XXIX

Thomas Brown aspiró profundamente una gran bocanada de aire. Le acababan de comunicar que un anticuario de Berlín tenía el Necronomicon y que estaba dispuesto a vendérselo, pero para ello habían de verse cara a cara. Después de varios años buscando ese libro, una sensación de alivio se extendió por su cuerpo y por su mente, proporcionándole la misma alegría que cuando cerraba un buen trato.

Intentó mantener la calma, y planificó el viaje a la capital alemana para disponer del suficiente tiempo por si la negociación se alargaba. Aunque estaba dispuesto a pagar un alto precio por el volumen, tampoco quería que lo timaran. Antes de volar a Europa se informaría acerca de la valoración de un manuscrito de ese tipo.

Brown tenía el presentimiento de que una vez estuviese el libro en su poder podría desvelar el secreto que se ocultaba tras la misteriosa desaparición de su abuelo, y acerca de la cual su padre jamás le había dado explicación alguna. En su corazón latía la esperanza de que al fin la solución al enigma que le había privado de su abuelo estuviera muy cercana.

Decidió viajar solo, algo que no era habitual en él, pero que dadas las circunstancias prefería hacer. Pese a ser un hombre muy acaudalado, se mantenía alejado de la vida pública, al igual que lo habían hecho sus antecesores, y pensaba que si se filtraba a la prensa la historia de su familia y su pretensión de adquirir un supuesto libro mágico sería un escándalo de proporciones mayúsculas que no sabría administrar. Ni tan siquiera sus amigos más allegados conocían su intención, y sólo un par de discretos profesionales se habían ocupado de localizar el Necronomicon, siempre manteniendo oculto el nombre del interesado. Pero desafortunadamente aquellos hombres no habían podido cerrar la operación, porque el anticuario exigía un trato directo con el comprador.

Brown dispuso alojarse en el Swissotel, un lujoso y bien ubicado hotel berlinés, y reservó una pequeña sala de reuniones para verse con el anticuario y poder debatir con él sin que nadie les molestara o incomodara. Aquella magnífica tarde de primeros de Noviembre podía al fin finiquitar el deseo que le había acuciado los últimos años.

—Señor Thomas Brown, es un placer conocerle —dijo con extrema educación el anticuario, un hombre menudo y de aspecto afable.

—Muchas gracias. Yo también tenía ganas de verle en persona, señor Reiss.

—Le ruego que me llame Bernard, me hace sentir más cómodo.

—Nos llamaremos por los nombres de pila, entonces. Bernard, hay una cosa que me gustaría dejar clara, lleguemos o no a un acuerdo. He aceptado sus condiciones, y aquí estoy para hablar directamente con usted como deseaba, pero le ruego que mi nombre jamás trascienda a nadie. Este es un asunto que requiere de la mayor discreción posible —puntualizó Brown, frunciendo el ceño.

El anticuario se paseó por la reducida sala y dejó sobre una mesa de cuidado diseño vanguardista una amplia bolsa de lona.

—No tiene de qué preocuparse. Estoy acostumbrado a negociar con todo tipo de gentes, y le aseguro que esa discreción que reclama es santo y seña en mi trabajo.

—La verdad es que tengo buenas referencias suyas, y casi podría asegurarse que el ejemplar del que dispone es auténtico —manifestó el millonario, iniciando discretamente el regateo.

Reiss abrió la bolsa de lona y extrajo de ella un grueso ejemplar con tapas de cuero negro, que extendió a su interlocutor con una franca sonrisa en los labios.

—Esta es la única copia que existe en el mundo del Necronomicon, exactamente la misma que poseyó su abuelo hace más de sesenta años.

Brown sintió una extraña punzada en el pecho. Era imposible que aquel tipo sencillo, con aspecto de no haber matado una mosca en su vida, pudiera conocer un detalle tan íntimo de su pasado familiar.

—Perdone la indiscreción, pero ¿cómo puede usted saber eso? —inquirió el millonario, sin molestarse en rebatir lo evidente.

—Los libros son mi pasión, he dedicado a ellos toda mi vida, Thomas. Tengo un negocio anticuario, pero le aseguro que cualquier candelabro, sillón o reloj no son nada para mí, por muy bien conservados o antiguos que sean, al lado de un manuscrito raro o extraño, único. Para mí conocer la historia de un libro, quién lo imprimió, qué personas lo han poseído, cuántos ejemplares hay circulando por ahí es tan importante como para usted pueda serlo la auditoria de la próxima compañía que vaya a adquirir.

—Entonces, ¿cómo es que desea deshacerse de este libro? —preguntó Brown, sosteniendo con torpeza el volumen entre sus manos poco acostumbradas al manejo de obras vetustas de valor.

—Ese es mi trabajo. Jamás conservo nada, por mucho aprecio que le tenga. Me inicié en este oficio vendiendo todo lo que contenía una vieja casona que había pertenecido a mi padre, y comprendí que era una buena forma de ganarme la vida pasándolo bien. Pero para ser un buen anticuario hay una norma que uno no puede saltarse: está prohibido encariñarse con ningún objeto. Eso sería el principio del fin, ya me entiende. Es un lujo que sólo pueden permitirse millonarios excéntricos —apuntó con complicidad, guiñando un ojo—. Además, para mí este libro ya ha cumplido la función que esperaba de él.

