XXII

David Foster trató de relajarse. Había esperado aquella reunión durante una semana con excitación, pero no le había adelantado ni una palabra al millonario por culpa del cual su vida había sufrido un cambio drástico e incomprensible. Todo lo que deseaba decirle quería hacerlo cara a cara, sin la posibilidad que el teléfono concede de colgar en cualquier momento. También quería analizar los gestos, la comunicación llamada no verbal que tantas cosas expresaba.

A lo largo de siete días cada mañana se había despertado y había buscado con rapidez su propia imagen en el espejo, y siempre se había encontrado con lo mismo: su piel casi transparente, la terrible visión de sus músculos, venas y huesos y una especie de neblina brillante rodeando el contorno de su cuerpo. Lo increíble, lo excepcional, es que sólo sus ojos contemplaban el espectáculo, y sólo cuando lo hacía frente a un espejo. Nadie en la biblioteca le había hecho el menor comentario, y sólo su comportamiento fuera de lo normal había despertado suspicacias en el joven Steve, que constantemente le peguntaba si se encontraba bien.

David Foster había aprovechado aquellos interminables días para investigar por su cuenta: desde brujería hasta las drogas sintéticas, pasando por las sectas más extravagantes o a la demencia incipiente en cualquiera de sus manifestaciones. Intentaba no descartar cualquier posibilidad, abrir su mente para encontrar una respuesta loable a lo que le estaba sucediendo. Lo único cierto es que seguía encontrándose fenomenal en el aspecto físico, como si hubiera recuperado repentinamente el vigor de treinta años atrás. Ya no le hacían falta las gafas para leer, y había dejado de sentir molestias en las articulaciones. Era la parte positiva de un asunto perturbador que no le dejaba pensar en otra cosa.

Había salido en coche temprano, pues poco más de cien kilómetros le separaban de Manhattan, Nueva York, donde residía el acaudalado hombre que le había encargado autentificar el libro que ahora sostenía entre sus manos. Cuando el portero del lujoso edificio le guiñó el ojo, indicándole que Thomas Brown efectivamente le aguardaba en su amplio apartamento situado en la planta vigésima, intentó calmar sus nervios, abordar la cuestión sin asperezas. Esperaba respuestas, y deseaba con toda su alma que el sujeto que lo había metido en aquel lío pudiera dárselas.

Subió al ascensor con decisión, apretando el manuscrito contra su costado, como método para mitigar la ansiedad, y con la misma determinación pulsó el timbre del piso. Pero cuando Thomas Brown le abrió la puerta con una cordial sonrisa dibujada en su rostro se quedó petrificado, y el libro se deslizó entre sus manos, que habían perdido repentinamente la fuerza.

—Señor Foster, le estaba esperando —dijo Brown, que también parecía sorprendido, aunque no apabullado.

David miró con atención a su interlocutor. Ya no era el hombre que días atrás le había facilitado el volumen y le había pedido que lo analizara a cambio de una importante suma de dinero. Ahora su rostro se había vuelto transparente, y podía contemplar sus músculos, sus venas, y hasta sus huesos. Un vapor humeante y con un ligero resplandor rodeaba por completo su figura.

—No, no puede ser cierto lo que estoy viendo… —dijo, a punto de desfallecer, incapaz de asimilar lo que estaba sucediendo.

—Yo también estoy confundido, tranquilícese. Le ruego que pase para que podamos charlar apaciblemente —replicó Brown, con medido sosiego.

Foster se dejó arrastrar al interior del amplio apartamento. Thomas Brown dejó a su invitado en un sofá y fue a buscar algo. Al cabo de unos minutos regresó con una bandeja con café, té y algunas pastas.

—El té y las pastas son de Londres, viajo allí con frecuencia y le aseguro que son excepcionales —manifestó el millonario, tratando de resultar lo más cordial posible.

—Va a tener que tomarse algunas molestias más para explicarme qué diablos está sucediendo.

Brown había recogido el libro, y ahora lo sostenía y lo contemplaba con un resquicio de temor, como si aquel puñado de páginas envueltas en cuero fueran a cobrar vida en cualquier instante.

—Adquirí este libro hace unos meses, en Alemania. Llevaba tiempo tratando de hacerme con él, y por fin, gracias a mis numerosos contactos en Europa, pude localizarlo. La fuente era fiable, y no dudé en comprarlo —dijo Brown, con un deje de abatimiento, mientras acariciaba las tapas del manuscrito.

