Sebastián Madrigal, tras más de tres horas de ardua discusión enclaustrado en la habitación de su hotel en París, había logrado convencer a David Foster, el hombre que le abordaba tanto en sus pesadillas como en el mundo real, de que no tenía el Necronomicon, o al menos el original que él buscaba, y tan sólo poseía una burda falsificación. Aún sentía en su garganta el frío tacto de la daga con la que aquel individuo le había estado amenazando.
—Puede consultarla cuanto desee —dijo en tono conciliador Sebastián, tratando de recomponer una situación que por momentos se había vuelto extremadamente tensa.
David Foster hojeaba el libro que acababa de entregarle el español, confundido y decepcionado. Por alguna razón tenía la sensación de que el Manuscrito Voynich le había llevado hacia la persona indicada, aunque al mismo tiempo parecía que realmente el original no estaba en su poder. ¿Era posible que un sortilegio se dejara engañar por una falsificación? Lentamente iba recuperando el aliento, pues durante algunos momentos de la acalorada disputa que habían mantenido una ira inaudita había crecido en su interior y ahora tocaba apaciguarla. El recuerdo de Eiko y su sed de venganza no lo abandonaban en ningún instante, pero presentía que aquel hombre con aire despistado no era el culpable de la desaparición de su amiga.
—¿Quién se lo entregó? —inquirió el americano con sequedad, alzando levemente el libro fraudulento.
—Es una historia tan inverosímil que seguramente no me va a creer —respondió Sebastián, agitando sus manos con displicencia.
David Foster se incorporó, dejando el volumen sobre la cama, agarró con fuerza la daga con la que había amenazado al español por su empuñadura, y con un movimiento rápido y violento se la clavó en el pecho. Madrigal contempló el espectáculo pavorido y sin comprender absolutamente nada. Luego el americano extrajo lentamente el puñal, y lanzó una amable sonrisa a su interlocutor.
—Le ruego que no me hable de cosas inverosímiles, ¿me comprende?
—Si, si… Claro que le comprendo —replicó Sebastián, petrificado y tartamudeando—. Pero ¿cómo es posible?
—Sencillamente lo es. Ya ve que anda metido en un asunto nada convencional.
—Es, es increíble —dijo Madrigal, observando la tela rasgada de la camisa del americano, por la que no manaba ni una gota de sangre. Recordó la pesadilla que había tenido, en la que aquel individuo se transformaba en una bestia y crecía hasta alcanzar unas proporciones descomunales. Se estremeció sólo de imaginar que aquello pudiera ocurrir de verdad.
—¿Quién le entregó la falsificación? —preguntó nuevamente Foster, impacientándose, al tiempo que señalaba el libro que había dejado sobre la cama.
—Un tal Edouard. Pertenece a una hermandad secreta de eclesiásticos que intenta destruir el Necronomicon —respondió Sebastián, preguntándose cómo demonios estaba metido en aquel lío, y diciéndose que tenía que estar tranquilo, pues en cualquier instante despertaría y regresaría al mundo del raciocinio.
David Foster sintió que los pensamientos se agolpaban desordenados en su cerebro. Aquello cuadraba de alguna manera. Y lo hacía además desde múltiples ángulos. Intentó reflexionar con cierta pausa. Si lo que el español le estaba contando era cierto, la hermandad de la que le hablaba podía ser la misma que había arrebatado el libro a Brown, y también la misma que le había confundido, haciéndole creer que el original se hallaba en Francia, mientras se deshacían de Eiko en Japón. Pero eso sólo podía significar una cosa: que el Necronomicon estaba en poder de aquella hermandad de curas.
—¿Qué más sabe acerca de esa hermandad?
—Se denomina Hermandad para el Triunfo de la Luz. Originariamente era un grupo de exorcistas, auspiciados por el Vaticano. Luego la Santa Sede los disolvió, aunque parece ser que algunos se resistieron a desaparecer y ahora andan intentando destruir el Necronomicon.
—El libro, y a todo aquel que tenga una mínima relación con él… —reflexionó en voz alta Foster, mientras se acariciaba la barbilla.
Madrigal recordó la actitud amenazante de Cyrill, y el sortilegio que le había lanzado Edouard. Tanto el uno como el otro le habían confundido con otra persona, y quizá fuera la que ahora mismo tenía enfrente.
—¿Quién es usted? —inquirió Sebastián, desafiante y recuperando parte de la compostura perdida.
—Ya se lo he dicho, mi nombre es David Foster.
—Eso ya lo sé. Pero aparece frente a mi puerta, me amenaza con un puñal, me interroga… ¿No cree que merezco una explicación?
El americano comenzaba a valorar que quizá el español tenía razón, cuando unos golpes en la puerta lo pusieron nuevamente en guardia.
—¿Esperaba a alguien?
—No. Seguramente serán del servicio de habitaciones. Le recuerdo que arrancó el cable del teléfono de su roseta mientras me sujetaba del cuello —dijo Madrigal, con tono de reproche.
—Abra usted mismo —replicó con indiferencia Foster, que intentaba enlazar con cierta cordura las ideas que se apelotonaban en su cabeza.
