Cyrill estaba irritado por un lado y contento por otro. Irritado porque Edouard había dejado escapar a un hombre que podía conducirles tras la pista de los endemoniados, y porque además había incumplido las órdenes de Lorenzo de eliminar a cualquiera que se interesara por el libro; y contento porque su buen amigo se encontraba bien, aunque un tanto conmocionado. Denis había ido a visitarlo para darle apoyo, y pese a que a él también le hubiese gustado había preferido quedarse en el piso de la Avenida Kléber.
Ahora no sabía cómo enfrentarse a Lorenzo, cómo decirle que habían perdido aquella esmerada falsificación y que no tenían nada. Bueno, sí, tenían dos nombres: Sebastián Madrigal y Claudia Reiss. Pero seguramente eso sería poco a los ojos de Lorenzo. Con el tiempo su carácter se estaba haciendo más duro, distante, casi cruel. Sus últimas decisiones le había costado asimilarlas, aunque tenía claro que sin el apoyo y la dedicación denodadas de Lorenzo la Hermandad ya hubiera desaparecido hacía tiempo, y no habría nadie en el mundo capaz de hacer frente a las alimañas que el Diablo tenía a su servicio.
Cyrill sabía que tenía que hacer algo, que podía hacer algo antes de contactar con Lorenzo. En la pantalla de 12” de un pequeño portátil de última generación, sobre el fondo de una fotografía vía satélite de las calles de París, parpadeaba inmóvil en el mismo lugar un punto de color rojo oscuro. El volumen falso ocultaba en sus tapas un localizador GPS.
«He de actuar por mi cuenta. Tengo que ir a ver a ese hombre, interrogarlo y, después, acabar con él», se repetía Cyrill, sin demasiada convicción.
Rebuscó en uno de los aparadores ubicado en la habitación contigua al salón en el que solían reunirse, hasta que encontró una pequeña pistola de bolsillo Titán 25, que pese a su tamaño podía provocar la muerte con un certero disparo. Se la guardó en el pantalón y volvió a mirar la pantalla del ordenador, para cerciorarse del punto exacto al que debía dirigirse. Sorprendentemente, estaba muy cerca de donde se encontraba, y podía ir perfectamente caminando.
Mientras se dirigía a la dirección marcada por el GPS sintió que el peso de la minúscula arma se iba multiplicando a cada paso que daba. ¿Cómo había terminado un hombre de Dios como él yendo en busca de otro para acabar con su vida? ¿No era aquello un pecado terrible, el peor de todos? Recordó sus inicios como párroco en una aldea perdida del centro de Francia, cargado de ilusión y de ganas de cambiar el mundo. Hacía las veces de cura, psicólogo, maestro y hasta de consejero matrimonial, incluyendo las relaciones maritales. Pero mientras su poder se fue acrecentando, ganando posiciones dentro de la Iglesia, hasta convertirse en un experto en exorcismos demandado en medio planeta y miembro de una exclusiva hermandad, su fe y su ilusión se habían ido resintiendo. ¿Qué quedaba en él del joven echado para delante que confiaba en la bondad interna de las personas para mejorar las cosas? El tiempo también le había enseñado que la gente no tenía tanta generosidad y benevolencia como había supuesto, y que los humanos eran básicamente unos seres egoístas y, en determinadas circunstancias, perversos hasta el extremo. Sólo unos pocos estaban dispuestos a renunciar a todo con tal de ayudar a los demás.
En diez minutos estaba ya frente a la puerta de un coqueto hotel ubicado en la calle Washington. Aspiró profundamente y se dirigió a la recepción con determinación.
—Por favor, ¿la habitación del señor Madrigal? —inquirió, en la seguridad de que había acertado con el sitio.
—La 305 —le respondió con sequedad el recepcionista—. Ahora mismo se encuentra en el hotel, ¿quiere que lo avise?
—No, muchas gracias, deseo darle una sorpresa.
Cyrill tomó el ascensor, y sintió que las piernas le temblaban mientras pulsaba el botón número tres y comenzaba a subir. Repasó fugazmente su español, para dirigirse al periodista en su lengua vernácula, que dominaba decentemente, pese a llevar tiempo sin practicarla. Una incómoda parálisis le atenazó nada más llamar con los nudillos a la puerta 305.
—Sí, ¿quién es? —preguntó una somnolienta voz.
Cyrill no supo cómo reaccionar, y optó finalmente por ir a lo más sencillo y decir la verdad, aunque pudiera suponer que el español no le abriese la puerta.
