XXIV

Hassan había tenido suerte, y una caravana de comerciantes lo había acogido a las afueras de Damasco, justo cuando ya las dudas y el miedo lo acechaban como pájaros de carroña.

—¿Adónde se dirigen?

—Al norte y luego al oeste. Vamos a la capital de los romanos en oriente, a hacer negocios. Sí deseas acompañarnos serás bienvenido, pues no harán falta unos brazos fuertes y jóvenes como los tuyos.

Tras varias jornadas de viaje agotador pero en buena compañía, Hassan llegaba a Constantinopla, el lugar que sin nombrarlo le había designado su amo. La ciudad más poblada del mundo, capital del Imperio Bizantino, que había tomado su nombre en honor del emperador romano Constantino I el Grande, era un hervidero constante de gentes de toda raza y cultura. Su puerto soportaba el mayor trasiego de barcos de todo el Mediterráneo, y en sus gentes, edificios, avenidas y monumentos se traslucía la enorme riqueza que atesoraba. No en vano había sido construida a imagen y semejanza de la gran capital del Imperio Romano, Roma, y así fue denominada durante algún tiempo como la Nueva Roma. La primera universidad del planeta se había fundado en aquella urbe impresionante e inmensa. Miles y miles de pequeños comercios salpicaban sus calles, llenas de vida y muchedumbre a todas horas. Hassan venía de una ciudad hermosa y floreciente, pero Constantinopla le pareció fastuosa y descomunal.

—Hassan, ya eres libre de hacer lo que te plazca. Nosotros nos quedaremos aquí unas semanas, vendiendo primero y comprando después. Traemos cosas de oriente y las vendemos, y luego regresamos y allí comerciamos con cosas de occidente. Es sencillo. Hay sitio para ti.

Pero Hassan sabía que su destino se hallaba en aquella ciudad. No respondió al jefe de los comerciantes, y se instaló con ellos a las afueras en unas amplias jaimas, pero su intención era buscar un oficio en la urbe y quedarse a vivir en ella.

No tardó el joven en ofrecerse como sirviente a un profesor de filosofía que impartía clases en la Universidad. Aeneas era un hombre no sólo acaudalado, sino también culto, de modales refinados y sin ningún tipo de prejuicios.

—Hassan, eres un joven listo y espabilado, y se nota que tu alma guarece buenos sentimientos. Aprende y escucha en todo momento, trabaja duro y sin rechistar, y en unos años serás un hombre de provecho.

Pasaban los días y el joven no encontraba el momento para leer el pergamino que su amo le había entregado en Damasco. No se atrevía, y tampoco se sentía capaz de seguir las instrucciones de Abdul y obrar sus milagros. Hassan estaba convencido de que a hacer milagros no se aprendía gracias a un pergamino, y que debía de tratarse de un don divino que se otorgaba muy selectivamente.

El joven empezó a acompañar a Aeneas a la magnífica y hermosa Iglesia de la Santa Sabiduría, reconstruida por el devoto emperador Justiniano, en la que se adoraba al dios cristiano bajo su espectacular cúpula de treinta metros de ancho.

—¿No te sientes cómodo entre los cristianos?

—Es que, mi señor, yo…

—No te preocupes. Hay un único Dios en el mundo, pero en cada región se le llama de una forma distinta. Aunque no lo creas, tu dios y el mío son en realidad el mismo.

Hassan se sentía confundido. Los califas Omeyas había impuesto el Islam como religión única en Damasco, y él había recibido el mensaje de Alá a través de las sabias palabras de Mahoma. Ahora Aeneas le explicaba que Jesús también había sido profeta del Islam, mucho antes que Mahoma, como también lo habían sido Abraham o Moisés. Según sus palabras, judíos, árabes y cristianos estaban hermanados por el mismo origen. El profesor le hablaba de las creencias de los demás sin odio ni ira algunas, y con una tremenda comprensión. Esta infinita bondad que percibía en su señor le llevó un día a entregarle sin temor el pergamino que durante largos meses había ocultado en su aposento unas veces o bajo su túnica otras.

—¿Qué me das, Hassan?

—Es un pergamino escrito por mi amo en Damasco. Me lo entregó para que yo pudiera obrar milagros, pero eso es imposible.

Aeneas tomó el pergamino entre sus manos, un tanto confundido. Le pareció que el joven árabe tenía la mente poblada de ficciones y mitos, leyendas que corrían de boca en boca e infestaban el entendimiento de las gentes sin formación. Sintió lástima y se apiadó de su sirviente.

—¿Y qué esperas que yo haga con él?

