XXX

Don Pedro Mendoza apenas se atrevió a leer algunas páginas del libro que el joven Basilio había aceptado dejarle en recaudo. Percibía una amenaza singular en el manuscrito, como si las advertencias vertidas en su inicio fueran del todo veraces. Ocultó el tomo entre otros muchos, sin disimulo alguno y a la vista de cualquiera que visitara aquella biblioteca. Pensó que nadie sospecharía de un lugar tan público como aquel. Tras abandonar la estancia con pesada resignación, rezó para sus adentros y esperó la segura visita de don Álvaro de Luna.

—Me dicen que habéis dado cobijo y protección a un tal Diego de Lope, que es en realidad Basilio, un novicio acusado de robo y asesinato, ¿qué me decís, don Pedro? —inquirió el favorito del rey, a poco de llegar al taller de traducciones, bien acompañado por seis guardias.

El traductor conocía perfectamente a don Álvaro de Luna, pues en más de una ocasión le había solicitado la discreta traducción de alguna obra extraña escrita en árabe, relacionada con la alquimia o con la demonología. Don Pedro Mendoza siempre había sabido mantener la debida discreción, pese a que de sobras era conocida la afición del favorito a los temas oscuros. Quizá debido a ello en los últimos tiempos había dejado de frecuentar su taller.

—Qué le voy a decir, Señor, que si usted así lo dice es que así será. Efectivamente yo adopté a ese joven por su buena presencia y conocimiento, y nunca pregunto a nadie de dónde viene o qué ha hecho en el pasado, y por eso no tenía la menor idea de sus terribles crímenes ni de su verdadero nombre.

El favorito dirigió una fría mirada al traductor. Sabía que tenía que ser comedido, pues don Pedro Mendoza era un hombre respetado, con numerosas e influyentes amistades, y que además conocía demasiadas cosas acerca de él mismo. Pese a sospechar que decía menos de lo que sabía, prefirió seguirle el juego e intentar obtener algo de información.

—¿Y dónde se encuentra el joven en este momento?

—No lo sé, y ahora que lo pienso no lo he visto desde ayer cuando terminó su jornada.

—¿Está seguro, don Pedro? —inquirió el favorito, con un tono cargado de amenazas.

—Segurísimo, cómo iba yo a mentiros, Señor.

Don Álvaro de Luna se paseó entre las mesas y los numerosos códices que había sobre ellas, consultando algunas cuartillas apenas empezadas y mirando de soslayo al traductor.

—Se dice por ahí que el novicio llevaba siempre consigo un libro robado en un monasterio, ¿qué me decís?

Don Pedro Mendoza hizo un gesto como de suma concentración, simulando que hurgaba en las entrañas de su memoria para tratar de satisfacer al poderoso Condestable de Castilla.

—Efectivamente, algún vago recuerdo tengo de ello. Me lo mostró en una ocasión, pero nada pude leer, pues se aferraba a él como al mayor de los tesoros. Pero le aseguro que por su apariencia no debía de tratarse de ninguna obra especialmente singular.

—La singularidad de la obra, como bien sabe, don Pedro, está en el contenido y no en el continente, que es mero adorno para conformar a burgueses iletrados que sólo desean decorar estanterías —dijo el favorito, mientras dirigía sus pasos hacia la biblioteca, cuya ubicación bien le era conocida, seguido de su comitiva—. ¿Y no se encontrará por azar ese volumen entre los cientos que guarecen esta hermosa biblioteca?

El traductor se acercó con decisión al don Álvaro de Luna, y lo miró a los ojos sin pestañear. Sabía perfectamente que había llegado el momento de actuar con inteligencia.

—No creo, Señor. Pero no dudéis vos en investigar y consultar todos y cada uno de estos ejemplares, si así lo consideráis necesario.

El favorito se giró sobre sí mismo, contrariado, e hizo un ademán a los guardias que lo acompañaban.

—No hará falta, aunque agradezco el ofrecimiento y la colaboración. Un buen conocido como usted tampoco merece un registro de sus bienes, como si fuera un vulgar ratero. Sólo os pido que si tenéis conocimiento del paradero del joven me lo hagáis saber de inmediato.

—Podéis estar seguro, Señor.

Tras aquella incómoda visita, y no sabiendo muy bien si debido a ella o a la influencia maligna del manuscrito del novicio, el taller fue cayendo en desgracia, disminuyendo su volumen de encargos, hasta verse obligado a cerrar para siempre sus puertas. Un rico burgués adquirió el edificio, con la idea de redestinarlo a otras funciones, como taller de zapatería o de tratamiento de pieles, aunque nunca llegó a hacerlo. Y así el taller con su biblioteca permaneció cerrado a lo largo de doscientos largos años, asistiendo como testigo mudo a la decadencia de la ciudad de Toledo, que fue perdiendo progresivamente su envidiable convivencia entre culturas, la capitalidad, la industria y finalmente hasta la gloriosa vida cultural que durante siglos sus murallas habían protegido. Además, varias epidemias diezmaron su población, que ya sólo era una sombra grotesca de lo que en tiempos había llegado a ser.