—Me llamo Cyrill, y soy compañero de Edouard.
Sebastián Madrigal vaciló unos instantes. Le habían despertado de su habitual siesta de una hora, y todavía se sentía un poco mareado. Aquel hombre le estaba diciendo que era conocido de Edouard, la misma persona con la que se había citado el día anterior y que le había regalado la copia falsa del Necronomicon. Instintivamente echó de menos a Claudia Reiss, que se había marchado por la mañana temprano sin despedirse y dejándole una breve nota: «Cenamos juntos esta noche a las siete y hablamos con tranquilidad». Finalmente, abrió la puerta. Al otro lado encontró a un hombre alto, con escaso pelo rubio, ojos azul claro y tez muy blanca tachonada de diminutas pecas. Pese a su expresión dura, su mirada limpia no podía ocultar una personalidad bondadosa.
—¿Puedo pasar?
—Sí, claro.
—Gracias. Estaba deseando conocerle.
—¿Conocerme? Ah, ya, comprendo. Perdone, es que estaba durmiendo. Mire, todo ha sido un malentendido. Ahí tiene el libro. Edouard, su compañero, se marchó precipitadamente.
Cyrill dirigió un vistazo breve hacia el volumen, que se hallaba sobre una mesita.
—No he venido a por el libro. He venido a hablar con usted.
Sebastián fue recuperando poco a poco la claridad de ideas. Aquella última frase, proferida de una forma un tanto sospechosa, había terminado de espabilarle. Recordó los ojos iluminados de Claudia, y todo lo que le había contado el día anterior acerca de las hormigas y los hormigueros.
—¿Qué quiere? ¿Quién es usted? —inquirió con rudeza Madrigal, abandonando el tono de medida cordialidad.
Cyrill sacó rápidamente la pistola y apuntó al pecho de aquel hombre que lo miraba completamente desconcertado.
—Digamos que soy yo el que hace las preguntas.
Sebastián se quedó petrificado. Era la primera vez en su vida que lo apuntaban con un arma, y el miedo que sentía era inimaginable. Al francés le temblaba la mano, y eso le apercibió del nerviosismo que le acuciaba. Tampoco él estaba acostumbrado a empuñar una pistola.
—Cálmese. Está bien, responderé a las preguntas, pero guarde esa pistola, se lo ruego.
—Más tarde, quizá. ¿Quién es usted?
—Soy un periodista que trabaja de por libre, nada más.
—Entonces, ¿qué le ha traído hasta París en busca del Necronomicon?
Cyrill agitaba el arma con vehemencia. Súbitamente, la imagen del hermano Stan convertido en cenizas regresó a su memoria y la ira se apoderó de él como nunca en su vida lo había hecho.
—Estoy preparando un ensayo, un ensayo acerca del Necronomicon. Publiqué un artículo…
—¡Miente! ¡Usted es un enviado de esos hijos de Satanás! ¡Usted trabaja para Thomas Brown! —exclamó el francés, fuera de sí.
Sebastián estaba aterrorizado. Aquel hombre había perdido los estribos y en cualquier momento podía dispararle, aunque fuera inconscientemente. No sabía bien cómo afrontar la situación y salir indemne de allí.
—Le aseguro que no tengo ni idea de quién es Thomas Brown. Yo trabajo para Henry Newman, un millonario afincado en Londres. Él me ha encargado buscar la única copia verdadera que existe del libro. Lo del ensayo es una tapadera —dijo precipitadamente Madrigal, temiendo que aquellas podían ser las últimas palabras que pronunciase en su vida.
Cyrill se relajó. El arma se deslizó entre sus manos y cayó al suelo sordamente, sobre la moqueta. Él mismo se sentó a plomo sobre la cama y se llevó horrorizado las manos a la cabeza. ¿Qué estaba haciendo? Sentía latir el corazón atenazado por el miedo del español en su propio pecho. Estaba convencido de que le había contado la verdad.
—Lo siento, lo lamento. He estado a punto de matarle.
Sebastián aguardó prudentemente. No sabía si incorporase y coger la pistola, o si quizá ese gesto pudiera desatar otra vez la caja de los truenos. Espero unos minutos en absoluto silencio, contemplando al francés que parecía debatirse en una profunda crisis personal.
—¿Quién es usted? —se atrevió por fin a inquirir Madrigal.
