XX

Eiko Fukuda no se sentía tranquila desde que recibiera la llamada, un par de semanas atrás, de su buen amigo David Foster. El libro al que tanto temían volvía a estar en circulación, o al menos eso era lo que creían. Tras algunos meses de cierta serenidad el miedo volvía a instalarse en sus vidas. Aunque, eso sí, todavía mantenían la amenaza muy lejos.

Pese a la distancia física que le separaba de David, siempre estaba cerca de él. Se veían apenas un par de veces al año, ya fuera allí en Tokio unas veces o en New Haven otras. Hasta ahora notaba su manto protector, a pesar de los miles de kilómetros, pero en este momento lo necesitaba mucho más cerca, ya que escuchar su voz no era suficiente para calmarla. Desde que le informara de la posibilidad cierta de que alguien concreto podía estar en posesión del manuscrito horribles pesadillas la asediaban por la noche.

Su vida había dado un giro radical hacía unos años, cuando el profesor Bernard Reiss le había solicitado amablemente que viajara a Berlín para verificar la autenticidad de una partida de códices que habían llegado a parar a sus manos. Era ya la tercera ocasión en la que le pedía su colaboración, y no iba a negarse. Bernard era un hombre encantador, un anticuario enamorado de los libros antiguos, y que había forjado un interesante capital manejando un reducido catálogo que luego ofrecía a las mayores fortunas de Alemania y del resto del mundo. Era conocido por la rigurosidad de su trabajo, y jamás había tenido el menor problema con ninguno de sus clientes. Bernard había dejado su puesto como profesor universitario para dedicarse de lleno a su negocio, que también era su pasión. Pero el anticuario recurría con frecuencia a especialistas en diferentes materias para que analizasen una pieza concreta, antes de tasarla definitivamente o adquirirla él mismo para luego revenderla. Eiko era uno de aquellos especialistas. Se habían conocido en un congreso sobre incunables celebrado en Bruselas, y desde entonces el correo electrónico había servido como estrecho vínculo entre ambos. Bernard la esperaba esta vez con un ejemplar de uno de los libros míticos más conocidos, que figuraba en el imaginario común de la gente junto a otros manuscritos surgidos de la fantasía desbordada de una persona o de leyendas que habían ido circulando de boca en boca, como por ejemplo Las Estancias de Dzyan o El Libro de Toth, este último un pergamino supuestamente escrito por los egipcios hacía diez mil años, y origen de lo que en la actualidad llamamos Tarot.

—Hablas en serio, ¿quieres que analice este libro con absoluto rigor? —Inquirió Eiko, observando incrédula el volumen que Bernard le tendía con una sonrisa afable.

—Claro. Quién sino tú puede determinar si esta copia fue realmente impresa en España en el siglo XVII. No quiero que me digas si el libro tiene propiedades mágicas, sólo deseo que lo autentifiques, como cualquier otro.

—Estás completamente chiflado, pero haré el trabajo sólo porque eres tú el que me lo pide.

Finalmente Eiko Fukuda, catedrática de literatura antigua en la facultad de letras de la Universidad de Tokio, gran bibliófila y estudiosa de la literatura española entre los siglos XVI y XVIII, había podido ratificarle, para su desgracia, ambas cosas: el volumen había sido impreso en España a mediados del siglo XVII, probablemente en Toledo, y tenía, sin lugar a dudas, propiedades mágicas. La vida de ambos ya no había sido la misma desde entonces, aunque Eiko luchó con todas sus fuerzas para olvidarlo todo y tratar de seguir como si nada en realidad hubiera sucedido.

Bernard dejó de enviarle emails, y sólo muy de vez en cuando la llamaba por teléfono para saber cómo se encontraba. Él se sentía culpable por lo acontecido, y de alguna manera ansiaba encontrar una forma que compensara su tremendo error. Pero no tuvo tiempo, porque Bernard Reiss falleció súbitamente a causa de un inesperado infarto.

