XXXII

Nada más acomodarse en el hotel berlinés que Claudia le había recomendado, Sebastián Madrigal marcó el teléfono de Nick, para informarle de sus movimientos, tal y como habían estipulado.

—Ya estoy en Berlín.

—¿Va todo bien? —inquirió Nick, en un tono neutro.

—Sí, claro.

—El señor Newman está preocupado por esas advertencias que le hicieron en París. No hace falta que le recuerde que me tiene a su servicio para cualquier cosa que necesite.

—Lo sé, muchas gracias Nick. De momento toda va bien. Mañana vamos a vernos con un especialista en libros antiguos, códices, incunables y todo eso. Es un mercenario, un rastreador que se dedica a localizar un libro concreto, luego lo compra, se lo entrega a la persona que lo haya contratado y cobra una comisión por sus servicios.

—Vamos, lo mismo que está usted haciendo ahora.

Madrigal encajó mal aquel comentario sin segundas intenciones del inglés, aunque prefirió olvidarlo rápidamente.

—Más o menos. Volviendo al asunto, se supone que aquí en Berlín tuvo lugar la última venta del manuscrito, y quizá desde este punto podamos seguirle la pista y localizarlo con mayor seguridad.

—Antes ha utilizado el plural, por lo que entiendo que la chica sigue con usted…

—Sí, efectivamente. Me está siendo de gran ayuda.

—Tenga cuidado con ella.

—¿Cómo? ¿No le comprendo, Nick?

—Sólo le digo que no se fíe en absoluto. Además, el señor Newman recela un tanto de esa señorita, y eso es algo que debe de tener muy en cuenta.

—¡Pero es ella precisamente la persona que más está contribuyendo a encontrar el Necronomicon! —exclamó Sebastián, un tanto exasperado.

—Señor Madrigal, tiene libertad para manejarse como le plazca, yo sólo intento ayudarle y mantenerle alerta, nada más. Seguro que estos consejos le serán de utilidad en algún momento.

Sebastián comprendió que Nick le hablaba con honestidad, y que su actitud a la defensiva era infantil y desproporcionada. Si Henry Newman sospechaba de Claudia Reiss seguramente sus motivos tendría, y tampoco él debía confiar ciegamente en una joven a la que acababa de conocer, y de la que sólo tenía referencias a través del chiflado de Carlos Alcalá. Pero también era cierto que de la mano de Claudia sentía que tarde o temprano daría con el original que estaba obligado a hallar.

—Perdona, Nick. Muchas gracias por tu colaboración, en serio. Te aseguro que tendré en cuenta tus palabras y también los temores del señor Newman.

—Estoy convencido —replicó el inglés, lacónico.

—Te mantendré informado.

Tras colgar, Nick comprobó, siguiendo las instrucciones dadas por Henry Newman, que el español había aterrizado en Berlín y que se había alojado en un hotel de la capital alemana.

Madrigal no tenía nada concreto que hacer hasta la mañana siguiente, pues Claudia tenía asuntos pendientes que debía resolver esa tarde, y decidió apagar su transitorio enojo dando una vuelta por la ciudad, pues jamás había estado en ella. Así inició un rápido periplo que le llevó a visitar en unas horas La Puerta de Brandemburgo, los restos del Muro de Berlín que durante décadas había partido la ciudad en dos, el Bundestag, la maravillosa catedral protestante y la Alexander Platz, concluyendo su recorrido en el enorme pulmón de la ciudad, el Tiegarten, un fastuoso parque de proporciones inmensas en el que por fin logró reconciliarse consigo mismo. Aunque Berlín era la más joven de las capitales, con sólo ochocientos años, de entre los grandes países europeos, en sus entrañas albergaba una gran belleza, y el legado del pueblo alemán en su conjunto. Además, estaba recuperando a marchas forzadas todo el esplendor perdido tras la Segunda Guerra Mundial y una vibrante vida cultural.

Al caer la noche, Sebastián pidió una cena fría para tomar en la habitación y llamó a Carlos Alcalá, al que le había realizado un pequeño encargo.

—¿Cómo andas? Seguro que tienes que ir recogiéndote la baba a cada instante, detrás de Claudia —apuntó Alcalá, con sorna y desafiante.

