Sebastián Madrigal colgó el teléfono absolutamente perplejo, incapaz de interpretar adecuadamente la información que acababa de recibir. Y es que aunque Nick le había facilitado bastantes datos acerca de Thomas Brown, lo cual era una buena noticia, también le había revelado la estrecha relación de este con Henry Newman, algo como mínimo extraño y sorprendente. Una vez más se sentía atrapado en una aventura en la que el único outsider era él, y en la que por lo tanto tenía todas las de perder. Las únicas cosas que le impedían plantarse y renunciar a aquel encargo absurdo eran por un lado una malsana curiosidad que iba creciendo paulatinamente, y que le indicaba que el periodista que llevaba dentro seguía muy activo, y por otro la nada despreciable suma de dinero que estaba en juego.
Decidió llamar a Carlos Alcalá, para comprobar si había sido capaz de avanzar algo en sus averiguaciones.
—¿Has descubierto algo más de Brown?
—Salvo que la cotización en bolsa de sus acciones va viento en popa, poco más. Ese tipo ha sabido dar un cerrojazo a su vida, y es casi imposible penetrar en ella.
—Se ha convertido en alguien fundamental —manifestó Sebastián, casi en un susurro.
—¿Para el ensayo? Tampoco me parece tan trascendental.
—No, para obtener el Necronomicon —dijo Madrigal, percatándose al instante de la tremenda torpeza que acababa de cometer.
—¡Joder! Ahora sí que has puesto toda la carne en el asador. Con el original en tus manos el ensayo será coser y cantar —apuntó Alcalá, con cierta ingenuidad.
—No lo hago sólo por mi ensayo, lo hago también por Claudia —mintió Madrigal, tratando de ofrecer una explicación verosímil.
—¡Te pillé! Sabía que terminarías sucumbiendo a los encantos de esa belleza, ¡eres un canalla! —exclamó Carlos, aunque de manera amistosa.
—Por favor, no volvamos siempre sobre lo mismo.
—Está bien. Prepárate para regresar a París.
—¿Cómo?
—He sido capaz de localizar la sede francesa de los tipos esos que te acosaron, la Hermandad para el Triunfo de la Luz, y está muy cerca del hotelito en el que sueles refugiarte en tus devaneos parisinos.
Pese a sus modales rudos y su aspecto de enajenado recién escapado de un psiquiátrico, Sebastián tenía que reconocer que Alcalá estaba resultando una pieza clave en sus investigaciones, y que con certeza sin su ayuda todavía andaría perdido en Madrid tratando de dar su primer paso en falso.
—¡Eres la leche! No tengo la menor idea de cómo lo haces, pero reconozco que me rindo ante ti.
Carlos sintió que un hálito de emoción le recorría todo el cuerpo, impulsado por aquellas elogiosas palabras, a las que en absoluto estaba acostumbrado.
—Luego si quieres te doy mi dirección de Hotmail —susurró Alcalá, con tono jocosamente lascivo.
—No te pases, ¿vale? ¿De qué forma lo has conseguido?
—Bueno, los ordenadores del Vaticano no son tan fiables como parecen. Tengo a un colega hacker que ayer se pasó un buen rato navegando entre sus ficheros. Aunque la hermandad fue disuelta hace algún tiempo, en los archivos secretos se guarda registro de sus hazañas pasadas, y también de su sede más importante, ubicada en Francia, y en la que tuvieron lugar numerosas reuniones de exorcistas de medio mundo.
—Sensacional, pero ¿no es posible que tras su disolución abandonaran esa sede?
—Entra dentro de lo probable, o no. Tampoco pierdes nada por ir allí y echar un vistazo. A las malas te puedes encontrar con que ahora acoja a una sociedad secreta de jubiladas aficionadas a la calceta.
Esta vez Madrigal no opuso resistencia, y sonrió ante aquella irónica salida de tono, tan frecuentes en Carlos.
—Tienes razón, ¿dónde es?
Sebastián tomó nota de la dirección que Alcalá le dictaba al otro lado de la línea. Fue entonces cuando recordó que había alguien del que deseaba tener más información, y al que hasta la fecha no había investigado.
—Carlos, averigua todo lo que puedas de un tal Henry Newman, multimillonario inglés, afincado en Londres.
—Te ha dado por los tipos forrados. ¿Qué pinta este en la intriga del Necronomicon?
Madrigal vaciló apenas unos segundos, tratando de encontrar un nexo que lo uniera a la historia sin revelar la verdad.
—Es un conocido de Thomas Brown, y sospecho que puede saber algo acerca del paradero del libro.
—OK. Me pongo en marcha. Chaval, sin mí estarías más perdido que un torero en Nigeria.
