos correr riesgos innecesarios, y mucho menos cuando como os he dicho antes hay algo que me rechina.
—Lorenzo —dijo Cyrill, casi suplicante.
—Dime.
—Me gustaría pedirte un favor. Quisiera llevar conmigo la medalla de San Benito, que tanto me protegió en Nueva York, cuando Brown acabó con la vida del hermano Stan.
Lorenzo pareció cavilar unos segundos, como intentando desentrañar qué se escondía tras las pupilas dilatadas del francés. Pero ahora el mexicano se sentía protegido por su nueva condición de inmortal, y quizá la medalla no era tan importante y podía permitirse el lujo de separarse de ella por unos días.
—Está bien, pero no te separes de ella bajo ningún pretexto. Y en cuanto acabéis el trabajo regresáis con el libro y con la medalla. Ambas cosas son fundamentales para seguir avanzando en nuestra labor.
—Muchas gracias, me sentiré mucho más seguro con ella.
—No olvidéis que llegado el momento crucial debe de ser Enzo el que realice el ritual. Si alguien debe de exponerse de más tiene que ser él, y no vosotros —dijo Lorenzo, mirando en esta ocasión al bueno de Fabián, que agachaba la cabeza distraídamente.
—Así se hará —replicó Cyrill.
—Por cierto, ya no tendrás que volver a inquietarte pensando en Brown.
—¿Ha desaparecido? —inquirió Cyrill, casi con más pesadumbre que satisfacción.
El mexicano asintió, y después se quitó la medalla que le regalara su abuela siendo él un niño, y se la puso al francés al cuello. Luego le golpeó un par de veces en el hombro, como tratando de infundirle el ánimo que percibía que el otro necesitaba.
—Nadie dice que todo esto sea sencillo ni un plato de gusto, pero sabéis bien que es necesario, y que sin nosotros el mundo estaría perdido, entregado a la voluntad del Maligno. Cuando todo haya terminado os sentiréis orgullosos de haber servido a Dios.
Los exorcistas escucharon a Lorenzo con atención, pero ya sus palabras no causaban el mismo efecto que antaño en ninguno de los dos, que ahora sólo veían a un hombre echado a perder, corrompido y peligroso, y muy alejado de los preceptos establecidos por el dios con el que tanto se le llenaba la boca. Ahora a ambos les parecía escuchar las palabras de un ser que sólo rezumaba maldad y una extraña devoción por el exterminio sin reparos.
—Esperemos que ese día llegue más pronto que tarde —manifestó Fabián, con medida ambigüedad.
Los exorcistas dejaron entonces a Lorenzo a solas, entretenido con un cuaderno en el que iba registrando cada uno de los movimientos de la Hermandad. Cuando el mexicano levantó la vista se encontró con Enzo, que mantenía una mano alzada, mientras con la otra sujetaba el Necronomicon abierto por una página en concreto.
—¿Qué diablos haces tú aquí? —preguntó el mexicano, desafiante. Hasta que de repente comprendió, hasta que su cerebro reaccionó y entendió que sus temores eran acertados, salvo que no se referían a los exorcistas, sino a él mismo. Poco más pudo discurrir antes de comenzar a sentir cómo un fuego abrasador le incendiaba las entrañas.