XXV

Lorenzo paladeaba con mesura el éxito alcanzado en Tokio. La noticia de la desaparición de una de aquellas bestias infernales era un bálsamo para su alma atormentada. Desde hacía años mantenía una lucha particular contra Satán, en cualquiera de sus manifestaciones. Aunque no formaba parte del clero, su devoción infinita le había acercado a Dios, y ahora se dedicaba casi por completo a conseguir el triunfo de la luz verdadera en el mundo. El resto de su tiempo lo empleaba en mantener una serie de saneados negocios de importación y exportación que había heredado de su padre.

Lorenzo Márquez había nacido en Guadalajara, México, y se había criado en el seno de una familia adinerada y culta. Desde pequeño se había mostrado interesado por la religión, y había oficiado como monaguillo en la iglesia de su barrio durante algunos años. Pero su estricto padre le obligó a cuidar en extremo su formación, pues iba a heredar un próspero negocio y tenía que estar a la altura, de modo que lo apartó de su vocación.

Siendo adolescente Lorenzo descubrió que tenía un don peculiar. Pese a su padre, siguió acudiendo a la parroquia en secreto, y allí comprendió que era capaz de sanar a gentes acechadas por maldiciones o embrujamientos. No sabía si se debía a una gracia concedida por el Señor o era debido a una capacidad innata para sugestionar y convencer a los demás. El párroco de su iglesia, apercibido de las virtudes del joven, comenzó a llevarlo consigo confidencialmente a pueblos cercanos, y juntos oficiaron exorcismos con gran éxito sin autorización ni del obispado ni, por supuesto, de la Santa Sede. Con los años la voz se corrió, y pronto de todo México solicitaban los servicios de ambos. Pero tanto la Iglesia como los poderes públicos ejercieron una gran presión sobre el padre de Lorenzo, que finalmente mandó a España a su hijo para que allí iniciase una nueva vida, dejando atrás un pasado marcado por el fanatismo religioso, que él mismo reprobaba y no llegaba a entender.

En Madrid Lorenzo siguió ampliando su densa formación, y también aprendió a manejar los negocios familiares a distancia, con la ayuda de un directivo de confianza, que hacía las veces de maestro y de particular nodriza. Pero el padre de Lorenzo falleció, y este volvió a sentirse libre para dar rienda suelta a su devoción cristiana y para dedicarse a la misión que Dios le había encomendado: liberar el planeta de la influencia del Maligno.

Lorenzo Márquez delegó en el directivo amigo de su padre amplios poderes, y esto le permitió mantener con firmeza las riendas del negocio a la vez que ganaba tiempo para oficiar su encomienda celestial. Así volvió a ponerse en contacto con grupos de feligreses en Madrid, y trató de volver a oficiar exorcismos en secreto, aunque en España los casos no abundaban tanto como en su país. Tardó en encontrar uno, aunque para su desgracia aquel intento devino en estrepitoso fracaso, el primero desde adolescente, y este revés le hizo caer en una profunda depresión. Pasaron meses en los que Lorenzo no hacía otra cosa que tratar de encontrar la forma de recuperar el don perdido. Pensó que quizá su no integración en el clero, o el mantenimiento de los negocios que había recibido de su padre habían podido contrariar al Altísimo y por eso este le había retirado su confianza. Y así estuvo taciturno hasta que un sueño revelador le dio la explicación: se veía de niño, junto a su abuela, y esta le entregaba una medalla de oro y le decía: «Lorenzo, no te separes nunca de ella. Te mantendrá siempre a salvo y te será de gran ayuda en todo momento». Al día siguiente comprendió que la medalla era el origen de sus dones. La había dejado olvidada como si nada en su hacienda de Guadalajara al venir a Madrid, como un símbolo más de ruptura con el pasado. Ordenó que se la enviaran, y nada más ponérsela al cuello sintió su poder. Lorenzo volvió a oficiar exorcismos en secreto por toda Europa con magníficos resultados, bajo el auspicio protector de San Benito de Nursia.

—Eiko Fukuda ya no es más que un puñado de cenizas.

—Perfecto, Fabián. Ahora tenéis que regresar a Madrid. Estaréis algunos días en mi casa y podremos planificar nuestro siguiente movimiento.

—Lorenzo, Enzo está agotado.

—Me preocupas tú, Fabián. Enzo seguro que estará bien en unos días. Regresad en el primer vuelo que localicéis.

Fabián Minetti era un cura italiano al que había conocido en Marcellina, un pequeño pueblo cerca de Roma. Lo habían llamado para ayudar a oficiar un exorcismo a un joven que por las noches gruñía como una bestia mientras dormía y hablaba en sueños en un lenguaje desconocido. Aquel joven era Enzo Favalli, y nadie se explicaba cómo un muchacho espabilado y alegre, buen estudiante, ferviente creyente, había podido ser invadido por Satanás. Fabián Minetti había oído hablar de Lorenzo, y después de semanas luchando por liberar a Enzo se atrevió a salirse de la ortodoxia y pedir colaboración a un seglar, eso sí, con la mayor de las reservas. Ambos se esforzaron durante largas jornadas en las que acababan agotados, al igual que el joven. Desesperados, ya no sabían qué hacer, cuando un hombre anciano, amigo de la familia, se les acercó discretamente una noche.

