XIL

La subasta había despertado una gran expectación, pues se anunciaba que cientos de libros compuestos por lotes sin especificación y de cantidad variable se iban a poner a la venta por un irrisorio precio de partida. Salvador Funes, catedrático de filosofía y letras en la joven Universidad Nacional de Buenos Aires, había acudido a Madrid con la intención de incrementar el todavía parco arsenal de volúmenes con el que contaban los anaqueles de su departamento. Además, sabía que varias familias de cierto abolengo de Toledo, Valladolid y Salamanca iban a sacar en la subasta gran parte de sus generosas bibliotecas, y quizá la suerte le condujera a localizar algún ejemplar interesante entre aquellos lotes económicos, y cuya composición era todo un misterio.

Salvador Funes era un hombre adelantado a su tiempo, y aunque lógicamente descendía de españoles, sentía a la Argentina como a su única patria. Tenía la suerte de vivir en un país floreciente, hermoso, extenso y muy rico. Un país al que, estaba convencido, le aguardaba un futuro de esplendor a la vuelta del siglo XX, al que le faltaban pocos años para arrancar. El catedrático consideraba que la formación, la posibilidad de hacer llegar el conocimiento a todas las clases sociales, podía suponer un impulso inigualable para una sociedad, mucho más que la adquisición compulsiva de modernos sistemas mecánicos para realizar todo tipo de tareas. Eso era algo que los españoles estaban lejos de comprender, embutidos en sí mismos, quejicosos y lamentándose perpetuamente, tras haber perdido un imperio, o más bien no haber sabido conservarlo, y encarando el porvenir con la visión de un anciano que ya anda de recogida.

A la subasta habían acudido gentes de toda índole: curiosos, eruditos, especuladores, coleccionistas, libreros, académicos, bibliófilos empedernidos y hasta algún despistado. Los había de media Europa y también de Norteamérica. Buitres como él mismo que venían a España a hacer carroña de los despojos de aquellos que en otro tiempo habían sido ricos, y que ahora se veían obligados a malvender sus posesiones. Se deshacían de los libros en primer lugar, aquello que consideraban menos importante y más prescindible.

Salvador Funes al final de las pujas se había hecho con tres lotes, dos que provenían de Toledo y uno de Salamanca. Como tantos otros, se puso a hacer inventario allí mismo, ayudado por un joven estudiante que lo había acompañado desde Buenos Aires. El catedrático se frotaba las manos, ya que entre los casi cien ejemplares con los que se había hecho había varios tratados de retórica y de filosofía. También había numerosas obras de ficción de autores poco conocidos y unos pocos tratados ocultistas.

Ante la entrada del edificio en el que se había celebrado la subasta se habían organizado espontáneamente corrillos que pujaban por ejemplares sueltos, integrados en lotes y que no habían interesado a sus compradores. Ante aquella oportunidad, Salvador Funes se decidió a vender aquellos tratados herméticos por los que no sentía ninguna simpatía.

—A lo mejor hasta nos salen gratis los tres lotes que hemos ganado —le dijo en un susurro el catedrático a su ayudante.

Sacaron sólo cuatro volúmenes a la venta, todos ellos de títulos rimbombantes y hasta cierto punto graciosos. Un italiano de Roma adquirió tres de ellos, pero el último se lo arrebató un tal René Cassin, un hombre maduro y de aspecto amable, que tenía un puesto directivo en la Biblioteca Nacional de Francia. El italiano era un especulador, un librero sin escrúpulos que no despertó ningún interés en el argentino, pero el francés era un hombre culto, de aspecto y modales intachables.

—Si no le importa, ¿cómo es que ha pagado una suma tan importante por este libro? —inquirió con sana curiosidad Salvador Funes.

El francés hizo una leve mueca, difícil de interpretar. Uno no sabía si se reía de sí mismo o, por el contrario, lo hacía de su interlocutor.

—No sé, cuando dijo que el título era Necronomicon recordé toda la historia, apenas conocida, que arrastra este libro —manifestó René Cassin, mientras hojeaba el volumen—, y pensé que no estaría de más poder consultarlo con tranquilidad.

—Pero, por lo poco que he podido ver, es un tratado oscurantista, que contiene curiosos rituales para invocar a los demonios o a los muertos. ¿No le parece algo inapropiado para un hombre de su categoría? —preguntó, respetuoso e intrigado el argentino.

—Llevo muchos años teniendo la posibilidad de leer tratados sobre alquimia, hechicería, demonología y otras artes oscuras, y créame si le digo que la mayoría no son más que mamotretos repletos de patrañas que intentan aprovecharse de la candidez del ser humano. Pero otros, amigo mío, otros contienen un saber arcaico que sienta los cimientos de la ciencia moderna…

—Está bien, puedo llegar a aceptarlo. Pero un libro sobre el mundo de los muertos, plagado de hechizos y conjuros, ¿qué puede tener de científico?

—No tengo la menor idea. Y por eso lo he adquirido, para tratar de desvelar sus secretos. Algo tendrá de mágico y misterioso, cuando casi nadie lo conoce después de muchos siglos, y sin embargo es capaz de persistir en el tiempo.

Salvador Funes regresó contento a Buenos Aires, pues con lo que había obtenido por su pequeña subasta había conseguido lo suficiente como para sufragar todos los gastos del viaje y también para poder abonar los tres lotes con los que se había hecho. Por su parte René Cassin volvía a Francia aún más satisfecho, sospechando que bajo el brazo tenía la llave para lograr una fabulosa jubilación, que podría dedicar por entero a la lectura, a la escritura y a su familia. Se había mostrado audaz y reservado con el argentino, pues no había nada más torpe y descortés que mofarse de la ignorancia ajena, y bien sabía él que Salvador Funes no había advertido que la suerte se había aliado de su parte al colarle el Necronomicon entre los lotes comprados.