XXXI

Berta Kunz tenía ahora que hacer lo que a su marido no le había dado tiempo, debido a su temprana y desgraciada muerte. Sabía que era algo incómodo, y que debía elegir muy bien las palabras, el tono, la forma misma con la que acercarse a su hija, todavía muy afectada por la reciente pérdida de su padre, al que adoraba. Claudia era todavía casi una adolescente, hasta cierto punto risueña e infantil, y tampoco sabía qué efecto le provocaría conocer la verdad, y ni tan siquiera si sería capaz de asumirla. Pero Berta estaba decidida, porque la seguridad de su hija estaba en juego, y no deseaba perderla por segunda vez.

—Claudia, hija, hay algo que debo contarte.

Claudia Reiss estaba leyendo con entusiasmo uno de los numerosos códices que tenían en la pequeña biblioteca familiar, y con los que su padre de vez en cuando había realizado buenos negocios. Sin lugar a dudas había heredado de él la devoción por los libros en general, y por los antiguos en particular.

—Mamá, me estás inquietando con ese tono.

Berta sonrió. Su hija era una chica muy hermosa, inteligente y desenfadada. Por un momento dudó si era adecuado seguir adelante, contarle la verdad y quizá provocarle un trauma. Pero al instante recordó que no le quedaba otro remedio que afrontar ese momento por el bien de Claudia.

—No deseo asustarte, pero hay algunos aspectos de tu vida que desconoces, y que ha llegado el momento que sepas.

La joven cerró el libro con cuidado y lo devolvió a su estantería, luego se sentó en el suelo, junto a su madre, y la miró concentrada, como esperando escuchar un relato que nada tuviese que ver con ella.

—Te escucho, mamá.

Berta resopló, dejando escapar todo el miedo que la invadía y que apenas sí le dejaba cavilar con normalidad. Pensó que lo más apropiado era abordar el asunto sin rodeos, por el bien de las dos.

—Claudia, tú falleciste hace dos años. Aunque no lo creas, tuviste un terrible accidente de moto y desgraciadamente te golpeaste mortalmente la cabeza.

La joven hizo una mueca de disgusto, y luego rompió a reír con estruendosas carcajadas que inundaron la estancia.

—¡Venga, mamá, que ya soy mayorcita para estos cuentos! No pensarías que ibas a lograr asustarme con una patochada así…

Berta clavó los ojos en su hija y permaneció muy seria y en silencio durante un par de minutos, escogiendo con calma sus siguientes palabras.

—Desgraciadamente, no estoy bromeando —dijo la madre, incorporándose y yendo a buscar un recorte de periódico, escondido en un cajón cerrado con llave—. Aquí tienes una prueba evidente de lo que te estoy contando.

Claudia recibió aquel papel. Era una sencilla esquela, con su nombre destacado en gruesa tipografía negra. Y, efectivamente, estaba fechada dos años atrás. Aquello era completamente imposible, un error, una fatal casualidad. La risa se le atravesó en la garganta y el gesto de su rostro se volvió adusto de repente.

—Pero mamá, no puede ser…

—Puede ser, por más que a mi misma me cueste comprenderlo. Te aseguro que no sólo puede, sino que de hecho lo es.

—Pero ¿entonces yo…? —inquirió la joven, sin llegar a concluir la pregunta.

—Tú, evidentemente, estás viva. De eso tampoco me cabe la menor duda. Ojalá tu padre estuviera aquí para explicártelo.

—¿Qué hicisteis? ¿Cómo puedo estar aquí si estaba muerta?

—No es sencillo. Tu padre, al igual que tú, era un gran aficionado a los libros, y tuvo una extraña corazonada. Del mismo modo que algunos enfermos terminales acuden en busca de brujos y sanadores cuando ya la medicina convencional les ha cerrado todas las puertas, tu padre, que sentía devoción por ti, como bien sabes, trató de resucitarte usando los numerosos sortilegios y rituales que en algunos libros se describían para tal fin. Investigó sin descanso, siguiendo la pista de aquellos manuales que le resultaban más fiables. Yo intenté disuadirle, creyendo que el pobre había perdido el juicio debido a tu muerte, aunque afortunadamente no lo logré. Tan ofuscado estaba que casi todo el tiempo lo dedicaba a esa tarea de locos que es devolver la vida a alguien que ya ha expirado.