—Ya había casi olvidado lo delicado que eras. Además, podrías estar aquí con nosotros si quisieras, y así no te comerían los celos por dentro.

—¡Y dejar el Bunker! ¡Ni hablar! Ya te contaré, cuando termines con esta historia, pero ando metido en algo realmente increíble, mucho mejor de lo que ahora te traes entre manos. Como en el fondo me caes bien, quizá te deje participar en el asunto.

Sebastián suspiró, incapaz de imaginar en qué clase de turbia trama estaría enrolado Carlos en este momento, y deseando mantenerse lo más alejado posible de la misma.

—Bien, bien, ya me contarás cuando regrese a Madrid. ¿Has podido averiguar algo de Thomas Brown?

—Apenas me has dado tiempo, pero sí que he encontrado cosas interesantes. Ese tipo está forrado. Al parecer, es dueño de un sinfín de compañías de toda índole y de un pisazo en el centro mismo de Manhattan. Pero de un tiempo a esta parte es como si hubiera desaparecido del mapa. No es que antaño se prodigara mucho en público, pero ahora parece ser que se lo ha tragado la tierra.

—¿Nada más? —inquirió Sebastián, insatisfecho.

—¡Y nada menos! ¿Quién crees que soy? ¡El Oráculo de Delfos! Dame un poco más de tiempo y seguramente descubra algo más, pero no te creas. De este tipo no he localizado ni una mísera fotografía aún, de modo que no es precisamente igual que averiguar menudencias de un actor de Hollywood.

—Vale, tienes razón.

—¿Por qué tienes tanto interés?

—Me lo nombró uno de esos miembros de la hermandad secreta que busca el Necronomicon para destruirlo.

Madrigal sintió la risita incisiva de Alcalá al otro lado de la línea, como si aquel acabara de conseguir una pequeña victoria.

—Ahora vas a tener que pedirme perdón de rodillas…

—Explícate mejor, aunque intuyo que tienes algo interesante que contarme.

—¿Te quedan de esos billetitos que sabes que tanto me gustan?

—¡Empieza a hablar!

—He descubierto quiénes son esos curas. Ya ves que si me das algo de cancha al final soy el único que de verdad te resuelve los temas. Se llaman Hermandad para el Triunfo de la Luz, y aunque por lo visto siguen operando la Santa Sede hace tiempo que los disolvió oficialmente. En principio eran un buen puñado de exorcistas que se reunían en sus ratos libres para hablar de posesiones y comer palomitas viendo «El Exorcista» —concluyó Alcalá, entre carcajadas.

—Carlos, este asunto es muy serio.

—Tienes razón, pero es que estás tan ceremonioso que había pensado que un poco de humor tampoco te vendría mal. Regresando a los exorcistas, la cuestión es que tras la disolución de la Hermandad algunos de sus miembros decidieron seguir adelante, y desde entonces lo cierto es que seguirles la pista es poco menos que imposible. Lo que es seguro es que han dejado de oficiar exorcismos, y que se tienen que estar dedicando a otras tareas, como destruir libros, algo que hasta hace bien poco a la Iglesia en general se le daba bastante bien.

—Ya vuelves con la ironía.

—No, te equivocas, estaba hablando muy en serio —replicó Alcalá, sin dobleces de ninguna clase en el tono de su voz.

Sebastián pensó que una vez más todo encajaba con la versión que Claudia Reiss le había dado de las cosas, y que pese a que tomaría precauciones seguiría confiando en ella como principal aliada para hacerse con el original del libro.

—Gracias por la información, te has ganado el sueldo, lo reconozco. ¿Alguna cosa más?

—Nada. Si quieres te puedo dar un par de direcciones para salir esta noche por el Berlín más oscuro.

—Creo que prefiero descansar un rato.

—Cuídate, ¿OK?

Madrigal se despidió, sorprendido con aquel cuídate inaudito en Carlos, y trató de conciliar el sueño consultando aquella copia inofensiva pero bastante interesante que tenía del Necronomicon. Como no podía comprender nada, pues desde luego no manejaba la lengua germánica, se entretuvo observando los terribles grabados que adornaban algunas páginas, y que permitían interpretar de alguna forma el texto que las acompañaba. Finalmente cerró el tomo e intentó dormir, aunque le costó más de lo habitual.