Eiko Fukuda recogió parsimoniosamente sus cosas. La clase había finalizado y ya podía regresar a casa, a descansar y a pensar acerca de lo que suponía la amenaza que nuevamente se cernía sobre los miembros de la sociedad secreta a la que pertenecía. De vez en cuando se imaginaba cambiando de nombre, emigrando a un país europeo e iniciando una nueva vida. Pero le faltaba valor. Además, adoraba su profesión, le encantaban los alumnos y disfrutaba con los medios que la universidad ponía a su disposición para investigar.

Salió del imponente edificio en el que pasaba la mayor parte del día con la intención de estar en su apartamento antes de lo habitual. Normalmente llegaba bastante tarde, pues se demoraba charlando con algún grupo de alumnos o con cualquiera de los becarios a su cargo. Pero hoy se sentía muy cansada.

El campus de Hongo era el mayor de los cinco con los que contaba Todai, abreviatura con la que era conocida la Universidad de Tokio. Tenía diez facultades, pero sin lugar a dudas las más importantes eran las de derecho y la de letras. Aunque Todai había ido perdiendo terreno con respecto a algunas universidades privadas, seguía siendo una referencia en todo Japón y Asia, y había contado en su haber con ilustrísimos alumnos, como varios primeros ministros o los escritores Yasunari Kawabata y Kenzaburo Oé, ambos premios Nobel de Literatura.

Eiko fue dando un ligero paseo hasta la estación de metro de Hongo-sanchome, que le conduciría hasta el corazón de la gran ciudad, una de las urbes más pobladas del planeta, con sus más de ocho millones de habitantes, aunque su área metropolitana estaba considerada como la mayor del mundo, con cerca de cuarenta millones de habitantes. De repente sintió que alguien la seguía, y apretó un poco el paso. No deseaba mirar hacia atrás, por temor a hacer el ridículo y porque sabía que seguramente serían unos alumnos que, como ella, iban a tomar el metro.

«Estoy empezando a volverme un poco paranoica», se dijo, tratando de restar importancia a su intuición.

Al fin llegó a la moderna estación y se sintió un poco más aliviada. El trasiego de estudiantes que iban de un lado para otro le transmitían una agradable seguridad. Pero acababa de sentarse a esperar a su tren cuando dos hombres de rasgos occidentales se pusieron justo delante de ella. Eiko supo al instante que uno de aquellos hombres padecía la misma maldición que desde hacía años ella soportaba.

—¿Eiko Fukuda? —inquirió el otro, el que era absolutamente normal, más bajito, y con un pésimo acento japonés que denotaba que estaba en Japón seguramente por primera vez en su vida.

Ella no supo qué responder, o más bien no le salió la voz. Se había quedado petrificada, unida al asiento como si su cuerpo lo hubieran soldado al resto del metal. El más alto de los hombres extrajo de una bolsa de lona un libro y lo abrió por una página señalada, actuando con marcada rectitud, como si hubiera ensayado mil veces esa misma escena. Eiko sintió cómo el terror se calaba hasta lo más profundo de su ser, y cerró los ojos.

«En París, el original debía de estar en París…», pensó, aceptando que su instinto no le había fallado. Quiso recordar algo hermoso y bello, anticipando su inmediato futuro, pero sólo le vino a la mente la imagen de David Foster llorando con desesperación.

El hombre leyó unas palabras en castellano antiguo que Eiko comprendió y otras tantas en un rarísimo lenguaje que también supo identificar. Y en ese momento sintió un calor interno, que lentamente iba creciendo, y que se expandía con rapidez hacia sus extremidades. El calor se iba intensificando progresivamente, hasta quemarla como una brasa que se hubiera colado en su estómago. Abrió los ojos y miró sus manos, que ya estaban completamente carbonizadas y habían perdido alguno de los dedos por efecto de la gravedad. Entonces dejó de ver, y ya no sintió nada más.