Claudia escuchaba a su madre como alucinada, y sintiendo que aquella historia no podía ser la suya, y que no era más que un cuento gótico que Berta le narraba con intensidad para entretenerla.

—¡Todo esto es inconcebible! —exclamó la joven, golpeándose los muslos con los puños fuertemente apretados.

—Aquel rastreo le llevó a adquirir un libro supuestamente ficticio —continuó Berta, temiendo que si dudaba no podría continuar con el relato de aquellos hechos fantásticos—, que jamás había existido, el Necronomicon, y que gracias a una determinada invocación podía devolver la vida a los muertos. Tu padre jamás leyó aquel libro, pues temía que pudiera tener consecuencias nefastas, pero sí que utilizó uno de aquellos encantamientos para devolverte la vida.

La joven no llegaba a concebir que todo lo que le estaba contando su madre fuera cierto. Además, lo que le decía no concordaba con lo que había en su memoria.

—Pero mamá, perdóname, pero es que yo no recuerdo absolutamente nada de lo que me estás diciendo. Yo no recuerdo haber tenido ningún accidente, ni nada parecido. Ni siquiera tengo un mínimo rasguño en la cabeza que corrobore esa versión, ¡nada! —exclamó Claudia, apartándose el pelo para mostrarle el cuero cabelludo a su progenitora.

Berta negó repetidas veces con su cabeza, admitiendo que aquello estaba resultando tanto o más complicado de lo que había imaginado.

—Es cierto. Como te he contado tu padre hizo el ritual, y luego, como ya había sucedido otras tantas veces con otros tantos libros, esperamos. Al cabo de dos días, sólo dos días, apareciste una mañana durmiendo en tu cama, como si nada. Un milagro, entiendes, ¡era un maravilloso milagro! —exclamó la madre, todavía emocionada al recordar—. No recordabas nada tampoco, para ti era como si te hubieras acostado el día del accidente y te hubieras pasado diez meses durmiendo. Al instante decidimos mudarnos al otro extremo de la ciudad, para evitar un escándalo, y no decirte absolutamente nada, porque como ahora te sucede no nos hubieras creído. Además, pensábamos que podía provocarte una conmoción. Yo jamás me he hecho preguntas, para mí lo importante es que estás viva, que te tengo a mi lado de nuevo.

Ahora las piezas comenzaban a encajar en la mente de Claudia, pues jamás había vuelto a ver a sus amigos del instituto, ni de la infancia, sólo a la gente de la universidad. Tampoco había mantenido contacto con ningún familiar lejano desde hacía tiempo, sólo con los abuelos, que seguro se encontraban al tanto de la estrambótica situación.

—Pero mamá, entonces, ¿por qué me cuentas todo esto ahora? —preguntó la joven, desconcertada.

—Por dos motivos. Primero, porque oficialmente estás muerta, y eso es algo que de momento no te ha dado problemas pero que tendremos que resolver de alguna forma antes de que los provoque. Me imagino que tendrás que convivir con una identidad falsa el resto de tu vida, no lo sé…

—¿Y la segunda razón? —inquirió Claudia, temiéndose que no iba ser algo de carácter tan práctico.

Berta restregó sus manos contra los brazos del sofá en el que estaba sentada, como tratando de secarse un sudor inexistente, y haciendo tiempo para ordenar las ideas en su cabeza.

—Regresaste a la vida gracias a un libro maldito. Un libro que tu padre vendió antes de morir. Tu padre cuando hizo el sortilegio sabía algunas cosas que sucederían parejas a tu resurrección, pero otras las descubrió más tarde, cuando el Necronomicon ya no estaba en su poder, aunque creía que se encontraba en buenas manos. Me las fue contando a mí, y esperaba decírtelas él personalmente algún día.

—¡Por Dios, mamá, de qué cosas me estás hablando! —exclamó la joven, que intuía una realidad oscura a la vuelta de las siguientes palabras de su madre.

—Eres completamente normal, incluso como bien dices regresaste sin tan siquiera una cicatriz. No sólo las que te provocó el accidente, sino algunas otras que te habías hecho de niña. Pero cuando duermes, por las noches, emites una especie de gruñidos horribles y tus ojos se iluminan tras los párpados cerrados de un rojo intenso —dijo Berta, llevándose las temblorosas manos a la cara, tratando de sofocar un sollozo.