Brown enarcó las cejas, dejó el tomo sobre la mesa y se echó ligeramente hacia delante.

—¿Qué función?

—No me creería, estoy convencido de ello. Aunque sí debería tener en cuenta, si no lo ha hecho ya, que está pujando por un libro nada convencional. Y no hablo sólo porque al final haya resultado que Lovecraft no se inventó nada, o casi nada, y el Necronomicon realmente exista. Esto ya ha sucedido con otros manuscritos que se pensaba eran producto de la imaginación y que con el tiempo han ido apareciendo, demostrándose que aquellos que hablaban de ellos no mentían. La cuestión es que este es realmente un libro excepcional, y los ritos que detalladamente describe tienen consecuencias. Por eso necesitaba conocerle personalmente, no se lo puedo vender al primer chiflado con dinero que llame a mi puerta.

El millonario recordó la nota que su abuelo le había escrito a su padre, y que él había encontrado en su herencia. Aquellas misteriosas advertencias que el anticuario alemán le hacía concordaban con el críptico mensaje de su abuelo.

—Creo que pretende impresionarme, que trata de inflar el precio del libro y nada más.

—Thomas, tiene que creerme antes de hacer suyo el tomo que tiene ante si, pues de lo contrario me veré obligado a rechazar cualquier oferta que me haga —declaró Reiss, solemnemente.

Brown se tomó muy en serio las palabras del anticuario. Pese a no creerle del todo, decidió seguirle el juego, pues se notaba que estaba convencido de lo que decía, y que la operación efectivamente se iría al traste si él no era capaz de demostrar cierta empatía con su interlocutor.

—Está bien, aceptaré las reglas. ¿Qué condiciones desea poner, Bernard?

Reiss afiló la mirada, receloso. Deseaba vender el manuscrito, deshacerse de él para siempre y trasladar a otro la responsabilidad de su custodia, y pensaba que Brown podía ser el candidato ideal, aunque le parecía un sujeto demasiado cartesiano como para comprender la magnitud del problema que iba a tener que manejar.

—Su abuelo poseyó este libro, y lo hizo con esmerada discreción y con la debida sensatez. Luego desaparecieron ambos misteriosamente. Quizá usted tenga las claves de lo acaecido a su abuelo —dijo el anticuario, tratando de ser prudente—, yo tan sólo sé lo que ha pasado con el volumen en los últimos años, hasta que cayó en mis manos. Sólo espero de usted el mismo buen juicio, que supongo le vendrá de herencia.

El millonario no pudo evitar mirar a través de las ventanas de la sala y observó con extraña melancolía la Avenida Joachimstaler, atestada de vehículos que suspiraban por llegar cuanto antes a casa. Al final, pensó, todos los seres humanos somos más o menos iguales en cualquier parte del mundo.

—No le decepcionaré, Bernard. Por cierto, voy a sincerarme con usted, parece alguien de confianza. Jamás le he contado a nadie esto, pero quién mejor que usted, un desconocido —dijo Brown, encogiéndose de hombros con resignación—, para decirle la verdad. Jamás supe qué le sucedió a mi abuelo, y mi padre nunca me habló del ello. Tampoco sabía hasta hace bien poco que él había sido poseedor del Necronomicon. La única razón de que hoy esté aquí, en Berlín, hablando con usted, es descubrir qué pudo pasarle o qué motivo le llevó a desaparecer.

—Pero quizá el libro no le revele la verdad, ¿no cree?

—Algo me dice que sí que lo hará, al menos me ayudará a comprender algunas cosas. Estoy convencido de que así será.

Bernard permaneció en silencio durante algunos minutos. Luego sacó de su chaqueta un pequeño bloc y un bolígrafo. Anotó una cifra en una de las páginas del cuaderno, la arrancó y se la extendió a Brown, que la recibió y la estudió cuidadosamente.

—Estamos de acuerdo, Bernard.

—Entonces, le ruego que me extienda un cheque al portador. Me fío de su solvencia.

—¿Así se hacen estas cosas? Estoy acostumbrado a llegar a un acuerdo primero, y luego a firmar un contrato, abogados, notarios y sanguijuelas varias…

El anticuario acogió de buen humor el comentario, y lanzó al aire una vaga sonrisa mientras observaba cómo Brown firmaba un cheque.

—No siempre es así, pero cuando se trata de este tipo de obras le aseguro que nadie va por ahí dejando pistas.

—Esto también es una pista —dijo Brown, al tiempo que entregaba el cheque al alemán.

—No, qué va. En el extraño caso de que alguien nos relacionara, yo diré que fui su guía durante su breve estancia en Berlín, y que lo hice tan bien que me lo agradeció con una generosa propina –Reiss hizo una medida pausa en su discurso—. Thomas, el libro ya le pertenece.

Brown cogió nuevamente el manuscrito, pero ahora inundado por una extraña emoción. Sentía sus manos ligadas a las de su abuelo gracias a aquellas tapas de firme cuero negro bien trabajado.

—Sólo una cosa debe de tener en cuenta, si va a leer el libro, y después haga lo que quiera. Recuerde siempre que si lo hace se volverá inmortal, tal y como lo oye, pero jamás olvide que entonces su destino quedará unido al Necronomicon para siempre.

Y el anticuario se marchó precipitadamente, dejando al millonario a solas acuciado por un sinfín de inverosímiles conjeturas.