El teléfono sonó con una estridencia desproporcionada, como si algún alma perversa hubiera amplificado su timbre. Sebastián regresó de un lugar profundo, muy alejado de la realidad cotidiana.

—Señor Madrigal, la señorita Reiss le espera en el hall del hotel —le espetó el sobrio recepcionista en un tosco inglés.

—Está bien, dígale por favor que tardaré veinte minutos —replicó Sebastián, desorientado.

Cuando Madrigal miró el reloj comprobó que sólo eran las siete de la mañana, y que por lo tanto apenas había podido dormir cinco horas, lo que en su caso suponía una auténtica contrariedad. Se duchó algo mareado por la falta de descanso, y aún confundido por los extraños sueños indefinidos que le habían asaltado durante la noche, seguramente bajo la influencia de los grabados del Necronomicon. Cuando bajó al hall Claudia le aguardaba con el ceño fruncido.

—¿Veinte minutos? ¡Llevo esperándote casi una hora!

—¿Pero cómo has venido tan temprano? Ni siquiera me indicaste una hora concreta.

—¡Españoles! Vamos, no tenemos tiempo que perder, pues a Günther no le gusta malgastar el suyo —dijo la joven, cogiéndole la mano a Sebastián, y llevándole hacia el Volkswagen Golf que tenía mal estacionado en la misma puerta del hotel.

—Me imagino que ese tal Günther es el especialista en códices y libros raros.

—Efectivamente. Es una persona muy particular, y créeme si te digo que no le agrada esperar, y mucho menos cuando no hay dinero de por medio.

—Creo que me estoy acostumbrado a toda clase de personajes peculiares.

—Eso te pasa por escribir un ensayo acerca de un libro tan extraño. Dedícate a los insectos de agua o a los políticos y verás que todo es terriblemente más común y anodino.

Sebastián recordó cuando efectivamente le había tocado correr detrás del alcalde de tres al cuarto de turno, mendigando una mísera y vacía declaración. Ahora su vida se había transformado en una trepidante montaña rusa que escondía sorpresas detrás de cada curva.

—No sé si sería lo más juicioso, visto lo visto hasta el momento.

—Hablando de buen juicio, jamás menciones a nadie la reunión que vamos a mantener esta mañana, ni tan siquiera a tus editores. Günther es un nombre ficticio, pero su profesión es real, y su identidad debe permanecer oculta, al igual que la mía propia.

—Entendido —dijo Sebastián lacónico, pensando que no existían los editores, y que lamentablemente sí que había facilitado el nombre de Claudia a Nick, aunque confiaba que aquello no supusiese un problema en el futuro.

La joven se manejaba a toda velocidad por las calles berlinesas, alejándose del centro en dirección a un barrio humilde de casas bajas y antiguas, en cuyos portales se apiñaban niños vestidos de uniforme que se preparaban para ir a la escuela. Si no hubiera sido por el estilo arquitectónico y por la abundancia de cabellos dorados aquel bien podía haber pasado por un barrio de las afueras de Madrid, y eso reconfortó extrañamente a Sebastián, que apretó su frente contra el frío cristal del coche.

Aparcaron junto a un edificio descuidado, pero de hermosa fachada de ladrillos rojizos y altos ventanales. No había ascensor, y tuvieron que subir tres plantas por las escaleras, sucias y consumidas por el paso del tiempo. Claudia pulsó con decisión el timbre de una de las dos puertas del tercer piso y un hombre alto y grueso, con un espeso bigote y pelo castaño enmarañado, les abrió.

—¡Pasad! Hace tiempo que os esperaba.

—Lo lamento, Günther, ha surgido un pequeño contratiempo —mintió Claudia—. Este es Sebastián, el periodista del que te hablé.