—No lo sabes bien… —admitió con resignación Sebastián.
Nada más despedirse de Alcalá volvió a marcar otro número. Esta vez su voz tembló de emoción al sentir que al otro lado de la línea alguien descolgaba el teléfono.
—He descubierto un montón de cosas nuevas que tengo que contarte. Si tú quieres puedo hacerlo mientras volamos a París…
Claudia Reiss se sintió completamente desbordada por aquella proposición matutina y sin mediar explicación alguna. Había reconocido la voz de Sebastián, y pensó que quizá su encuentro del día anterior por la tarde había calmado el ánimo del español, bastante maltrecho después de que Günther le hubiera contado que su padre había poseído el Necronomicon.
—¿Y eso?
—Carlos ha localizado una posible sede de la Hermandad para el Triunfo de la Luz allí.
—¿Y piensas que es interesante volver a toparnos con esa gente? —inquirió Claudia con inocencia.
Por alguna extraña razón Madrigal sentía que debía volver a París, y que muchas de las claves para encontrar el original podían hallarse entre los miembros de aquella singular hermandad.
—Estoy convencido.
—¿Has descubierto algo nuevo acerca de Thomas Brown?
—De eso precisamente quiero hablarte durante el vuelo.
—Dame un par de horas y te recojo en la puerta de tu hotel.
Aquella misma tarde, mientras sobrevolaban Alemania, Sebastián puso al día a Claudia acerca de sus últimos descubrimientos y averiguaciones. El español se sentía febril, como si el momento cumbre de aquella peripecia se acercara con inusitada velocidad.
Al llegar a París cada uno eligió un hotel diferente para alojarse, aunque quedaron para cenar en el Pizza Pino, el restaurante en el que se habían conocido, muy cercano al alojamiento de Madrigal. En el fondo el español se alegraba de no compartir habitación y tener que volver a pasar una noche junto a Claudia, y así comprobar si el suceso de los sonidos guturales y los ojos enrojecidos era un hecho irrefutable. Pero también lamentaba no exprimir más el tiempo al lado de una joven tan bella y cautivadora, por la que era difícil no desarrollar una atracción física y emocional.
—¿Y qué haremos mañana? Nos presentamos en la sede sin más y nos ponemos a charlar con ellos —propuso irónicamente Claudia, mientras les servían una grandiosa pizza marinera. La joven había vuelto a conseguir con sus dotes de persuasión una excelente ubicación al lado de una ventana.
—Primero preguntaremos por Cyrill. Aquel hombre, si olvidamos que me amenazó con una pistola, fue bastante amable conmigo. Y trató, a su manera, de ayudarme.
—¿Y luego?
—Luego pondremos nuestras cartas sobre la mesa, le contaremos la verdad y le pediremos que él haga lo propio.
Claudia miró a través de los cristales del restaurante. Los coches formaban haces luminosos de color blanco, rojo y amarillo mientras descendían hacia los Jardines de Tullerías o, por el contrario, se acercaban al Arco del Triunfo. Los transeúntes se apiñaban enfrente de escaparates perfectamente decorados, que los atraían como trampas ineludibles. La vida era tan corriente apenas unos metros más allá. La joven hubiera deseado olvidar su particular condición, mezclarse entre la gente y perderse por las preciosas calles de la capital francesa; y luego buscar un trabajo en cualquiera de los puestos de libros o antigüedades que salpicaban las orillas del Sena. Pero era imposible, y tenía que seguir luchando. Quizá algún día…
—Está bien. Me parece un poco arriesgado pero confío en ti.
—Claudia, estoy seguro de que esa hermandad tiene mucho que ver con el Necronomicon, y creo que nos van a conducir a él.
Madrigal recordó las palabras de Cyrill, advirtiéndole de que el propio Henry Newman, para el que trabajaba, podía estar al servicio del Diablo. Todo estaba tan intrincado que deseaba con todas sus fuerzas deshacer la madeja y descubrir qué ocultaban cada uno de los implicados en aquel enredo. Él mismo no se estaba mostrando especialmente sincero, por lo que tampoco podía exigir al resto un comportamiento éticamente intachable. Por eso mismo debía enfrentarse con todos los actores y revelar las verdaderas intenciones que enmascaraban.
—¿Qué piensas? —inquirió Claudia, clavando sus oscuros ojos, tiznados de luz por el brillo de las lámparas del restaurante, en los del español.
—Nada —respondió Sebastián, abandonando las reflexiones que le asaltaban de manera casi inconsciente—, que deseo que tengamos el libro en nuestro poder cuanto antes.