Claudia observaba a su madre como extasiada, incrédula, deseando borrar aquella aciaga tarde de sus días, al igual que al parecer se había evaporado el accidente de su memoria.

—¿En qué me he convertido, mamá? ¿Acaso soy una bestia? —inquirió la joven, con la voz apagada.

Berta estrechó a su hija entre sus brazos, y la meció ligeramente, como si aún fuera una niña asustada por una pesadilla sin importancia.

—Tú no eres ninguna bestia, eres una jovencita preciosa, ¿me oyes? Pero tienes que tener cuidado en quién confías y con quién estás. Hay más cosas que debes saber.

—Dime —manifestó Claudia, resignada a su suerte.

—Si por casualidad alguna vez estuvieras cerca del libro verdadero trata de huir de él. Su sola presencia revelará a cualquiera tu extraña naturaleza.

—¿Cómo?

—No lo sé exactamente. Pero puedes estar segura de que lo hará. Es algo que tu padre me dejó muy claro.

—Pero ¿cómo voy a huir de un libro que jamás he visto? Y tampoco deseo renunciar a mi pasión —dijo la joven, señalando la biblioteca.

—Al igual que el libro desvelará tu condición, tú serás capaz de verlo y de saber que se trata del Necronomicon, sin que haga falta que nadie te lo diga. Estáis unidos por el rito con el que tu padre te devolvió la existencia.

—Es terrible, mamá.

—Lo sé. Además, estarás a merced de los deseos de aquel que posea el Necronomicon, que será dueño de tu voluntad, allá donde quiera que se encuentre. Bastará con invocar tu nombre y decir en voz alta lo que desea que hagas para que tú lo ejecutes, sin que puedas hacer nada para evitarlo. Por eso es tan importante que nadie sepa jamás que estás viva gracias a ese libro, pues mientras siga siendo un secreto nadie podrá hacerte daño o dominarte, ¿me has entendido bien?

Claudia comprendía, aunque buena parte de su razón se negaba a admitir aquella nueva realidad, que hasta entonces había permanecido convenientemente oculta. Apretó los dientes, sacando de sus entrañas a la joven decidida y valiente, que no se amilanaba ante las dificultades, que llevaba dentro.

—Mamá, en ese caso está claro lo que debo de hacer a partir de hoy mismo —dijo la joven, muy seria.

Berta no supo de qué manera interpretar el tono enérgico de su hija, que parecía haber reaccionado con demasiado ímpetu.

—No me asustes, hija mía. ¿Qué pretendes?

—Buscar el Necronomicon. Sólo teniéndolo en mi poder podré estar a salvo, sólo con ese libro en nuestra biblioteca podré dormir tranquila.

Berta se sintió desfallecer, pues no tenía claro que aquello fuese en absoluto una buena idea. De alguna manera Claudia le estaba recordando a Bernard, su marido, un idealista que se había dejado arrastrar detrás de cientos de quimeras.

—No sé si es conveniente, creo que puede ser muy arriesgado, Claudia. Piensa que recuperar el libro supone acercarte a él, y yo lo que creo es que debes mantenerte muy alejada del Necronomicon.

Claudia sabía que su madre le hablaba con el corazón, pero a ella un impulso extraño le obligaba a tomar aquella decisión, la única que podía evitarle una existencia estrangulada por el miedo y los resquemores. Además, había otro motivo, si cabía aún más importante, por el que merecía la pena recuperar el libro.

—Mamá, voy a encontrar ese libro y lo voy a traer aquí, pues de otra forma no podré dormir tranquila ya jamás, recelando de cualquier persona, temiendo si no estaré ya bajo la voluntad de otro… Además, cuando el Necronomicon esté en nuestro poder tendremos a alguien a nuestro lado que nos ayudará a enfrentarnos a esta situación.

Berta miró un tanto turbada a su hija, que hablaba entusiasmada, como si tras el shock inicial hubiera sido capaz de recuperarse de forma asombrosamente rápida.

—No te comprendo…

—Yo también voy a salvar a papá. Encontraré el libro y lo resucitaré, al igual que hizo él conmigo.