Günther hizo un breve ademán por todo saludo, y alzó una ceja en un gesto de cierta desconfianza. Madrigal entró en la casa, y descubrió un largo pasillo abarrotado de libros, desordenados y amontonados unos sobre otros, formando altas y desequilibradas columnas que amenazaban con derrumbarse en cualquier instante. Siguieron al cazador de libros a sueldo hasta un amplio salón en el que cientos de ejemplares habían ido conquistado terreno, reduciendo el espacio disponible a un solo sofá de tres plazas y una mesita baja de roble.

—¿Cómo puedes vivir en un lugar como este? —inquirió Claudia, con extraña familiaridad.

—No vivo aquí, muñeca. Este lugar es una tapadera para los libros que voy capturando por ahí, y la mejor de las cajas fuertes que existan. Nadie sospecha de este antro, y si algún ratero se aventurara a entrar en la casa saldrían corriendo, pues hoy sólo buscan ordenadores, teléfonos, pantallas planas y tarjetas de crédito. Pero ocultos entre estos miles de ejemplares hay algunos que son únicos y que valen una fortuna. Aguardan pacientemente comprador, o el momento de ser entregados a su próximo dueño –Günther hablaba un inglés con un pronunciado acento alemán que costaba seguir, y terminaba cada frase con un guiño de ojos, igual que un mafioso que buscara siempre la complacencia entre sus interlocutores—. Imagino que habrás puesto al corriente a este chupatintas, ¿no?

—Descuida, es de confianza. Y ya sabes que los periodistas jamás revelan sus fuentes, ni están obligados a hacerlo.

—Esto lo hago porque tú me lo has pedido, no por él. Tú sabrás qué rollo te traes con este tipo.

Sebastián se sentía intimidado por aquel hombre enorme y áspero en sus modales, y se preguntaba qué diablos estaban haciendo allí. Confiaba en Claudia, aunque el imborrable recuerdo de sus ojos iluminados y de sus ronquidos guturales le asaltaban como una especie de alarma. Encerrado en aquel piso como poco singular, se acordaba del ofrecimiento que Nick le había hecho en repetidas ocasiones de echarle una mano.

—Sólo nos une la coincidencia en la pasión por un libro, el Necronomicon. Además, es amigo de un colega mío en España. Quiero ayudarle con un ensayo que está preparando, y quizá él consiga que yo pueda recuperar el original.

Günther negó lentamente con la cabeza, y acarició con ternura el cabello de Claudia, casi igual que lo hubiera hecho un progenitor.

—Sabes que esa es una misión casi imposible, y te lo digo yo, que me gano muy bien la vida encontrando códices dados por desaparecidos o supuestamente imaginarios.

—Y tú sabes que no voy a cejar en mi empeño.

—¡Está bien! ¿Qué queréis saber? Dispongo de poco tiempo, ya que habéis llegado muy tarde.

—Todo, todo lo que puedas contarnos sobre el Necronomicon y su posible ubicación actual. Aunque yo esté al tanto de muchas cosas él no —dijo Claudia, señalando a Sebastián—, y quizá sería interesante para incluirlas en el ensayo.

—Vale, pero tendré que ser muy breve.

—Que no te engañe el aspecto y la rudeza de Günther —dijo Claudia dirigiéndose a Madrigal—, ese corpachón oculta un corazón enorme, y por sus manos han pasado libros increíbles, como las Estancias de Dzyan o la Estenografía de Tritemio.

Sebastián asintió, como si aquellos títulos desconocidos le fueran de lo más comunes, mientras Günther trataba de restar importancia haciendo un gesto con la mano.

—El Necronomicon es un libro al que ha sido muy difícil seguirle la pista a lo largo de la historia, y por eso hoy todavía la mayoría de la gente piensa que no existe, incluso grandes especialistas. Apenas hay documentos en los que se lo mencione de una u otra forma, si exceptuamos a Lovecraft y toda su cohorte. Hay por ahí un escrito a mano del siglo XVII que lo incluye dentro de una extensa colección de libros ubicados en Toledo, y también algunos papeles del siglo X lo citan, como parte de los tratados que en secreto compartían los sabios de Constantinopla.

—Precisamente Sebastián escribió un artículo acerca de la existencia del Necronomicon, y de su posible publicación en Toledo —apuntó Claudia.

—En fin, en realidad… —dijo Madrigal, recordando lo mal documentado que estaba ese escrito.