—Está muy bien que me cuente todo esto, pero ahora no se trata de saber si el volumen es falso o no. Ese tema para mí ya ha pasado a un segundo plano. Señor Brown, ahora lo que deseo son respuestas, y de manera inmediata —replicó David, con una severidad impropias de su carácter atemperado.

Brown guardó un prudente silencio. Notaba la frustración y la inquietud del bibliófilo y sabía que debía manejase con prudencia, pues en cualquier instante podía sacarle de sus casillas, lo que, hasta cierto punto, estaba justificado.

—Estoy tratando de explicarme, le ruego me deje contarle la historia en su totalidad. Luego podrá hacer lo que considere —casi suplicó el millonario.

Foster hizo un ademán, como indicándole que podía continuar con su narración.

—Como le estaba diciendo adquirí el libro y me lo traje a casa. Después de tanto tiempo buscándolo me sentía agotado y lo dejé casi olvidado en una estantería. Hará cosa de un mes me decidí a leerlo, y tengo que reconocer que lo hice en una tarde. Todo lo que se relataba era fascinante y terrible al mismo tiempo, aunque a la vista está que es algo que usted ya sabe. Su lectura me ayudó a entender algunas cosas del pasado que no estaban claras.

—No lo comprendo, ¿qué tiene que ver el Necronomicon con su pasado? —inquirió David, frunciendo el ceño.

Thomas se levantó y cogió un papel doblado y amarillento que había sobre una estantería repleta de libros lujosamente encuadernados, luego se la tendió a su interlocutor.

—Encontré esta nota entre los papeles de la herencia de mi padre, Thomas Brown segundo, hijo de Thomas Brown primero, mi abuelo.

David Foster tomó entre sus manos el papel y lo desdobló con la misma delicadeza con la que hubiera tratado un antiquísimo códice. Sabía que tenía el consentimiento tácito para leerlo: «Querido Thomas, te ruego que te deshagas cuanto antes de este libro maldito que la curiosidad y el afán por seguir aprendiendo me hizo comprar a un precio desorbitado. Por favor, no lo leas jamás, pues las consecuencias de hacerlo son demasiado trágicas, y no me creerías si te las explicara. Yo lo he hecho, y sólo he encontrado esta manera para liberarme de la condena que me he infligido a mí mismo. Es la única y verdadera copia que existe en el mundo del Necronomicon, y quizá la manera más viable de apartarlo de tu vida para siempre sea venderlo en círculos secretos, pues yo he intentado en vano destruirlo. No sé si sabrás perdonarme algún día por lo que estoy a punto de hacer, pero es la única salida que me queda. Espero que seas feliz, y que en algo te ayude la fortuna que te dejo en herencia. Tu padre».

—Mi abuelo desapareció, nunca jamás nadie volvió a saber de él.

—Y su padre, ¿le había contado algo acerca del libro antes de morir?

—No. Ni una sola mención. Cuando encontré la nota busqué el Necronomicon, e incluso mandé que se hiciera una auditoria de todas sus pertenencias, pero entre ellas no figuraba el manuscrito. Pensé que lo habría vendido, tal y como mi abuelo le recomendaba. Y en lugar de olvidarme del asunto, me obsesioné con él. Nunca conocí a mi abuelo, el hombre que había hecho primero rico a mi padre y luego a mí. Él había partido de cero, y con todo con el que me cruzaba y lo había conocido me decía que había sido una persona admirable. Sin duda, la clave de su desaparición estaba en el libro. Y no cejé en mi empeño de encontrarlo hasta conseguirlo. Y, sí, efectivamente ahora soy capaz de entender muchas cosas —declaró casi en un suspiro Brown.

Foster no supo qué decir. Su mente ágil enseguida vinculó al abuelo de Brown con el millonario que según Lovecraft estaba en posesión del libro en la década de los veinte, contemporánea a la del escritor. Era una hipótesis plausible.

—Discúlpeme, pero sigo sin entender qué pinto yo en todo este asunto —dijo David, recuperando el tono áspero y desafiante.