—Recoge todo el saber de mi amo, que era un gran hombre. Creo que usted sabrá bien cómo emplear esos conocimientos. Es un señor bueno e inteligente.

—Está bien, yo guardaré el pergamino, aunque has de saber que es tuyo y sólo tuyo.

Aeneas aquella noche comenzó a leer el pergamino que Hassan le había confiado. Arrancaba con una misteriosa advertencia, que más bien parecía una amenaza. Aeneas sólo aguantó algunos párrafos más. El contenido del pergamino era horrible, estaba plagado de descripciones abominables que erizaban la piel. Al día siguiente llevó el pergamino a la Universidad, y lo ocultó entre otros muchos pergaminos que trataban temas filosóficos. Jamás le contó a Hassan qué había hecho con él, y el joven creció liberado de las patrañas que su amo le había inculcado en Damasco.

Al Azif permaneció sepultado y olvidado durante casi doscientos años en la biblioteca de la Universidad de Constantinopla, confundido entre cientos de tratados filosóficos, volcados sobre códices y pergaminos enrollados. Y así fue hasta que en los albores del siglo X algún profesor lo encontró y comenzó a circular secretamente entre los filósofos de la época. Nadie se atrevía a leerlo por completo, y de cuando en cuando se organizaban reuniones clandestinas a las que acudían una decena de sabios para abordar su contenido y comprenderlo un poco mejor. Los más conservadores decían que era la invención de un árabe chiflado, otros apuntaban hacia su posible vinculación con los dioses egipcios y, los más osados, aventuraban que era la traducción de un libro escrito originariamente por una civilización anterior a todas las conocidas, seguramente no conformada por seres humanos. De entre los más atrevidos surgió un destacado y avezado filósofo, interesado desde joven por los tratados que abordaban asuntos oscuros y mágicos, Teodoro Philetas, que en una de aquellas reuniones hizo una descabellada propuesta.

—No sólo voy a leer por entero el pergamino, sino que voy a traducirlo al griego para que su contenido sea accesible a más personas que puedan arrojar algo de luz sobre él.

El resto de filósofos y sabios le advirtieron del serio peligro que corría, ya que al final del pergamino se advertía claramente que nunca jamás nadie habría de copiar parte alguna del texto, pues caso contrario seria atacado y devorado por bestias terribles venidas desde el infierno.

—Si así sucediera, habría yo probado de manera irrefutable la veracidad de todo lo vertido en el pergamino.

Teodoro inició la traducción del pergamino, que fue volcando en cuadernillas para confeccionar un hermoso volumen encuadernado, más acorde con los tiempos que corrían. Mientras avanzaba en su tarea, comenzó a tener pesadillas con seres atroces que lo perseguían y le daban caza. El filósofo restaba importancia a aquellos episodios nocturnos, y cada mañana se afanaba en un trabajo que pensaba le iba a situar en el primer peldaño del escalafón de los sabios y eruditos de su tiempo. Para ilustrar las páginas contrató a un joven artista, al que describía las bestias que asolaban sus sueños.

Y así Philetas concluyó su obra, aunque dándole un título nuevo, pues aquello de El Rumor no terminaba de comprenderlo ni de convencerle. Habida cuenta de que era, principalmente, un tratado sobre los muertos y sus leyes, decidió que lo más apropiado era llamarlo El Necronomicon.

Convocó una reunión de sabios para presentarlo, llevando consigo el códice recién terminado y el pergamino en el que se había basado. Estaba henchido de orgullo por su hazaña, y deseaba ahora explicar su trabajo y las conclusiones a las que había llegado. Los filósofos y eruditos le dirigían miradas de sorpresa y envidia. Pero no había casi ni comenzado su preparado parlamento cuando el pergamino, ante la vista de todos, comenzó a arder, como una pira centelleante. Teodoro comenzó a escuchar unos rugidos terribles que se aproximan hacia él a gran velocidad, aunque el resto de los filósofos sólo prestaban atención al pergamino, convertido ya en cenizas, como si aquello formara parte de un espectáculo montado a propósito por él mismo.

—¡No los escucháis! ¡Acaso no oís a esa manada de animales enfurecidos que vienen hacia aquí!

Pero el resto de sabios se miraban incrédulos, sin comprender bien a qué venían aquellos gritos desesperados de Philetas. Hasta el que cuerpo del filósofo comenzó a estallar en pedazos, desmembrándose, entre bramidos salvajes de dolor inmenso, y fue desapareciendo, como consumiéndose a sí mismo en la nada, hasta desaparecer por completo. Sólo el nuevo códice en griego quedó, para horror infinito de los filósofos que habían sido convocados a aquella reunión.