—Muy bien, me agrada que alguien se ocupe de rescatar libros olvidados y hacerlos llegar a la gente.

—Gracias —manifestó Sebastián, sin añadir nada más, pues parecía haber empatizado por vez primera con el cazador de libros y no iba a estropearlo.

Günther se giró y cogió un ejemplar de los muchos que tenía a su espalda. Tras consultarlo fugazmente se rascó la cabellera erizada, como tratando de recuperar el hilo de su narración.

—Este libro siempre ha supuesto un peligro, y ha concedido un gran poder a su poseedor. Por ese motivo ha sido y es objeto codiciado por mucha gente. En tiempos pasados famosos oscurantistas como John Dee o Roger Bacon, o importantes estadistas, trataron de localizarlo sin éxito, hasta se dice que los nazis intentaron encontrarlo. En la actualidad se pagarían sumas astronómicas por la única copia del original que existe. La misma que tu padre le vendió a Thomas Brown.

Sebastián se quedó pasmado por unos segundos. Demasiada información de repente, imposible de asimilar a la vez por su todavía aturullado cerebro, que no había descansado lo suficiente. Por un lado dirigió una mirada de reproche a Claudia, que le contestó con una enigmática media sonrisa y un encogimiento de hombros; por otro, sintió que al complejo puzzle al que se enfrentaba no le faltaba ninguna pieza, y terminaría por encajarlas todas.

—Me suena ese nombre, Thomas Brown —dijo Madrigal, obviando el asunto de Claudia, y reservándolo para cuando estuvieran a solas.

—Brown es un millonario norteamericano —continuó Günther, dirigiéndose a Sebastián—. No sabemos mucho de él. Cuando Bernard, el padre de Claudia, me encargó localizar el libro a cualquier precio investigué qué había sucedido con él a lo largo del siglo XX, pues el pasado apenas me interesaba. Supe que había estado en manos de un tal Thomas Brown en la década de los veinte.

—Y ese hombre leyó el Necronomicon, y por eso sigue vivo —apuntó con animosidad Madrigal.

—No. Error. No sabemos si lo leyó o no, pero lo cierto es que el libro apareció en Italia muchos años después, procedente de Francia, en poder de un humilde librero de viejo, que fue donde yo pude localizarlo. El Thomas Brown al que Bernard Reiss le vendió el tomo es el nieto del Brown de principios del siglo pasado.

Un extraño silencio se abrió por espacio de un minuto, como si todos rumiaran para sus adentros aquella interesante información, conformándose cada uno su propia y particular semblanza de los Brown en su conjunto.

—¿Y no es posible que Thomas Brown siga teniendo el libro en su poder? —inquirió Claudia.

—Puede ser. La verdad es que no lo sé.

—No lo creo —dijo Sebastián, recordando las palabras de Cyrill en París.

Los dos alemanes le dirigieron una mirada de estupefacción al unísono, como si aquel comentario estuviera fuera de lugar, más por quién lo había proferido que por su contenido intrínseco.

—¿Y eso? —preguntó Günther con denodado interés.

—Una corazonada.

—Bueno, también entra dentro de lo probable. Sea como sea, para encontrar un libro hay que seguir la pista del último poseedor conocido, y desde ahí tratar de ir atando cabos. Así es como actúo yo.

—Günther, háblale de tu teoría acerca de los orígenes del Necronomicon. Seguro que quedará muy bien en el ensayo —casi suplicó la joven.

El cazador de libros a sueldo miró su reloj e hizo un gesto de contrariedad, como si cada instante fuera un momento único y cuya pérdida le provocara un profundo dolor.