—Yo también. Y no te puedes imaginar cuánto.
Madrigal tardó en conciliar el sueño, y cuando lo hizo fue para sumergirse en terribles pesadillas. Unos seres mitad hombres mitad chacales le perseguían por un desierto y, tras una larga y desesperada huida, le daban alcance. Inexplicablemente se dirigían a él con gran respeto, aunque le hacían una seria advertencia: «No profanes el libro de las leyes de los muertos. Cuídalo cuando te sea entregado y vigila que no sea copiado ni difundido. Utiliza el poder que el libro otorga a tu libre albedrío, pero asume su maldición y nuestro castigo si osas vulnerar las normas que te hemos dado». Después aquellos seres se difuminaban, y se veía paseando tranquilamente por una de las bulliciosas calles del centro de Madrid. Un desconocido, de pelo cano, maduro, y con cierto aire anglosajón, le sujetaba repentinamente de un hombro y le espetaba: «¡Entrégame lo que me pertenece!». Tras gritarle se transformaba en una bestia abominable, que crecía súbitamente, hasta duplicar su tamaño.
El sonido del teléfono de su habitación le despertó y le hizo regresar precipitadamente a la confortable realidad del hotel de la calle Washington. Aún confundido y hasta cierto punto atemorizado descolgó el aparato.
—La señorita Reiss hace tiempo que le aguarda en la recepción.
Sebastián pensó que ya no había forma posible de quitarse de encima el sambenito de poco madrugadores que los españoles arrastran por medio mundo, y que desde luego Claudia había podido sufrir en carne propia en repetidas ocasiones.
—Gracias, me has salvado de ser devorado por una bestia inmunda —dijo Madrigal nada más encontrarse con la joven, que le esperaba resignada.
—¿Y eso? ¿Andabas jugando con una PSP? —preguntó la alemana con sarcasmo.
—No, desgraciadamente. He tenido una noche de espanto, yendo de una pesadilla a otra.
—Ya te dije que lo mejor era que te dedicaras a los insectos de agua o a los políticos.
—Lo sé. Pero en ese caso me vería privado de tu compañía —manifestó intentando bromear Sebastián, aunque en el fondo algo de cierto contenían aquellas palabras.
No se dijeron una palabra más hasta que se encontraron a mitad de la Avenida Kléber, justo en la dirección que Carlos Alcalá había facilitado a Sebastián. Ambos se miraron, nerviosos, y quizá deseando que el otro propusiese una razonable retirada a tiempo.
—¿Estás seguro? —inquirió Claudia, como insinuando que su arrojo estaba fuera de toda duda.
—¿Y tú? No tienes porqué acompañarme.
—Quiero estar cerca de ti cuando localices el libro. Y quizá, con algo de suerte, hoy sea ese día —replicó la alemana con una encantadora sonrisa dibujada en el rostro.
Entraron en el edificio y sortearon al portero, entretenido con unos turistas rusos bastante despistados. Ya frente a la sencilla puerta de la que se suponía, pues tampoco había señal que así lo evidenciara, sede de la Hermandad para el Triunfo de la Luz dudaron. Claudia pensó que quizá estaba exponiéndose a un altísimo riesgo de forma innecesaria, pero tampoco quería dejar solo al español frente al peligro, y mucho meno cuando el Necronomicon podía estar tan cerca.
—Déjame llamar. Preguntaré por Cyrill y al menos él me reconocerá. Luego ya veremos —dijo Madrigal.
Sebastián pulsó el botón del timbre con decisión, pero nada más ver a la persona que le abría la puerta sintió que todo su coraje se disolvía igual que un azucarillo. Era Edouard, el hombre con el que se había encontrado en la sala oval del sitio Richelieu, y que le había lanzando un extraño sortilegio que le había dejado sin sentido.
—Señor Madrigal… Y me imagino que usted será la señorita Reiss… —apuntó Edouard, con tranquilidad, pero absolutamente sobrecogido.
Claudia barajó la posibilidad de salir huyendo tras escuchar a aquel hombre pronunciar su nombre. Su madre, después de todo, seguramente tenía toda la razón, y su denodada búsqueda del Necronomicon sólo podía traerle problemas. Aún así, contuvo su miedo con estoicidad.
—Edouard, buscamos a Cyrill. Deseamos hablar con él —se adelantó a decir Sebastián.
El francés dudó unos segundos, y luego hizo un ademán con su manos, como invitándolos a entrar en el apartamento.
—Será mejor que hablemos dentro.