—Después de leer el libro me sucedió lo mismo que a usted. Los espejos, y sólo los espejos, me devolvían una imagen terrible. No sabía en quién confiar o a quién dirigirme. Traté de contactar con el hombre que me había vendido el manuscrito en Alemania, pero acababa de fallecer de un infarto. Busqué en Internet, y no me resultó difícil localizar su nombre como uno de los mayores expertos en libros raros y antiguos del planeta. Supe que de vez en cuando realizaba tasaciones y verificaciones, y por eso contraté sus servicios.

—¡Pero usted sabía perfectamente que me estaba exponiendo a un gran riesgo, que podía sucederme lo mismo! —exclamó Foster, muy irritado.

—No tenía la absoluta certeza. Y sí, reconozco que esperaba dos cosas de su visita de hoy: la ratificación de que el libro es mágico o, por el contrario, la constatación de que yo podía estar igual de chiflado que lo había estado mi abuelo. Pero créame si pienso que usted es una de las pocas personas que puede hacer cambiar la situación.

David Foster dirigió una mirada cargada de ira al millonario. Era como todos los niños de papá, un consentido que se consideraba en la potestad de decidir no sólo acerca del destino propio, sino también del de cualquiera que se le antojase.

—Yo no puedo servirle de ayuda, señor Brown. Yo no entiendo absolutamente nada, y sólo sé que algo me está pasando y que no sé qué consecuencias puede tener en el futuro.

—Le compensaré. Intentaré compensarle. Pero, por favor, no me diga que usted no sabe nada. Usted maneja libros raros y extraños, por sus manos han pasado cientos de códices e incunables, tratados de magia, alquimia, demonología y demás artes oscuras que hoy suenan a risa. Pero para nosotros ya no son una broma. Quizá en alguno de esos libros esté la clave para librarnos de lo que quiera que nos ha pasado. Si antes no creía en las historias de brujas, ahora por el contrario me resulta imposible admitir que este sea el único libro mágico que existe —concluyó Thomas, señalando el Necronomicon mientras miraba fijamente a los ojos de su interlocutor.

Foster recordó de manera casi instintiva el Manuscrito Voynich, que tan estrechamente vinculado al Necronomicon le había parecido. Lo que el millonario apuntaba no era tan descabellado, sería una desproporcionada casualidad pensar que únicamente el Libro de los Nombres Muertos contenía hechizos auténticos, y que el resto de miles de manuscritos no hablaban más que de fuegos de artificio. Si uno había sido capaz de mostrar su efectividad, otros podrían hacerlo también. No era que ahora Foster admitiese de repente la veracidad de todos los códices mágicos, pero sí la posibilidad de que algunos no fueran meras invenciones sin más.

—Está bien. Tampoco pierdo nada por intentarlo. Además, me ha convencido, está usted tan perdido o más que yo.

—Le reitero que el dinero no va a ser un problema.

—Creo que desde luego nos enfrentamos a otro tipo de dificultades menos materialistas —replicó David, con cierto sarcasmo.

Brown estaba contento en el fondo. Finalmente el encuentro no había ido tan mal, y ya tenía un aliado de nivel para comprender qué había podido sucederle a su abuelo y qué le estaba pasando a él mismo. Una sonrisa involuntaria se dibujó en su rostro.

—Lo que nos está ocurriendo no tiene porqué ser tan malo.

—Explíquese —le espetó Foster, que no estaba de ánimo para merodeos infantiles.

—¿No se encuentra mejor desde que leyó el libro?

David recordó la agilidad recuperada, las gafas que ya no utilizaba, el agotamiento desaparecido tras la media hora de caminata desde su casa hasta la biblioteca. Sin duda que se había percatado de que su estado físico general había mejorado notablemente.

—Debo reconocerle que sí, que me siento rejuvenecido. Pero ¿adónde quiere ir a parar?

—El hombre que me facilitó el libro en Alemania me aseguró que estaba adquiriendo un volumen con verdaderas propiedades mágicas. No le hice mucho caso, pensé que sólo deseaba inflar el precio. Mi objetivo único era recuperar el manuscrito que un día había pertenecido a mi abuelo. Pero me dijo algo más, algo que ahora cobra una importancia que entonces no le di.

—Le escucho —manifestó Foster, imaginando que nada bueno podía esconderse tras las siguientes palabras del millonario.

—El Necronomicon concede la inmortalidad a todo aquel que lo lea por completo. Si eso es cierto, señor Foster, usted y yo vamos a ser amigos durante muchos, muchos años.