—Llego tarde a una cita, y a mí no me gusta ser impuntual —dijo Günther, en tono de reproche—. Seré muy conciso. Yo creo que Abdul Al-Hazred, autor del Al Azif o Necronomicon, recibió sus conocimientos en el desierto de la mano de espíritus emparentados con las deidades egipcias Sutej e Inpu, es decir, Seth y Anubis, padre e hijo respectivamente, señores del mal, del desierto y del reino de los muertos. La posibilidad de convocar a los demonios, de resucitar a los muertos o de utilizar el mal en beneficio propio ha estado presente en nuestras creencias desde siempre. Ya en tiempos del emperador asirio Asurbanipal, en el siglo VII antes de Cristo, se habla de una serie de tablas, el Oráculo Maligno, que permitían invocar a los demonios y acceder a los infiernos. Intuyo que ese saber es tan real como la existencia de un Dios único, y que cada cultura lo ha ido transmitiendo con mayor o peor fortuna. En los tiempos de la Inquisición se quemaron cientos y cientos de tratados demonológicos y oscurantistas, y por lo tanto se perdió para siempre una gran fuente de conocimiento, insospechado en nuestros días, pero cierto.

—¿Acaso cree en serio que todos esos libros encerraban verdadera magia entre sus páginas? —inquirió respetuosamente Sebastián.

Günther volvió a rascarse la hirsuta melena, en un gesto que parecía formar parte de un ritual frecuente en el alemán.

—Todos no, pero muchos de ellos sí, estoy convencido. Creemos en un Dios todopoderoso que ejerce su influencia en este mundo y en el siguiente, y nos parece lo más normal, pero somos incapaces de abrir nuestras mentes un poco más allá. Yo creo que ambas cosas son compatibles. Pero este pensamiento ha sido hábilmente aniquilado por la Iglesia en el pasado, convirtiendo en hereje a cualquiera que se saliese un milímetro de la ortodoxia. En realidad lo hacía por una cuestión de poder, y nada más, pues era el clero el primero en acumular y guarecer muchos de los tratados oscurantistas, reservando el derecho a su lectura a un selecto grupo de eclesiásticos. De hecho, la mayor colección de libros de esa índole que persisten en la actualidad se encuentran precisamente en la Biblioteca Vaticana.

—Tengo que reconocer que a mí me cuesta aceptar estas teorías —manifestó Madrigal modestamente.

—Es normal. Por un lado el peso cultural ejerce una gran influencia, y por otro, y no se ofenda, todavía no ha estado en contacto con algunas de las obras más relevantes del ocultismo como para ser consciente de su verdadero poder. Ahora debo marcharme —concluyó abruptamente Günther, que señaló su reloj de pulsera con uno de sus guiños de ojos. Gracias por tu valioso tiempo, Günther, seguro que todo lo que nos has contado servirá para ilustrar el ensayo de Sebastián— dijo Claudia.

El cazador de libros se incorporó y se puso a husmear entre los cientos de tomos que dominaban el salón. Al fin pareció encontrar lo que buscaba, y le entregó un pequeño libro a Madrigal.

—Sólo es una muestra. Puede leerlo y consultarlo, con mucho mimo, unos días, luego se lo entrega a Claudia, y ella se encargará de hacérmelo llegar. Me ha caído simpático.

Claudia y Sebastián abandonaron aquel lugar mitad apartamento mitad biblioteca y se dirigieron de vuelta al hotel. Durante todo el trayecto no se dijeron ni una sola palabra, y Madrigal pensaba en la manera de abordar el asunto de que el padre de Claudia hubiera sido uno de los poseedores del original, algo que ella le había ocultado hasta la fecha.

—¿Qué libro te ha dejado Günther? —inquirió la alemana, con naturalidad, mientras estacionaba el vehículo cerca del hotel en el que se alojaba Madrigal.

Sebastián se percató entonces de que ni tan siquiera lo había mirado, y abrió con cuidado la primera página, pues las tapas estaban inmaculadas. Era un manuscrito breve, plasmado sobre pergamino de excelente calidad y muy bien conservado.

—Aquí dice The Hermetecism Fable by John Dee —dijo un tanto confundido Madrigal.

Claudia sonrió afectivamente, y con un ademán le pidió permiso al español para coger el pequeño libro.

—Apenas se conoce. Günther lo guarda como un tesoro, y nunca lo ha vendido hasta la fecha. Según mi padre un anticuario jamás debe de tomarle cariño a una pieza, pero en el caso de un mercenario ya es pecado mortal. Pero Günther dice que esta es una obra única, del puño y letra del propio Dee, al que venera. Se la considera inexistente, pero ya ves que no es así. Te gustará, está escrito en un inglés del siglo XVII pero creo que serás capaz de entenderlo. Yo ya lo leí hace tiempo.