Madrigal y Reiss siguieron a Edouard hacia el interior, sin saber muy bien qué era lo siguiente que iba a suceder, ni si no estarían metiéndose voluntariamente en la boca del lobo. Al final de un largo pasillo doblaron a la derecha y entraron en un amplio y sencillo salón, con una mesa redonda de caoba en el centro, y amplios ventanales que daban a la Avenida Kléber, proporcionando una magnífica vista. Sentado cerca de la mesa había otro hombre, alto, moreno, con el semblante tranquilo de quien aguarda confiado en el futuro.
—¿A quién has traído, Edouard? —inquirió sorprendo Denis.
—A mi amigo el señor Madrigal, y a su compañera la señorita Reiss.
Denis ladeó la cabeza, y luego dirigió una breve mirada hacia el exterior. Comenzó a hablar sin levantase y con los ojos clavados en un lugar indefinido, quizá más allá de cualquier punto físico.
—Si han llegado hasta aquí es que ya nos conocen. No es fácil dar con este lugar. Jamás nadie ajeno a la Hermandad ha venido hasta aquí. A menos que nos hayan traicionado…
—Lo cierto es que hemos venido porque deseamos hablar con Cyrill. Es importante —manifestó Sebastián, que temía encontrarse en cualquier momento encañonado de nuevo por una Titán 25.
—Eso, de momento, no va a ser posible.
—Le repito que sería conveniente para todos.
Edouard se marchó, incómodo con la situación, y también bastante estresado. Denis lo dejó ir. Le resultaba interesante aquel extraño encuentro, como si de él pudiera sacar alguna conclusión relevante.
—Cyrill se encuentra ahora mismo en España. Está envuelto en una complicada misión que no puedo explicarles —dijo Denis, que ahora los miró fijamente por primera vez, como tratando de infundir a sus siguientes palabras una mayor gravedad—. ¿Para quién trabajan?
—Ya lo sabe, se lo conté a Cyrill. Para Henry Newman.
Claudia dirigió una mirada de reproche a Sebastián, que este recibió con resignación, asumiendo que había llegado el momento de hablar con claridad. Seguramente la alemana ya se estaba preparando para ajustarle cuentas más tarde.
—Pero a Edouard le contó que era un empleado de la señorita Reiss, ¿me equivoco?
—Es cierto. Tampoco él me dijo que pertenecía a una hermandad secreta de exorcistas —respondió Madrigal desafiante.
Denis pareció sumergirse en algún pensamiento que lo transportaba al pasado. Su rostro revelaba el hastío que llevaba soportando desde hacía tiempo, y las ganas de afrontar otra realidad.
—Entonces, señorita Reiss, ¿por qué está usted implicada en esta historia?
—Por mi padre. El libro le perteneció una vez, y deseo recuperarlo.
—Es un libro peligroso. No es bueno andar por ahí detrás de él. Ya se lo dijimos al señor Madrigal.
—Yo no creo que sea peligroso el libro, el peligro está en quién lo posea en cada momento —dijo Claudia, acercándose al francés con determinación, como reforzando su razonamiento.
—Interesante… Seguramente estamos más de acuerdo de lo que supone.
—¿Y usted? ¿Quién es? ¿A qué se dedica? ¿Por qué quiere el libro? —preguntó Sebastián, tratando de llevar ahora la iniciativa.
Denis bajó la cabeza, y luego tamborileó con sus dedos sobre la mesa, reflexionando. Ojalá él mismo se hubiera formulado aquellas mismas preguntas algunos años antes.
—Ya no se quién soy ni a lo que me dedico. Me llamo Denis, aunque eso carece de importancia. Hace tiempo era un hombre de Dios, un exorcista que era feliz intentando liberar a las buenas gentes de posesiones malignas.
—¿Y ahora? —inquirió Claudia, interesada, y percibiendo el aire taciturno del francés.
—Ahora me toca volver a empezar. Nos tocará a todos los que hemos estado vinculados a esta hermandad. Y eso es todo lo que les puedo decir —manifestó el francés, secamente.
Sebastián intuyó que Denis había dado la conversación por terminada, y que incluso había ido más allá de lo recomendable. Sacó una tarjeta personal y se la extendió.
—Cuando Cyrill regrese le dice por favor que me llame. Me gustaría hablar con él.
—No se preocupe, aunque dudo que se ponga en contacto con usted —dijo Denis. Luego hizo una prolongada pausa, como recuperando el aliento—. Y no olviden lo que les digo, manténgase alejados del libro.
Madrigal y Reiss abandonaron el apartamento decepcionados y algo confusos. La visita no les había servido de nada, salvo para seguir incrementando la desconfianza mutua entre ambos.
—¿Quién es Henry Newman? —inquirió Claudia, mientras caminaban lentamente en dirección a los Campos Elíseos.
