David Foster llevaba ya un rato esperando a Steve sentado en un banco, en la intersección de las calles Elm y Temple, lugar en el que solían quedar cuando deseaban hablar con discreción, y nada más verlo aparecer comprendió por su semblante que no le traía buenas noticias. El joven ayudante se acomodó junto a él, y clavó la mirada en el suelo.
—Nuestros contactos en París corroboran que aquello sólo era un señuelo. Bien montado, pero sólo eso, un entretenimiento.
Foster se golpeó levemente las rodillas. El bueno de Steve no hacía sino confirmar lo que él ya sabía, pues de otro modo era completamente imposible que alguien hubiera acabado con Eiko en Tokio.
—¿Alguna pista acerca de su posible paradero?
—Ninguna. Estamos tan perdidos como antes. La pista era buena, señor Foster. Gente que no suele equivocarse fue la que nos puso tras ella.
—Bueno, es normal. A lo mejor el que ha hecho correr ese bulo realmente posee el original.
—Pero entonces, ¿para qué jugar a confundirnos?
David no le podía contar todo lo que sabía a Steve. Él, al igual que el resto de miembros de la Sociedad para la Conservación de los Libros Raros y Antiguos, no tenían ni idea de la existencia de dos distinguidos socios, Eiko y Brown, cuyas vidas, como la suya propia, dependían única y exclusivamente del Necronomicon. Desgraciadamente, para la japonesa ya no había esperanza alguna.
—No lo tengo muy claro, Steve. Hay mucha gente que codicia ese libro, y lo sabes tan bien como yo. Quizá se trate de una estrategia, con el fin de elevar su precio.
Steve pareció recuperar la sonrisa, y dirigió una animosa mirada a Foster, como tratando de infundirle esperanza.
—Lo bueno es que ya hemos localizado al español.
David pareció regresar de sus ensoñaciones, en las que Eiko estaba muy presente, como si aún pudiera escucharla, como si todavía fuera posible descolgar el teléfono y sentirla muy cerca.
—Excelente noticia.
—Se encuentra ahora mismo en Berlín, alojado en un hotel. ¿Quiere que hagamos algo?
Foster meditó por espacio de algunos segundos, cavilando acerca de las posibilidades que se le abrían.
—No, nada de momento. Me conformo con que no le perdáis la pista. Con eso será suficiente.
—Señor Foster, discúlpeme la curiosidad, pero ¿qué tiene que ver ese hombre con nuestros propósitos?
¿Cómo le iba a contar la verdad a Steve? ¿Qué le iba a decir? El nombre de Sebastián Madrigal lo había obtenido gracias a un ritual del Manuscrito Voynich que permitía saber el poseedor de cualquier obra mágica en la que se pensase, y eso era algo muy difícil de explicar. Por alguna extraña razón lo había intentado una vez al mes, y nunca había obtenido resultado. Pero no se había rendido, porque era conocedor de la eficacia de aquel sortilegio, pues gracias a él habían sido capaces de localizar y adquirir otros importantes tratados. Y al final su tenacidad había dado sus frutos.
—No tengo la menor idea, pero algunas fuentes me han facilitado su nombre, indicándome que es una pieza clave para que consigamos hacernos con el libro.
Steve tenía una confianza ciega en Foster, y sentía verdadera devoción por aquel hombre, al que consideraba dotado de una inteligencia y sabiduría infinitas. Jamás se había atrevido a cuestionar ninguna de sus decisiones o cualquiera de sus métodos.
—Está bien, le mantendré informado de cada uno de los pasos que va dando.
David pensó que sin el apoyo económico de Brown hubiera sido imposible mantener una estructura como de la que disponía en la actualidad. Era crucial proteger la vida del millonario, pues en caso contrario se quedaría solo y sin fondos para afrontar una misión que cada vez se le tornaba más compleja y arriesgada.
—Yo por mi parte voy a preparar un viaje a Europa, sin compañía. El motivo oficial será que tengo que visitar a algunos colegas en determinadas universidades del otro lado del charco. Ya trataré de que en verdad alguno de ellos me sirva de coartada.
—Descuide, señor.
Steve se alejó sin decir nada más, comprendiendo que la conversación se había terminado, y que debía dejar a solas a Foster. Este miró con aire distraído hacia el final de la calle Temple, en dirección a la avenida Whitney, por la que corrillos de estudiantes se perdían hacia su izquierda, internándose en el campus de la Universidad de Yale. Había llegado el momento de entrar en escena, a pesar del enorme peligro que entrañaba.
«Aquí, escondido como una rata, lo único que hago es esperar a la muerte. Al menos, si eso llegara a suceder, que me quede la satisfacción de haber luchado por mi propia subsistencia», pensó David, mientras maldecía el instante en el que había leído el Necronomicon, dando comienzo a la pesadilla que desde entonces le atenazaba.
Cogió su celular y marcó el teléfono de la persona que lo había metido, medio sin quererlo, en aquel embrollo.
—¿Thomas?
—David, ¿eres tú?
—Sí. Sólo quiero que sepas que Eiko ha muerto, que tus amigos han acabado con ella —dijo Foster, seco.
El millonario sostuvo un largo silencio, entre la amargura y el miedo. No había mantenido mucho contacto con la japonesa, como con casi nadie, pero la sentía como a un peculiar familiar por el que se profesa un extraño afecto.
—¿Estás completamente seguro?
—Sí.
—¿Qué podemos hacer?
—No sé tú, pero yo voy a dejar de esconderme, de aguardar. Algo me dice que eso sólo nos conducirá a nuestro fin.
—No lo tengo tan claro, David. Mientras me moví con mi nombre fue fácil localizarme, pero ahora que permanezco en la sombra y con una identidad oculta las cosas me van mucho mejor. No es la existencia soñada, pero al menos no corro riesgos.
David pensó que Thomas hablaba juiciosamente, y que hasta cierto punto, y mirado desde su prisma, no le faltaba razón. Pero él ya estaba convencido de que perseverar en la pasividad no traería nada bueno consigo.
—Es cierto, conocen tu identidad, aunque no así la mía. Es una pequeña ventaja, que tengo que saber utilizar, antes de que ellos den conmigo, igual que fueron capaces de dar con Eiko.
Brown no sabía de qué manera reaccionar. Todavía estaba asimilando la pérdida de Eiko, y aquel repentino arrebato de Foster le desconcertaba, como si eso pudiera descomponer el orden tranquilo que había impuesto a su vida.
—¿Y no sería mejor seguir recurriendo a la Sociedad? Quizá si ampliáramos la base de nuestros contactos obtendríamos resultados más rápidamente. Sabes que puedo destinar más fondos a esta tarea. Afortunadamente, mis empresas siguen funcionando perfectamente y reportándome cuantiosos beneficios.
—Tu ayuda es de gran valor, Thomas, pero no puede sustituir mi aportación, créeme.
—Entonces, ¿qué piensas hacer?
—Me marcho a Europa. Voy a ir personalmente a por aquel o aquellos que tengan el libro y se lo voy a arrebatar. Por la buenas, o por las malas. No tengo ya nada que perder.