Cyrill alzó la vista. Tenía los ojos y el rostro llenos de lágrimas. Su expresión volvía a ser la de un hombre de bien, atormentado por sus pecados.
—Soy un sencillo cura. Pertenezco a una Hermandad secreta que en un tiempo dependió del Vaticano. Hoy somos un grupo que actúa por libre, y cuyo único objetivo es destruir la copia verdadera del Necronomicon. Ese libro es un peligro para todos. Para el que lo lea, para el que lo tenga y, por supuesto, para el que lo persiga. No sé quién es ese tal Newman, pero tenga cuidado con él. Nadie que esté implicado en este asunto es de fiar. Aléjese del libro, si quiere seguir con su vida normal. Mi alma está ya perdida, la he perdido casi sin darme cuenta, y por eso lo que me suceda en este mundo ya me es indiferente.
Sebastián recordó el intrincado puzzle de sociedades secretas que Claudia le había expuesto la noche anterior y que él se había tomado medio en broma.
—Y su compañero, Edouard…
—Ayer estábamos tendiéndole una trampa. Cualquiera que busque el libro debe de ser eliminado, supone una amenaza. Edouard tuvo miedo de usted, y por eso huyó. Como yo, creyó que usted era otra persona, otra clase de persona. Debe abandonar ese encargo que le han hecho, por muy bien que le paguen, porque mientras no lo haga estará en riesgo.
—¿Tan importante es ese volumen?
—Más de lo que pueda imaginar. En poder de determinadas personas supone un peligro tal que puede cambiar por completo el mundo que conocemos. Podemos acabar en manos de Belcebú y sus aliados. Sé que suena a disparate, pero yo he visto cosas que le dejarían helado. Quizá ese Newman para el que trabaja se trate de uno de los aliados del Diablo.
Madrigal pensó que ese hombre abatido que le hablaba con desazón había llegado al paroxismo de la devoción. Aunque cada vez más él mismo se sentía arrastrado por una corriente en la que demonios, libros mágicos y sociedades secretas formaban parte del mundo real.
—Llévese el manuscrito, y tenga esto —dijo Sebastián, tendiéndole al francés la pistola, que sujetaba por el cañón con delicadeza.
Cyrill se guardó la pistola, y después abrió una de las tapas del falso volumen y le arrancó una pequeña chapa metálica.
—Es para usted, ya no lo quiero. Ahora ya nadie podrá localizarle. Tengo que marcharme.
El francés se fue, dejando a Madrigal sumido en un mar de conjeturas. Su vida empezaba a ir demasiado deprisa, y acababa de estar a punto de perderla. ¿Merecía la pena hacerlo por un puñado de euros? Parecía que iba a desistir, a rendirse, llamar a Nick y renunciar al encargo, cuando su alma de periodista fracasado se reveló. Ya no era una cuestión de dinero, sino de orgullo. De alguna manera el asunto había despertado su curiosidad más atrevida, como aquella que llevaba a los corresponsales de guerra a meterse en la boca del lobo. El trabajo estaba bien pagado, pero ahora Sebastián quería descubrir qué había de cierto tras la historia de un libro maldito que supuestamente se había inventado Lovecraft. Era el reportaje soñado para un periodista venido a menos como él.
Cyrill regresó al piso de la Avenida Kléber arrastrando los pies, como alguien que no supiera bien qué rumbo tomar. Estaba desolado. ¿Estaba del lado correcto? Recordó a Thomas Brown, ahora ya sin odio. ¿Quién había amenazado a quién? El americano había tratado por todos los medios de evitar el enfrentamiento, pese a saberse superior en fuerza, pero el hermano Stan y él mismo le habían obligado a defenderse. ¿Quién hacía el bien y quién el mal? ¿Estaba Dios detrás de la Hermandad para el Triunfo de la Luz? ¿Servía él al Altísimo implicado en aquella tarea de eliminar personas? El ingenuo de Sebastián, metido en una tormenta de dimensiones que desconocía, le había despertado el entendimiento. Quizá aquellos seres estuvieran poseídos, pero hasta la fecha a él no le habían demostrado su voluntad de hacer el mal de manera deliberada y continuada. ¿Quién había determinado que había que ejecutarlos sin más? ¿Acaso mataban a cualquier otro poseído cuando se resistía a ser exorcizado? Cyrill levantó la mirada, acosado por un terrible pensamiento: ¿Acaso no sería Lorenzo la verdadera personificación del mal? ¿No estaría arrastrando a la Hermandad hacia las más oscuras tinieblas?