—¿De qué habla?

—¿Sabes algo de Hermes Trismegisto?

—Ni idea.

—Entonces es mejor que no te cuente nada. Günther ha querido iniciarte en las artes oscuras, y lo hace de la mano de una de sus figuras más relevantes.

Sebastián tuvo la sensación de haberse introducido en una secta, de estar entrando en contacto con un mundo extraño, en el que nada era lo que parecía, y en el que todo el mundo se conocía desde hacía ya mucho tiempo. Él, sin duda, era un forastero en aquellos lóbregos ámbitos.

—Claudia, hay una cosa sobre la que deseo hablarte…

La alemana se le quedó mirando a los ojos, como si hubiera esperado ese momento desde hacía tiempo. Quizá intuyera que quería abordar el asunto de sus ronquidos guturales, pero Sebastián aún no se sentía preparado para ello, y ni tan siquiera tenía la seguridad de que Claudia fuera consciente de aquella rareza.

—Te escucho —dijo ella, acomodándose en el asiento del conductor.

—¿Cómo no me habías dicho lo de tu padre? No sé, me duele haberme enterado por boca de un desconocido. Y es tan raro que todos estos días ni tan siquiera lo hayas mencionado una sola vez…

Claudia seguía con sus ojos oscuros clavados en los de Sebastián, como esperando algo más, como si el español no hubiera terminado de decir todo lo que le rondaba en realidad por la cabeza.

—Sebastián, me caes bien, y te estoy ayudando. Además, algo me dice que juntos vamos a conseguir encontrar el Necronomicon. Pero lo cierto es que nos conocimos apenas hace unos días, y hay asuntos de los que no le hablo absolutamente a nadie. Te aseguro que mi propia seguridad personal está en juego. Siento haberte defraudado, pero si lo piensas bien conoces mucho más de mí de lo que yo todavía sé de ti. Este asunto para ti es un buen ensayo, y sin embargo a mí me va la vida en ello.

El hermoso rostro de Claudia y aquellas crípticas palabras confundieron todavía más a Madrigal, que sin saber bien qué decir cogió el libro e hizo ademán de abandonar el coche, huyendo como un cobarde que es incapaz de encontrar otra alternativa.

—Esta bien, muchas gracias por tu ayuda.

—Nos vemos a la tarde.

—¿Qué quieres que hagamos? —inquirió Sebastián, arrepintiéndose al instante del tono cargado de resentimiento que había utilizado.

—Investigar sobre Thomas Brown. Ya has oído a Günther, tenemos que seguirle la pista al último propietario conocido. Yo ahora me voy a casa, a ver qué hay por Internet. Y de paso, intentaré mirar en los archivos de mi padre, por si hubiera alguna cosa que haya pasado por alto anteriormente —dijo Claudia, intentando recuperar la confianza del español, y hablando con una controlada humildad.

—Está bien, te espero a eso de las cuatro aquí en el hotel.

—Gracias, Sebastián —se despidió ella lacónicamente. Luego arrancó el vehículo y se perdió con rapidez tras una esquina.

Cuando Madrigal llegó a la habitación se sentía abatido, con una extraña desazón que le atenazaba. Comenzó a leer el breve manuscrito que le había prestado Günther, y el contenido del libro le sedujo lo suficiente como para distraer su mente de cualquier otro pensamiento.

Apenas a mil kilómetros de distancia, en París, Cyrill sentía que su mundo se derrumbaba a su alrededor. Encerrado en el piso de la Avenida Kléber, trataba de calmarse. La llamada que Fabián le acababa de hacer había terminado de confirmar sus sospechas, y sabía que tenía que reaccionar de alguna manera. Una cosa al menos tenía clara, y aquel particular dogma quizá le ayudara a recuperar la fe perdida: el mal no se generaba por la lectura de ningún libro, el mal era algo que anidaba, crecía y se expandía en el interior de cada persona, y sólo ella era responsable de que sus actos se corrompieran hacia la dirección errónea, independientemente de su condición. Y ahora le tocaba a él trazar un plan para que el Maligno perdiera al inesperado aliado con el que se había tropezado.