Cuando Sebastián abrió la puerta Claudia Reiss entró en la habitación como un vendaval, nerviosa y hablando precipitadamente. Agitaba los brazos y caminaba en círculos, como dirigiéndose a un jurado popular inexistente.
—¡Eres un desastre! Ni contestas al móvil, ni al teléfono de la habitación… ¿Todos los españoles sois iguales? Vale que me marché corriendo como una idiota, pero estamos juntos en esto, y mucho más ahora… —la alemana interrumpió su discurso de golpe, al descubrir a David Foster, que la observaba con ojos alucinados desde la cama.
El americano descubría que a cada momento su desconcierto iba en aumento. Aquella joven que acababa de entrar, hablando un correcto español con acento alemán, era un ser singular. No como Brown o Eiko, o como él mismo, pero desde luego se trataba de alguien especial, que sin duda había estado en contacto con el Necronomicon, o quizá con cualquier otro libro mágico. Su piel no era transparente, pero un halo brillante, rojizo en esta ocasión, recubría su cuerpo, y sus ojos también resplandecían con un tono igualmente rojizo. La estampa final que Foster contemplaba era estremecedora.
—Disculpa, Claudia, ese hombre de ahí es David Foster, y hasta hace un rato me tenía retenido a punta de cuchillo en la habitación, y por eso no he contactado contigo ni con nadie —dijo Sebastián, mucho más seguro ahora que se sentía acompañado.
—Usted puede verme, ¿no es cierto? —preguntó Foster, haciendo caso omiso del español, mientras se acercaba a Claudia.
La alemana no comprendía nada. No entendía lo que el español acababa de contarle, y tampoco la mirada atónita que le dirigía el desconocido, como si ella fuera un bicho raro. Otra vez sintió una punzada de alerta en el estómago, y el recuerdo de su madre regresó con fuerza.
—Claro que puedo verle, ¿qué quiere decir?
—Ha leído usted el Necronomicon, ¿verdad? ¿Acaso no sabe que es inmortal, como yo?
—Oiga, qué está diciendo…
—¿Acaso no puede ver mi piel transparente? ¿No contempla la aureola brillante que rodea mi cuerpo? —inquirió casi con desesperación el americano.
—¡Está usted loco! —exclamó la alemana, que corrió a refugiarse junto a Madrigal, completamente desquiciada, y temiendo que quizá aquel hombre podría dominarla a voluntad o eliminarla con un sencillo chasquido de sus dedos.
—¡Foster, explíquese! No comprende que la está asustando con su actitud —espetó el español, envalentonándose, y tratando él mismo de discernir qué diablos estaba sucediendo.
El americano retrocedió, y se dejó caer pesadamente sobre la cama. Por un lado presentía que había sido todo un acierto pasar a la acción, viajar a Europa y asumir en primera persona la búsqueda del libro; pero por otro su turbación seguía creciendo, como si el ya complicado rompecabezas pudiera seguir dividiéndose en piezas aún más pequeñas.
—Usted no puede engañarme —dijo, mirando fijamente a Claudia. Luego clavó los ojos en el español—. Sebastián, usted es una personal normal, pero no ella, ni yo mismo. Ya vio el numerito que le monté antes. No sé si ella es inmortal, pero de lo que estoy seguro es de que le oculta algo, y de que a su condición le queda ya poco de ser humano convencional.
Madrigal cogió a Claudia de los hombros y la encaró, sospechando que pese a lo disparatado del discurso de Foster seguramente algo de cierto había en él. Recordó a la alemana, durmiendo a su lado, con aquellos párpados incendiados. La joven rehuyó sus ojos, y pareció buscar aliento para hablar.
—Poco a poco todos nos vamos quitando la máscara, o quizá sea más preciso decir que nos invitan a quitárnosla. No se quién es usted, pero tiene razón al decir que hay algo especial en mí. Pero antes de seguir hablando necesito que me diga quién es, y si tiene en su poder el Necronomicon.
—Me alegro de que todos hablemos con sinceridad —apuntó con cierta satisfacción Foster—, y acepto explicarme antes de que usted lo haga. Hasta hace poco yo era un hombre sencillo, normal como cualquier otro, con un trabajo que me apasiona y al que he dedicado mi vida: los libros. En la actualidad dirijo el departamento de restauración de la Biblioteca Beinecke de Libros Raros y Antiguos, en la Universidad de Yale. Un día llegó por casualidad el Necronomicon, el original, el veraz —añadió, observando con cierto desdén el ejemplar falso que yacía junto a él—, a mis manos, y lo leí por completo. Desde ese día dejé de ser normal, para convertirme en un ser inmortal, al que sólo un ritual realizado por alguien que posea el libro puede matar. Así de sencillo. Por eso necesito recuperar el Necronomicon. No quiero que me maten —concluyó, en un tono de cierto irónico dramatismo.
Madrigal pensó de inmediato en Henry Newman, y caviló si no estaría el inglés en idéntica situación que Foster, y por eso no vacilaba en invertir importantes cantidades de dinero con tal de localizarlo.
