Don Álvaro de Luna avanzaba a caballo a solas y oculto bajo una capa negra. Había elegido sin lugar a dudas la peor mañana de aquel tranquilo mes de octubre, pues arreciaba una lluvia pertinaz e incómoda, que dificultaba el trotar del corcel sobre el camino embarrado, e iba lentamente calando sus ropas. Afortunadamente, llevaba bien atado y protegido contra su pecho el manuscrito que tanto había deseado, y que al fin los miembros de la más baja estirpe de la secreta Hermandad de la Garduña, que él encabezaba, le habían traído desde Roma. Estaba convencido de que gracias a aquella obra singular podría seguir acumulando poder, hasta niveles insospechados.
Avistó a lo lejos el monasterio al que se dirigía y apretó los dientes. No le gustaba al favorito del rey viajar sin compañía, pero el encargo que iba a realizar requería de la mayor de las discreciones, y no podía confiar prácticamente en nadie. El abad de aquel monasterio también tenía marcada con tres puntos la palma de su mano, símbolo inequívoco de su pertenencia a la Hermandad, y por eso sólo se había atrevido a encomendarse a él. Cuando llegó a las puertas del cenobio se cubrió bien la cabeza con la capucha y preguntó por el abad con un tono autoritario.
—Don Álvaro, qué día habéis elegido para llegar hasta este humilde monasterio —dijo el abad, mientras conducía al favorito hasta una estancia recogida.
—Mucho mejor así, pues apenas me he cruzado con nadie desde Toledo.
—Decid señor qué deseáis de este sencillo servidor de Dios.
El abad se sentía henchido de orgullo de tener relación nada más y nada menos que con el mismísimo Condestable de Castilla, sobrino del que había sido arzobispo de Toledo, don Pedro de Luna, que a su vez era también sobrino del recientemente fallecido en Peñíscola legítimo Papa Benedicto XIII, pese a que sobre este particular hubiera gran controversia. Sin lugar a dudas había sido todo un acierto entrar a formar parte de la Hermandad de la Garduña, algo que no sólo ayudaría a repartir justicia divina en Castilla, sino que probablemente podría servirle para dar un salto dentro del escalafón eclesiástico.
—Os he traído un manuscrito único y cuyo poder nos ayudará a alcanzar nuestros fines —dijo don Álvaro, entregándole un volumen lujosamente encuadernado—. Deseo que lo copiéis al castellano, de una manera sencilla, pero incluyendo todas las ilustraciones, para que pueda pasar desapercibido sin levantar las sospechas o la curiosidad de nadie en la Corte. El original lo guardaréis debidamente protegido en vuestra biblioteca.
El abad acarició las tapas del ejemplar, y sintió en sus manos el cuero de excelente calidad, el pan de oro de las letras, la exquisita pedrería o los nervios bien trabajados del lomo. Sin lugar a dudas era una de las piezas más valiosas que habían jamás contemplado sus ojos, independientemente de su contenido, que a tenor de lo dicho por el Condestable debía de ser extraordinario.
—Podéis confiar en mí y en los monjes de este monasterio. Aunque modesto, entre sus muros descansan algunos de los tratados más importantes de nuestro tiempo.
—Lo sé, y por eso no he dudado en venir aquí. Aunque debéis saber que esta obra supera en peculiaridad a todas cuantas se encuentren en la biblioteca. Por ella han tenido que morir hombres, y entre sus pasajes se detallas extraños ritos para convocar a los demonios que atestan el Infierno.
El Condestable hablaba sin pestañear, tratando de transmitir en poco tiempo la importancia que tenía aquel manuscrito, y su carácter exclusivo.
—Entonces tendré que elegir cuidadosamente al amanuense que se dedique a este libro…
—Escoged al mejor y al más discreto, aquel que ya se haya enfrentado a obras oscuras y que no le invadan temores o recelos.
—Así se hará, don Álvaro. Tened por seguro que os entregaré una copia digna de su persona.
—Tenéis dos años para completarla. Sé que es extensa, que las ilustraciones os llevarán tiempo, pero la copia tiene que estar terminada antes de que octubre llegue a su fin. En esa fecha pasaré a recogerlo, y os entregaré otra bolsa igual que esta —dijo el favorito, dándole al abad un saco con varias monedas de oro de doblas de diez.
El abad acogió de buen talante el dinero que se le entregaba, aunque realmente él no aspiraba a bienes materiales. Su prolongado silencio alertó al favorito, cuya inteligencia era de las más despiertas del Reino de Castilla, y en absoluto era casual la influencia que había logrado sobre el mismísimo Rey.
—También sabré —continuó don Álvaro— recompensar debidamente vuestra fidelidad y entrega. Quizá para entonces Toledo necesite un arzobispo que sepa estar a la altura de los tiempos que corren.
El abad besó la mano del Condestable, acompañándolo de regreso a las puertas del monasterio. Súbitamente había dejado de llover, y el sol trataba de abrirse camino entre las nubes, que comenzaban a dispersarse hacia el este.
—Parece ser que nuestro Señor ha querido que tenga un buen viaje de vuelta a Toledo.
—Sin duda es un buen augurio —dijo el favorito, montando nuevamente en su formidable caballo y apresurándose para que su ausencia no despertara sospechas entre sus enemigos en la Corte.
El abad se sentía dichoso, mientras desde la entrada al cenobio observaba el buen cabalgar del Condestable, magnífico jinete. Por su imaginación ya se veía oficiando en la catedral de Toledo, rodeado de la más alta nobleza y al lado del rey Juan II. Pero antes tenía que concluir el encargo, y pensó que el hermano Clemente era la persona ideal para afrontar con garantías este delicadísimo trabajo.