XXI

Henry Newman llamó a su despacho personal, situado en la última planta de su lujosa mansión a las afueras de Londres, a Nick, su mano derecha y hombre de verdadera confianza. Lo había conocido quince años antes, cuando Nick todavía era un veinteañero rebelde y sin rumbo que se ganaba la vida haciendo cualquier trabajo que se le pusiera por delante. Así había acabado en una de sus empresas como chico de los recados, y casi por casualidad un día habían entablado una breve conversación que dejó impresionado a Newman. Sabía que tras aquellos modales rudos y esa apariencia de matón de instituto se escondía un alma noble y una inteligencia por explotar. Henry, una vez más, dejó que su instinto le guiara. Nick se fue convirtiendo en su protegido, y consiguió que hiciera la carrera de derecho en Oxford y luego cursara un MBA en la prestigiosa London Business School. El joven insurrecto, procedente de una humilde familia del londinense barrio de Clerkenwell, que había abandonado primero los estudios y luego el ejército, se había convertido en un adulto formado y capaz de sacar partido a sus numerosas virtudes, ocultas bajo escombros de humillaciones varias y un cierto resentimiento. Ahora Nick sería capaz de entregar su vida sin vacilar por la única persona que había confiado en él ciegamente, y eso era algo que Henry Newman tenía muy claro.

—Aquí estoy, señor Newman, ¿qué necesita?

—Nick, estaba pensando en Sebastián. Sólo quería saber cómo van las cosas, hace tiempo que no hablábamos de este asunto.

Aunque para Henry lo más importante en este momento era conseguir el libro para tratar de resucitar a Sharon, no olvidaba el resto de sus obligaciones, como presidente de todo un imperio que requería de su astucia y capacidad de liderazgo.

—Me llama casi todos los días. Está en París, y me cuenta que desafortunadamente ha seguido una pista falsa y ha conseguido una copia fraudulenta del manuscrito.

—En París… Parece que se está tomando en serio el asunto. ¿Y de qué manera ha sabido que la copia que ha conseguido no era la auténtica? —inquirió Newman, intrigado y temiendo que quizá sí que lo fuera.

—Bueno, está siendo ayudado por una serie de personas, que desconocen la verdad del asunto. Se ha inventado que va a escribir un ensayo acerca del Necronomicon. En París está con una tal Claudia Reiss, anticuaria y especialista en códices y libros negros.

El apellido Reiss le sonó de inmediato. Newman hurgó en su memoria, pero no consiguió identificar a nadie, y aún así sabía que, de alguna manera, ese apellido estaba relacionado con el manuscrito.

—Nick, me gustaría que te informases acerca de esa tal Claudia Reiss. No sé, pero hay algo raro, es un nombre que ya había escuchado anteriormente.

Nick obedecía siempre sin rechistar. Sólo de cuando en cuando planteaba alguna leve objeción, y para que eso sucediera tenía que haber encontrado algo que lo incomodara tremendamente. Su confianza en Henry Newman era absoluta y totalmente ciega.

—En un par de días tendrá elaborado un detallado informe. Si lo desea también incluyo todos los aspectos sobre los que he ido hablando con el señor Madrigal.

—Sí, claro. ¿Puedes adelantarme alguna cosa interesante?

Nick trató de ordenar sus ideas, porque no era sencillo resumir todo lo acaecido en los últimos días en cinco minutos, que sabía era lo máximo que Newman iba a concederle sin comenzar a impacientarse. Era un hombre bueno, él de sobras lo sabía, pero también muy exigente y amante hasta el exceso de la concreción.

—Al parecer en París contactó con un supuesto marchante de libros, que estaría negociando la venta del Necronomicon. Finalmente obtuvo el libro gratuitamente, y no tuvo que abonar cantidad alguna. Más tarde ha sabido que el supuesto marchante es miembro de una hermandad secreta que sólo desea destruir el manuscrito para evitar a la humanidad los peligros asociados a él, y le han recomendado encarecidamente que abandone su búsqueda y se olvide de todo.

—Eso suena un poco a amenaza… ¿Todavía no te ha solicitado tu ayuda?

—Hasta el momento no. Le he propuesto ir con él, como usted me dijo, por si desea sentirse más protegido, pero no me da la impresión de que esté nada amedrentado.

A Henry Newman por un lado le gustaba aquella actitud decidida del español y por otro le desconcertaba no tener un absoluto control sobre cada una de sus acciones. Desde que montara su primera empresa había estado acostumbrado a manejar muy de cerca cada uno de los movimientos de sus ejecutivos, teniendo siempre en sus manos la última palabra. Aún hoy, cuando dirigía un enorme emporio, intentaba conocer hasta el mínimo detalle de todo lo que acontecía en cada uno de las compañías de las que era propietario.

—Está bien, dejémosle actuar a su manera. Parece que sabe lo que se hace en este asunto. Pero síguele de cerca, cerciórate de que siempre se encuentra en el lugar que te dice. Y estate siempre alerta por si pudiera necesitarte con urgencia. Si de verdad lo han amenazado, quien quiera que lo haya hecho también nos ha amenazado a nosotros —manifestó con rudeza Newman, transformando su rostro habitualmente amable en un rictus de severidad.

—Así lo haré, señor Newman. Mañana el señor Madrigal toma un avión con destino a Berlín, uno de los últimos lugares, si no el último, en los que supuestamente fue vendido el original.

En ese preciso momento la mente de Newman se despertó, como si un resorte herrumbroso de la memoria hubiera recuperado su utilidad. Berlín y la venta del manuscrito estaban profundamente asociados en sus recuerdos, y por eso ahora todo se había iluminado de repente. Las piezas habían encajado, pero la resolución del puzzle traía consigo algunas cuestiones inquietantes cuyas respuestas no admitían demora posible. Un nombre había comenzado a circular con fuerza en su cabeza: Bernard Reiss.