A principios del siglo XVII una infame institución dominaba y atormentaba la vida pública en España, el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, fundado a finales del siglo XV por los Reyes Católicos. Se celebraban cientos de juicios al año, que se iniciaban con una sencilla acusación sin ningún tipo de pruebas. La mayor parte de los juicios terminaban con una sentencia de culpabilidad que, salvo que el proceso fuera suspendido, conllevaba duras condenas para el acusado, en función de su grado de arrepentimiento, que iban desde la reconciliación, que suponía privarle de sus bienes y algún castigo físico, hasta la eufemística relajación al brazo secular, que no era otra cosa que morir quemado vivo en la hoguera. Aunque la Inquisición centraba sus maquinaciones en contra de judíos, protestantes y conversos, poco a poco también comenzó a trabajar en contra de cualquier forma de difusión de ideas heréticas, que podrían poner en peligro no sólo la fe, sino el propio estatus del clero en la sociedad. Así, en 1612 se publicaba la cuarta edición española, una ampliación de la elaborada por la Universidad de Lovaina, del Índice de Libros Prohibidos. La tenencia de cualquiera de los ejemplares incluidos podía suponer la apertura de un juicio por herejía.

En este contexto, algunos intelectuales de la época se negaban a aceptar aquellas normas que constreñían y aniquilaban el pensamiento libre, inundando de oscuridad y represión el mundo en el que vivían. Esos hombres estaban conformando los pilares de lo que más tarde daría en llamarse Ilustración, y entre ellos se encontraba don Francisco de Salinas, catedrático de retórica en la Real Universidad de Toledo, y que por mor del azar había heredado el antiguo edificio del taller de traductores que regentara don Pedro Mendoza.

—Señor, hemos descubierto una gran biblioteca en el edificio que ha recibido heredado de su tío. Si lo desea, podemos inventariarla —le dijo a don Francisco de Salinas uno de sus fieles sirvientes.

—No, gracias, prefiero hacerlo yo personalmente —repuso el catedrático, que ya barruntaba que quizá algún libro interesante pudiera haberse colado en aquel edificio que sabía dos siglos atrás había sido taller de traductores.

Don Francisco de Salinas no comulgaba con la represión y el oscurantismo impuestos desde la Iglesia, y trataba de transmitir a sus alumnos un pensamiento crítico y libre, lo que ya en más de una ocasión le había supuesto un disgusto. Ahora se manejaba con más prudencia, y en una pequeña imprenta hacía tiradas cortas de obras prohibidas o librepensadoras que luego difundía entre un selecto grupo de allegados. En aquella biblioteca heredada encontró un sinfín de tratados árabes y hebreos sobre temas científicos o filosóficos, y unos pocos que abordaban asuntos más lóbregos. Entre ellos le fascinó uno en concreto, sobre el que había oído hablar, pero que pensaba se trataba de una invención: el Necronomicon. Pese a su racionalismo, no se atrevió a leerlo completamente, prevenido por una extraña temeridad, muy inusual en su carácter atrevido. Se decidió a imprimir el manuscrito, en una tirada de cincuenta ejemplares que harían las delicias de unos cuantos profesores y eruditos. El catedrático, pese al alto coste que ello suponía, encargó utilizar papel de lino importado de Italia y convertir en grabados la mayor parte de las ilustraciones.

—Quiero un trabajo de calidad, hecho con esmero —le indicó don Francisco de Salinas al impresor.

—Le aseguro que quedará satisfecho con el resultado. Va a ser el mejor libro de cuantos hayamos editado.

—Por cierto, no quiero firmas de ningún tipo, ni lugar ni fecha de impresión. Ya sabe a lo que nos exponemos.

—Téngalo por seguro —replicó el impresor, con una sonrisa maliciosa dibujada en sus labios.

El catedrático solía esperar entre tres y cuatro meses, pues a sus encargos no se les podían imponer orden de prioridad, ya que apenas dejaban beneficio al impresor, que se ganaba bien la vida con otros trabajos de mayor tirada. Mientras aguardaba con obligada paciencia, se imaginaba las tertulias entre amigos repasando algunos fragmentos de un libro de aquellas características, y por el que algunas personas adineradas bien podían llegar a pagar más de doscientos mil maravedíes. Pero al cabo de diez semanas fue a verlo Enrique, el joven cajista que el impresor tenía a su cargo, y al que conocía de sus visitas a la imprenta. Venía muy exaltado y traía consigo un tomo, rematado tal y como él mismo lo había solicitado.

—¡Señor, algo terrible ha sucedido! Estábamos finalizando de encuadernar este ejemplar, el primero de las cincuenta copias que nos había encargado, cuando el resto de páginas han comenzado a arder por sí solas, las planchas se han roto en pedazos y, y mi maestro… ¡ha desaparecido ante mis propios ojos, como engullido por una bestia invisible! —exclamó el cajista, horrorizado.

El catedrático cogió la copia que el joven le traía con extremada calma. De alguna manera, no le resultaba raro aquel relato estremecedor e inverosímil que el cajista le hacía.

—¿Y el original? —inquirió don Francisco de Salinas.

—¿Cómo? —replicó el joven, confundido ante la parsimonia de la que hacía gala el catedrático.

—El manuscrito que entregué a tu maestro, ¿dónde está?

—También ardió, y ya sólo es un puñado de ceniza.

—Está bien —dijo don Francisco de Salinas, mientras entregaba una bolsa con monedas, que había sacado de un cofre de madera, al cajista—. Ahora toma estos diez mil maravedíes y huye, antes de que a cualquiera de nosotros puedan relacionarnos con este terrible suceso.

El catedrático quedó a solas, totalmente desolado. Entre sus manos temblorosas sostenía el ejemplar de un libro que sabía nada ni nadie podría jamás copiar, pero tampoco destruir. Estaba claro que no tenía otra solución más que ocultarlo, pues resultaba una amenaza si cabía aún mayor que la Inquisición a la que odiaba.