—Creo que el chico leyó un libro prohibido que guardaba su padre, que Dios lo tenga en su gloria. Era un librero de viejo, y hasta sus manos de vez en cuando llegaban obras de cierto valor, que vendía a bibliófilos y anticuarios por un precio razonable, aunque por debajo del de mercado. Pero él carecía de los contactos necesarios como para acudir a los millonarios que en ocasiones pagan fortunas por un códice o un libro raro. Consiguió en Francia un libro llamado Necronomicon, y lo guardó como un tesoro. Sólo yo en el pueblo sabía que lo tenía. Bueno, yo y su hijo. Le prohibió leerlo, pero ya se sabe que los jóvenes de hoy en día no respetan a nada ni a nadie, de modo que quizá desobedeciera a su padre.

—Pero ¿qué tiene que ver el libro con la posesión de Enzo? —inquirió Minetti, tratando de arrojar algo de luz sobre el asunto.

—El padre del chico siempre decía que aquel libro lo había escrito el mismísimo Diablo, y que cualquiera que lo leyera sería poseído por él. A lo mejor sólo es una casualidad…

—Y el libro, ¿dónde está ahora? —preguntó Lorenzo, fascinado con la historia que relataba el anciano.

—No lo sé. El padre de Enzo marchó a Alemania porque había encontrado un comprador por fin. Estaba contento porque le habían ofrecido una suma importante de dinero. Pero casi no pudo disfrutarlo, porque a poco de regresar enfermó repentinamente y murió sin que nadie pudiera remediarlo en unas semanas. Como les digo, la desgracia se ha cebado con esta familia por culpa del libro ese.

—Realmente es una teoría descabellada —apuntó con respeto Lorenzo, sin que el anciano se inmutara.

Se atrevieron a preguntarle a Enzo, quien finalmente reconoció haber leído el volumen sin malicia alguna, y sólo con la intención de entretenerse con él. Lorenzo seguía pensando que todo aquello no eran más que majaderías, pero Fabián ya había escuchado algo similar en alguna ocasión. Minetti era miembro de una Hermandad secreta, que compartía información sobre las posesiones más complejas. Era un asunto que la Santa Sede manejaba con prudencia, habida cuenta de lo delicado del asunto y de la poca responsabilidad que los medios de comunicación tenían en la actualidad. Así el cura italiano decidió introducir tangencialmente a Lorenzo en la Hermandad y hacerse cargo del desgraciado de Enzo mientras resolvían cómo liberarlo de su posesión. La familia del joven, aterrada, aceptó la propuesta, y él mismo, que durante el día era un muchacho como cualquier otro, también.

Lorenzo fue ganando poder dentro de la Hermandad. Su gran erudición y las increíbles donaciones que realizaba lo catapultaron, hasta convertirse en el director laico de una congregación formada exclusivamente por sacerdotes exorcistas. Pero todo esto era algo que sólo los miembros de la Hermandad sabían, y nadie más. Cuando el Papa ordenó la disolución, por no tener claros ni sus objetivos ni sus maneras, de aquella congregación impulsada bienintencionadamente por él mismo, Lorenzo evitó su desaparición y se erigió en referencia única para los hermanos que resistieron en ella.

Enzo se convirtió en una pieza clave en el devenir de la Hermandad. Superados los problemas que suponían enfrentarse a exorcismos de poca entidad, el reto de liberar a los poseídos por la lectura del Necronomicon se convirtió en una obsesión. Enzo confió a Lorenzo y a Fabián algunos pasajes del libro, aquellos pocos que recordaba y que más le habían impresionado, y así los dos devotos comprendieron que se enfrentaban a un texto horrible y muy pernicioso para la humanidad.

Lorenzo Márquez inició por su cuenta, empleando grandes cantidades de dinero en ello, un amplio estudio del Necronomicon, de su historia y de los secretos que guardaba. Contrató a expertos en artes oscuras, a parasicólogos, a bibliófilos, a historiadores, todo lo que hiciera falta con tal de desentrañar lo que pudiera ser esclarecido acerca de ese manuscrito horrible que lo mismo podía matar a alguien gracias a un sencillo rito, que lo resucitaba o lo volvía inmortal. Y de esta manera fue profundizando en su conocimiento, sin apenas compartir sus hallazgos con nadie, y se hizo también con otros libros prohibidos, gracias a los cuales pudo elaborar un sencillo libro con sortilegios que podían servir de pequeña defensa frente a aquellos monstruos que el Necronomicon creaba sólo con su lectura. Muy de vez en cuando transmitía al resto de hermanos algunos detalles que pudieran servirles de ayuda en su complicada tarea. Recelaba incluso de los más allegados, y sólo tenía verdadera confianza en Fabián y en Cyrill. Los empleados de sus negocios, demasiado alejados del presidente de su compañía, no sospechaban nada, y el único que sí lo hacía callaba, pues Lorenzo le había entregado prácticamente el total control de un imperio, y se lo remuneraba adecuadamente.

Respecto a Enzo, sólo Fabián y él mismo sabían de su existencia. El resto de miembros de la Hermandad no tenían ni la más remota idea de que uno de aquellos seres miserables trabajaba para ellos, ocupándose de la sucia tarea de eliminar a los suyos. Gracias a Enzo habían podido recuperar el libro en Chicago, y eso era algo digno de reconocer. Pero Lorenzo, a pesar del extraño aprecio que Fabián había cogido a la bestia, no olvidaba que Enzo estaba poseído por el demonio, y que hasta la fecha sus esfuerzos por encontrar una manera de exorcizarlo habían sido inútiles. Las pocas veces que visitaba a Fabián le atormentaban aquellos rugidos nocturnos, que sólo un ser en cuyas entrañas anida el mal podía proferir. Desgraciadamente lo tenía claro, y si llegado el momento en que Enzo dejara de serles útil todavía no habían sido capaces de encontrar una forma de extraer a Satán de su cuerpo, él mismo se encargaría de practicar el rito que lo convertiría en un puñado de cenizas.