Sebastián sabía que era mejor contar ya la verdad que seguir manteniendo la farsa con nuevos embustes y dobleces, a pesar de percibir el ánimo de cierta revancha en Claudia.
—El millonario para el que trabajo. Soy periodista, pero no estoy preparando ningún ensayo. Henry Newman por algún motivo que desconozco me encargó encontrar el Necronomicon, y la verdad es que me ha prometido una buena suma si lo consigo.
Reiss se detuvo, y miró fijamente a los ojos del español, escrutando en sus pupilas, como si estas fueran capaces de revelarle si estaba siendo o no sincero, y si se estaba guardando algún as en la manga.
—Te creo. Lo cierto es que no tengo derecho a disgustarme, pero me sorprende que el otro día lo hicieras tú. Hay que ser cínico…
—Es mucho más sencillo comprender las deslealtades propias que las ajenas, uno tiende a pensar que las suyas están más que justificadas.
Aquella reflexión caló hondo en Claudia, que estuvo tentada de revelarle su verdad al español. Pero finalmente se contuvo, pues como él mismo acababa de decir, su justificación era bastante sólida: preservar la propia vida, y pocas cosas habían en el mundo que igualaran ese motivo.
—Pero el artículo que me remitió Carlos era tuyo, ¿no?
—Sí. Carlos está tan despistado como lo estabas tú hasta hace un instante, y te ruego que de momento las cosas sigan así. Aquel artículo fue el que convenció a Henry Newman de que yo era la persona adecuada para encontrar el Necronomicon.
La alemana no pudo contener algunas suaves carcajadas a costa del español y del ingenuo inglés, por muchos millones que tuviera. El artículo que Madrigal había escrito era entretenido, pero también era un auténtico desastre como documento científico.
—No me lo puedo creer —dijo Reiss, ahogando una última risa.
—Bueno, tampoco hace falta que te mofes de mí —replicó Sebastián, con el orgullo herido.
—Perdona, de verdad, no he podido evitarlo. Me parecía hasta lógico que una editorial encargara a un periodista un ensayo tras leer un artículo suyo un domingo, pero resulta increíble descubrir la verdad. Habiendo bibliófilos, eruditos, libreros de viejo o incluso gente como Günther, ¿cómo recurre un millonario a alguien que no tiene ni idea ni del libro ni de su posible localización?
Claudia hizo sentirse al español otra vez como la hormiguita despistada del cuento. Por un instante temió que la elección del inglés no fuera tan casual ni tan desacertada, y formara parte de un astuto plan en el que él tan sólo era la cabeza de turco si llegado el momento las cosas se complicaban.
—No lo sé. Me dijo que se había dejado guiar por la intuición.
Reiss al escuchar aquellas palabras pareció comprender algo. De su rostro desapareció de súbito todo rastro de la sorna con la que se había manejado hasta hacía un momento. Ella misma se había dejado llevar de la mano de Madrigal, confiada en su intuición. Quizá ni ella ni el millonario fueran al fin y al cabo tan torpes.
—Discúlpame, Sebastián. Quiero que sepas que yo también pienso que lo vas a encontrar. Si no fuera así no me hubiera vuelto de Berlín a París contigo.
Claudia se marchó corriendo, como una colegiala inocente, y se perdió entre la gente que atestaba la Avenida de los Campos Elíseos. Madrigal apenas pudo observarla, y tampoco tuvo capacidad de reacción. Regresó al hotel arrastrando los pies, y confiando en que Cyrill volviera pronto de España y le hiciera una llamada que le permitiese hallar la senda del libro. El encuentro con Denis y con Edouard no había supuesto a fin de cuentas gran cosa, y casi se podía concluir que los franceses habían obtenido más información de la que habían facilitado.
Tenía hambre, y pensó que lo más apropiado era almorzar en la habitación, echarse una pequeña siesta, y luego por la tarde llamar primero a Alcalá, por si había descubierto algo nuevo, y luego a Claudia. Ya se encontraba en el pasillo del hotel que conducía a su habitación cuando tuvo que restregarse los ojos para confirmar que no estaba soñando, que los personajes que inundaban sus pesadillas no se habían escapado de ellas para penetrar en el mundo real. El hombre maduro, de pelo cano y con aire anglosajón con el que había soñado la noche anterior le aguardaba delante de su puerta.
—¿Señor Madrigal? —inquirió el desconocido.
—Sí, ¿qué desea? —replicó Sebastián, totalmente confundido, y aún no muy seguro de si en realidad seguía durmiendo.
—Mi nombre es David Foster, y creo que usted tiene un libro en su poder muy importante. He venido a arrebatárselo.