—Pues a mí me sucede algo parecido, aunque con matices —dijo Claudia, resuelta a desvelar su secreto, con tal de añadir un nuevo aliado a su causa, que al fin y al cabo era común.
—De momento yo puedo reconocer su condición, mientras que al parecer a usted no le sucede lo mismo conmigo.
—No sé cómo lo ha hecho. En principio yo albergaba la esperanza de que sólo cuando me hallase cerca del Necronomicon mi identidad quedase de alguna forma al descubierto, pero parece ser que no es así.
—Señorita, le aseguro que yo estoy tan confundido como lo pueda estar usted. Si compartimos la información quizá ambos estemos más cerca de la verdad.
—Señor Foster… La verdad… Desde hace algún tiempo me cuesta discernir lo real de lo imaginario –Claudia hizo una pausa, y miró a Sebastián antes de seguir, como implorándole comprensión—. Yo fallecí en un accidente de moto. Me enterraron, y pasé así algunos meses. Hasta que un día mi padre consiguió el Necronomicon, hizo una invocación para resucitarme, y aparecí tan tranquila durmiendo en mi habitación, como si tal cosa.
—Interesante —manifestó lacónico Foster, asimilando lo que la alemana acababa de contar.
Sebastián no podía dar crédito a lo que había escuchado. Si el puzzle iba a resolverse de esa manera, casi prefería tirarlo por la ventana y olvidarse de él. Estaba encerrado en una habitación de hotel a mil kilómetros de su casa con un ser que se clavaba cuchillos y no le pasaba nada y con una… ¿zombi? Le dolía casi el alma sólo de calificar de aquella manera tan repugnante a Claudia.
—Pero, cómo no… —dijo el español, casi en un susurro inaudible.
—¿Qué? Ya me lo dijiste tú mismo, cada uno busca sus propias coartadas para engañar al otro. ¿Qué querías? No te iba a decir, nada más conocerte: hola, me llamo Claudia Reiss y he vuelto de entre los muertos —replicó casi sollozando la alemana.
David Foster dio un respingo al escuchar el apellido de la joven: Reiss. No podía ser cierto… aunque en realidad era lo más lógico, lo más cabal en una historia plagada de hechos inverosímiles.
—¿No será usted hija de Bernard Reiss? —inquirió el americano, con gran excitación.
Claudia observó largamente a Foster. ¿Quién demonios era aquel tipo con aspecto de viejo y amable profesor? ¿Cómo podía saber tantas cosas sobre ella? ¿Estaba haciendo lo correcto al confiar en él, o estaba cavando su tumba definitiva como una idiota?
—Sí, ¿cómo lo sabe?
—Todo cuadra… —se dijo el americano—. Porque su padre le vendió el libro a un millonario norteamericano, Thomas Brown, la misma persona que me lo entregó a mí para certificar su autenticidad —concluyó Foster, casi en una exclamación.
Sebastián y la joven no pudieron evitar mirarse absortos, comprendiendo cada uno lo que pensaba el otro sin necesidad de decirse ni una sola palabra. Pero el español volvía a sentir que era la hormiguita alelada de una historia en la que siempre terminaba habiendo nexos de unión entre el resto de personajes.
—Tiene usted razón, señor Foster, todo comienza a cuadrar —apuntó enigmático Madrigal, dando a entender que él también manejaba información relevante.
—Y ahora, ¿para qué necesita el libro, señorita Reiss? —inquirió el americano.
—Para sentirme segura, igual que usted. Y también porque quiero devolver la vida a mi padre, que falleció hace algún tiempo.
David Foster intuyó que frente a él tenía a dos nuevos miembros de excepción para su Sociedad, y que seguramente iban a ser mucho más activos y proclives a la lucha de lo que por desgracia había sido Eiko o de lo que en la actualidad lo estaba siendo Brown.
—Ha llegado el momento de que les cuente toda la verdad. Quizá si unimos nuestras fuerzas seamos capaces de encontrar el Necronomicon, aunque ya les adelanto, por si no lo saben, que se trata de una tarea muy complicada y llena de riesgos.
En ese instante comenzó a sonar por tercera vez en la tarde el móvil de Sebastián, que se hallaba en un aparador, un par de metros por delante de la cama.
—¿Me deja atender la llamada ahora? —preguntó con cinismo el español, dirigiéndose a Foster.
—Olvidemos nuestras rencillas, se lo ruego.
Madrigal miró la pantalla del terminal y no reconoció el número. Aún así descolgó, imaginando que podía tratarse de Alcalá, al que no sabía si hacer o no partícipe de toda aquella locura.
—Dígame.
—¿Sebastián Madrigal?
—Sí, ¿quién es? —inquirió el español, aunque creyó reconocer el atildado acento francés de su interlocutor.
—Soy Cyrill, sé que me ha tratado de localizar esta mañana. Regreso el lunes a París, y me gustaría verlo en el apartamento de la Avenida Kléber. Tengo el libro que busca, y estoy dispuesto a entregárselo.